“Pero será lo que tenga que ser, y pasaré por todo lo necesario. Esa es mi mayor esperanza.
Mis ojos serán bonitos y luego se volverán sombríos, como todos los ojos”Marguerite Duras, El square
Habría que hacer una lista de películas argentinas con lugares geográficos en sus títulos. Pero no lugares lejanos que hagan sentido como referencias simbólicas, abstractas o aspiracionales, sino lugares próximos que sugieran territorios de pertenencia, referencias identitarias reconocibles. En el presente es difícil encontrar esta clase de títulos1. Podemos pensar en la internacionalización de cierto cine independiente —tanto de las producciones en sí como de un circuito que lleva a que a veces las películas se estrenen en festivales europeos antes que en Argentina— y el porteñocentrismo, o incluso barrionortecentrismo, del cine con aspiraciones comerciales como algunos de los factores responsables. Tal vez sea por eso que me gustan títulos como Flores robadas en los jardines de Quilmes y Sentimientos. Mirta de Liniers a Estambul (en realidad la parte de “Sentimientos” no me gusta nada: no le encuentro sentido por fuera de la especulación comercial): porque se sienten de una época en la que las películas buscaban construir una complicidad con su audiencia a través de una idea de Argentina que podía incluir a barrios porteños lindantes con la General Paz o a localidades del Conurbano Sur. Lamentablemente es solo una sensación, porque dentro de la escueta producción cinematográfica de los ochenta es difícil encontrar muchos títulos que mencionen zonas geográficas puntuales, por fuera de estas dos, la inacabada La neutrónica explotó en Burzaco —otra vez el conurbano— o Camarero nocturno en Mar del Plata2.
Lo que hermana a Quilmes y Liniers no es solo la referencia explícita, que sería lo de menos, sino el hecho de que ambos territorios son los puntos de partida de sus protagonistas, Mirta y la Flaca. En los dos casos se trata de mujeres que rememoran un período de cambio en el pasado y se mueven desde su lugar de origen hacia el centro de Buenos Aires, y luego hacia otras partes del mundo, impulsadas en un caso por la vida social y el arte, y en el otro por el amor y la militancia política. (Una tercera mujer funciona como la contracara de ambas: Chechechela, la chica que, en una comedia costumbrista de Bebe Kamin de título contundente y estático [Chechechela, una chica de barrio, 1986], estrenada también a mediados de los ochenta, elige seguir habitando la cotidianeidad barrial y, cortejada por tres hombres muy diferentes —tres Víctor Laplace, quien también está presente en Flores robadas… y en Sentimientos—, se termina casando con el más serio y atildado: un comisario pariente de unos vecinos).


Derecha: Silveyra y Laplace en Flores robadas en los jardines de Quilmes
12.250 kilómetros
En Sentimientos. Mirta de Liniers a Estambul, debut de mayo de 1987 de la dupla Jorge Coscia y Guillermo Saura3, encontramos una escena de bar/restaurante similar a las de Contar hasta diez y Los días de junio (analizadas en “El resto del iceberg”, la entrada anterior de esta columna): dos amigos conversan en una mesa contra la ventana, la cámara los toma generalmente de perfil. Todo lo demás, sin embargo, cambia ostensiblemente: los comensales ya no se ven preocupados sino que charlan con entusiasmo, la calma oscura del interior de los bares es reemplazada en Sentimientos por bullicio —la propia Mirta está en el bar, en una mesa vecina, haciéndose ojitos con uno de los protagonistas de la escena; ternura acentuada por el teclado insoportable de Leo Sujatovich—. Hasta las poses son diferentes: si allá Briski y Maly, Martínez y Bonín, estaban inclinados hacia el borde de la mesa, hablándose como en secreto, tensionados y jorobados, acá Norberto Díaz y Ricardo Bartis se reclinan sobre el respaldo en poses cancheras y, fundamentalmente, relajadas. Del otro lado de la ventana ya no nos envuelve la tristeza otoñal que funcionaba como clave tonal de aquellas películas, sino un día soleado y primaveral —durante la primera mitad de Sentimientos todos los hombres, sin excepción, andan en chombas y camisas de manga corta, siempre metidas debajo del pantalón—, además de dos carteles descomunales de A Safe Place (Henry Janglom, 1971), estrenada en Argentina en 1973 bajo el redundante título Refugio seguro. En este último dato está cifrado el motivo de las diferencias: en Sentimientos la escena del bar no transcurre durante la última dictadura sino unos años antes, cuando sus personajes, jóvenes y apasionados, podían militar con relativa libertad. El cartel redundante no es la única marca de época en la vía pública; en otras escenas podemos leer pintadas como “López Rega asesino” o “Perón o muerte”.
El retrato de Sentimientos es el de un grupo de militantes peronistas, primero en plena actividad política —las abundantes escenas universitarias están filmadas en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA—, luego en el exilio en Estocolmo, Suecia. El punto de quiebre es el golpe militar, situado en el centro temporal exacto de la película. El centro emocional, sin embargo, es el amor que la Mirta del título (Emilia Mazer), joven estudiante de Historia, siente por Enrique (Díaz). Porque Mirta viaja, efectivamente, de Liniers a Estambul, pero en el medio hace dos paradas: Estocolmo, ciudad a la que se muda con Enrique y donde transcurre la segunda mitad de la película, y el centro de Buenos Aires, donde en la primera parte estudia y vive una expansión de su mundo social marcada por la universidad y la política —aunque esa militancia, en verdad, le resulta propia solo de forma relativa—. El movimiento de los márgenes al centro de la ciudad simboliza un movimiento personal: el descubrimiento de realidades insólitas para su cotidianeidad barrial que, por amor a Enrique y una enorme curiosidad, la terminan eyectando mucho más lejos de lo que ella, su antiguo novio también de barrio y su familia —madre peronista superficial, padre apolítico con un discurso siempre vigente: “a mí nunca nadie me dio nada, siempre tuve que laburar; ni Perón, Frondizi, los milicos, nadie”— se hubieran imaginado. Desde un presente de pelo corto, Mirta, espectadora privilegiada de las transformaciones sociopolíticas, le narra su historia de vida a su nuevo novio turco.





El desbaratamiento que el terror de la dictadura genera en los protagonistas de Sentimientos no marca, sin embargo, una gran diferencia en las vidas cotidianas. Tanto en Buenos Aires como en Estocolmo, Mirta y Enrique habitan las calles, se mueven de departamento en departamento y tienen charlas intensas con sus amigos. Uno de los problemas del debut de Saura y Coscia —también guionista— es la dificultad para marcar un quiebre, para encontrarle un tono definido a cada segmento de la película. Tal vez por enamorarse de la melancolía dulzona que parece ser expresión de la mirada nostálgica de Mirta, o tal vez por la errónea decisión de correr progresivamente el foco desde las vivencias políticas colectivas hacia la intimidad del romance de Mirta y Enrique, los directores —y una tercera figura: Julio Fernández Baraibar, responsable de la idea original4— son incapaces de generar alrededor de las escenas de exilio una auténtica sensación de naufragio. Pero hay algo más: en la mitad argentina, entre pintadas y discusiones políticas, la película sostiene una solidez de tiempo y lugar que hace que uno perdone las escenas genéricas (un ejemplo entre tantos: Enrique deja panfletos alrededor del banco en el que está sentada Mirta, a modo de cortejo, mientras suena, otra vez, el tecladito meloso de Sujatovich); en Suecia solo queda lo estándar, una sucesión de momentos amables pero indistinguibles de cualquier otra película sobre una pareja que se muda a otro país con pocos recursos económicos. Más allá de algunas bellas secuencias de la vía pública estocolmense, sus parques nevados, sus mercados y subterráneos, estamos lejos de las particularidades contextuales de Los días de junio, que eran justamente las que le permitían a Fischerman construir una poética específica, una nostalgia con arraigo, o de una película como Las veredas de Saturno, donde el exilio tiene un peso y una densidad propias.
O tal vez la razón sea otra. Tal vez lo que genera el clima distendido, incluso en el miedo y el horror, sea la fuerza vital de Mirta, un personaje entrañable que se niega a ser solo un símbolo (de los destinos del país, las juventudes modernas o lo que pretendan sus creadores) y ejercita su rol de espectadora con gracia y levedad. (La militante interpretada por Cristina Banegas es el contrapunto más claro: su pelo largo y pajoso, su eterna campera de jean y su tensión gestual expresan de forma directa y contundente el malestar de ella y sus compañeros por el peligro inminente del nuevo período político). Es frecuente la siguiente situación: algunos personajes hablan con fervor y aparente seguridad mientras Mirta los observa, algunas veces con interés y otras con aburrimiento. Si ella no habla tanto, podemos pensar, es porque el personaje se define por el famoso la procesión va por dentro. La pregunta es, en todo caso, si Coscia y Saura son capaces de expresar cinematográficamente ese por dentro, o si termina quedando de forma exclusiva a cargo de la actuación de Mazer. Mirta refiere más al estereotipo del joven moderno de los ochenta que al del joven radicalizado de los setenta (posible estrategia para atraer al público de la época): intenta entender qué es lo que impulsa a actuar a los militantes comprometidos, y si se mueve a la par de ellos es porque intuye que hay algo de verdad en sus batallas, aunque reserve para sí misma una pretensión de autonomía y libertad que se convierte eventualmente en un camino sin rumbo —no tan distinto, tal vez, del que les toca emprender a los demás militantes a partir de la ruptura de lo colectivo generada por el golpe— . En todo caso, Mirta jamás es arrastrada por su pareja y amigos, y ahí reside una parte considerable de la belleza de la película.

Lejos de Estambul: un turco perdido en el país del cine
El peronismo de Flores robadas en los jardines de Quilmes (1985) es menos sentimental. Antonio Ottone, no tan debutante como Coscia y Saura —no solo produjo varias películas a comienzos de la década sino que también dirigió un film previo, Casi no nos dimos cuenta, estrenado recién en 1990—, sigue con poco impulso propio el relato de la novela de Jorge Asís, un éxito comercial que había salido a la venta cinco años atrás, en 1980, de la cual el guion, responsabilidad del propio Asís, es apenas una síntesis vaga y opaca. Los elementos centrales están ahí: el cinismo, el individualismo, la vida artística y cultural porteña, la superficialidad, los personajes que hacen un esfuerzo sobrehumano por gozar, o por hacer creer que gozan, aunque para eso tengan que maltratar a los demás (Rodolfo, interpretado por Laplace) o destruirse a sí mismos (Angélica, personaje querible y patético —personaje de Asís, a fin de cuentas— interpretado por Alicia Zanca, cuyo desenlace sacude en la novela y acá es construido con torpeza, con el único objetivo de mostrar que Rodolfo es capaz de sentir dolor y generar ternura). Pero la gran virtud de las mejores novelas de Asís es una virtud de estilo: ritmo atrapante, diálogos ingeniosos, un léxico pícaro y cercano, la capacidad para obligarnos a confiar en la mirada de alguien en quien no confiaríamos jamás y convencernos de que su mundo de rotos, solitarios y sobrevivientes es el verdadero corazón de la Buenos Aires de su época. “La escritura de Asís es avasalladoramente narrativa”, decía José Luis de Diego en 1982. Sin el estilo, y Ottone ciertamente no lo tiene, las virtudes se desvanecen rápido. Al contrario: borroneado el punto de vista innegociable del narrador-Rodolfo, central en la novela, aparece con timidez un dramatismo estándar que vuelve a la película más —demasiado— elemental en términos emocionales.
Flores robadas… tiene una estructura similar a la de Sentimientos: Rodolfo y la Flaca (Soledad Silveyra) se encuentran caminando por el centro porteño, poco antes de que ella se exilie junto a su actual esposo —en la novela, escrita entre 1975 y 1978, comprensiblemente no se habla de forma explícita de la dictadura—; la charla, llena de recuerdos, da pie al flashback que nos lleva al pasado de su relación: cómo se conocieron, cómo construyeron un vínculo tirante, amoroso pero sin compromisos, y cómo eventualmente Rodolfo se la robó de Quilmes, ciudad en la que ella vivía con su familia, salía con un novio aburrido y ejercía el trabajo de docente. Tanto Sentimientos como Flores robadas… transcurren, por fuera del presente que enmarca el relato, en los años previos al golpe. La distancia entre ambas es la que existe entre, por un lado, dos cineastas que sobrellevan la falta de creatividad con un cariño excepcional por la historia que narran y, por otro, uno que parece filmar para liquidar un contrato o dejar contento al escritor estrella, responsable máximo de la película. Podemos recurrir a una palabra-síntesis: torpeza. Pero el inesperado micrófono que puede verse en la escena final, cuando Rodolfo se despide de la Flaca y su esposo en el puerto —probable motivo de espanto para los tristes descubridores de errores en videos de YouTube—, es menos molesto que una cámara que se mantiene siempre a la misma distancia de los personajes, sin el menor atisbo de audacia pero tampoco con una sensibilidad y compromiso que nos permitan olvidar la rutina.


La Flaca viaja tanto como Mirta —sabemos que su recorrido continuará en Europa—, pero durante el relato solo conocemos su periplo entre Quilmes y el centro porteño, que no está guiado por el compromiso político sino por la fascinación cultural y la promesa de una vida más libre. Los días de la Flaca y su amiga Angélica se pasan entre presentaciones de libros, charlas en cafés céntricos, clases de teatro y ensayos con un conjunto de folclore; un universo al que Rodolfo observa con distancia y algo de sorna, para descubrir, a fin de cuentas, que lo que él tiene para ofrecer no es mucho mejor. O, en verdad, para que lo terminen descubriendo los otros: uno de los encantos de la literatura de Asís es la sensación de que detrás de los sarcasmos e ironías de sus narradores se esconde una inseguridad galopante. El problema es que Ottone es incapaz de hacer algo valioso con el cúmulo de referencias culturales de la época, mostradas en los créditos —una serie de fotos de la vida nocturna porteña, del pool a la pizzería, del bar a la librería de calle Corrientes— pero sin potencia durante el transcurso del resto de la película. Acá también triunfa el intimismo: los interiores de departamentos y casas particulares tienen más vivacidad que los teatros, bares y calles, a los que Ottone atraviesa con desgano, sin prestarles atención, preocupado solamente por enfocar a sus actores y hacerlos enunciar sus parlamentos. En la novela esta distancia tiene sentido, porque a Asís le interesa subrayar que sus personajes, eternos diletantes, nunca logran comprometerse con un ámbito o actividad en particular; arrebatados por la curiosidad (la Flaca), perdidos sin remedio (Angélica) u obsesionados por encolumnarse en la moda del momento, rara vez perciben la potencia del mundo que los rodea. Ottone, desposeído del palabrerío y de la posibilidad de incomodar, bien podría construir una poética urbana como la que Asís, casi sin querer y contra sus personajes, sí logra plasmar en sus primeras novelas.
Lo que queda en el centro de la película, eliminado el punto de vista del narrador y desdibujado el personaje de Rodolfo, es la Flaca, que lo quiere a pesar de su cinismo, su individualismo y su descuido emocional. Sin embargo, Ottone-Asís tropiezan nuevamente con el mismo problema: la obsesión por traducir la narración avasalladora en palabras y acciones hace que jamás nos crucemos, a diferencia de Sentimientos, con una mirada perdida, un gesto de duda, nada que genere una tensión interna en los personajes. Cada uno es lo que expresa y no mucho más. Esta unidimensionalidad inhabilita, también, posibles desvíos humorísticos. Los personajes ajenos al micromundo de Rodolfo, los profesores de teatro, guitarristas de folclore o filitos ocasionales de sus amigas a los que él observa con desconfianza y lejanía, tampoco se resuelven paródicamente, y si lo hacen es con tanto desgano que a duras penas se entiende el chiste. Es fascinante notar, en todo caso, cómo el drama y la comedia, cuando no se potencian ni se tensionan, pueden anularse mutuamente.
En una reseña de Letterboxd, Paul von Sprecher señala, en relación a Sentimientos, que “logra reflejar una época. Algo que el cine argentino de ficción de los 00′ para adelante rara vez ha logrado”. Tal vez sea ese reflejo de época lo que logra Sentimientos a través de sus referencias políticas y su atención a las paredes y carteles, a la inteligencia de algunos diálogos y la caracterización de ciertos personajes, y lo que se extraña tanto en Flores robadas… Me pregunto, también, por qué busco ese reflejo con tanta avidez en el cine de los 70 y los 80, y si es posible encontrarlo más allá de referencias concretas, ya sea geográficas, políticas o culturales. Es probable que dentro de algunas décadas la ficción nos permita reconstruir o recordar la Argentina de inicios del siglo XXI. Si no es por la alusión explícita al presente político será por la textura de la imagen o por tendencias formales que hoy nos pueden parecer inevitables pero que eventualmente mutarán y serán reemplazadas por otras. También porque, aunque no siempre aparezcan en los títulos, y más allá de nuestros ojos (de tiempos) sombríos, las calles, los barrios y los pueblos siguen siendo filmados.




Abajo: Sentimientos. Mirta de Liniers a Estambul
Álvaro Bretal nació en La Plata, Buenos Aires, en 1987. Estudió las carreras de Licenciatura y Profesorado de Sociología (FaHCE-UNLP). Es director editorial de Taipei. Escribió para publicaciones como La vida útil, Pulsión, Détour, La Cueva de Chauvet, Tierra en trance, Caligari, Letercermonde, Vinilos Rotos, indieHearts, y los fanzines del Cineclub TYÖ. Colaboró en la edición del libro La imagen primigenia (Malisia, 2016), coeditó Giallo. Crimen, sexualidad y estilo en el cine de género italiano (Editorial Rutemberg, 2019) y Mumblecore. Exploraciones sobre el cine independiente norteamericano (Taipei Libros, 2023), y editó Paisajes opacos. Sobre las nubes en el cine (Taipei Libros, 2022). Participó con artículos en los libros Pull My Daisy y otras experimentaciones. La Generación Beat y el cine (2022; ed: Matías Carnevale); Cuadernos de crítica 01. Un nuevo mapa latinoamericano (2019), editado por el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata; Cine argentino: hechos, gente, películas (2024; ed: Fernando Martín Peña); y Una historia del cine documental argentino (en edición). Dicta talleres y cursos sobre historia, teoría y crítica cinematográfica. Se desempeñó como redactor de catálogo en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Actualmente colabora con el Festival Internacional de Cine de La Plata Festifreak. Contacto: alvarobretal1987@gmail.com.
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Notas
- Esto no significa, obviamente, que no existan. En los últimos años, sin ir más lejos, tuvimos a Trenque Lauquen, Ituzaingó v3rit4 o Mixtape La Pampa; un puñado de títulos en el mar de películas estrenadas. ↩︎
- También existe el curioso caso de Made in Lanús, obra teatral de Nelly Fernández Tiscornia estrenada y publicada en 1986, que fue llevada a la pantalla al año siguiente bajo el más universal título Made in Argentina (Juan José Jusid, 1987). Agradezco a Agustín Durruty este señalamiento. ↩︎
- Dupla que estrenaría un segundo largometraje ese mismo año, la comedia Chorros, para luego separar caminos. ↩︎
- Aunque Internet insista en que Fernández Baraibar es el autor de una improbable novela en la que estaría basada la película, no parece ser el caso: me resultó imposible encontrar novelas publicadas a su nombre. ↩︎