Desde un lugar lejano llegan dos películas extravagantes. La lejanía no se debe a razones temporales —o al menos no se trata de una excepción en el marco de esta columna: seguimos firmes en los ochenta— sino a que forman parte de un universo estético infrecuente en el cine argentino: el del barroquismo, el desborde, el caos organizado, incluso el feísmo. Me corrijo parcialmente. Las imágenes decadentes no eran insólitas en el cine de esa década, pero generalmente estaban asociadas a la explotación, el policial sucio y la comedia chabacana; es decir, al cine de género. No hace falta escarbar demasiado para encontrar toneladas de mugre, desde ese cruce insólito entre thriller, violencia cartoon y slasher que es La búsqueda (Desanzo, 1985) hasta la indagación pornográfica en las intimidades de una familia perturbada de Pasajeros de una pesadilla (Ayala, 1984), pasando por el más estándar abrazo a la brutalidad carcelaria de Di Salvo y su Atrapadas (1984). Acá el destape —concepto que, por cierto, vale la pena problematizar— tuvo, al menos en cine, un tono bastante más admonitorio que en España, con su movida madrileña, el ágil cine quinqui y las películas corrosivas de un gran cineasta de izquierdas como Eloy de la Iglesia.
El arte feísta dialoga de forma razonable con la bajada de línea; es una estrategia fácil para mostrar de forma cruda y grotesca todo lo que anda mal en el mundo. Por eso en épocas de moralina se suele recurrir a estereotipos, subrayados y exageraciones. Esta es la sociedad que hasta hace poco defendía la dictadura cívico-militar, esta es la porquería que se escondió detrás de los trajes y las botas durante todos estos años, parecen decir muchas películas que, con falsa rebeldía, se oponían al cine prolijo de Puenzo o Bemberg (y, en general, a la línea de dramas adultos de clase media que bien había representado el propio Carlos Orgambide —director de una de las películas de esta nueva entrega de la columna— con su debut, Queridas amigas). Y no dejemos de lado lo más importante: como bien entendió una revista pionera que salió a la calle por primera vez a mediados de 1983, con los últimos coletazos de la dictadura, el shock vendía. Pero tal vez valga la pena distinguir entre dos tipos de feísmo: el que aprovecha una tendencia o una moda, y entonces ofrece pinceladas gruesas, detalles de monstruosidad, abordajes tímidos que apenas ocultan la vergüenza —cineastas que, sospechamos, filmarían algo diferente si el viento soplara en otra dirección—, y, por otra parte, el que le da forma a un cuerpo de obra, el que gracias al empecinamiento y una visión del mundo desarrolla un estilo distinguible. Esa es la distancia fundamental entre Los insomnes (1986), de Orgambide, y Kindergarten (1989), de Jorge Polaco.

No culpes a la noche
De todas las formas en que una obra puede ser un cachivache, una marea de indecisiones, Los insomnes elige tal vez una de las peores: mezclar simbolismos con subtramas realistas, trabándose a medio camino entre la sugestión impostada y la brutalidad impotente. La principal responsable es Beatriz Guido, autora del relato en que Orgambide basa el guion, y a ella se la puede señalar doblemente, porque también coescribió el “libro cinematográfico” junto a Bernardo Roitman y el realizador. En el cuento, publicado en 1973 con el subtítulo “Historia de un secuestro de derecha o ejercicio para el arte de espiar”1, ya están presentes casi todos los problemas del film y dos de sus tres líneas narrativas principales: la de una familia insomne que vive de noche —adultos y niños— en un antiguo edificio céntrico sobre Avenida Corrientes, y la de un militante de izquierdas secuestrado, maniatado y encerrado en un baño, que es descubierto por los niños de la familia, que intentan ayudarlo. A mediados de los 80, Orgambide, Guido y Broitman optan por agregar varias historias y personajes nuevos, en líneas generales impulsados por la necesidad de llevar el cuento al formato largometraje y, en un caso particular, para contextualizar el relato durante la última dictadura militar. Así, el foco se corre de la familia protagónica, que sigue teniendo un rol esencial, y los niños y niñas se convierten en saltimbanquis que atraviesan el edificio de noche para descubrir violencias, locuras y oscuridades de todo tipo.
El espíritu de la película se instala desde el vamos: los créditos discurren sobre imágenes de un carnaval en tono sepia, con carros, fantoches gigantes, bailarines emperifollados y toda la perinola. Esas filmaciones, que no son del director sino que corresponden a un cortometraje de Daniel Monayer2, son uno de los puntos altos de Los insomnes. En el resto de la película, Orgambide cruza circo y oscuridad con resultados fallidos, porque la oscuridad es demasiado tenebrosa como para que el circo cobre vuelo, pero sobre todo porque nunca logra transmitir un aire auténticamente decadente.



Las sombras de Orgambide albergan a los que enseñan medicina en el tren, los que quedaron en el 40 y los que están ciegos en su locura. Pero, a diferencia de los locos lindos de la canción de Alejandro del Prado contemporánea a la película, los de Los insomnes no andan sueltos por la vida ni laten por todas partes; al contrario, por decisión propia están bien encerrados. Artistas y locos son inocentes que decidieron retirarse de la hipocresía cotidiana/diurna de una sociedad cómplice, sin saber que pared de por medio los acecha el horror. La familia protagónica, estrafalaria y obviamente cerrada sobre sí misma, está compuesta por un fiolo disfrazado de Chaplin (Roberto Carnaghi), una suerte de Morticia algo zombi, sonámbula, con sueño eterno (Mirta Busnelli), una prostituta o exprostituta gritona que tiene una relación muy estrecha con los niños (Elsa Berenguer), y un cuñado gruñón que desprecia los horarios del resto y aspira a formar parte de la sociedad convencional (un Hugo Midón que, en su parecido con Largo, fortalece la comparación con Los locos Addams). Todos tienen una piel blanquecina, un obvio maquillaje que en algunos casos está razonablemente justificado y en otros parece un capricho, una búsqueda desesperada de construir estilo. La ambientación es la esperable: muñecas viejas, luces bajas, fotos antiguas pegadas en las paredes y tangos sintonizados en radios lejanas, como si se hiciera un esfuerzo descomunal por transmitir olor a humedad y cosas peores (el personaje de Berenguer acerca una olla humeante a la cara de Busnelli, que la rechaza con asco). La forma en que los personajes viven y se comunican está más cerca de unos Benvenuto circenses que del gótico, pero el rechazo de los guionistas por construir personajes potentes impide cualquier tipo de comedia. (Incluso su contraparte diurna, la mediocre Te amo, de Eduardo Calcagno, estrenada solo cuatro meses antes, se permite destellos de humor y ternura entre las plumas, los trucos de magia y las bambalinas del cabaret).


A medida que el relato avanza, los niños en su curiosidad y aburrimiento nos invitan a espiar otros departamentos, emergiendo de las tinieblas otros personajes, que demuestran que el kitsch retro metafórico de los Addams circenses y prostibularios no es suficiente para decir lo que se quiere decir: que esta es una película posdictadura y, por lo tanto, en algún momento tiene que golpear la puerta una violencia desatada. Si el cuento de Guido ya ofrecía al personaje del militante secuestrado, ahora se agregan los secuestradores y, en una decisión de un golpebajismo brutal, una partera (María Vaner) que vende bebés recién nacidos a parejas adineradas. La decisión de presentar en su plenitud la subtrama del secuestrado recién hacia la mitad de la película (uno de los secuestradores, un trajeado y muy prolijo Alberto Fernández de Rosa, es tan malo que hasta maltrata a un gatito bebé) y dejar para el final a la partera funciona como una suerte de descenso a los infiernos. Lamentablemente, Orgambide es cinematográficamente incapaz de explicar cómo es el edificio en términos espaciales; una oportunidad perdida de construir que las historias se vuelvan más terribles a medida que se alejen de la calle, enfatizando así el carácter oculto y cruento de todo esto, la idea de que son rostros de la sociedad argentina que nos negamos a ver. Pero los secuestradores —excepto uno lumpen y travesti, con rasgos de humanidad, interpretado por Juan Leyrado, que cada tanto aparece maquillado y, justamente, travestido— no tienen polvo blanco en la cara: a diferencia de los insomnes, están incorporados a la sociedad. Esta decisión, que quiebra en dos el universo de la película, parece ser también la ruptura entre el mundo de lo simbólico, el delirio y la fantasía, y otro más terrenal y crudo. O, puesto de otra forma: el de la sociedad argentina, atrapada en la nostalgia, los recuerdos y el dolor de ya no ser —el carnaval y una lucha de boxeo en tono sepia; antiguallas, recortes de diarios viejos y fotos de figuras icónicas del pasado adornando los departamentos de los insomnes— y el de quienes invaden el edificio-país con sus violencias modernas. Una lectura de la realidad como mínimo ingenua.
En la escena final, gracias a la intervención de la niña mayor, ya adolescente, que desarrolla pared de por medio una relación amorosa con el secuestrado, un grupo de hombres entra en el edificio para rescatarlo. Los hermanos salen a la calle para ver toda la secuencia. Está amaneciendo, y las personas que se cruzan por la avenida, siempre lejanas, distantes, filmadas en un registro casi documental, se disponen a vivir sus días normales, ajenos al horror y el moho que acabamos de presenciar. Se cuela, como quien no quiere la cosa, un plano de un bebé en cochecito, de paseo en las primeras horas de la mañana. Los niños se mezclan entre la gente, libres, aparentemente dispuestos a no volver, no sin antes recordar la oscuridad del edificio, en un montaje burdo que intercala los ojos sorprendidos de los niños con el recuerdo de los ojos suplicantes del secuestrado. La metáfora sociopolítica queda así definitivamente sellada, incontestable.

Niños sin dios
Kindergarten es, como todas las películas de Jorge Polaco, una película de los cuerpos. No hay metáforas, o en todo caso son irrelevantes: lo fundamental es el registro de la decadencia en los rasgos y las acciones. La expresión de la violencia, que es al mismo tiempo la expresión del deseo, implica un trabajo detallado. En sus mejores películas, Polaco se preocupa por mostrarnos cómo viven sus personajes, cómo se visten, cuáles son sus rutinas y los espacios que habitan. A veces se trata de una excusa para el impacto —Harry Havilio limpiándose la boca con hilo dental en Diapasón: un plano obsceno de sus encías sangrantes—, pero en general es simplemente la estrategia inevitable para sumergirnos en mundos de una decadencia irreconocible para el cine argentino. Lejos de un abordaje intelectual, que suele funcionar como el pretexto para ejercer una crítica de una generación, un sector sociopolítico o una clase social, y que no necesita expresarse en una estética auténticamente decadente (las críticas a la burguesía argentina de Torre Nilsson y Guido en los 50 y la mirada mordaz del peronismo de Ayala y Viñas en El jefe son ejemplos posibles, o también acercamientos paternalistas y estéticamente inocuos a los sectores populares, como el de Demare en Detrás de un largo muro), Polaco retoma la tradición física del Von Sternberg de Los muelles de Nueva York o El ángel azul y del Buñuel de Los olvidados, donde las imágenes y sonidos, siempre sucios, tensos y provocadores, tienen la finalidad de ilustrar estados y no tesis.
La historia detrás de Kindergarten, que iba a estrenarse en octubre de 1989, es famosa, tal vez más que la película en sí: acusada de “servir al delito de exhibición obscena” y corrupción de menores, fue víctima de un escándalo descomunal meses antes de su estreno, lo que dio lugar a una denuncia judicial y el secuestro de los negativos de las oficinas de la compañía productora, Argentina Sono Film (el denunciante, el abogado Jorge Vergara, dijo con sensibilidad procesista que “el sello productor y el director Polaco han hecho gala de la obscenidad de este film aprovechándose de la notable disminución de las fuerzas morales en nuestra sociedad durante los últimos cinco años”3). En su defensa se realizó un acto en el Centro Cultural San Martín al que concurrieron artistas e intelectuales tan diversos como Beatriz Sarlo, Juan José Saer, Enrique Pinti, “Pino” Solanas y María Elena Walsh (quien señaló que “el artista tiene todo el derecho del mundo a ser inmoral”4). Cuando se habilitó su estreno, en 1995, la productora demostró desinterés, razón por la que recién pudo ver la luz en Argentina en el año 2010, en una versión restaurada que se proyectó en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. En Un diccionario de films argentinos, Raúl Manrupe y Alejandra Portela sintetizan el caos en que se vio sumergida la película, primer film censurado desde el regreso a la democracia: “no hay precedentes para la confusión generada por los hechos que se agitaron alrededor de este filme, y sólo cabe concluir que la forma en que la información fue manipulada por ambas partes ha sido vergonzosa”5.


El tercer largometraje de Polaco, basado libremente en la novela homónima de Asher Benatar, narra los conflictos de una pareja de mediana edad (Graciela Borges y Arturo Puig) que habita una mansión suntuosa —y, por supuesto, decadente— junto al hijo de él (Luciano Sanguineri) y tres familiares de ella, aparentemente muertos años atrás en un accidente de tránsito: su madre (Luisa Vehil), su hermano (un enloquecido Alejandro Urdapilleta) y su padre, el único que mantiene su estatus de cadáver (Néstor Tirri). La relación caótica y agresiva de la pareja afecta la vida de los otros personajes. El niño le tiene pánico a su madrastra, de quien huye despavorido cada vez que puede; el hermano de ella sufre constantemente (¿por el romance?) y, en una escena significativa, la aborda en unas escalinatas, donde termina sumergido debajo de su vestido. En realidad, viendo Kindergarten uno tiene la impresión de que todas las escenas son significativas, carácter curioso que comparte con los dos largometrajes anteriores de Polaco, con los que conforma una suerte de trilogía: Diapasón y En el nombre del hijo. El corazón de la trilogía es no solo el aura patética y nauseabunda sino, también, la confluencia de elementos y temas que el director organiza siempre de forma diferente e imaginativa: incesto, parejas con relaciones agresivas (en En el nombre del hijo, tal vez la más extrema de las tres, esa pareja son una madre y un hijo), soberbia de clase, relaciones perturbadoras entre adultos y menores. Las novedades en Kindergarten son, al menos, dos: el carácter lujoso —no necesariamente elegante— del hogar en el que viven los personajes, y la difuminación entre fantasía y realidad.
Si al cine argentino de los ochenta se lo suele acusar de ser excesivamente simbólico, Polaco hace en sus primeras películas un movimiento fascinante: llena sus universos de figuras que bien podrían ser símbolos de, pero les niega esa entidad y les ofrece la posibilidad de ser solo carne y sangre. En ese sentido, Kindergarten está en la vereda de enfrente respecto de Los insomnes, donde elementos extraños, realistas y ultrarrealistas se mezclan para representar a la sociedad argentina. En la película de Polaco hay un par de escenas explícitamente oníricas. En una de ellas, en estado febril el niño sueña que su tiastro (Urdapilleta con sobretodo y dos mariposas de plástico gigantes en la cabeza) lo rapta, lo mete en una bolsa y, atravesando los techos de la ciudad, se lo entrega a su madre fallecida, vestida de novia/hada, que repite el gesto de Borges en la escalinata, a la vez protector y abusivo: introduce al niño atrapado debajo de su vestido. En esa tensión entre abuso y protección reside, justamente, la inmoralidad del cine de Polaco, su rechazo a juzgar a sus personajes aunque cometan acciones terribles. En el resto de Kindergarten habitamos la realidad, pero se trata de un universo tan enroscado y perturbador que bien podría tratarse de una fantasía. El summum del delirio es una escena memorable en la que Puig, vestido de novia, entra a la casa que habitaba con la madre del niño, ya fallecida: un modernísimo loft con luces bajas, puff, monos, burros y flamencos, ventanas que dan a unas maquetas de cúpulas en tonos apastelados, y pinturas de una pareja teniendo sexo entre animales; minutos después, Puig, ya desnudo, hace el amor con su nueva amante, la maestra jardinera del hijo, mientras se columpian en unas hamacas gigantes situadas en el centro del loft.



A la vez que elige no juzgar, Polaco propone que es posible ser oscuro en la inocencia: en cierto momento el personaje del niño Sanguineri, cuya actuación fue calificada por un periodista de Variety como “la interpretación juvenil más repugnante desde el bebé deforme de Eraserhead”, le dispara a su padre: “Contame, ¿cómo era mamá desnuda?”. Casi todos andan desnudos en Kindergarten en un momento u otro, porque así se despliega el sentido de su título: estamos en un jardín de infantes absoluto, donde los comportamientos infantiles —y todo lo asociado a la infancia, según la lectura de Polaco y su coguionista Daniel González Valtueña: el capricho, la histeria, la crueldad— son ley. Algo similar ocurre en sus películas previas, desde las conductas aniñadas de Margot Moreyra en el cortometraje Margotita, donde aparece desnuda en una bañera en medio de un sueño erótico, hasta la obsesión con las niñas pequeñas de Bobby, el arreglador de muñecas interpretado por Ariel Bonomi en En el nombre del hijo, que corretea desnudo a su mamá (Moreyra) por el patio y se introduce fragmentos de muñecas debajo del calzoncillo, pasando por Diapasón, donde los tres personajes principales aparecen también desnudos en bañeras y, tanto al inicio como al final, el protagonista mira por la ventana de un tren y ve, a la lejanía, en medio del campo, a dos hombres que torturan a una mujer atada a un árbol, completamente desnuda.
No hay limpieza posible, nos dice Polaco, porque la suciedad y la pureza son parte de nosotros en la misma medida. El ornamento recubre —y en Kindergarten es particularmente intenso—, pero esto no marca diferencia alguna: las estatuas, los vestidos, las camas antiguas, los pianos, los abanicos y el suntuoso baile victoriano de la escena de casamiento no pueden esconder la locura y la agresión, los lazos de violencia entre padres e hijos que están también presentes, sin diferencia alguna, en el contexto más humilde en el que transcurre En el nombre del hijo (donde, sin embargo, durante el almuerzo en un restaurant rotoso los protagonistas observan comer a otras personas y exclaman con asco: “¡Mirá el quilombo que hacen!”). Pero si aquella observación pasajera de Diapasón, con el árbol, los torturadores y la mujer desnuda, puede llegar a remitir al tipo de violencia dictatorial que fue tan frecuente en el cine de los 80, es ciertamente una rareza en el contexto de su filmografía. En la afirmación de Polaco de que sus películas “se ocupan del ser humano, del carenciado, del triste, del que no tiene nada”6 podemos imaginar conexiones insólitas con otros cineastas, como el primer Alejandro Agresti o incluso con Ana Poliak. La diferencia reside en que la carencia que importa, para Polaco, es la espiritual. La similitud, en que toda su creatividad cinematográfica existe en función de construir un universo válido para los carentes. Cuando en Kindergarten la cámara gira alrededor de la mesa del comedor, alocada, acompañando al niño que grita mientras los adultos tratan de comer, Polaco marca su preocupación por ponerse siempre a la altura del más intenso, que es también el más doliente. Esa compasión de base sugiere que, a veces, el dolor que alguien inflige es igual o menor al que sufre el propio victimario, y para entender eso es inevitable sumergirse en códigos emocionales y psicológicos internos, negando la mirada del mundo exterior. Kindergarten es una película particularmente hermética incluso en el contexto de una “trilogía” donde el afuera tiene un lugar marginal, expresando el rechazo de Polaco por cualquier lectura moral media, complaciente.


El aire fresco de Los insomnes está ausente en Kindergarten: después de matar a la pareja protagónica, gaseándolos, en una escena coronada por los gritos de ambos y golpes de desesperación contra una puerta de la que cuelga un crucifijo, el niño, su tiastro y su abuelastra huyen, alegres, en un carro. Una niña les abre el portón. En esa imagen superficialmente idílica —que rima con otra, inicial, donde el personaje de Urdapilleta le vende pochoclos a niños en el mismo parque— no yace la esperanza por el destino de una Argentina democrática ni nada remotamente parecido. El personaje de Puig, forcejeado entre el recuerdo de su antigua esposa angelical, la convivencia violenta y decadente con su actual pareja y la frescura de su joven amante, no puede sobrevivir. El triunfo es de los niños, pero también de los fantasmas. En los universos de Polaco la belleza y el dolor conviven, son uno y el mismo, y por lo tanto los estallidos, que eventualmente llegan, no dan lugar a un período de luz —esa idea algo ingenua de la historia cíclica, tan necesaria en una década como los 80, cuando se confiaba, o se pretendía confiar, en que se estaba entrando en una etapa luminosa— sino a una eterna regeneración del divino sufrimiento.

Álvaro Bretal nació en La Plata, Buenos Aires, en 1987. Estudió las carreras de Licenciatura y Profesorado de Sociología (FaHCE-UNLP). Es director editorial de Taipei. Escribió para publicaciones como La vida útil, Pulsión, Détour, La Cueva de Chauvet, Tierra en trance, Caligari, Letercermonde, Vinilos Rotos, indieHearts, y los fanzines del Cineclub TYÖ. Colaboró en la edición del libro La imagen primigenia (Malisia, 2016), coeditó Giallo. Crimen, sexualidad y estilo en el cine de género italiano (Editorial Rutemberg, 2019) y Mumblecore. Exploraciones sobre el cine independiente norteamericano (Taipei Libros, 2023), y editó Paisajes opacos. Sobre las nubes en el cine (Taipei Libros, 2022). Participó con artículos en los libros Pull My Daisy y otras experimentaciones. La Generación Beat y el cine (2022; ed: Matías Carnevale); Cuadernos de crítica 01. Un nuevo mapa latinoamericano (2019), editado por el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata; Cine argentino: hechos, gente, películas (2024; ed: Fernando Martín Peña); y Una historia del cine documental argentino (en edición). Dicta talleres y cursos sobre historia, teoría y crítica cinematográfica. Se desempeñó como redactor de catálogo en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Actualmente colabora con el Festival Internacional de Cine de La Plata Festifreak. Contacto: alvarobretal1987@gmail.com.
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Notas
- En una edición de Corregidor que también incluye “Paula cautiva o La representación” y “Ocupación”, además de una entrevista agresiva y escandalosa hasta el hartazgo, probablemente performática, de Reina Roffé y Juan Carlos Martini Real, donde Guido se despacha expresando su antiperonismo rabioso (la primera oración que se lee es “soy tremendamente antiperonista”; poco después intensifica la violencia con un “Perón tiene que morir”) y unas simpatías socialistas de las que los entrevistadores sospechan sistemáticamente. ↩︎
- Se trata de una filmación de tono documental, notoriamente diferente al resto de la película, que corresponde al corto Artistas de carnaval (1982/83). ↩︎
- Jorge Sala traza con detalle el recorrido de la película en “Crónica de un caso de censura: Kindergarten (1989, Jorge Polaco), la iglesia y la frágil postdictadura argentina”. ↩︎
- Cita recogida en Un diccionario de films argentinos, de Raúl Manrupe y Alejandra Portela (Corregidor, 1995). ↩︎
- Un diccionario de films argentinos (Corregidor, 1995). ↩︎
- Entrevista realizada en 2012 por José Ludovico, Daniela Pereyra y Giuliana Trucco para La Nave de los Sueños. ↩︎