João Bénard da Costa fue durante más de treinta años una figura indispensable del cine en Portugal. Primero en la Fundación Calouste Gulbenkian y luego en la Cinemateca Portuguesa (de la que fue director y principal figura durante casi veinte años) se encargó de defender el cine como expresión artística, luchando por los cineastas que amaba. Su lucha convirtió a la Cinemateca Portuguesa en una de las más reputadas del mundo, y desde allí transmitió su amor por el cine a todos los que quisieron escuchar. Escritor ávido (la recopilación de sus escritos sobre cine ya va por el sexto volumen) e implacable, personal y de una riqueza en el uso del lenguaje difícilmente comparable, Bénard da Costa expone en cada texto su mirada particular sobre el cine que consiste en un análisis minucioso de detalles muy concretos de las películas que le sirven para explicar toda una visión sobre el arte y el mundo, del que cine es su espejo definitivo. De ahí que haya lugar para todo tipo de citas pictóricas, literarias o musicales, así como anécdotas personales que enriquecen los textos para llevarlos más allá de la convencional crítica cinematográfica.
Su labor como escritor de cine se expande en libros, catálogos de la cinemateca, artículos para diarios y revistas, pero muy especialmente en forma de hojas de sala, las famosas Folhas da Cinemateca que uno se puede encontrar siempre a la entrada de las sesiones. Cada vez que una película se proyectaba por primera vez en la Cinemateca, recibía un texto específico de uno de sus programadores, y cada vez que se vuelve a proyectar, esa misma hoja de sala acompaña a la proyección. De ahí la vigencia de la escritura de Bénard da Costa: cada vez que se proyecta una película de Walsh, una de Renoir, una de Buñuel o una de Oliveira, sus palabras acompañan a los espectadores. Los textos aquí recogidos provienen de esas hojas de sala, con la ligera excepción de Akasen chitai, que si bien es una hoja de sala, incluye una conclusión algo diferente tras haber sido incluida en una recopilación de los textos sobre Mizoguchi. Cada vez que todas las películas (conocidas, supervivientes) de un cineasta eran proyectadas en la Cinemateca, la institución editaba un volumen reuniendo todas estas valiosas hojas de sala, dejando imprescindibles libros sobre Mizoguchi, Buñuel, Ford, Renoir, Hawks y tantos otros (Paulo Rocha o Chantal Akerman más recientemente) que complementaban a los catálogos que la filmoteca portuguesa había editado anteriormente.
“Inadjetivable” es la expresión que João Bénard da Costa solía utilizar para hablar de aquellas películas que alcanzaban el placer supremo de la expresión. Que le llevaban a un punto de realización que sólo el cine, en sus momentos más grandiosos, podía alcanzar, y que, por ello mismo, no existían calificativos posibles. Años después de su fallecimiento, la Cinemateca creó un ciclo regular precisamente llamado “Inadjetivábel” en el que se proyectaban aquellas películas tan amadas por Bénard da Costa. Y quizás esa misma falta de calificativos es la que tenemos cuando nos exponemos a sus textos. La pasión extrema por el cine, por sus misterios y sus formas, se transmite, pero es difícil acertar a explicar por qué.
Introducción: Miguel Blanco Hortas
Traducción: Karina Solórzano y Miguel Blanco Hortas

The Ghost and Mrs. Muir, Joseph L. Mankiewicz, 1947
Este film lo vi por primera vez, cuando no tenía ni 13 años, en Tívoli, cuando Tívoli olía a Fox y dije “Twenty Century Fox”. Quizás por eso la palabra vintage, que aprendí mucho más tarde, está asociada visualmente al emblema de la casa Zanuck y se me aparece siempre, entre reflectores cruzados, ascendiendo y descendiendo por espacios efímeros.
Recuerdo que me gustó. Recuerdo que me gustó mucho. Pero nunca imaginé que me gustaría tanto y que recordaría tanto esa historia de amor y muerte durante toda mi vida. A los doce o trece años los grandes amores son solitarios y son cosa de uno, sin más cuerpo que el nuestro. Por ahí pude develar, oscuramente, como a través de un espejo, una parte importante del criptograma del film. Pero todavía era demasiado pronto (y ahora quizás sea demasiado tarde) para develar la parte que suma esta parte. A los doce años, la muerte es una palabra vaga y los fantasmas se asustan unos a otros.
Me tomó otros treinta años (treinta y dos, si cuento con los dedos) saber que el Capitán Daniel Gregg (Rex Harrison) no era un fantasma en absoluto o era un fantasma por completo. Ese día pegué el enorme cartel del film (el original) en la pared frente a mi oficina en Gulbenkian. Yo ya no estoy, pero el cartel sigue ahí. (Ahora, ya no está. Pero, aunque blanqueado por el sol —¿quién recuerda haber puesto fantasmas al sol?— sigue en mi despacho. En la Cinemateca). Gene Tierney (Lucy Muir) en primer plano, inmensa y elegante, “with that taunt in her smile”. Rex Harrison, en la sombra, detrás de ella, “with that haunt in his kiss”. Y, en la esquina inferior derecha, mucho más pequeña, George Sanders “without a ghost of a chance”. “The Flesh… So Weak”. “The Spirit… So Willing”. Podría ser al revés, pero así está mejor. Y también ahí, en la portada de un libro cerrado, se lee “the film became the delight of your life”. No sé si “delight” es la palabra correcta, pero muchas cosas en mi vida “becamou” [comenzó]1.
La señora Muir —ya lo dije— es Gene Tierney, en los años de Laura (1944), de Leave Her to Heaven (1945), de Dragonwyck (1946) en los años en los que Gene Tierney fue mujer pachulí, mujer asfódela. El señor Muir, quien haya sido, nunca lo conocimos. Murió antes de que comenzara el film, por una intoxicación o algo similar, dejando su magnífico rostro y cuerpo envueltos en crepes, igual que las viudas inglesas estaban envueltas en crepes a principios de siglo, época y país donde comenzaba la acción. A juzgar por la familia con la que la dejó vivir (suegra y cuñadas), ni ella ni nosotros perdimos mucho. Pero le dejó una hija de siete años, papel confiado a la niña que entonces era Natalie Wood.

Para escapar de esta casa londinense, la casa de un muerto, una casa de muertos, la señora Muir decide, para gran escándalo de la familia, mudar de aires y mudar de mares, llevándose a su hija y a su criada (Edna Best) a una playa del Atlántico, donde, por la noche, el viento silbaba entre las grietas de la madera vieja y donde las olas rompían contra los acantilados. De las muchas casas que le mostraron ninguna la convenció. Sólo quiso la casa que no querían mostrarle, porque —se decía—, estaba embrujada por el alma en pena del Capitán Gregg, que se había suicidado en ella. El fantasma no asusta a Lucy Muir. Un fantasma es el miedo que la gente tiene de él. Y el miedo al deseo no es el miedo de Gene Tierney. Por eso, en la casa, ama todo lo que quedó del capitán: el óculo en el balcón de su habitación, el becerro de oro que trajo de uno de sus tantos viajes, su retrato toscamente pintado, vestido de lobo marino, con una sonrisa entre lo sarcástico y lo diabólico.
Una mujer en la sombra (luto, velos) cambia un muerto por un fantasma. Y si el muerto quiso enterrarla viva (en Londres) el fantasma va y viene del mar, entra por sus ventanas y propone una disolución mágica, tan mágica como ese plano, entre todos planos mágicos, en el que, la primera noche que pasa en la vieja casa, Lucy se despierta y ve el mar a través de la ventana, esa ventana que antes había cerrado y que se abrió mientras dormía. Y, cuando está segura de que él [el fantasma] está allí, la señora Muir desencadena la aparición. Se levanta, va a la cocina y enciende una cerilla para prender el fuego. Se apagan todas las luces, comienzan los truenos y relámpagos. Y es en ese momento que ella dice “I know you are there” (“Sé que estás ahí”). Y Rex Harrison aparece frente a ella, tan grosero como sólo Rex Harrison podría serlo, para una discusión no metafísica sobre el derecho de cualquiera de los dos a la posesión exclusiva de la casa. Fantasma del deseo, Harrison es también un fantasma de la violación (deseo de violación), de ahí la irónica agresividad de las relaciones entre ellos.
Y si Rex Harrison exige que su retrato sea devuelto al dormitorio, que ahora es su dormitorio, Gene Tierney lo cubre cuando se desnuda, ocultando la desnudez de la imagen en movimiento a la mirada de la imagen fija.
Es después, en los numerosos encuentros con el fantasma, que comienza su felicidad, tanto más intensa como más necrófila y solitaria. “I’m so happy”, dice. En vano, el fantasma responde que todo lo que ve es una ilusión, “like a blasted lantern slide”. En vano, el fantasma le dice: “I’m here because you believe I’m here”. Esta ilusión, esta creencia, son el mundo de la señora Muir, tanto como el mar y la playa, tanto como la música en off (que también está ahí y no), una de las partituras más brillantes del brillante Bernard Herrmann. (Solo denme esa canción y recordaré toda la película).
Cuando el Capitán le dice que es una ilusión, Lucy Muir responde “It’s not very convincing, but I suppose it’s all right”. Y la ilusión no es más que el libro que le dicta el Capitán, las memorias de un marinero escritas por una mujer. “What they didn’t know about life would fill an encyclopaedia“. Y, entre las muchas cosas que no sabía, está la palabra que da lugar a una de las fintas más prodigiosas jamás hechas contra los códigos de los buenos tiempos de Hollywood. El capitán lo dicta, sin que lo escuchemos. Ella deja de escribir, se sonroja y se niega a escribirlo. El capitán grita e insulta. La cámara se sitúa delante de Gene Tierney y, dedo a dedo, vacilante, busca la palabra que tiene cuatro letras. Y quien recuerda el teclado AZERT no tiene muchas dificultades, siguiendo sus movimientos, sabiendo que empezaba por F y terminaba en K. Era la primera vez que esta palabra, sin aparecer, aparecía en un film, exactamente como un fantasma.


El libro hace que la Señora Muir regrese a Londres. El libro se publica, no de forma fantasmal. Londres y el libro traerán al tercer “muerto” al film: el celoso escritor Miles Fairley (George Sanders). Siempre hay un momento en el que, en el reino de los muertos, alguien gira en busca de una imagen más “real”. Gene Tierney comienza su tercer “love affair” con la débil réplica del capitán, que es la seductora presencia de George Sanders. El fantasma intenta expulsarlo. Luego se entrega a la vida, en su segundo “suicidio”, y es mientras duerme (“¡Ah! Comme Gene Tierney est belle quand elle dort!”) que Rex Harrison viene a despedirse de ella, en la secuencia más bella de la historia de Hollywood. “Oh, Lucía” (la voz de Harrison, la música de Herrmann) “you are so little and so lovely”. Después, le recita Keats (Oda a un ruiseñor) y le cuenta cómo le hubiera gustado llevarla a ver el sol de medianoche, los fiordos de Noruega. “What you have missed, Lucia, by being born too late to travel the Seven Seas with me! And what I’ve missed too” Entonces, él que antes, en un momento en que ella se acercó demasiado, le dijo con rudeza: “Keep your distances, madam”, se inclina en casi un beso que, de nuevo, ella interrumpe. Y se aleja hacia la ventana y el óculo, que nunca más podrá ver lo invisible. Al sol de la mañana siguiente, el capitán ha desaparecido de la vida y del hogar de Lucy Muir, a quien sólo él llamaba Lucia, como si viniera de Lammermoor.
Pero con él, poco después, también desaparece George Sanders. Cuando Gene Tierney viene a llevarlo a tierra firme (su hogar) descubre que ese otro “sueño” escondía la dura realidad de una mentira y una mediocridad banal (Sanders estaba casado y su historia es una historia que le contaba a muchas otras mujeres). A partir de entonces no hay más hombres —vivos o muertos— en la vida de la señora Muir. Y el tiempo comienza a pasar muy rápido. La señora Muir envejece. Pronto la hija crece y se casa, solo para luego decirle a su madre que ella también, cuando era niña, había visto el fantasma. Y pronto llega una tarde (una tarde avanzada) en la que la señora Muir, de pelo blanco, se siente muy cansada y le pide a la criada un vaso de leche. Ni siquiera llega a beberlo. El vaso se le escapa de las manos y la señora Muir muere, abrigada, en la silla frente al mar donde siempre se sentaba. La imagen se desdobla. Y los dos fantasmas, el suyo y el de ella, como eran entonces, miran fijamente a la anciana muerta. Luego bajan las escaleras de la mano para abrir la puerta y desaparecer, en medio de la música, en la niebla.
De todas las artes, el cine es la más onírica. Y esta dimensión nunca ha existido tanto como en los films “germanizados” o “germanizantes” realizados en Hollywood en los años cuarenta. Joseph L. Mankiewicz (1909-1993), el director de The Ghost and Mrs. Muir y a quien recién nombro ahora, no era alemán pero era de ascendencia alemana y se educó en Alemania. Toda su vida buscó el cine total. A pesar de muchas otras obras maestras, nunca ha estado tan cerca como en este film, del que dijo recordar sobre todo “el viento, el mar y la búsqueda de algo diferente”. “Y las decepciones que se tienen en la vida”.
No hay film más triste. No hay film más bello. Déjame estar junto a la mujer que nació demasiado tarde para cruzar los siete mares y ver el sol de medianoche. Déjame estar al lado del capitán que murió demasiado pronto para poder besarla o dormir con ella. O déjenme creer que no hay temprano ni tarde y que el único amor que existe —porque es el único en el que creemos— es el amor surrealista, el que Rex Harrison y Gene Tierney encuentran al final, cuando desaparecen en la niebla, atravesando la última puerta.

Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954)
Era inevitable. Tenía que serlo. Si escribo sobre “las películas de mi vida”, ¿cómo podría dejar de lado “la película de mi vida”, mi Johnny Guitar? Sólo aquellos que no me conocen, ni más gordo ni más delgado, podrían suponer que un día de estos —tarde o temprano— Johnny Guitar no llenaría esta página.
Es parte de mis leyendas —como la de decir que conocía de memoria el Larousse cuando tenía siete años— que me atribuyen cientos de visionados de Johnny Guitar. En ambos casos hay exageración. Sólo vi a Johnny Guitar 68 veces, entre 1957 y 1988. ¿Es suficiente para conocerla de memoria? Nunca se conoce de memoria Johnny Guitar. Siempre es la primera vez.
Como género, se clasifica entre los westerns. Se estrenó en América el 27 de mayo de 1954, bajo el signo de géminis. Es un film de Nicholas Ray que tenía 42 años, 9 meses y 20 días la noche del estreno. En la filmografía del autor, iniciada en 1948, es el opus 9. Después filmó 13 largometrajes más, hasta su muerte. Lightning Over Water es la última, codirigida con Wim Wenders, en 1979.
Johnny Guitar se hizo para una pequeña compañía, Republic, y costó poco dinero. La crítica americana la trató con desprecio: “the silliest film of the year”, pero el público, sin que nadie supiera explicar por qué, llenó las salas durante meses. Herbert J. Yates, productor de la obra, se llenó los bolsillos. Cuando el film llegó a Europa —en 1955— las posiciones críticas se extremaron. Algunos —pocos— atraparon el microbio al que le he dado un hogar y una casita de juegos durante más de treinta años. La mayoría pensaba que sólo las personas gravemente perturbadas o analfabetas podían disfrutarla. O ciegos, sordos, mudos, paralíticos y lisiados con cuernos. Algunos otros y yo nos sentimos avergonzados cuando la controversia llegó a Portugal. Nuestro delirio era provocador. El que provoca a las mayorías o al sentido común siempre acaba recibiendo más de lo que da.

Pero, en el caso de Johnny Guitar, viví lo suficiente para ver el mundo cambiar. Cuando en 1981 programé el film para Gulbenkian, en un ciclo de cine americano de los cincuenta, el aforo fue tal que tuvo que haber un segundo pase. Luego, cada vez que el film se proyecta en la Cinemateca portuguesa (y la tengo programada con bastante frecuencia), no cabe ni un alfiler en ella. Hoy en día, unos cuantos miles de portugueses acuden a ver a Nick Ray. Sucedió lo mismo en todas partes. “La Belle et la Bête du western”, como escribió Truffaut en su momento, se convirtió en la definición misma de un film de culto.
Nick Ray, que también vivió lo suficiente para presenciar este punto de inflexión, dio un día algunas razones para explicar este fenómeno: 1) era la primera vez, en un western, que las mujeres eran simultáneamente las protagonistas y las antagonistas; 2) es un film lleno de luz y calidez. Se oponía al estilo de “cine negro” que predominaba en aquella época; 3) es un film en el que se valora el color, debido a una hábil estructura arquitectónica; 4) fue el primer film en utilizar el color en todo su potencial; 5) utilizó el décor y el paisaje para potenciar al máximo la imagen.
No seré yo quien lo desmienta, pero muchas de estas cosas fueron, en su momento, lo que más se utilizó para atacar la obra. Se odiaba a las mujeres (Joan Crawford y Mercedes McCambridge), se pensaba que el color (un proceso llamado trucolor) era de un insoportable mal gusto, estridente y extremadamente exagerado. Para mí, no creo que valga la pena intentar explicarlo. De Johnny Guitar sólo soy capaz de hablar delirantemente. Dios y otros tantos —amigos y enemigos— saben lo que es eso…
Se decía, por ejemplo, que era el film con los diálogos más hermosos de la historia del cine (yo, al menos, lo dije). Algunos estaban convencidos de esto, y recuerdo programas de cineclubs o artículos de revistas que publicaban aquella famosa cadena de preguntas y respuestas entre Guitar (Sterling Hayden) y Vienna (Joan Crawford) cuando empiezan a evocar el pasado, la noche de la llegada de Johnny al saloon de Vienna. Es cuando él le pide que le diga “something nice”, cuando le pide que le mienta: “Tell me you love me like I love you.” Pero reducido a una escritura seca, el diálogo es vergonzosamente banal. Si la gente tiene tal recuerdo de él, es por el concierto de voces que se escuchan en el film —áspera la de Crawford, apagada la de Hayden— y su asociación con la fabulosa partitura de Victor Young. Es por la forma en que la cámara y los cuerpos se mueven durante, es por el contraste de rojos, verdes y marrones. Es por la prodigiosa presencia de ese décor rupestre, exasperantemente barroco, a la vez mausoleo, prostíbulo y casa de hechizos.



Muchas veces he escuchado la banda sonora de Johnny Guitar sin ver las imágenes. Así, por extensión, todo el recuerdo del film se reconstruye, pero para que esto suceda es necesario tener memoria, es necesario haber visto el film. Si es cierto que Johnny Guitar es también una ópera, lo es porque depende de su única e irreductible mise en scène.
Volver a ver las imágenes (o los sonidos) de Johnny Guitar es evocar su recuerdo. Para aquellos que la ven por primera vez, vale la pena volver a verla. Porque todos los personajes —los doce actores principales, cada uno de ellos imprescindible— no hacen otra cosa.
Cuando comienza el film —la tarde en que mataron al hermano de Emma (Mercedes McCambridge)— Johnny Logan, que después se llamará Johnny Guitar, regresa con Vienna, de la que se separó hace cinco años. ¿Por qué se separaron? ¿Por qué lo envió a llamar? ¿Por qué regresa? En el film nunca se nos dan esas respuestas. Tampoco sabemos qué pasó con ellos en esos cinco años en los que no se vieron, entre una tarde en el Hotel Aurora (sí, ese hotel se menciona en el film) y la tarde en la que Johnny regresa. Pero, en estos años, se fabricó el sentimiento dominante de cada uno de los protagonistas: la amargura de Vienna, el cansancio de Johnny, el odio de Emma y el amor de Vienna por ese niño rubio que acaba con el cuello destrozado, sobre el caballo y sobre la horca, pidiendo que cumplieran la promesa de salvarlo.
¿Es Johnny Guitar un film construido sobre una inmensa elipsis? ¿O es una inmensa elipsis construida sobre un flashback sin posibilidad de come back [regreso]? ¿O será que todo es lo mismo?
No continuaré. Como las cosas muy grandes, Johnny Guitar no se explica. Se cuenta (se mira) una, otra y otra vez, como los cuentos que se cuentan a los niños hasta que los conocen de memoria para saber todo lo que está bien en ellos. Es la Imitação de Cristo de los cinéfilos. Solo hay que abrir al azar para encontrar la frase adecuada. Basta verla por sexagésima vez para descubrir la respuesta correcta a lo que se está viviendo.
Cuando la banda de Emma entra en saloon de Vienna para arrestarla, los misteriosos croupiers detienen las ruedas de la ruleta. Frente a Emma, con su terrible mirada, Vienna, sin quitarle los ojos de encima, da una orden seca: “Keep the wheel spinning, Ed. I like to hear it spin”. Al final de cada visionado de Johnny Guitar solo quiero decirles a los proyeccionistas: “Keep the film spinning, Ed. I like to see it spin”. Tanto, tanto.

Susana (Luis Buñuel, 1951)
Susana fue uno de los escasos films de Buñuel estrenados en Portugal en los años cincuenta, por lo que parece sin ninguna objeción por parte de la censura (que en esa época prohibió Los olvidados (1950), Subida al cielo (1952), Él (1953), Cela s’appelle l’aurore (1956), Nazarín (1959) y La fièvre monte à El Pao (1959). Que se sepa, ninguna censura de ningún país puso problemas a la exhibición de este film. Ahora, paradójicamente, esta es una de las obras más subversivas de Buñuel, y Susana su primera figura del lenguaje erótico que, en el futuro, daría The Young One (1960), Viridiana (1961), Le journal d’une femme de chambre (1964), Belle de jour (1967), Tristana (1970), Cet obscur objet du désir (1977).
Esta tolerancia con Susana no se debe a cualquier liberalismo del momento o a la distracción de los censores. Se debe a la suprema habilidad de Buñuel en el uso de la antífrasis2, es decir, en la construcción de un film cuyo texto dice exactamente lo contrario de su contexto. Para el espectador desprevenido o inocente (y los censores no acostumbraban a ser particularmente afilados) no hay film más moral: una poco casta Susana (Susana, la perversa fue el título en Francia) trata de hacer el mal en una santa y unida familia. Consigue hacer dudar a mucha gente, pero al final su perversidad es descubierta y castigada y la paz y la armonía vuelven a reinar. El bien triunfa siempre. La moral también. Solo que todos los sustantivos y adjetivos de connotación ética usados en este párrafo (moral, casta, perversa, mal, santa, unida, castigada, paz, armonía, bien) hay que colocarlos con todas las aristas posibles, porque todo es lo contrario de lo que parece ser. Tal vez no haya en la historia del cine, o en la historia de cualquier arte, muchas fintas a la censura tan hábiles como Susana, otra de las obras culminantes de Buñuel.

Es conocida la admiración de Buñuel por Sade, que expresamente evocó en L’Âge d’or con el episodio de las “Ciento veinte jornadas de Sodoma”, representando al líder de las orgías sobre los trazos de Cristo. Dentro del sistema, Buñuel ya sabía que no se podía permitir gracias de ese tipo (solo en los años 60 y 70 regresó a esa libertad y explicitud). Susana es otra obra que me parece heredera específica del universo de Sade, concretamente de “Justine ou les malheurs de la vertu”. A su manera (que, evidentemente, censura alguna locura) Sade también practicó en esa obra la antífrasis: en la dedicatoria inicial a Constance, “su buena amiga”, dice que el libro es “à la fois l’exemple et l’honneur de ton sexe (…)” (“a la vez el ejemplo y el honor de tu sexo (…)”), “Ce n’est qu’à toi qu’il appartient de connaître la douceur des larmes qu’arrache la vertu malheureuse, détestant les sophismes du libertinage et de l’irréligion” (“Sólo a ti te pertenece el conocimiento de las dulces lágrimas que me arranca la virtud triste, detestando los sofismos del libertinaje y de la irreligión”) y que su finalidad es alcanzar “une des plus sublimes leçons de morale que l’homme ait encore reçue” (“una de las más sublimes lecciones de moral que el hombre haya hasta ahora recibido”).
Quien conozca el libro y las “lecciones de moral” percibe la antífrasis de Sade, ya que los “malheurs” de la “virtuosa” Justine solo existen para permitir las famosas descripciones eróticas del autor, erotismo acentuado por la “inocencia” y la “virtud” de la protagonista al contar su vida o de cómo tantas veces se tiene que convertir en “catin par bienfaisance et libertine par vertu”. Cuando esos “malheurs” terminan y Justine puede vivir en paz en el seno de la familia, se vuelve “sombría, inquieta, soñadora” y acaba siendo fulminada por un rayo. La “virtud” de Justine es equivalente de la “perversidad” de Susana, film que bien podía haber tenido de subtítulo “les bonheurs de la perversité”.
Todo comienza como acaba Justine. Lean la descripción de la tempestad final en Sade y tendrán la descripción de la asombrosa secuencia inicial de Susana: “L’éclair brille, la grêle tombe, les vents sifflent, le feu du ciel agite les nues, il les ébranle d’une manière horrible; il semblait que la nature ennuyée de ses ouvrages, fut prête à confondre tous les éléments pour les contraindre à des formes nouvelles”. (“El relámpago brilla, el granizo cae, los vientos soplan, el fuego del cielo agita las nubes, las sacude de una manera horrible; parecía que la naturaleza, aburrida de sus obras, estaba lista para confundir todos los elementos para obligarlos a tomar formas nuevas”). Sólo que la tempestad inicial en la celda del reformatorio donde está Susana “para enseñarle a ser buena” no termina con un rayo que la parte, sino con un “milagro” (primera de las supremas ironías) que le permite la fuga. Invocando a Dios, de quien es criatura, y cuyos designios son impenetrables, Susana ve que las barras de la ventana se parten y le permiten ser libre. Con fondo de arsenal demoníaco (truenos, rayos, lluvia) se arrastra, como la cobra bíblica, empapada en lluvia (y, así, como las formas más ostensivamente subrayadas), hasta la granja paradisíaca donde la reciben.


Al infierno le sucede el cielo, y el asombroso decorado exprime claramente que Susana, ángel exterminador, pasó de uno a otro. El mundo de los santos no se le resistirá. La imagen del paraíso (la granja lo evoca expresamente) comienza a perderse cuando ella se aproxima. Inexplicablemente, el potro muere al nacer. El “mal” llegó.
En el final, Buñuel procede a la antífrasis contraria: cuando la vida en la hacienda se ha vuelto un “infierno” (debido a la presencia de Susana); cuando Jesús, padre e hijo (no hablo de la Santísima Trinidad, pero no descarto que Buñuel sí lo hiciese), se han sucedido a la puerta de la habitación de Susana (o dentro de ella); cuando la propia y virtuosísima Carmen ha azotado a Susana; cuando todos han estado a punto de asesinarse unos a otros; llega la policía, atrapa a Susana y, en cinco minutos, el infierno regresa al paraíso inicial. La madre reprende suavemente al hijo por comenzar a comer antes que el padre (en otro sentido, también había empezado, sin ser censurado con tanta dulzura) y la familia se reúne amorosamente a la mesa, sobre la mirada contenta de la criada, como si nada hubiese pasado. Patitos y corderitos vuelven a pasear y la yegua se recupera, por supuesto. Cinco minutos, dije. En términos del film, es incluso menos, lo que hace más inverosímil tal resultado que sólo funciona por el contraste implacable con todo lo que ocurrió desde la fuga de Susana hasta su segundo apresamiento. Nadie, con un mínimo de juicio, puede tomar en serio semejante solución y, menos que nadie, Buñuel, que sólo la utiliza por reducción al absurdo, para implacablemente desmontar la farsa de “paraísos” e “infiernos” tan contiguos y tan afines. El realizador lamentó en varias entrevistas no haber podido ser más irónico al final. Claro que no lo fue: esa implacable sequedad es el efecto más subversivo, el “quantum satis” de este cuento inmoral transformado en cuento moral (o viceversa).
Muchos años después, Pasolini en Teorema iba a tomar una figura análoga para decir lo mismo. Pero su ambiguo ángel es mucho menos explosivo y subversivo que Susana, la de las arañas, de los caldos y del nombre casto.




Y ya que hablé de nombre casto por ahí comienzo en el breve análisis del film de que aún apenas se citaron los “párrafos” iniciales y finales. En la secuencia de la seducción de Alberto (entre libros y referencias culturales) este le explica el significado del nombre de Apolo y lo ejemplifica como el suyo, que quería decir castidad. ¿Sería extrapolar, pensar que se llama Jesús el primero en ser seducido (entre las gallinas, como en Los olvidados), el que la vende por treinta monedas y el que la denuncia a la policía? La pregunta queda, pero es de buen tamaño.
Pero si ahí se puede estar y fantasear, no lo hacemos cuando pensamos en los lugares de seducción (gallinero, pozo); cuando vemos a Guadalupe con arma en mano caer igualmente en la seducción; o en la inadjetivable (¡oh, cielos!) secuencia en la que los huevos se esmagan y la yema se escurre por las piernas de Susana, manchándola a ella y a Alberto. O la simbología religiosa (cruces, santos), tan subversiva como erótica (¡la oración al crucifijo!). O en la flagelación de Susana por la dulce Doña Carmen. O en el súbito beso que el marido da a la mujer, maquillando la pose por persona interpuesta. O en las manos entalladas en las puertas. Una vez más, repito: para una erótica parecida es preciso regresar a Sade.
Dos párrafos finales: el primero para Rosita Quintana, absolutamente genial. Hubo quien se reía (y tal vez aún hoy lo haga) de sus manierismos y de su gesto permanente de bajarse el escote. Quien ironiza, olvida la importancia de la figura de la repetición en la imaginería surrealista y olvida lo que el crítico mexicano José de La Colina observó en Buñuel en la “entrevista-fleuve” que hizo con él: “Cada vez que Susana baja su escote para seducir a un hombre parece parodiar la frase de Goebbels ‘Siempre que escucho la palabra moral, empujo hacia afuera los pechos’”. Buena o mala actriz (poco importa) Rosita Quintana, entre las arañas, los gallos, las yeguas y el grupo de pavos, es una de las más extraordinarias presencias eróticas no sólo en la obra de Buñuel, sino de toda la historia del cine.
Para acabar, hay que notar cómo el estilo de Buñuel cambia en este film, en correspondencia con lo que haría en films futuros de sentido análogo: abandonando la cámara fija (tan típica, por ejemplo de L’Âge d’or o de Los olvidados), cortando con el plano secuencia (son raros en este film), la “respiración” del objetivo es un giro constante, saltando de personaje en personaje, de plano en plano, uniéndolos todos en este vórtice común de este “abismo del deseo”. Vórtice que es también el equivalente del final de la narración de la Justine de Sade: ahí se habla de “voyageur égaré” que “voit en tremblant les sillons de la foudre”. En este film todo es viaje, perdición y visión temblorosa. Por mucho que parezca lo contrario, o precisamente porque parece lo contrario.

Akasen chitai (Kenji Mizoguchi, 1956)
Al revés de los últimos films de Mizoguchi —casi todos basados en temas históricos, todos “films de época” o jidai-geki, como los llaman en Japón— Akasen chitai es un gendai-geki, es decir, una obra de tema contemporáneo. La acción se sitúa en los inicios de los años cincuenta e incluso hace referencia a la discusión sobre el tema de la ley de la prostitución. Pero no es esa la principal novedad del film. Mizoguchi había hecho muchos otros gendai-geki centrados, como Akasen chitai, en historias de prostitutas. Obras maestras tan inolvidables como Gion no Shimai (1936), Gion bayashi (1953) o Uwasa no onna (1954). Otros, más informados, sabrán que el tema es una constante en la obra de Mizoguchi por lo menos desde 1925, y de Ningen. Y sabrán también (muchos testigos nos lo relataron) que Mizoguchi conocía bien las casas y las calles de la prostitución, sea en Kioto (sus films de Gion), sea en Tokio (Yoshiwara, reconstruida en Akasen chitai).
Pero ese mundo que tanto le atraía jamás fue tan condensado y tan enrarecido como en la película que vamos a ver. Yoshiwara es reducida (o ampliada) a una calle, esa que en Occidente se llamó de la vergüenza, y es una casa que en los subtítulos se traduce como “Casa del sueño”. Más de tres cuartas partes del film se sitúan en ella, con raras y lúgubres salidas al exterior: el tugurio de la mujer de gafas, la estación de camionetas en que se quería casar, los terrenos vacíos y fabriles (iba a escribir febriles) donde Yumiko se encuentra con su hijo. En todos ellos, la cerrazón misma se remarca por señales sonoras (el silbido) o visuales (la moto que se aleja en la profundidad de campo en la escena entre Yumiko y su hijo) que espesan la total desesperanza. Nunca salimos de la “calle de la vergüenza” hacia espacios más ligeros. Por el contrario, es en esos “exteriores” donde la luz se ensombrece más. La claridad, cuando la hay, es precisamente en la casa, una claridad creada por los cuerpos y por su contraposición al décor, occidentalmente erotizado, con objetos híbridos, grotescas prefiguraciones de un placer del todo ausente de la vida de aquellas mujeres que trabajan para darlo.
¿No es esto nada novedoso para todos los que vimos o leímos ya mil veces el “destino de la prostitución”? Precisamente, el gran prodigio de este film, su insuperable milagro, es escapar completamente a cualquier visión moralista o miserabilista de la “profesión más vieja del mundo” y, partiendo de “clichés” (no falta en el argumento casi ninguna variación sobre las diversas situaciones arquetípicas del género), eliminarlos uno a uno para trazar cinco retratos de mujer (seis, si juntamos la niña del final) prodigiosos en densidad, excluyendo cualquier identificación fácil o cualquier melodramatismo. Raras veces el cine nos había dado figuras tan abstractas (recusando cualquier psicologismo) con tanta carne, sexo y alma.

Sigo con cada una de ellas, lo que es uno de los muchos enfoques posibles de esta obra maestra.
Comienzo por Machiko Kyo, una de las actrices predilectas de Mizoguchi (Yokihi, Ugetsu, por citar sólo los films más conocidos). De pantalones, cigarro en la boca, la más occidentalizada de todas (fue un soldado americano quien la lanzó a esta “vida”) se impone al grupo por la estatura y desenvoltura (los gustos caros, también) pareciendo, hasta cierto punto, una muñeca sin historia ni alma. Cinco minutos de cine y la secuencia más chocante del film (los long-shots de Mizoguchi) bastan para una revelación ética y estética. Me refiero, obviamente, a la secuencia en la que el padre viene a visitarla. Primero, funciona el efecto sorpresa, algo de horror, algo de terror. Después, todo cuanto hay de estremecedor en aquella mujer se estremece (encuadrada de espaldas) cuando el padre le informa sobre su madre. Pero, después, éste intenta la variación posible sobre el tema de Germont y de La Traviata, con la historia de la boda de la hermana pura. Y en dos planos, con una crueldad y una economía de medios que dejan la boca abierta, aquella mujer de sobrenombre Mickey deshace la hipocresía del padre y, recuperando todo el terreno y toda la verdad, asciende a la dimensión más absoluta cuando lo valora y lo invita (cómo se consigue filmar tal escena es un milagro para el que aún no encuentro explicación) y después, literalmente, el barrido de campo, invirtiendo totalmente el pseudo estatuto moral con el que el padre había aparecido. Y ya éste se hunde cuando ella le dice que ahora necesita divertirse, recorriendo todas las gamas del mayor misterio femenino.
Me fijo después en Hanai, la del marido tuberculoso. Es el único hombre no cliente que ronda la “casa del sueño”, con el hijo a cuestas, el paso titubeante y aquel soplido-silbido en la banda sonora. ¿Hanai es cliché porque se prostituyó para tener dinero y cuidar a su marido? Quien lo piense que abra los ojos en la secuencia en la que comen en casa cuando, entre gestos maquinales, sabemos que la única alegría que se le permite es evitar el doble suicidio. O que los abra en la prodigiosa elipsis de la tentativa de ahogamiento del marido (encuadrado por los pies) cuando ella lo insulta por su cobardía. Todo el resto, en el personaje, es vagabundeo y vacío, con las grandes gafas de quien aún siente la capacidad de mirar.


Reparemos ahora en Yumiko y en el hijo obrero. La mirada de él, cuando descubre la profesión de su madre, es también la mirada de la hipocresía y la cobardía. Mucho más tarde viene el raccord cuando la informan de que el hijo se fue a Tokio sin decirle nada. Y la asombrosa secuencia en el fondo de la fábrica (vuelve el silbido) es la victoria de un cuerpo extendido en el suelo (el de ella) sobre un cuerpo que huye, en un décor ya teñido de negrura. Más tarde, la canción y la locura forman una de las más sublimes imágenes de mater dolorosa jamás registrada en imágenes.
Y, entre la mujer que se va a casar y la presencia fortissima de la patrona, emerge Yasumi con el cálculo mercantil absoluto, respondiendo con su resguardada belleza a la regla del juego de la que sólo ella sale airosa. Pero el lado efímero de esa victoria viene con la llegada de la niña al final. Su larguísimo maquillaje es uno de los momentos más geniales del film. Y, cuando la conseguimos ver, en aquel rápido y oculto gesto de invitación al primer cliente, todo está consumado. Sólo queda que la pantalla se funda en negro y que aparezca la palabra fin.
En este film en el que no hay una escena de amor físico (apenas aquel reflejo del cuerpo desnudo en aquel asombroso décor de la casa de baños) todo es erótico, porque es mortal. Nos quedan de él los cuerpos verticales de las mujeres más profundamente amadas —nunca hubo un “cineasta de mujeres” como Mizoguchi— y la posición rastrera y titubeante de los hombres peor tratados de la historia del cine.
Cinco meses después del estreno de Akasen chitai, cuando preparaba Osaka monogatari, nueva adaptación de Saikaku, Mizoguchi moría de leucemia el 24 de agosto de 1956, año 31 de la era Showa. Tenía 58 años.
Sobre su túmulo, Masoichi Nagata mandó grabar como epitafio: “Aquí yace el mayor cineasta del mundo”.
Quien no conoce sus filmes disponibles —y que son poco más de un tercio de todo lo que hizo— dirá que exageró.
John Ford, Fritz Lang, Carl Th. Dreyer, Jean Renoir, entre los cineastas que, como Mizoguchi, comenzaron en el mudo y continuaron, sin solución de continuidad, en el sonoro, son los únicos que veo que se puede decir que fueron tan grandes. De mayores, no sé de ninguno.

Karina Solórzano es licenciada en Letras Españolas y maestra en Estudios de Cine. Forma parte del equipo de programación de Documenta Madrid y de FICUNAM, donde también coordina el Foro de la Crítica Permanente. Escribe crítica de cine de manera independiente, sus textos están disponibles en sitios como El Agente Cine, Nexos y Revista de la Universidad, entre otros.
Miguel Blanco Hortas es miembro fundador de la revista Lumière y como parte de ella ha participado y presentado ciclos de cine en la Filmoteca de Galicia o el Festival de cine de Gijón.
Notas