Dossier David Lynch #5

El camino hacia Twin Peaks fue largo. David Lynch y Mark Frost se conocieron alrededor de 1986, gracias a un ejecutivo de la Warner que pretendía que escribieran juntos el guion de una biopic sobre Marilyn Monroe basada en el best-seller Goddess: The Secret Lives of Marilyn Monroe, de Anthony Summers. La película, que iba a ser dirigida por Lynch, nunca se concretó, pero los dos se llevaron bien y continuaron trabajando en otros proyectos, algunos también fallidos. En One Saliva Bubble, una película con Steve Martin y Martin Short, un proyecto gubernamental sale mal, gota de saliva mediante, y hace que los habitantes de un pueblo de Kansas intercambien personalidades entre sí. The Lemurians iba a ser una serie de televisión sobre el continente perdido de Lemuria. Finalmente, en 1988, le llevaron a los ejecutivos de ABC el proyecto de una serie sobre una adolescente con una doble vida. Twin Peaks tuvo su première el 8 de abril de 1990 y fue levantada del aire catorce meses después, en plena segunda temporada, por bajo rating. Conocemos bien cómo siguió la historia: en 1995 Lynch y Frost estrenaron Twin Peaks: Fire Walk With Me, una precuela que en su momento decepcionó a muchísimos fanáticos que esperaban la conclusión de la historia de Laura Palmer y Dale Cooper, y en 2017 llegó Twin Peaks: The Return, una apuesta arriesgadísima que deconstruye con violencia el universo creado en las dos primeras temporadas. Pero la relación entre Lynch y las series es bastante más extensa, si bien sus otros cuatro proyectos hoy apenas son considerados parte de su obra. Uno de ellos, también creado junto a Frost, es On the Air, una sitcom delirante sobre un canal televisivo de la década del 50 que consiste en una temporada de siete episodios, de la cual solo tres se pasaron por la ABC entre junio y julio de 1992. En enero del año siguiente HBO mostró tres episodios de Hotel Room, una serie creada por Lynch y Monty Montgomery sobre situaciones que acontecen en una habitación de hotel en distintos momentos de su historia. El piloto fue un fracaso de audiencia y el proyecto no continuó, si bien mucho después, en 2017, los hermanos Duplass desarrollarían bajo un concepto similar Room 104, también por HBO. Considerando estas experiencias, no es sorprendente que Lynch no se haya vuelto a vincular con la televisión durante los siguientes veintipico de años —con la excepción de Mulholland Dr., otro piloto cancelado por la ABC que eventualmente se convertiría en un largometraje—. Sin embargo, internet le ofreció la posibilidad de jugar con ideas más breves. Una de ellas, Rabbits (2002), una serie de ocho episodios filmada en un plano fijo sobre tres conejos humanoides que conviven en un departamento, es muy cercana a su universo cinematográfico, al punto que la retomó como parte del largometraje Inland Empire. La otra, DumbLand (2001), es una animación realizada mediante computadora que no se parece a nada que haya hecho ni antes ni después. Nos despedimos de este dossier con la certeza de que las zonas recónditas de un cineasta como Lynch son tan importantes para comprender su universo estético como sus obras más famosas.


LOS BÚHOS NO SON LO QUE PARECEN

Twin Peaks: Temporadas 1-2 (1990-1991)

Milagros Porta

Mi edición de Los adioses —un Bruguera ajado, azul, de tapa dura— termina con una breve nota donde Onetti dice que cierto crítico habría dado una media vuelta de tuerca necesaria para entender la novela, pero que todavía faltaba media vuelta más. Un amigo me dijo que la media vuelta final la había dado Piglia en una conferencia de 1995. Se llama “El espacio incierto de la ficción” y despliega una crítica del punto ciego, una pasión por el detalle resplandeciente. Con ese método Piglia encuentra la pista que faltaba en el fuera de campo de la novela, en lo que el punto de vista oculta porque ignora, en la huella espectral de lo ausente, en la estructura misma del secreto:

Lo primero que tenemos que decir para avanzar en esta dirección, donde la literatura es, justamente, el campo de un lenguaje que funciona produciendo efectos de ambigüedad –por lo tanto, produciendo redes y relaciones– es que no es necesario descifrar ese secreto para que el relato funcione, es decir, no es necesario conocer ese núcleo no narrado (…) Me parece que podríamos inferir una primera hipótesis más general, según la cual lo que importa en un relato no son tanto los hechos que se narran, sino las razones, las motivaciones, las correspondencias, los parentescos, y, sobre todo, el efecto de los hechos.

Es bien sabido que ni el absurdo ni el sueño son suficientes para explicar los acontecimientos del orden de lo extraño que hacen del pueblo de Twin Peaks un universo con su propia lógica. Si tuviera que describir la serie hablaría de un relato donde las verdaderas motivaciones de todo acto de maldad están ocultas, subterráneas, como suricatas abajo de la tierra que a veces salen a la superficie y dejan madrigueras a su paso. Nunca termina de quedar claro hasta qué punto los personajes actúan a voluntad: “¿Qué le pasó a Josie?”, pregunta Bob cuando abandona su cuerpo, y echa un manto de duda no solo sobre ella sino también sobre los demás. Hay abducciones, posesiones, desvanecimientos, desvaríos. Hay mujeres con poderes que no pidieron (Nadine, Lana, Log Lady). Hay signos de manipulación, de la vida como un juego en el que alguien hizo trampa: el tablero de ajedrez, la baraja inglesa, el síntoma de la mano temblorosa (¿mano de marioneta?), la sensación paranoica de simulacro que produce el registro de parodia. Señales en sueños, botellas que revientan, mensajes en morse, pistas inauditas. En rigor, toda la serie está construida alrededor de figuras del misterio. El secreto, la traición, la infidelidad, el triángulo amoroso; pero también el doble (Laura y Maddie, interpretadas por la misma actriz; las montañas gemelas del título; el White Lodge y el Black Lodge; Invitation to Love, la serie que miran los habitantes del pueblo, como doble de la propia Twin Peaks; y la duplicidad de los personajes poseídos por Bob, que son a su vez ellos mismos y otros). 

Pasé mucho tiempo tratando de entender qué hacía que Twin Peaks tuviera una inmanencia tan poderosa, una forma única y absolutamente reconocible de hilar causas con efectos, que no puede resumirse en “lo onírico”. El comercio de los géneros es tan promiscuo como los personajes: la telenovela a lo soap opera le es infiel al policial con el fantástico, que a su vez lo engaña con el melodrama en su versión más autoconsciente. Por ahora mi conclusión es esta: hay, con Piglia, un “núcleo no narrado” donde está sucediendo lo importante, pero la serie muestra los efectos, las repercusiones, y, muy cada tanto, permite que el núcleo se asome, que la suricata levante la cabeza, que los búhos parpadeen y enseñen lo que realmente ven sus ojos. No es Dios. No es el Destino. Es un arco que dispara flechas invisibles. La intriga propia de la trama policial estalla y es intriga ya no sobre lo ocurrido sino sobre el espectro de lo posible. Abolida la causalidad realista, Twin Peaks compone otras maneras de enlazar acontecimientos. Se sirve del secreto, el trauma, la traición y la conspiración, pero también del sueño, la locura y el deseo. Le pide al espectador que sea Cooper: una especie de antena, un receptor pasivo, un médium de frecuencias oscuras, un entusiasta de lo imposible.


BLINKY WATTS NO ES CIEGO

On the Air (1992)

Alejandro Kelly Hopfenblatt

Ninguna película de Lynch podría ser definida precisamente como una comedia, pero es bastante evidente que en la relación de Lynch con el mundo, en su abordaje corrosivo de la cultura americana y en el espíritu lúdico que atraviesa su obra, el humor es una de sus columnas principales. Más allá de algunos de sus cortometrajes, la principal creación donde Lynch pudo desplegar su idea de lo cómico fue en la serie que, junto a Mark Frost, hizo justo después de Twin Peaks.

On the Air es una sitcom de siete capítulos, de los cuales solo tres fueron emitidos por ABC en el verano de 1992. Lynch escribió el primer y el último episodio, que son los que mejor muestran el tipo de comedia que quería presentar, a la cual definió como wacko, good-natured y goofy en las entrevistas promocionales. Ambientada en 1957, la serie se centra en el detrás de escena del programa de variedades The Lester Guy Show, con un grupo de personajes compuesto de estrellas, técnicos y productores, más una figura invitada por capítulo. Entre el equipo que acompañó a Lynch había varios nombres provenientes de Twin Peaks, como Ian Buchanan, que hace del inseguro veterano Lester Guy, y Miguel Ferrer como el presidente de la cadena. Asimismo, la música de créditos fue de Angelo Badalamenti, con un tema musical que mezclaba un espíritu de film noir con sonidos aparentemente flatulentos.

Este humor absurdo con apariencia de simpleza es el que domina toda la serie. Quizás la mejor muestra de este espíritu se encuentra en uno de sus chistes recurrentes. En todos los capítulos hay un momento en que una voz-over nos informa que Blinky Watts, un asistente de producción, no es ciego, sino que tiene una condición llamada Bozeman’s simplex, que hace que vea 25,62 veces más que un humano común. Acto seguido se nos muestra lo que Blinky ve, que puede ser, por ejemplo, el escenario de la acción con imágenes superpuestas de un perro, una muñeca, un Papá Noel y dos indios moviéndose en forma cíclica. El chiste es simple, extemporáneo, no integrado al argumento, y mientras avanzan los capítulos va sumando gracia a través de la repetición.

Bajo los efectos de la cancelación de Twin Peaks, es interesante que los únicos personajes que son presentados con alguna mirada crítica son los espectadores —apoltronados pasivamente en sus casas— y los ejecutivos de la cadena —un conjunto indefinido de hombres viejos que no saben lo que hacen—. El resto son como Blinky: seres inocentes, inseguros y excéntricos que buscan, en lo posible, amoldarse a la normalidad del american way of life de posguerra. A través de ellos la serie retoma ese gran tema de la obra de Lynch que es la artificialidad de la sociedad americana como medio para encontrar lo trascendental. 

Cada capítulo se construye así sobre una sensibilidad forzada que emana de la colisión entre superficies brillantes y un espíritu de camaradería absurda, cariñosa, irónica y emocional entre sus personajes. Esto alcanza un extraño nivel transcendental en el final del último capítulo, en el que los ejecutivos de la cadena contratan como invitada a una artista beatnik conocida como “La Mujer Sin Nombre”, a quien, por un error basado en diferencias de lenguaje, reiteradamente le regalan zapatos. En la última escena, la artista comienza una danza conceptual a la cual se suman gradualmente todos los personajes, descalzos y con zapatos en sus manos. Estas imágenes se intercalan con el público y los ejecutivos imitando la performance, un perro tocando bongós y una última visita a la perspectiva de Blinky. Con esta cruza y superposición de pathos, referencias culturales, chistes inocentes y sinsentidos trascendentales termina On the Air, y con ella la incursión de Lynch en el terreno extraño y misterioso de la sitcom estadounidense.


POETA DE LA NOCHE, CINEASTA DEL AMOR

Hotel Room (1993)

José Miccio

Como si hubiera querido compensar su parcial alejamiento de la serie para filmar Corazón salvaje, David Lynch convirtió el último capítulo de la segunda temporada de Twin Peaks en una de las experiencias más sorprendentes que haya permitido la televisión: una incursión en el otro lado de las cosas de la que todavía es difícil recuperarse y que, al final del camino, nos legó el perfil anguloso y bonachón de Kyle MacLachlan deshaciéndose en sí mismo, corroído por el Mal. Poco después, Lynch hizo dos nuevos intentos televisivos: On the Air, una sitcom creada junto a Mark Frost de la que ABC encargó siete episodios y solo exhibió tres, y Hotel Room, creada junto a Monty Montgomery, exhibida por HBO en 1993 y menos recordada hoy de lo que sus méritos piden. 

La serie está compuesta por tres episodios que transcurren en la habitación 603 del Railroad Hotel en Nueva York. Lynch dirigió el primero y el último (el segundo, “Getting Rid of Robert”, estuvo a cargo de James Signorelli). “Tricks” transcurre en 1969. “Blackout” en 1936. El tiempo modifica el vestuario pero no obliga a cambios ni en la habitación ni en el botones, como si el hotel fuera una cápsula no afectada por la historia. En “Tricks”, el comienzo motivado y realista (un cliente y una prostituta entran en la habitación, el cliente paga, la prostituta se prepara para desvestirse) se desliza hacia el absurdo con la llegada de un tercer personaje. En “Blackout”, una pareja de jóvenes esposos proveniente de Tulsa se aloja en el hotel porque al día siguiente la mujer debe consultar a un psiquiatra. En los dos, detrás de las palabras, presionándolas, hay una muerte: la de una mujer en “Tricks”, la de un niño en “Blackout”. En los dos, pero especialmente en el segundo, excepcional, Lynch vuelve a mostrar una de sus grandes virtudes: el diálogo como territorio para el despliegue de lo ominoso. En Terciopelo azul, en Mulholland Dr. y fundamentalmente en Imperio, Lynch elaboró verdaderas set-pieces de diálogos extensos y cambiantes. Pero quizás nunca haya puesto a prueba el procedimiento —o incluso más: quizás no haya ido nunca tan a fondo— como en este capítulo televisivo: cuarenta minutos de oscuridad, tormenta y misterio orquestados de manera sinfónica y en los cuales es posible entrever, entre tantas otras cosas, cómo habría sido Escenas de la vida conyugal (la miniserie, no la versión para cine) si en lugar de Bergman la hubiera dirigido Lynch. 

En un capítulo de Twin Peaks el villano Windom Earle le pregunta al coronel Garland, sometido a un suero de la verdad: “¿A qué le teme más en el mundo?” Garland responde: “A que el amor no sea suficiente”. Pocos momentos expresan con tanta precisión el corazón del universo-Lynch. Poeta de la noche, Lynch no olvidó nunca la fuerza que la contradice. O de otro modo: cineasta del amor, Lynch compuso una enciclopedia con todo lo que lo amenaza, no solo desde afuera sino en su interior y en su brillo. En el final de Terciopelo azul, el dulce petirrojo tiene un insecto en el pico. En el final de “Blackout”, después de los estremecimientos del diálogo, el hombre y la mujer se besan, y el beso trae la luz a la habitación y la ciudad. Una luz tan fuerte que los cubre como devorándolos.


OCHO INSTANTES EN LA VIDA DE UN ENERGÚMENO, O DE CÓMO DAVID LYNCH, EN PLENO CAMBIO DE SIGLO, SE SENTÓ FRENTE A SU COMPUTADORA DURANTE ALGUNAS SEMANAS Y CONSTRUYÓ LA SERIE PERFECTA PARA ESTE PRESENTE DESAHUCIADO

DumbLand (2001)

Álvaro Bretal

“Va a ser muy cruda, pero de una forma sofisticada”, le dijo Lynch a la revista Variety en una breve nota publicada el 22 de marzo de 2000 sobre la serie animada en la que estaba empezando a trabajar por encargo del sitio web Shockwave.com. “Es muy tonta y de muy mala calidad”. Ninguna palabra de Lynch, por más en serio que uno se la hubiera tomado, podía preparar al espectador para el despropósito fenomenal que terminó siendo DumbLand, la historia sencilla de un tipo grandote de los suburbios —representado al detalle como eso que en Estados Unidos se conoce como white trash—, su familia y algunos amigos y personajes que, para su desgracia, se lo cruzan por ahí.

La primera reacción cuando uno ve los ocho capítulos de DumbLand —iban a ser por lo menos quince, pero como tantos otros proyectos de Lynch quedó por la mitad— es pensar: esto no tiene nada que ver con Lynch, esto lo hizo otro tipo, o lo hizo él pero en su tiempo libre, mientras freía unos huevos o se ponía la campera para sacar a pasear al perro. Conviene, sin embargo, ser más cautos. Los 33 minutos de DumbLand, con su animación básica de Flash, su blanco y negro primitivo y sus personajes despreciables que se gritan y maltratan 24/7, son el infierno en la Tierra, y ahí ya tenemos una primera relación con otras de sus obras. Lynch parece aprovechar el encargo de Shockwave para retomar su exploración de la familia como origen de todos los males —The Grandmother—, construir otro retrato hostil de los suburbios norteamericanos —Blue Velvet— y sumergirse en el micromundo de un personaje alienado —Eraserhead—, aunque en este caso se trata de un tipo demasiado normal. Y como en Twin Peaks, de la cual hay guiños explícitos en el último episodio (“Ants”), el clima se va enrareciendo poco a poco, hasta que en un momento pestañeamos y estamos con el puño en la garganta, atrapados en otra dimensión.

DumbLand se inscribe en el universo de ciertas series animadas violentas y grotescas de los 90, un combo variopinto en el que podemos encontrar a Rocko’s Modern Life, The Ren & Stimpy Show, Beavis and Butt-head o algunos de los cortos de la serie What a Cartoon! Sin embargo, tanto por duración como por estilo, la asociación más inmediata es con Migraine Boy, la serie de episodios de treinta segundos que MTV usaba a fines de la década como separador entre comerciales. Pequeñas máquinas anónimas de odio que habitan los suburbios, eso son el Chico Migraña, el protagonista de DumbLand —que en el sitio web figuraba como Randy, aunque jamás es nombrado durante la serie— y también el perro de The Angriest Dog in the World, el comic que Lynch realizó para el LA Reader durante casi diez años. Es decir: el sueño americano al revés, en carne viva, como ese tipo desafortunado que aparece en el patio de Randy con un palo de madera atravesado en la boca en el episodio 5 (“Get the Stick”).

A diferencia de la vida de Randy, DumbLand cambia y evoluciona; cada episodio de entre tres y cinco minutos muestra un nuevo aspecto, cada vez más bizarro, de su existencia rutinaria. Al mismo tiempo, todos comparten un patrón común: las porquerías que ocurren a su alrededor son, de forma sistemática, culpa de su imbecilidad. A partir del episodio 5 la serie adquiere un ritmo frenético, con demostraciones de violencia y alienación insoportables. La mayor ironía es que Lynch haya hecho esto justo después de la dulce y melancólica The Straight Story. En el episodio 4, Randy recibe la visita de un amigo, un pseudovaquero con el vientre revuelto que se sienta con las piernas bien abiertas y tiene siempre una botella en la mano. Podría ser un primo lejano de Alvin Straight. También se parece un poco al propio Lynch. Las últimas palabras compartidas entre los amigos son el prólogo perfecto para el pandemonio que se desata a partir del episodio siguiente:

—No hay nada como compartir una matanza con un amigo.
—A mí me gusta matar cosas.


THE RABBIT HOLE

Rabbits (2002)

Macarena Bialski

Un plano estático acoge un living con tan solo algunos muebles y dos conejos humanoides femeninos en escena. Mientras el de camisón rosa plancha ropa en un segundo plano, el que lleva un vestido rosa corto se encuentra sentado en el sillón frente a cámara. Las luces son escasas y vienen de un velador, pero bastan para proyectar las orejas largas de estos seres que parecen inmersos en su rutina. Una música envolvente, que con el pasar de los minutos parece profundizar en las penumbras del ambiente, acompaña sus acciones. De golpe, un nuevo conejo humanoide vestido de traje atraviesa la puerta mientras estalla un sonido distorsionado de risas y aplausos.

En el año 2002 David Lynch lanzó una ¿sitcom? con el nombre Rabbits, protagonizada por los actores Scott Coffey, Laura Elena Harring, Naomi Watts y Rebekah Del Rio. Esta serie, también denominada como un conjunto de ocho short horror web films, presenta una sinopsis particular: “En una ciudad sin nombre inundada por una lluvia continua… tres conejos viven con un misterio tenebroso”. Sin embargo, como en toda la filmografía de Lynch, resulta reduccionista guiarse por el argumento como un faro para transitar la experiencia de un visionado o, mejor dicho, audiovisionado de su obra.

La atmósfera se torna agobiante en esa puesta en escena teatralizada que presenta, de forma surrealista, la monotonía de la cotidianidad. Lo consigue a través de los conejos humanoides pero sobre todo en la repetición de diálogos inconexos, aislados, de aparente sinsentido. “¿Quién era ese hombre?”, “¿Sigue lloviendo?”, “¿Por qué hiciste eso?”. La incomunicación siempre está acompañada de un sonido ambiente que asfixia el tiempo, convertido en una jaula donde el espacio se aplana como una imagen en una pantalla. El tedio creciente tiene sus instantes de explosión, como la espuma que brota del hervor del agua: hay un soliloquio poético, una performance donde un conejo canta una canción a capella, un momento donde un hoyo en la pared parece incendiarse y otro donde la luz del living se torna roja y una de las conejas utiliza una máscara asociada comúnmente al ritual satánico. Como un eterno retorno, el hastío comienza una y otra vez en un loop infinito de realidad programada, como si no hubiera escapatoria de la vida y la rutina en aquel living.

El término rabbit hole hace referencia a la caída de Alicia en Alicia en el País de las maravillas, donde se pierde la dimensión del tiempo y se da lugar a un espacio surrealista que se rige por otras estructuras. “Life is strange, isn’t it?”, dice uno de los personajes de Blue Velvet (Lynch, 1986). El sinsentido de la vida parece tomar en Lynch tonos satíricos, incómodos y retorcidos, que los protagonistas de sus películas tienen que atravesar. En este sentido, se puede pensar que en las películas de Lynch, sobre todo en Blue Velvet, Mulholland Dr. (2001) y Lost Highway (1997), aparece un mundo conocido y otro oculto, que da lugar a nuevas lógicas más cercanas a lo perverso y la oscuridad. Lo mismo ocurre con el absurdo de la vida doméstica, que parece potenciado al haber conejos en vez de seres humanos, como si aquel elemento fuese necesario para exaltar la rareza de nuestro comportamiento humano. 

Finalmente, vuelve la pregunta recurrente de “¿Quién fue?”. ¿Será una especie de eterna espera a un Godot que no refleja más que su ausencia, como el sentido de nuestro existir? La lluvia parece ser la única respuesta. De repente, una de las conejas responde que, para ella, quizás no sea la lluvia quien toca la puerta: “Cuando pase lo vas a saber”, “Lo sé desde que tenía siete”, dice, seguida de risas distorsionadas provenientes del recurso sitcom. ¿Será que conoce aquel rabbit hole que sumerge el tiempo y el espacio en un loop infinito de banalidad?


LARGO VIAJE HACIA LA NOCHE

Twin Peaks: The Return (2017)

Agustín Durruty

Cooper flew the coop!

Gordon Cole, episodio 9

Hay una radicalidad en la tercera temporada de Twin Peaks que choca con las dos primeras. La mixtura entre el modo clásico (la trama detectivesca, la oposición de fuerzas antagónicas) y el modernista (las digresiones, las prolongadas dilaciones) linda con el vanguardismo, con modalidades inéditas de manifestación de lo sobrenatural: los efectos de cortocircuito, los remolinos en el aire, la destrucción de los tulpas o la cabeza flotante de Briggs son muestras de cómo la textura plástica de las obras periféricas en la filmografía de Lynch es transportada al núcleo de esta temporada. Su síntesis icónica, el gran desvío, se encuentra en el célebre episodio 8 y su explosiva disrupción estilística, un estallido formal que parte la serie en dos y presenta un mito de origen atómico repleto de imágenes abstractas caóticas: su corazón oscuro.

La reiteración de planos con focos de luz intensa en medio de la oscuridad confirman que estamos en las sombras, como si el punto de vista en esta temporada pasara a otro nivel de realidad y viéramos a través de los ojos de otra cosa. Esa sensación terrorífica, como buena parte de la obra de Lynch, podría vincularse a lo siniestro, concepto trabajado por Freud a partir de los cuentos pesadillescos de E. T. A. Hoffmann, cuyo término original, unheimlich (“no familiar”), refiere a aquello que debía permanecer oculto pero que, sin embargo, se ha manifestado. Freud lo relaciona además a la figura del doble, una constante en Lynch y eje principal en The Return: lo último que vemos al final de la segunda temporada es a Cooper poseído por el espíritu perverso Bob, y de ahí parte la tercera, que consiste en un largo camino hacia la convergencia de las dos líneas narrativas principales, las de los dos alter egos de Cooper: Mr. C., su malvado doppelgänger, y Dougie (en rigor, un Cooper desmemoriado ocupando el lugar de Dougie), un ingenuo héroe pasivo que recuerda al Chauncey de Being There (1979) —When you get there you will already be there (“Cuando llegues allí ya estarás allí”) escucha Cooper antes de salir de la Black Lodge—. La polaridad extrema de los dobles remite a una dualidad intrínseca a las primeras Twin Peaks: la cara más naive (el retrato de Laura Palmer, la bondad sin matices de personajes como Lucy y Andy) y su contracara monstruosa (la vida secreta de Laura Palmer, las apariciones espectrales). Fascinado con el mundo como en una fantasía regresiva, este Cooper amnésico reacciona a los estímulos que lo rodean con la inocencia de un recién nacido, como si hubiese sido disparado hacia una sitcom en el traspaso de dimensiones, y ese estar ahí de algún modo funciona como fuente de equilibrio ante el avance del mal, encarnado en un Mr. C. que siempre está un paso adelante. La ausencia de Cooper tiene consecuencias en nuestra experiencia del relato: ya no estamos acompañados por una voz interpretativa que nos oriente, acaso un reflejo del desconcierto de estos burócratas devenidos detectives al verse enfrentados a la metafísica; una batalla del espectador, de la narración y del propio proceso creativo por encontrar relaciones causales en la casualidad.

Si en las dos primeras temporadas la amenaza de lo siniestro no terminaba de doblegar el sentimiento acogedor de querer a esos personajes y de sentirse habitar Twin Peaks, en la tercera la sensación general es de aspereza, hostilidad y desolación: el enigma de ese conflicto irresoluble, tal como el juego entre transparencia y opacidad narrativas, recae del lado de las tinieblas. A pesar de la presencia de fuerzas positivas como la del entrañable Carl de Harry Dean Stanton o la resolución feliz de la historia de amor entre Norma y Ed, la negatividad es casi omnipresente a lo largo de los episodios, desde la violencia homicida de los woodsmen hasta esa entidad maligna superior llamada Judy, que parece residir en el cuerpo de Sarah Palmer. Luego de la resolución del conflicto entre los dobles, Cooper podría haber encontrado un retiro apacible en el hogar (home era una de las palabras más repetidas por Dougie) pero decide emprender un viaje incierto hacia una reparación retroactiva: la anulación del asesinato de Laura. A diferencia de la segunda temporada, en este final no nos perdemos en universos extravagantes como el de la Red Room, sino en lo extraño aconteciendo en el núcleo de lo familiar. El grito que cierra la serie confirma que no hay salida al final del laberinto que clausura la obra de Lynch, y que acabamos de atravesar la gran noche oscura del alma de su filmografía.


Through the darkness
of future past
the magician longs to see
one chants out
between two worlds
fire walk with me


Primera entrega del dossier

Segunda entrega del dossier

Tercera entrega del dossier

Cuarta entrega del dossier

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