Un conjunto de islas con nombres propios 

Lo que sigue comienza siendo un recorrido por la filmografía de Gastón Solnicki pero, con el paso de las oraciones, se convierte en un texto sobre el cine contemporáneo y sus tendencias. Es que recorrer su filmografía llama la atención sobre nuestros propios tiempos de cine. Quizás sean tendencias pasajeras, con los aciertos y los males de una época, o quizás sean sentidos que llegaron para quedarse. Como sea, el cine de Solnicki refleja una parte del presente cinematográfico. Comparto sus noticias, y a ver qué hacemos con los mensajes que traen. 

Desaparece la frontera nacional 

En su artículo “Imágenes del desierto, ideología de una nación”, Eduardo Rinesi piensa un inicio posible para el cine argentino. Lo hace desde una comparación con la literatura, cuya narrativa empieza para él con la marca de la violencia política (el Facundo de Sarmiento y El matadero de Echeverría). El cine, por su parte, hace lo mismo, aunque su signo ideológico es el opuesto: con El fusilamiento de Dorrego, de Mario Gallo. Así, el inicio que Rinesi piensa para el cine argentino no sólo acompaña, como en otros países, la construcción de una identidad nacional, sino que, además, esa identidad es correspondida con aquello que al cine le es más propio: su cercanía con lo popular. Pero todo esto es tema del Siglo XX, porque el cine contemporáneo argentino, al menos de la manera en que empieza a consolidarse a partir del 2010, no parece tener demasiado que ver con lo popular ni con lo nacional. 

Süden (2008), la primera película de Gastón Solnicki, documenta el regreso a la Argentina del compositor Mauricio Kagel y empieza, sin embargo, con planos de un tren en movimiento en Alemania, sobre los que la voz del compositor reflexiona (en alemán) lo siguiente: Me siento bien allí donde puedo trabajar, esa es mi patria. Uno no puede elegir la familia, la religión o el lugar donde nace. Todo eso es arbitrario. Uno se siente atraído, quizás, por una determinada comida, por un determinado paisaje, y después uno se encuentra con setenta por ciento de humedad y dice “Ah, esto es Buenos Aires”.

Desde la voz de Kagel, la película inicia aquello que quizás caracteriza con más fuerza la filmografía de Solnicki, que es su nomadismo, su no pertenencia a una nacionalidad determinada; sobre todo, no a la de su director. Una condición de extranjerismo que marca toda su obra hasta el momento y que se mantiene aún en las escenas filmadas en Buenos Aires. Por supuesto, esto no tiene que ver con el exilio (por lo menos no directo), ni tampoco con un rechazo radical a la nacionalidad, sino más bien con un intento de libertad que busca trascender las fronteras, pero sin poder dejar de tenerlas demasiado presentes, como si —tomando las palabras del propio Kagel: la familia / la religión / el lugar donde se nace / todo es tan arbitrario— las películas quisieran burlarse de ese azar, ganarle a toda costa y con demasiada ventaja. 

En esa dirección, lo segundo que desaparece es la familia. De esto se encarga su segunda película, Papirosen (2011), que pone a la familia de Solnicki en primer plano, también para ganarle con ventaja y, de nuevo, sin dejar de tenerla demasiado presente. Todo esto se ordena a través de dos elementos del montaje, los cuales se corresponden, casualmente, con dos de los recursos más usados por el cine contemporáneo: el archivo familiar y la aparición del director en la diégesis (aunque en Papirosen Solnicki permanece todavía fuera de campo, detrás de los límites del encuadre, aunque algunas veces el plano haga referencia a él como personaje detrás de la cámara). 

Ambos recursos funcionan acá perfectamente, porque en 2011 todavía no estaban gastados y, sobre todo, porque el montaje es excelente: las imágenes no circulan mediante una lógica del porque sí, sino que generan conflictos desde y entre ellas, es decir, se trata de un montaje que está pensando sobre la conjunción de cada plano. Y es ese pensamiento autónomo del montaje lo que hace que Papirosen diste de muchas otras películas que hoy abusan de los mismos recursos: mediante una especie de “tiranía” del director sobre qué mostrar y qué no, la familia queda expuesta pero no indefensa, porque no es el director quien tiene la última palabra sino el montaje, que, operando a veces en contra del propio Solnicki, le da lugar a los demás para que también lo expongan a él. De hecho, el gesto de ganarle a su familia a toda costa surge de ese cruce entre Solnicki y los demás familiares, porque ellos se burlan un poco de su rol de director, y él se convierte finalmente en ese director de cine en el que en Papirosen todavía nadie parece creer. Así es que entre ellos se matan pero, como la película hace de juez con su propio pensamiento, se matan en un mayor pie de igualdad. Esa multiplicación de voces y puntos de vista, gracias a la independencia del montaje, es una característica poco frecuente en el cine contemporáneo. Y esa libertad del montaje que sí logra Papirosen le da al espectador más posibilidades para pensar sobre las imágenes, ya sea para reconocerse en ellas, distanciarse, o ambas cosas a la vez. Así, la familia específica, la de Solnicki, logra exceder lo estrictamente individual. 

Después de Papirosen, algo del gesto ahí logrado se pierde, algo ya no se puede conseguir: o hay demasiadas exigencias, o quizás el precio de ganarle a las fronteras (nacionales y familiares) sea un período de helado corazón, porque un poco de eso se trata Kékszakállú (2017). Si el montaje de Papirosen pensaba por su cuenta, en su tercera película no puede salir de la manía contemporánea del porque sí. Kékszakállú es un despliegue de ese vicio: Buenos Aires aparece porque sí, como también Punta del Este, como también los encuentros entre los personajes, las casas, las piletas, las conversaciones. Todo existe a un mismo nivel en una serie de imágenes que funcionan desde la superficie. Para entender mejor esta lógica, quizás sirva poner un ejemplo dentro de la película en el que esta superficialidad se extrema. Se trata de una escena en la que una de las amigas sale al techo de una fábrica y se para frente a un extractor. Vemos al personaje en un plano general, con la fábrica de fondo y el humo blanco ascendiendo, en una especie de referencia vacía a El desierto rojo (Antonioni, 1964). La lógica de la superficie funciona solo en el momento en que el plano adquiere valor por su plasticidad, incorporando elementos del pasado cinematográfico o de otras artes (la película es una adaptación de la ópera El castillo de Barbazul), pero desde un vacío que, si bien puede imitarse en la composición (la altura de cámara, el lente, el tipo de plano, los objetos en cuadro, la música, etc.), nunca se pregunta por las implicancias políticas de los elementos del cine. No es que todos los porque sí carezcan de fuerza, ya que como actitud rebelde pueden ser importantes, pero los únicos que verdaderamente funcionan son los que al final, contra viento y marea, demuestran ser por algo; y, en este sentido, Papirosen es lo opuesto a Kékszakállú

Kékszakállú

Los directores (no) siempre fueron narradores, (no) siempre fueron personajes 

En su siguiente largometraje, Introduzione all’oscuro (2018), Solnicki vuelve a los elementos de Papirosen. Aparece otra vez el archivo (esta vez a través de audios, fotografías y cartas) y la historia personal (ahora centrada en la amistad y el duelo), pero a ellos se le suma un recurso más, que también es parte de las tendencias del cine del presente: la primera persona en la narración.

Más allá de la importancia que tiene en dos de sus primeras cuatro películas, no creo que la filmografía de Solnicki pueda pensarse como el ejemplo más paradigmático del uso de la primera persona en el cine contemporáneo. En primer lugar, porque este recurso no se desplaza en toda su filmografía, pero sobre todo porque su aparición no termina de utilizarse para forzar interpretaciones o, al revés, para que cualquier interpretación sea válida por ser personal, como sí sucede en muchas películas de esta época, en sentidos tanto positivos como negativos1. Creo que en el caso de Introduzione all’oscuro la primera persona tiene que ver con una necesidad que, aunque es contemporánea (dentro y fuera del cine), responde a algo diferente: a la necesidad de convertirse en imagen primero y existir después. Para explicar esto voy a abrir un breve paréntesis.

Sin temor a que salten, y con razón, los entusiastas de las excepciones, propongo pensar tres momentos del cine argentino en su relación autor-narrador-personaje. Al primero podemos ubicarlo en el desarrollo y crecimiento de la industria cinematográfica nacional (entre 1931 y 1955, aproximadamente). Al tener este momento un vínculo con el modelo de producción y el tipo de narración que se había consolidado en Hollywood, la figura del director estaba desplazada del centro. Por lo menos desde el ámbito de la recepción de las películas no era una figura necesariamente relevante ni reconocida por los espectadores (como sí podían serlo algunos actores y actrices). De esta manera, durante esta etapa director, narrador y personaje eran categorías absolutamente separadas, a la vez que el narrador, por la codificación propia de la narración clásica, no explicitaba su existencia, y el concepto de autor cinematográfico, por su parte, no tenía la relevancia que alcanzaría después.

Un segundo momento puede ubicarse a partir de la crisis de ese modelo industrial, tanto desde lo económico como desde lo artístico, que resultó en un pasaje de la figura del director a la del autor (si antes el director se correspondía más a la idea de oficio, el autor está ahora ligado a la del artista, cuya mirada sobre el mundo puede rastrearse, en términos de estilo, a lo largo de su filmografía).

Esto en Argentina sucede a partir de 1960, una generación en la que aparecen nuevas maneras de pensar el hacer del cine: la llamada Generación del 60, el Grupo Cine Liberación, el Grupo Cine de La Base, el caso de Leonardo Favio, el cine underground, el cine experimental; es decir, múltiples formas de pensar narrativas nuevas que, aún cuando podían abiertamente rechazar la categoría de “autor”, compartían sus implicancias, a saber, la presencia (ya sea de manera individual como en términos de grupo) de una figura visiblemente responsable de la obra, cuyas ideas quedaban expuestas en su filmografía. Este momento no se da localmente sino que se corresponde, por un lado, con la aparición de los cines modernos europeos posteriores a la segunda guerra mundial, y, por el otro, con el clima revolucionario del contexto latinoamericano de la época. Pero retomando la relación autor-narrador-personaje, en este período los tres conceptos siguen estando separados, aunque la figura del autor se hace ahora no sólo presente, sino además responsable de las otras dos. El narrador, que ahora tiene mayor exposición por parte del montaje, se vincula explícitamente con la ideología del autor, mientras que el personaje, por su parte, se mimetiza con su punto de vista (incluso si la película lo rechaza o lo critica negativamente). 

Por último, pensando a la dictadura militar de 1976 como un violento corte y arrojo al vacío, el tercer momento de cambio en la relación autor-narrador-personaje puede ubicarse recién en el llamado Nuevo Cine Argentino (NCA) de los 90. El NCA tiene su principal punto de partida en la conformación de un cine independiente en Argentina, no porque no haya existido antes, sino porque éste aparece así enunciado dentro de sus premisas: una nueva manera de producir películas que sería la característica aglutinante del NCA, ya que los recursos estilísticos que identifican a sus autores son muy disímiles entre sí. Sin embargo, hay un elemento que empieza a ser importante y que, con diferencias y mayores o menores presencias, se repite: el ingreso del autor a la diégesis, en función de una puesta en evidencia de su carácter discursivo. 

Ya sea marcando este ingreso de manera directa o no, la presencia del autor en el mundo de las películas es un elemento central en el NCA. En algunas, esto se hace utilizando diferentes recursos (la primera persona, pero también voces en off, re-escenificaciones o recursos que mezclan artificios del documental con artificios de ficción), con los que se homologan autor, narrador y personaje, en función de marcar lo personal del relato (Los rubios, 2003, Albertina Carri). Otras, en cambio, utilizan la voz en off de sus personajes como narradores que, si bien no se corresponden directamente con el autor, al presentar una forma (de entonación, rítmica, conceptual) que se repite de película en película y que incluso se emparenta con las voces de todos los personajes dentro de la diégesis, permite vincular las marcas de subjetividad que la voz realiza sobre el mundo representado con la propia del autor (algunas películas de la filmografía de Martín Rejtman, como Silvia Prieto o Los guantes mágicos, podrían pensarse en esta dirección). Por último, aparecen películas que utilizan la voz en off del autor mimetizada con la del narrador, no ya para contar una historia personal, sino para exponer los hilos con los que arman la trama, incluso permitiendo que el autor ingrese a la diégesis como personaje ficcional (Historias extraordinarias, 2008, Mariano Llinás). 

Esta clasificación, lejos de ser exhaustiva, sirve para ilustrar el nuevo giro en la relación autor-narrador-personaje. A pesar de que las categorías puedan pensarse como más o menos separadas, lo característico de este momento es un interés por dejar en evidencia, mediante diferentes recursos, que no sólo narrador y personaje tienen un carácter ficcional, sino que también lo tiene el autor. Es decir, se trata de explicitar que la figura de autor no se escapa de una construcción discursiva y que, en el caso del cine, ésta se logra a partir de procedimientos de puesta en escena. 

Así llegamos al cine actual, que partiendo de la idea de que todo es, en última instancia, ficción, da lugar a un mayor borramiento de las fronteras entre autor-narrador-personaje, ya no necesariamente como gesto rupturista sino como una condición necesaria para estar en el mundo. A diferencia de lo que sucedía en el NCA, donde las relaciones entre autor-narrador-personaje comprobaban el carácter ficcional de cada una de sus partes, el cine contemporáneo —podemos pensar en un quiebre cerca del año 2010— invierte esa lógica, fundamentalmente a partir del uso de la primera persona: ya no se trata de pensar el carácter ficcional de los elementos dentro y fuera de de la película, sino de la ficción como primer elemento necesario para accionar; un pasaje que va de la evidencia de que todo lo que existe es ficción a la necesidad de configurarla para que todo pueda, finalmente, existir. Así, en el cine del presente el autor parece necesitar primero construirse como personaje, o como imagen, dentro de las películas, para luego poder ser un autor por fuera de ellas. En el caso de Solnicki esto será particularmente importante en Introduzione all’oscuro, su siguiente película. 

Introduzione all’oscuro

La imagen se convierte en dinero

En 1983 Bresson estrena su última película, El dinero, centrada en el intercambio de billetes, en planos de manos que se encuentran y se pasan el papel. Es algo propio de su estilo: armar la puesta en escena basándose en la mirada, donde el recorrido de la cámara, mimetizada con los ojos y las ansias de los personajes, nos muestra sus pensamientos. Y en esta película, sus ansias están en el dinero, por lo que la cámara no hace más que interesarse en su circulación y su lógica. Pero, en el mundo que retrata Bresson, el dinero aparece como un objeto molesto, en el sentido de que traba la vida (la verdadera vida) de los personajes. Su falta, entonces, es un problema para la realización del sujeto, que intentando liberarse de su tiranía, cae en ella con más fuerza. Los personajes de Bresson no ambicionan el dinero en sí mismo, sino la vida, la posibilidad de disfrutar un día más en el mundo, para lo cual el dinero es necesario. En ese sentido, robar es menos una acción criminal que un acto de rebeldía ante el descontento de tener que vivir en un mundo por y para el dinero. 

Algo similar sucede, a partir de los 80, en el cine argentino, una característica que Marcela Visconti trabaja detalladamente en su libro Cine y dinero, al plantearlo como uno de los elementos que, por su falta, motoriza las tramas del cine de esa década y los años siguientes, hasta entrados los 2000. No tener dinero era en esas películas un problema parecido al de los personajes de Bresson y, entonces, aparece también en ellas la violencia como rebeldía ante la exigencia de tener que conseguirlo para sobrevivir. Con el paso de los años, el dinero empezó un movimiento de aún mayor inteligencia, su camino hacia la inmaterialidad: ¿qué pasaría ahora si, al robar para subsistir, alguien arrebatase un bolso o una mochila, para descubrir que no hay más en ella que billeteras virtuales, inaccesibles para un simple carterista? 

El dinero borra hoy su rastro y, convertido en una especie de Doctor Mabuse, ordena a los habitantes desde su inmaterialidad. La imagen del dinero, tan presente en la película de Bresson y en las películas argentinas del período citado (Tiempo de revancha, Caballos salvajes, Plata quemada, Nueve reinas, Un oso rojo, por poner algunos ejemplos), desapareció de la pantalla y del mundo; como objeto, el dinero prácticamente ya no existe. Justamente por eso, el dinero es, hoy más que nunca, la ideología dominante, logrando sacarse de encima hasta el impulso rebelde de las juventudes que alguna vez osaron atentar contra él y que ahora le rezan en sitios de apuestas o sueños de streamers. 

Siguiendo su comportamiento social, la desaparición del dinero en la imagen del cine se da al precio de convertirse en ella2, ya sea siendo su doble, como veremos que sucede en Solnicki, o funcionando como el principal elemento para garantizar la calidad de la película. Esta segunda forma se ve, por ejemplo, en la preocupación del cine latinoamericano por la perfección técnica, en su necesidad de reducir todo, aún las historias más terribles, a imágenes bellas, relucientes como joyas, que son costosas no por lo que puede hacerse con ellas sino por la atmósfera con la que cubren a su portador (Viejo calavera de Kiro Russo podría ser un ejemplo). 

Kékszakállú

En el caso de Solnicki, el dinero no envuelve a las imágenes como joyas sino a partir de una identidad entre éste y la imagen. Así, cada plano tiene la potencialidad de funcionar como un billete, intercambiable por otros elementos dentro de la diégesis. Esa forma de entender la imagen como dinero, más allá de la trama y también de los costos de producción, es el salto particular que da Introduzione all’oscuro

Resumiendo brevemente su argumento, la película registra el viaje del director a Viena para despedir a su amigo recientemente fallecido, Hans Hurch, el reconocido crítico de cine y por muchos años director de la Viennale. Durante el viaje, Solnicki-personaje tratará de recomponer el recuerdo de esa amistad a través de objetos que se van acumulando en el montaje. El comienzo explicita esta situación, con una placa negra en la que se lee: tras la muerte de mi amigo más excéntrico, viajé a Viena en un estado de duelo maníaco. Lo que continúa es el plano de una hamaca voladora y otros juegos de lo que parece ser un parque de diversiones. La cámara toma el espacio desde una distancia, marcada sobre todo por el sonido, cuyo silencio no acompaña el clima de diversión con el que solemos asociar ese tipo de lugares. Así, la situación de duelo parece no sólo ser un problema del personaje, sino también de la cámara, que adopta su punto de vista para observar el mundo desde él. Se revela entonces cuál será el desarrollo de la película: acompañaremos a Solnicki a recorrer la distancia que todo doliente debe recorrer hasta poder finalmente volver a participar del mundo.

Ese recorrido se realiza en dos movimientos de montaje, o en dos tipos de imágenes que se van a ayudar entre sí. El primer tipo de imágenes mira al pasado: son aquellas escenas y planos construidos a partir de recuerdos, postales, fotografías, audios de conversaciones grabadas con Hurch, e incluso secuencias donde Solnicki relata anécdotas sobre su amigo. Constituyen un intento voluntario de recuerdo que, por algún motivo, termina fracasando. Por ejemplo, en una de las primeras secuencias, Solnicki visita el cementerio, pero la cámara se distrae y, en vez de centrarse en Hurch, recorre tumbas de músicos famosos; seguramente una especie de homenaje a la sensibilidad de su amigo, pero que en última instancia habla también de una imposibilidad de afrontar al muerto actual. De la misma manera, vemos en otra escena a Solnicki en el bar que frecuentaba con Hurch, intentando contarle al mozo una anécdota, pero la conversación no fluye, los personajes parecen no entenderse y el relato queda inconcluso. 

Este tipo de escenas donde el recuerdo se dispersa suceden en los primeros momentos de la película, que rápidamente parece darse cuenta de que el duelo no podrá atravesarse desde ahí e intenta con un segundo tipo de imágenes. Los planos de esta segunda clase se arman exclusivamente a partir de objetos adquiridos en el presente, relacionados con Hurch y robados o comprados por Solnicki, los cuales, una vez obtenidos, se aíslan en una serie de imágenes cenitales con fondo negro, extraídos de su contexto diegético. Estos elementos (una taza, una lapicera, un plato) no tienen una utilidad concreta: no vemos a Solnicki usándolos (salvo quizás brevemente en el momento de la compra) ni tampoco fueron usados directamente por su amigo. Simplemente son necesarios para obtener de ellos su imagen y, con ella, realizar una especie de intercambio emocional: es gracias a esos planos que el personaje comienza verdaderamente el duelo. De hecho, el último objeto que Solnicki compra (una tela con la que Hurch solía hacerse el único traje que usaba) no termina convertida en un plano con fondo negro; se inserta en cambio dentro del universo diegético, incorporándose al mundo cotidiano: Solnicki compra la tela y carga con ella por la ciudad. Evidentemente, algo se transformó dentro de la lógica del montaje, porque la película, ya llegando a su final, parece ahora haber eliminado esa distancia entre el personaje y el mundo que lo rodea. Pero, para cruzar de un estado a otro, la acumulación de esas imágenes-objeto fueron absolutamente necesarias.

Es que la distancia inicial entre el personaje y el mundo, lejos de evidenciar una imposibilidad de conectar con el proceso afectivo del duelo, implica por el contrario una forma distinta de atravesarlo, una forma quizás cinematográfica o propia de alguien que trabaja con imágenes. En ese sentido, Introduzione all’oscuro no nos muestra a un personaje que no puede actuar, o que no puede conectar con sus sentimientos, sino más bien a un personaje que, para relacionarse con el mundo, primero tiene que ser atravesado por las imágenes. 

Así, las películas de Solnicki nos permiten hablar, no de imágenes del dinero ni de imágenes sobre el dinero, sino directamente de lo que podríamos llamar imágenes-dinero: un tipo de imágenes (en este caso evidentemente costosas, pero no siempre es así) que sirven para realizar intercambios. Se trata de imágenes que resignan parte de sus cualidades narrativas para convertirse en una medida de valor (de la misma manera que los metales preciosos resignaron históricamente su valor de uso para convertirse en valor de cambio), en las que el dinero aparece asociado y mimetizado con la propia superficie de la imagen, permitiéndole comparar, comprar o intercambiar elementos de distinto tipo dentro del montaje. Esta capacidad que adquiere la imagen no es sólo equiparable a la noción tradicional de valor (de uso/de cambio), sino que, fundamentalmente, interviene en terrenos afectivos, siendo medida de intercambio también para procesos que son completamente personales y emocionales. 

En este reflejo del estado de situación actual que trae la filmografía de Solnicki se pone de manifiesto la configuración de un mundo donde la figura del dinero es indispensable para la internalización de los esquemas que, en una segunda instancia, le permiten al sujeto la posibilidad de accionar en él. Esta característica recorre toda su obra. Está en la forma en que la familia en Papirosen mide todo en términos de intercambio (en la escena, por ejemplo, en la que el padre le dice a su mujer que finalmente va a ir a comprarse el auto de juguete que vieron antes, ante lo cual ella, que parece no querer volver a la tienda sin ganar nada a cambio, le contesta “es peligroso, porque yo puedo querer la pulsera”); y también en la manera en que los personajes de Kékszakállú arman sus eventos sociales alrededor de productos costosos (el pulpo en la cena de amigas, por ejemplo), como si los vínculos pudiesen generarse sólo a través de ellos. Sin embargo, a diferencia de las películas anteriores, en Introduzione all’oscuro el dinero ya no se ubica en la trama, no es ni algo que uno vea ni algo sobre lo que los personajes hablen insistentemente, sino que aparece como aquello que ocupa el lugar de la naturaleza del mundo fílmico. Se trata, en definitiva, del dinero como lengua. 

Introduzione all’oscuro

El colonialismo siempre fue coleccionismo 

Sin fronteras, uno podría pensar que ya no queda nada por conquistar y sin embargo algo queda, aunque la nobleza de las grandes épicas sea reemplazada por el regocijo privado de la colección. Ese espíritu coleccionista está presente en Introduzione all’oscuro, por supuesto, aunque al servicio del duelo; y vuelve en la siguiente y hasta ahora última película de Solnicki, A Little Love Package (2022), pero ya no como una necesidad práctica. 

Todo coleccionista cree que aquello que atesora es especial: lo ejemplifica la escena de Papirosen en la que el padre duda respecto de si comprarse o no el auto. ¿Es el auto lo suficientemente especial sin su caja, es decir, habiendo sido usado por alguien más? Lo que quiere decir que la condición de especial no tiene que ver necesariamente con el costo, aunque éste pueda estar presente, sino con cierta exclusividad de acceso a los objetos. Es este último aspecto del coleccionismo lo que motoriza A Little Love Package. En ella, seguimos a dos personajes: una mujer que busca casa en Viena y otra que está ayudándola a conseguirla. En el medio, aparece un personaje más, un adolescente misterioso que lleva un pequeño paquete de acá para allá por la ciudad. Entremedio se van intercalando una serie de secuencias llevadas adelante por una voz en off que arma pequeñas tramas de tono más cercano al documental. Estas secuencias funcionan a modo de paréntesis, pero son el corazón de la película y lo que la emparenta con el coleccionismo: interrumpiendo casi siempre el devenir de los personajes principales, muestran una serie de objetos y espacios de difícil acceso a los que, en cambio, la película logra acercarse íntimamente (el pasado fumador de Viena que, a partir del mismísimo momento en que la cámara lo registra, será irrecuperable; piedras caídas del espacio; la elaboración artesanal de un queso que se hace el día del nacimiento de una persona para ser comido en su funeral).

A propósito de lo que la cámara puede ver por sobre el común de los mortales, existe El hombre de la cámara (Vertov, 1929), una película-experimento que también parte de la intención de llegar a lo inaccesible: descubrir qué imagen del mundo puede darnos la subjetividad de la cámara; acceder, por primera vez en la historia, a una perspectiva maquínica, separada completamente de la forma en la que percibimos. Lo que le interesa a Vertov es usar el cine para llegar a una nueva imagen, una imagen suprahumana que, gracias a la popularidad del cine, pueda llegar a todo el mundo. No hace falta desarrollar demasiado para entender por qué A Little Love Package se interesa por lo inaccesible desde un signo ideológico opuesto. Por momentos, las películas de Solnicki parecen querer alcanzar una aristocracia que ya no existe, y se contentan entonces con recubrirse de esa posibilidad a través de sus imágenes (otra manera, quizás, de entender la imagen como joya). Así, las puertas que parece abrir la película para el mundo entero en realidad reafirman su exclusividad. Me recuerda a un comentario de John Berger sobre la democratización del arte. En un capítulo de su documental Modos de ver, explica que el museo logró ser la posibilidad de que todos accedieran a las obras y, sin embargo, con la apertura de sus puertas se crearon también los catálogos. Estos catálogos no sólo reúnen las imágenes de la colección, sino que ellas son acompañadas de textos explicativos, escritos por supuestos expertos del arte, que tienden a cerrar el significado de las obras, manejando términos y argumentos que disminuyen el espíritu supuestamente democrático de la institución. Es decir, según Berger, el sentido de estos catálogos es preservar el “verdadero” sentido del arte, sólo accesible para unos pocos entendidos. Las personas pueden ver las obras, pero siempre conscientes de que su verdadero significado se les escapa. En una dirección opuesta a Vertov, A Little Love Package ingresa a espacios exclusivos, creando imágenes que gracias a lo popular del cine pueden circular por el mundo, pero algo en su espíritu permanece más cercano al catálogo de museo. Quizás sea lo robótico de la voz en off, o la forma en que las secuencias aparecen un poco colgadas dentro de la trama, o quizás se deba a ese personaje misterioso que lo atraviesa todo, evocando un sentido que no termina de construirse. Pero, llegando a espacios inaccesibles, la película termina quedándose ella misma en ese terreno.

Quizás sea necesario ahora reformular lo que pensábamos al principio; dar cuenta de que superar las fronteras nacionales no supone necesariamente una desaparición de sus implicancias sino su privatización. Es decir, patria y nación pueden ahora ser privadas, pero no por eso pierden sus características, no dejan de ser algo que, por definir lo que uno es, deba defenderse a toda costa. El problema es que, al privatizarse, la identidad a defender pasa a ser estrictamente individual. No creo que las películas de Solnicki, así como otras películas contemporáneas que ponen al mundo en estos o similares términos, hagan ese pasaje de lo público a lo privado de manera consciente, pero pueden pensarse como espejos del momento de extremo individualismo del mundo actual. 

En este problema la inmaterialidad del dinero es relevante, porque al volverse naturaleza del mundo, todo, incluso los sujetos, somos entendidos y nos entendemos como algo intercambiable, cuyo valor se mide en términos económicos. Así parecen regirse los vínculos actuales, aún cuando no haya dinero de por medio. Y qué pasa con el cine en todo eso: o bien las películas tienden a darlo todo por la imagen latinoamericana que se vende al exterior, o bien se alejan de ella completamente. Parece ser el fin de las cinematografías nacionales: no hay localía y, entonces, tampoco hay relatos preocupados por ella. Directa o indirectamente, todo empieza a dirigirse hacia lo internacional y universal del dinero. 

Corriendo más libre que el vino

(…) even those tears: I, me, mine, I, me, mine, I, me, mine

George Harrison 

Hasta acá las noticias. A todo lo anterior hay excepciones, por supuesto. Algunas fueron mencionadas y desarrolladas brevemente en las notas al pie de este texto, y también hay otras sin nombrar, o incluso sin descubrir. Sobre ellas me gustaría mencionar un ejemplo más, a modo de cierre. Darle fin a un texto sobre cine contemporáneo con una anécdota personal responde a una necesidad de explicitar que las notas acá reunidas no están en contra de la subjetividad individual de la primera persona sino, por el contrario, del individualismo con el que puede ser usada, el cual muchas veces limita la mirada cinematográfica, esa que alguna vez Vertov tanto festejó y a la que ahora el cine contemporáneo parece darle la espalda, implicando, más peligrosamente, un límite al encuentro con los demás. 

La anécdota es la siguiente: me invitaron del festival Cinemancia a participar de un proyecto de libro que están armando para su próxima edición. Para el proyecto me tocó entrevistar a Diego Soto, un cineasta chileno que hizo una película llamada Muertes y maravillas (2023). La película acompaña a un grupo de jóvenes que pasan los días alrededor de un amigo que está enfermo. Esta premisa, si bien tiene un peso dramático, no es el centro de la progresión narrativa, sino más bien un disparador para mirar la manera en la que cada uno de ellos transita esa experiencia, que se cruza además con su estado adolescente. Me resultó particularmente conmovedor el tiempo que Muertes y maravillas se toma para conocer a sus personajes y, sobre todo, el trabajo de la cámara para entender a, o al menos empatizar con, cada una de sus subjetividades. Ese trabajo es muy costoso, porque implica que en cada salto de punto de vista la cámara tiene que renovar lo aprendido y empezar de nuevo, adaptarse a ese nuevo personaje, internalizar algo de su estar en el mundo para poder incorporarlo como una nueva capa de realidad dentro del mundo fílmico. Es un esfuerzo de escucha y observación del otro que representa una nueva excepción dentro del cine contemporáneo, tan centrado en el yo y en su voz unilateral. Respecto de eso, Deleuze decía que uno debería hacer una película no porque tenga algo que decir, sino porque en nombre de su creación es que dice. Me parece importante retomar ese camino.

Papirosen

Florencia Romano (Buenos Aires) es docente, investigadora y cineasta. Egresada de la Licenciatura en Cinematografía de la Fundación Universidad del Cine. Actualmente, es becaria doctoral de CONICET y cursa el Doctorado en Artes de la Universidad Nacional de La Plata. Escribe regularmente en la revista de crítica de cine La vida útil y ha colaborado para otros medios como Otra Parte Digital, La Rabia Cine y Taipei.


Notas

  1. La primera persona puede usarse, y se usa de hecho, para limitar la mirada en una interpretación estrictamente individual, que incluso muchas veces puede ser presentada por el montaje como la única posible (En el intenso ahora, João Moreira Salles, 2018), o bien puede usarse de manera expansiva, permitiendo identificaciones que permitan una apropiación por parte del espectador (funciona así, por ejemplo, en la filmografía de Lucía Seles, donde la primera persona aparece, primero, por escrito —no asociada a una voz individual— y, en segundo lugar, desde formas que le permiten ampliar el yo —“Una sabe que…”, o frases de ese estilo—). ↩︎
  2. Es cierto que hay películas argentinas recientes que recuperan la presencia del dinero como conflicto de la trama (Mauro y Algo nuevo, algo viejo, algo prestado de Hernán Rosselli; La deuda de Gustavo Fontán; Cambio, cambio de Lautaro García Candela, entre otras), pero se trata de películas que, de manera más o menos conscientes, intentan ir en contra de las tendencias del cine contemporáneo. De las citadas, Algo nuevo, algo viejo, algo prestado logra esa distancia con mayor eficacia, ya que lo hace apropiándose de los recursos “tendencia”, pero proponiendo con ellos otra cosa: tomar un archivo familiar (que no le pertenece personalmente al director) y convertirlo en una ficción que va en paralelo a la historia real, creada por las potencialidades del montaje cinematográfico. ↩︎

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