Formas de la independencia, lado B. Entrevista a Larry Cohen (Elijah Drenner)

Es sabido: quien inventa una forma propia inventa también sus criterios de evaluación.
Estamos acostumbrados a reconocerlo cuando hablamos de cineastas de bien ganado prestigio.
Pero lo que sucede en el cielo también sucede en el pantano, y a veces más fuertemente.
La radicalidad B es uno de los grandes tesoros del cine. No existe nada parecido a Ordet.
Tampoco existe nada parecido a God Told Me To. 

José Miccio, “El cine de la calle B”

Primero vemos a Bone en el reflejo transparente que devuelve el agua de una pileta: de ahí acaba de sacar, con sus propias manos, una rata atorada en su filtro interno. Del reflejo pasamos a sus piernas, después su torso (la rata está en su mano), finalmente su cara: esta vez no es Shaft, ni Superfly; no es todavía el César negro. Su nombre es Bone y nadie sabe muy bien quién es. No sabemos nunca muy bien quién es. Sí nos enteramos que tiene malas intenciones, que es un ladrón, un violador y un asesino. Irrumpe en la casa de una pareja de clase media alta, los obliga a sacar sus ahorros y en ese intento descubre que no tienen un solo peso. El marido debe ir a retirar plata al banco mientras la mujer queda rehén de Bone hasta su regreso. En el trayecto hacia el banco el hombre conoce una mujer con la cual se encama o al menos hace el intento. Paralelamente, en la casa, Bone descubre —gracias a la esposa— el sexo consentido. Las piezas se dan vuelta y Bone se transforma de alguna manera en una especie de héroe. Pero más importante aún: en este entrevero arranca la carrera de Larry Cohen como cineasta.

Las películas de Larry Cohen parecieran insertarse en un mismo universo accidentado, siempre en desorden, donde las cosas tienden a desdoblarse o a encontrar constantemente su reverso. Es la fórmula Cohen —admitida por él en esta entrevista— convertir lo familiar en maligno, desde un bebé hasta la figura de Dios. Como si la operación fuera desarticular un sistema de creencias, darlo vuelta y usarlo en su favor, o en favor de otra maquinaria que es — en casi toda su obra— el género. Más aún, el género en Cohen está tan desarticulado como aquellas instituciones que habitan su ficción. Internamente conviven el cine de espías, el terror, el policial, la ciencia ficción y el thriller —también la comedia aparece esporádicamente, una comedia que no descansa, oscura, como Bone—. Pareciera imposible una pureza genérica. Quizás porque el terror suele admitir menos esa “contaminación” es que películas como It´s Alive o The Stuff suscitan tanto al sobresalto o agitan las expectativas. Sucede que The Stuff, It´s Alive y, sobre todo, su secuela It Lives Again son primordialmente películas de espionaje, extrañísimas intrigas internacionales que recuerdan por momentos a la saga de James Bond. Michael Moriarty en The Stuff cumple el perfecto rol del espía; la película gira en torno a sus intentos de encontrar la fórmula de esta sustancia para destruirla. La incógnita sobre qué es la cosa es equivalente a lo que podría ser un secreto de gobierno o un microfilm perdido, y el procedimiento (un movimiento, un ida y vuelta incansable) de Moriarty para descifrarlo es el de Bond. Ahí radica la extrañeza tonal de la mayoría de los films de Cohen: sus objetos temáticos y sus estructuras narrativas parecieran nunca coincidir, son dos películas distintas que cruzan caminos, que decepcionan la expectativa de uno y otro género, o, mejor aún —y acaso sea esto lo más valioso que logra—, se comprometen entre sí, se fuerzan a un deforme acuerdo entre las partes. 

Por lo demás, este entrevero es a su vez producto del ímpetu de independencia que Cohen mantuvo toda su carrera. Una forma de producción que se sostiene en un solo individuo, donde cada aspecto del film —desde el montaje hasta las locaciones— cae en las manos del propio cineasta y sus recursos. En el documental King Cohen, John Landis dice: “Larry Cohen es el John Cassavetes del cine de explotación”, y en algún punto es cierto. El mundo Cohen se concentra, más allá de las calles de Nueva York, en una misma casa —a esta altura, su patio es tan reconocible como las escaleras de Cassavetes— habitada por la misma gente —Moriarty y James Dixon se esparcieron por la obra de Cohen como Peter Falk y Ben Gazzara por la de John—.Teniendo en cuenta que Cassavetes es el padre de esta tradición, Cohen aparece en los setenta como un bicho raro, un freak determinado a filmar, sin más que su terquedad, películas de alienígenas místicos y serpientes voladoras —dragón o ave gigante; es tan monstruoso que ninguna definición es incorrecta— o de un Samuel Fuller cazador de nazis y vampiros, figuras inconexas que se insertan en un cine cuya independencia es por puro gusto autoimpuesta. Y nunca abandonó su convicción, sostuvo el entusiasmo de tal manera que hasta el final de su vida escribió treinta, cuarenta páginas por día, y vivió de los guiones que sacaba como pan caliente. Fue esa misma fertilidad la que expandió el mundo Cohen más allá de sus propias películas. Aunque sus guiones filmados por otros tienen inconfundiblemente su sello —Cellular, Maniac Cop, Phone Booth o Bestseller como grandes ejemplos— es cierto que terminaron resultando films más íntegros. Quizás se guardó el caos para sí mismo. 

También en esta entrevista dice Cohen: “Nueva York es el mejor backlot que se puede conseguir”, y si algo es cierto es que pocos filmaron Nueva York tan demencialmente como él, desde la marcha policial en God Told Me To hasta la muerte de Tommy Gibbs en Black Caesar o los ataques de Q. Estos momentos comparten la particularidad de ser escenas construidas alrededor de eventos o situaciones reales, momentos de la representación que se integran en el movimiento natural de la ciudad a favor de un verosímil o una intensidad difícil de conseguir por medio de la recreación. Cuenta Fred Williamson que para filmar la muerte de su personaje en plena senda peatonal de una avenida en Nueva York, la cámara tuvo que esconderse en la terraza de un edificio, invisibilizando así el rodaje, ya que no tenían permiso para filmar. Entonces toda esa gente que le pasaba por al lado, que parecía ignorarlo mientras sangraba sobre el pavimento, en tanto pretendía agonizar, no eran conscientes de que formaba parte de una ficción. Ninguno era un extra. Y nadie hizo siquiera el intento de estirar la mano, de ayudar a un hombre que aparentemente estaba muriendo. ¿Hubiera pasado lo mismo si el actor era un hombre blanco? El plano suscita esta pregunta y adquiere un valor casi documental: una imagen que devuelve, desde su clandestinidad y gracias a su naturaleza rebelde, el registro de una época. Que incomoda. Es a su vez documento y denuncia, figura narrativa y política. Allí la razón de que el cine de Cohen sea todavía relevante al día de hoy. Supo identificar en el plano social y político un comportamiento, un motor, que debía ser, bajo sus propios términos, el lugar de la ficción. 

Introducción, transcripción y traducción: Máximo Lavaque
La entrevista original, realizada en 2017 por Elijah Drenner, puede verse acá

Cohen (centro) con parte del equipo de Hell Up in Harlem

Larry, gracias por estar acá. Mejor dicho, por dejarnos estar acá.

No sé, me desperté esta mañana y ahí estaban ustedes. No sé cómo entraron a la casa, vienen con tanta frecuencia que ya tienen su propia llave. Bienvenidos. 

Gracias. Hablemos acerca de crecer: vos naciste en Nueva York, ¿verdad? 

Sí, nací y crecí en Manhattan. A pesar de lo que se dice en internet, nací en pleno Manhattan y viví toda mi vida allí.

¿Siempre te interesó el cine? 

Siempre. Mi segundo hogar eran los cines, estaba ahí para cada película que se proyectaba. 

¿Hubo alguna película en particular que te haga decir: “esto es lo que quiero hacer”?

No, me gustaban todas. Si era posible trataba de ver dos el mismo día antes de que me echara el encargado, ya que caía la noche y debía volver con mis padres. Igualmente siempre volvía al día siguiente. En aquel tiempo había programa doble, pasaban dos películas: una principal y otra secundaria que por lo general era un western, un policial, o algo como Charlie Chan o Sherlock Holmes. Yo las disfrutaba todas y deseaba verlas de nuevo. 

¿Eras un buen alumno cuando ibas a la escuela? 

No particularmente. Me las arreglaba para pasar y no mucho más. Lo mismo en la universidad: era un alumno 6, no era de tener muy buenas notas. Me interesaba más salir de la escuela e ir al cine. 

¿Siempre escribiste? 

Cuando era un niño, entre los ocho y nueve años, escribía historietas; las dibujaba y escribía yo mismo. Por lo general tenían entre 52 y 68 páginas. Hacía seis paneles por página, lo cual significaba mucha escritura e ilustración. En esa época era muy bueno dibujando. Es decir, nadie las quería leer pero yo igualmente las hacía, lo disfrutaba mucho. Por lo general eran más serias e inteligentes que la mayoría de las historietas de su momento, que simplemente trataban de gente golpeándose entre sí. Yo creaba situaciones más complejas e interesantes, y muchas podrían haber servido también para hacer una película. 

Si tan solo se hicieran películas a partir de cómics…

En aquellos días… Sí. Poco podía saber yo de eso cuando mis padres tiraron toda mi colección de historietas mientras yo estaba de campamento. Deben haber tirado alrededor de cien mil dólares en cómics. Mi colección valía más de lo que mi padre ganó en toda su vida. Se fue todo al incinerador. Pensaron que ya estaba grande para las historietas y que estaban ahí juntando polvo así que las tiraron a todas, incluyendo originales de Batman y Superman; cosas que hoy en día valen una fortuna. 

Dibujar y escribir requieren de mucha disciplina. ¿La tenías naturalmente o había alguien a quien buscabas imitar? 

No, no, por alguna razón me interesé en eso y me puse a hacerlo. Después ya no podía parar. Era un hobby, sí, pero también era la expresión de lo que quería hacer con mi vida, incluso en aquellos tiempos. 

¿Qué tipo de historias escribías? 

Por lo general thrillers. Había una muy buena que trataba sobre un tipo que vuelve al pasado y por alguna razón sabía cómo diseñar aviones, tanques y demás, entonces en tiempos medievales crea todo este equipamiento militar y logra dominar todo. Al final es asesinado. Era algo bastante maduro para un chico de diez años. Pero, como dije, ni siquiera podía hacer que mis padres leyeran la maldita historia. Tenía que sobornar a la gente para que las leyeran dándoles a cambio otro cómic de su elección, uno de DC o algo así. 

Y más adelante —cuando tenía alrededor de once años— decidí hacer una película. Mi padre tenía una cámara Bell & Howell de 8 mm que tenía una particularidad: solo podía filmar escenas hasta de un minuto antes que se detuviese. Entonces lo que hacía era filmar toda la película con el montaje directo de cámara. Filmaba un minuto en un ángulo, y después otro minuto en otro ángulo, y así quedaba completamente montado en el mismo rollo. Entonces, cuando la película volvía del laboratorio donde era procesada ya estaba completamente estructurada. Y quedó una película muy buena, pequeña. Hablé hace poco sobre esto con J.J. Abrams en un almuerzo y coincidimos en que eran historias complejas e inteligentes. Una trataba sobre un espía ruso que decide desertar, pero tiene un microfilm y los agentes soviéticos quieren sacárselo. Él no se lo quiere entregar a gente en la que ya no cree así que tiene que esconderlo y lo coloca en el cañón de su pistola; cuando lo atrapan y le sacan su arma ruega que le disparen para así destruir el microfilm. A J.J. Abrams le pareció que era una historia muy inteligente; yo pienso lo mismo. La filmé en el Fort Tryon Park, cerca de donde vivía, en el vecindario Inwood en Manhattan. Un hermoso parque donde arriba de todo hay un claustro que pertenece a un monasterio reconstruido por los Rockefeller. De chico solía ir y jugar a ser Robin Hood y cosas por el estilo, era un lugar hermoso para jugar. En mi historia del espía ruso los agentes soviéticos usaban el Tryon Park para esconder el microfilm debajo de una escalera. Y esto es insólito pero tiempo después —ya había terminado mi pequeño film hacía varios años— capturaron al doctor Rudolf Abel, el espía soviético líder en Estados Unidos, quien venía usando como dropping point el Fort Tryon Park de Washington Heights. Ahí intercambiaba información con otros agentes soviéticos infiltrados, y es exactamente ahí donde se pasaban el microfilm en mi pequeña película. Una increíble coincidencia. Por lo demás, Rudolf Abel es en quien está basado el personaje del reciente film de Spielberg, Bridge of Spies [Puente de espías, 2015]. Pero bueno, eso es lo que pasó, una cosa increíble y que sin embargo solo me dió más coraje para hacer películas. 

¿Y cómo fue que empezaste? ¿Fue en televisión, verdad? 

Yo vivía en Nueva York y en esa época no se estaban filmando muchas películas allí, pero estaba la televisión, así que empecé escribiendo para televisión. Anduve por cada compañía productora que había en la ciudad —tampoco eran tantas— y molesté hasta el cansancio a todos hasta que finalmente una me tomó. Me dieron un guión y me dijeron “si querés escribir un guión, así es como se ve uno”. Eso fue un viernes y yo volví el lunes, busqué al tipo en su oficina y me dijo “¿tenés una consulta sobre cómo escribirlo?”, a lo que respondí que no, que ya había escrito uno. Me preguntó “¿lo escribiste durante el fin de semana?”, respondí que sí, me dijo que lo leería esa misma noche y que lo llame al día siguiente. Le gustó, le pareció que prometía mucho y me comentó acerca de otros proyectos que tenían. 

Empecé a escribir sin encargo, por mi propia cuenta, uno, dos, tres guiones que no compraron; debo haber escrito seis o siete guiones gratis hasta que el tipo finalmente dio el brazo a torcer y me dio un trabajo. La mayoría de la gente hubiera abandonado a medio camino mandándolos al diablo, hartos de escribir sin remuneración, pero yo no lo hice. Sabía que si seguía escribiendo, tarde o temprano comprarían algo, y así fue. Tenía veintiún años y estaba escribiendo para la NBC, la compañía se llamaba Talents Associates y el nombre del tipo era Al Levy, el presidente de la compañía. Con él empecé a trabajar. En mis inicios fui el pageboy de la NBC, trabajando para shows de Steve Allen o Jack Paar, hasta que de pronto aparecieron artículos en los periódicos titulados “El pageboy de la NBC escribe un guión”. Una cosa no tenía mucho que ver con la otra, pero sonaba bien. Como si trabajar de pageboy te llevara directo a la venta de un guión, lo cual no era para nada el caso. Pero ahí estaba yo, trabajaba de escritor, escribí algunos shows en Nueva York y después me vine a California, aunque acá tampoco pude descansar. La primera vez que estuve acá pasé seis meses con un seguro de desempleo y gané 350 dólares. Vendí una historia para Dick Powell’s Zane Grey Playhouse1 y junté ese dinero, así que fue prácticamente una derrota. Volví a Nueva York y afortunadamente me llamaron para el servicio militar, así que no tuve que salir a buscar trabajo. Me avergonzaba encontrarme con gente en la calle que me preguntaba cuándo iba a salir mi próximo guión al aire. Peor que no haber hecho nunca carrera es haber tenido una y después ser un fracaso a los veintidós años sin poder conseguir trabajo. Pensaba para mis adentros: “Dios, tuve mi oportunidad, tuve cierta fama, escribí unos cuantos shows y ahora no puedo encontrar trabajo, ¿qué voy a hacer?”. Por suerte, el ejército intervino. Terminé en una base militar en Virginia donde se suponía que debía ser un estibador, cargando y descargando navíos, pero por suerte llegué a la base poco tiempo antes de Navidad. Me enteré que el capellán estaba preparando un show de Navidad, así que fui a su despacho, le conté que era escritor de televisión y al poco tiempo me hizo asignar a su oficina para escribir su programa de radio semanal. Durante toda mi estadía en la base realicé este trabajo. Tenía una oficina y una máquina de escribir, así que empecé a escribir guiones y mandarlos a Nueva York. También preparamos una representación de una obra musical llamada Once Upon a Mattress en la que interpreté al rey, junto con David Carradine, que estaba en la misma unidad —él se encargaba de pintar la oficina del capellán— y recorrimos juntos todas las bases militares del sur con la obra. Entre esto y mi trabajo como escritor terminé disfrutando mi tiempo en el ejército, era una base muy hermosa. Además, cerca de la base vivían unas mujeres de mediana edad bastante atractivas, casadas, que cuando sus maridos se iban a trabajar durante el día salían a dar vueltas por la base y, si te veían caminando por ahí, paraban el auto, te subían y te llevaban hasta su casa para pasar la tarde con vos en la cama. Así que era un gran lugar para estar. Esas mujeres me mantenían ocupado. A veces me sentía mal por los maridos pero… ¿quién soy yo para ser selectivo? ¡Estaba en el ejército! Otra cosa positiva sobre el ejército era que el cine costaba veinticinco centavos y cambiaban la cartelera un par de veces por semana, así que la mayor parte del tiempo la pasábamos mirando películas y en la cama con estas mujeres extrañas y simpáticas. Me pregunto qué habrá sido de ellas.

En fin, una vez que salí de ahí logré vender un guión para una serie que se llamó The Defenders, por ese entonces el programa de televisión número uno del país; ganó muchos premios Emmy. Teníamos reuniones los fines de semana y terminé por agradarles. El creador del show era Reginald Rose, un talentoso escritor conocido por Twelve Angry Men [Doce hombres en pugna, 1957, Sidney Lumet]. Él y su asociado, David Shaw, fueron muy buenos conmigo, me dieron varios trabajos y para cuando salí del servicio militar ya estaba escribiendo capítulos para The Defenders; y como era la serie número uno del país eso me puso nuevamente “en la cima” del negocio, así que todo terminó funcionando.

Más adelante volví a Hollywood y decidí que quería intentarlo de nuevo. Al principio los agentes de William Morris me decían que no había trabajo para mí, pero yo no les creía. Recibí una llamada de un agente, Peter Sabiston, y me dijo: “escuché que sos un buen escritor”. Respondí que sí pero que por la forma en que Morris me estaba tratando no lo parecía. Me dijo que le diera una oportunidad y accedí: me consiguió cuatro trabajos en un solo día y se convirtió en mi agente por veinticinco años. Fue muy leal, y el responsable de casi todas las cosas buenas que me pasaron en las películas que pude hacer. Ya falleció, pero no pasa un día sin que agradezca haber encontrado a alguien que creyera tanto en mí. Era un gran agente. Tener a alguien diciéndole a la gente lo increíble que es uno es algo muy importante para tener éxito. Efectivamente tenía razón, yo era muy bueno, pero era necesario que alguien se lo comunique a los demás. 

Al poco tiempo trabajamos en una serie llamada Branded, con Chuck Connors, que se transmitía los domingos a la noche por NBC en una gran franja horaria: nos precedía Walt Disney y después de nosotros seguía Bonanza, los shows más importantes del momento. Incluso a pesar de chocar en horario con Ed Sullivan íbamos por el puesto número uno, teníamos un gran rating, y el sponsor Procter & Gamble parecía muy conforme con nosotros. Sin embargo no era lo que quería hacer, yo quería filmar mis propias películas. 

Black Caesar

¿Y cómo pasaste de la televisión al cine? 

Bueno, tenía el dinero suficiente como para hacerlo. Para esa época ya había comprado esta casa y era exitoso. No era como estos pobres jóvenes recién salidos de la escuela de cine que tienen que pedirle prestado a sus padres para hacer su primera película. Me contacté con un productor llamado Nick Vanoff que tenía unos programas titulados The Hollywood Palace y Hee Haw, ambos shows de variedades con los que había hecho mucho dinero. Le pedí que me financie mi primer film con la condición de que si no recuperaba su inversión escribiría un guión sin cargo para él. Me dio el dinero y, en efecto, no lo recuperó, pero era un hombre tan encantador que nunca me exigió que escriba el guión. 

Así que tenía mi primera película hecha, titulada Bone [Secuestrada, 1972], que en gran parte fue filmada en esta misma casa. Quería filmar con un equipo reducido y en algún lugar sobre el cual pudiera tener control sin que fuera necesario pagar una fortuna de alquiler, así que lo hice en mi propia casa. Y resultó muy bien, es una película que se vuelve mejor con el paso de los años.

Es una película muy relevante 

En cuanto a nuestra actualidad, por supuesto. Es un film sobre el racismo y hoy nuevamente el racismo es una gran problemática a nivel nacional. Uno hubiera pensado que 40 o 45 años después se iba a volver una cosa del pasado, pero volvió a salir a la superficie y se convirtió en un asunto muy delicado. Es inconcebible que no se haya resuelto en todos estos años. Y la gente sigue respondiendo a la película; cada vez que la pasan en algún cine o vuelve a salir el DVD o Blu-ray y es revisitada se convierte en la sensación de la semana, siempre tiene reseñas fantásticas. Me hubiera gustado que las tuviera en el momento de su estreno, pero creo que fue muy shockeante para aquel entonces, hace 45 años. Una comedia sobre un violador negro irrumpiendo en una casa de Beverly Hills que pretende ser graciosa y que efectivamente lo es. Pero es cómica de un modo interesante: no se desvía la atención del problema serio que se está tratando. El actor Yaphet Kotto, el protagonista, estuvo maravilloso. Al día de hoy sigue siendo la mejor película en la que trabajó. Todo el cast estuvo maravilloso. 

¿Por qué no logró popularidad cuando se estrenó? 

Primero que nada, el distribuidor, Jack Harris, quien fue un muy buen amigo a lo largo de los años, es un pésimo distribuidor. Decidió vender la película como un film exploitation de acción, debido al éxito de películas como Shaft [Shaft, 1971, Gordon Parks] o Superfly [El mercader del vicio, 1972, Gordon Parks Jr.]. Yo le dije: “Jack, es una comedia, no podés venderla como una película de acción porque simplemente no lo es. Si una persona pide helado de vainilla y vos le das el mejor helado de chocolate que se haya hecho jamás, igual se va a quejar porque pidió de vainilla.” Se lo dije varias veces, pero no me hizo caso. Distribuyó la película a su manera y algunas reseñas decían cosas como: “la película más inintencionadamente cómica del año”. Básicamente se pegó un tiro en el pie. 

Una de las cosas buenas de la película es que conseguí a George Folsey para la fotografía. Era un antiguo operador de cámara de la MGM, director de fotografía nominado para dieciséis premios de la Academia. Fue director de fotografía de películas como Meet Me in St Louis [La rueda de la fortuna, 1944, Vicente Minelli], de películas con Judy Garland, Gene Kelly, Lana Turner, Joan Crawford, trabajó con todo el mundo; y ahí estaba, trabajando con Larry Cohen para su primera película, en su propia casa. ¡Dios bendiga a George Folsey! Y trajo con él a todos estos viejos trabajadores retirados de la MGM que estaban hartos de quedarse sentados en sus casas; oyeron que se estaba haciendo una película, vinieron y trabajaron en ella. Algunos eléctricos, otros grips, técnicos, todos acá trabajando para mí… ¡Tipos que habían trabajado con Greta Garbo, por Dios! Yo estaba muy emocionado de estar con esta gente que participó en las películas que yo veía de niño. Fue una oportunidad enorme. 

¿Es así como conociste a George Folsey Jr.?

Sí, vino al rodaje y fue operador de cámara. Después se convirtió en el montajista de Bone y de mi siguiente película, Black Caesar [El padrino de Harlem, 1973]. 

Más allá del poco éxito de Bone ¿te llevó a que puedas realizar Black Caesar para la A.I.P [American International Pictures]?

Sí, porque Sam Arkoff —en ese entonces el presidente de la A.I.P— me llamó un día y dijo: “Bueno, vos sí que sabes cómo dirigir a los actores negros”. Le respondí: “Sam, solamente hay un actor negro en la película y es como cualquier otro, no hay una forma diferente de dirigir a un actor negro y a un actor blanco”. Me comentó que estaban queriendo hacer una película de gángsters con un elenco de actores negros para sacar rédito del éxito de las black exploitation. Le dije: “Mirá, da la casualidad de que tengo algo en el auto, dejame ir a buscarlo y te lo muestro”. Era el tratamiento que habíamos hecho de Black Caesar encargado por Sammy Davis Jr. para que lo protagonizara él mismo. Sammy quería desligarse del rol de ser siempre el lacayo de Frank Sinatra e interpretar algo más potente que el recolector de basura de Ocean’s Eleven [Once a la medianoche, 1960, Lewis Milestone], que es lo único que le daban para hacer estos maravillosos liberales. Así que escribí eso para Sammy por diez mil dólares, pero cuando llegó el momento de cobrar el dinero su manager vino hacia mí, me dijo que Sammy estaba siendo auditado por el Servicio de Impuestos Internos y que no tenía dinero para pagarme. ¿Qué podía hacer? ¿Denunciar a Sammy Davis Jr. por diez mil dólares? Simplemente me quedé con el tratamiento y lo guardé en mi auto, así que cuando Sam Arkoff me hizo la propuesta yo tenía eso disponible e hicimos un trato esa misma tarde. Ya estaba en negocios para hacer otra película. Puras coincidencias. La tragedia que suponía no haber cobrado por el trabajo para Sammy Davis resultó ser lo mejor que podía pasar. 

Y Black Caesar te llevó a su secuela, Hell Up in Harlem [Infierno en Harlem, 1973]. 

Bueno, Black Caesar fue mi primer éxito. Realmente fue un blockbuster e hizo mucho dinero, se pasó en muchos cines. Al poco tiempo de su estreno ya querían una secuela, así que ahí tenía otra película para hacer. Lo curioso es que el personaje principal, interpretado por Fred Williamson, es asesinado en el final. Está deambulando por los barrios bajos de Harlem, donde creció, y es confundido por un vagabundo, porque le habían disparado y está herido tambaleándose; entonces un grupo de chicos negros lo acorralan, lo golpean hasta matarlo y le roban su reloj. Cuando hicimos una previsualización del film en el Pantages —un cine acá en Hollywood— venía muy bien hasta el final, donde la gente enloqueció, sobre todo las mujeres negras del público; empezaron a gritarle a la pantalla, se me vinieron encima en el lobby y pensé que me iban a atacar. Llamé a Sam y le dije que estábamos en grandes problemas: “Sam, no quieren que él muera en el final”, a lo que me respondió —y con mucha razón—: “te lo dije”. Supongo que él tenía razón, pero para mi era un final apropiado. James Cagney y E.G Robinson siempre morían al final de estas películas de gángsters, ¿por qué no mi personaje principal también? Sin embargo le dije a Sam que tenía que arreglarlo. “¿Cómo pensás arreglarlo? La película se estrena en Nueva York en tres cines distintos en solo un par de días”. Respondí que volaría hacia allá, iría a los cines y cortaría el final yo mismo; me dijo que estaba loco pero me dejó hacerlo. Efectivamente lo hice, me encontré con el proyeccionista —él jamás había conocido a un director en su vida, ninguno se metía en la salas de proyecciones— y le dije que cortaría el final de la película. Desenrollamos el material, corté la escena final y volví a empalmar los créditos finales. Después me fui hacia el lado este, a la calle 59, e hice lo mismo. Luego a la calle 86, lo mismo: me presenté frente al gerente, me hizo pasar, corté el material y finalmente la película se estrenó. Era realmente un blockbuster, había largas filas a lo largo de toda la cuadra, era febrero y había gente haciendo fila en el frío una hora antes de la siguiente función. Añadieron funciones a las dos de la mañana que terminaban a eso de las tres y media, después a las ocho volvía a abrir la boletería, y así. La película se pasaba cerca de veintidós horas por día y siempre llenaba la sala, era maravilloso. Pensé que todas mis películas iban a tener esta repercusión. Con mi esposa salíamos a dar vueltas en el auto alrededor de la cuadra para ver la multitud afuera de las salas y nos parecía que era el Radio City Music Hall; la gente estaba ahí parada, no querían irse a sus casas, querían ver la película. Incluso aumentaron un dólar el precio de la entrada a los pocos días. Todo esto me emocionó mucho, no podía creerlo, y pensé: “Ya está, siempre va a ser de esta manera”. No terminó siendo así, pero fue una muy linda experiencia. Igualmente he tenido algún que otro éxito más. 

Tuviste conflictos cuando realizaste Hell Up in Harlem con respecto a la agenda de Fred Williamson, ¿verdad? ¿Cómo lo resolviste? 

Fred Williamson fue contratado para hacer una película titulada That Man Bolt [Bolt, agente trueno, 1973, Henry Levin y David Lowell Rich], de Universal. Trabajaba cinco días a la semana y nosotros teníamos que filmar la secuela. Me dijo que estaba ocupado, y respondí que los sábados y domingos no. Me dio la razón e hicimos eso, filmamos la película sábados y domingos. En Nueva York filmamos las grandes escenas en la ciudad con un doble muy parecido a él, después en Los Ángeles filmamos los inserts de Fred para incorporarlo a las escenas de Nueva York. Después filmamos muchos interiores acá en mi casa: la convertí en una iglesia, en un club nocturno, también usamos mi dormitorio. Así realizamos la película y resultó ser otro éxito. Incluso en algunos mercados como el del DVD hicimos más dinero con Hell Up in Harlem que con Black Caesar. Quiero darle el crédito de esto a Sam Arkoff y a la A.I.P, hice seis o siete películas con ellos y cada una dio ganancias. Hasta el día de hoy me siguen llegando cheques de la M.G.M, que adquirieron los derechos. Cuarenta años después y todavía sigo recibiendo dinero de estas películas, por Dios. Cada una de las que hice junto a la A.I.P tuvieron esa suerte. 

¿Incluso The Privates Files of J. Edgar Hoover [Archivos privados de Hoover, 1977]? 

Sí, obtuvo ganancias; cerca de cuatrocientos mil dólares. Y eso que no fue proyectada en muchos lugares. 

¿Entonces cómo ocurrió? 

No tengo idea, pero el cheque es claro… En realidad sé cómo: la vendieron a un refugio fiscal. En esa época podías venderles las películas a grupos de refugios fiscales, ellos obtenían una deducción de impuestos y contribuían con la totalidad del costo básico del film. Lo que recuerdo que pasó con Hoover es que ellos aportaron el costo total de la película e inmediatamente obtuve un bono de cien mil dólares, así que la película ya estaba en números verdes antes de proyectarse en cualquier sala. Después Sam y la A.I.P cometieron un error: decidieron que se abriera el estreno en Washington D.C; el primer lugar en el que se proyectó fue el Kennedy Center. Fue como si nos pasara por arriba un globo de plomo. Primero que nada, todo el mundo en Washington está politizado, y esta película es anti-Nixon, anti-Kennedy, anti-demócrata, anti-republicana, etc. Muestra a todos los políticos como deshonestos e hipócritas, y J. Edgar Hoover no era mucho mejor tampoco; no hay personajes buenos, son todos malos. Bueno, eso no es algo que puedas mostrar en Washington y obtener algún tipo de respuesta positiva. Todos odiaron la película, particularmente el Washington Post que intentó destrozarla. El final de la película sostiene que Woodward y Bernstein, los reporteros del Washington Post, obtuvieron su información a través del F.B.I. ¡Y años más tarde se descubrió que Deep Throat era Mark Felt, el Director Asociado del F.B.I en ese momento! Yo estaba muy adelantado a mi tiempo.

Broderick Crawford estuvo fantástico como J. E. Hoover, tuvimos un elenco maravilloso. 

Eso te iba a decir, es un elenco increíble. 

Así es. Pude trabajar con José Ferrer, Dan Dailey, Rip Torn —que también estuvo de maravilla, una de las mejores cosas que ha hecho—. Siempre que pasamos la película le fue muy bien: en el MOMA de Nueva York, o en el Festival de Cine de Londres, por ejemplo. En este último estaba muy preocupado, porque apenas llegué me dijeron que no la proyectarían en el National Film Theatre sino en el Odeon Leicester Square un domingo a las diez de la mañana. Dije: “La gente en Londres va a la iglesia los domingos, no va a venir nadie. Y además ¿qué es el Odeon Theatre? “. Después me enteré que era la sala más grande de Londres, y cuando llegué a la función no había asientos libres para sentarme, el balcón, la orquesta, todo repleto. A la película le fue muy bien ahí; la miré parado en el fondo. Más adelante la proyectaron en un cine llamado The Screen on the Hill, un lugar donde se pasaban los films de Woody Allen, y estuvo como ocho semanas. Al poco tiempo la compró la BBC. Le fue muy bien en Inglaterra, mientras que en Estados Unidos fue prácticamente ignorada. Necesita ser redescubierta, y la manera de que eso suceda es a través del Blu-ray. 

Bueno, muchas de tus películas fueron redescubiertas y creo que eso es porque son muy contemporáneas. Tratan temáticas que jamás desaparecen. 

Todas mis películas son frescas, entretenidas, ágiles; no hago películas que sean particularmente largas. A mi entender ese es el problema con gran parte de las películas hoy en día: son muy largas. La gente filma y no quiere desechar nada. El director por lo general tiene el corte final y no quiere descartar nada de lo que filmó, y así la película se vuelve interminable, a veces con la misma escena repitiéndose dos o tres veces en distintas locaciones. Había un cierto valor en los viejos tiempos cuando los estudios tenían el corte final de las películas. John Ford, probablemente de los más grandes directores de todos los tiempos, cuando hacía una película para la 20th Century Fox —The Grapes of Wrath [Viñas de ira, 1940] o How Green Was My Valley [¡Qué verde era mi valle!, 1941]— filmaba y se iba, le dejaba el corte a [Darryl F.] Zanuck, confiaba en él. Hoy uno no sabe de nadie que haga esto: ellos tienen que estar a cargo de cada etapa de la producción. Tampoco puedo criticarlos tanto, porque eso es exactamente lo que hago yo; la diferencia es que yo lo hago porque no puedo permitirme económicamente contratar a más gente. Tengo que hacer todo porque es “una producción de Larry Cohen”. La mayoría de la gente no tiene esta responsabilidad total, este control total por el cual puedo (y debo) escribir, dirigir, producir, editar y, en ocasiones, contratar al compositor. 

Quiero dar un salto hacia atrás, hasta It’s Alive [El monstruo está vivo, 1974], que precede a J. Edgar Hoover. Es una película que hiciste para la Warner Bros. ¿Ahí también tuviste el control total?

Sí, sí. La Warner no tenía tiempo para preocuparse por películas pequeñas como It’s Alive, estaban ocupados con su gran película de turno que en ese momento era The Exorcist [El exorcista, 1973, William Friedkin]. Nunca se acercaron al rodaje, no vieron los dailies. Lo único que hicieron fue ayudarme a conseguir a Bernard Herrmann: cuando me enteré que estaba disponible ellos me facilitaron el contacto y tuve la posibilidad de hablar con él por teléfono. Le envié una copia de la película, le gustó y accedió a hacer el trabajo. Más allá de esto, Warner Bros. no tuvo ningún tipo de injerencia. En fin, cuando la terminamos ya no la querían porque los ejecutivos que me habían contratado para hacerla habían sido despedidos y había toda una administración renovada. La nueva administración dijo: “no queremos una película acerca de un bebé monstruo, eso es de mal gusto”, a lo que yo respondí: “¿no acaban de hacer una película en la que una adolescente se masturba con un crucifijo? ¿Es eso de buen gusto? ¿Me estás diciendo que El exorcista es de mejor gusto que It’s Alive?”. Por cierto, It’s Alive obtuvo una calificación PG, ni siquiera es que fue una calificación R2. La cuestión es que no querían estrenar la película y terminaron estrenando solo cincuenta copias, que es lo mismo que nada para un gran estudio como Warner Bros. La “tiraron” por ahí y ni siquiera la publicitaron como una película sobre un bebé monstruo. La campaña publicitaria decía Lo que sea que es… está vivo [Whatever it is… It’s Alive]. ¿Lo que sea que es? ¿Qué es eso de “lo que sea que es”? ¿Cuál es el atractivo de la película? Cada película de terror exitosa tiene un atractivo, un gancho, una premisa; esta parecía no tenerlo. Después dijeron: “Te advertimos que no le iba a ir bien”, y les respondí: “Es una profecía autocumplida por parte de ustedes. Si ustedes quieren que la película fracase, van a encontrar una buena manera de hacerla fracasar. Y ahí está, pasándose como segunda película en los autocines”. También estaba en el Hollywood Boulevard, donde habían muchos cines grindhouse; en uno de ellos había un triple programa y la tercera película de la grilla era It’s Alive. Yo me agarraba la cabeza y pensaba para mis adentros: “Ahora soy parte de un triple programa en una sala donde la entrada cuesta cincuenta centavos. ¿Qué le pasó a mi carrera?”

Sin embargo, nunca me di por vencido. Pasan tres años, la administración de Warner Bros. cambia. Aún no hay video, por lo que no pueden vender la película a televisión y entonces está ahí, estancada. Llega a Warner un nuevo tipo encargado de la publicidad que había trabajado previamente en otro estudio, donde se encargó de la campaña publicitaria de una película llamada Willard [Escalofrío, 1971, Daniel Mann], acerca de un joven que tiene ratas. Entonces lo mandé a llamar, su nombre era Arthur Manson. Le dije: “Arthur, si lograste que una película sobre ratas se vuelva un éxito, sin lugar a dudas vas a poder hacer algo con un bebé monstruo”, y me pidió que le mande una copia. Al poco tiempo me llama y dice: “¡Es la cosa más terrorífica que vi en mi vida! Tenemos un nuevo jefe en distribución, Terry Semel, le voy a mostrar la película”. A las horas, otra llamada, Terry Semel: “¡Larry, fue lo más terrorífico que vi, tuve escalofríos toda la hora y media de película. Revisé los papeles y sé que Warner Bros. se portó muy mal con vos, no te valoraron. Yo voy a relanzar esta película, le vamos a hacer una nueva campaña publicitaria y la vamos a sacar al mundo”. Le pregunté cuándo, y me respondió que en cinco o seis meses, a lo que dije: “Esperá un momento, ¿y si no estás acá en cinco o seis meses?”, “no te preocupes, sí voy a estar”. Sí estuvo, al poco tiempo se convirtió en el presidente de junta de Warner Bros., pero este fue su primer éxito. Agarró una película que venía dando vueltas por tres años, proyectándose en dobles y triples programas, mandó a hacer mil copias —un número bastante alto en esos tiempos— y la estrenó tras una gran campaña publicitaria: It’s Alive quedó número uno en taquilla, la película con mayor recaudación de la cartelera. Mucho dinero, millones que iban directamente para mí, todo gracias a Terry Semel y también a que nunca me di por vencido, a que seguí molestando a la gente. En un momento dado hasta mis abogados me advirtieron que parara, que deje de hacer el ridículo: “Te estás convirtiendo en una presencia molesta en Warner Bros., no quieren saber nada sobre vos”. El jefe de distribución de la Warner me dijo una vez: “¡Estás perdiendo tu tiempo, era algo predestinado, es un fracaso! Olvidate y probá con otra cosa. ¡Asunto terminado!”. El hombre era Leo Greenfield, le dije: “Leo, no me voy a dar por vencido”. Leo respondió: “Bueno, quizás tenés razón, porque yo pensaba que Billy Jack [Tom Laughlin, 1971] era un pedazo de mierda”. “Leo, admití que podés estar cometiendo un error”. Pero jamás lo hizo y luego se fue de Warner, ya se había ido para cuando Terry Semel llegó y cambiaron las reglas del juego. Así que eso fue lo que pasó, el film fue un éxito enorme y la plata nunca dejó de llegar desde entonces. Incluso Warner Bros. tuvo que pagarme, y ellos no le pagan a nadie. Más adelante hicimos dos películas más de It’s Alive a lo largo de los años, y hace poco vendimos los derechos a Millennium Films para otra secuela. Hicieron un trabajo terrible, la película era tan mala que ni siquiera fue estrenada en salas. 

It’s Alive

Era una remake, ¿verdad?

No sé muy bien qué pretendía ser pero era simplemente terrible. Le rogué a todo el mundo que no la vea. Incluso el jefe de Millennium, Avi Lerner, me paró en la calle en Beverly Hills para disculparse conmigo por haber hecho una película tan mala a partir de una historia mía. 

Obtener una disculpa por parte de Avi Lerner, eso… 

Jamás escuché que pasara algo así. Eso casi hace que valga la pena toda la experiencia; es decir, tener a Avi Lerner pidiéndome disculpas… No sé si era genuino pero tampoco importa. En fin, esa película ya fue olvidada y ahora estamos en charlas para quizás hacer otra. 

Después de It’s Alive hiciste la que considero una de tus mejores películas, God Told Me To [Dios me lo ordenó, 1976]. Bueno, en realidad fue después de J. Edgar Hoover. 

Nunca recuerdo el orden de esas malditas cosas, pero sí, a mucha gente le parece una gran película y a mi también. 

Pienso que God Told Me To es como la epítome de una película de Larry Cohen en muchos sentidos, es decir, sucede en Nueva York, es caótica, hay paranoia, cuestiona la religión, los padres, hay alienígenas, hay tantas cosas y aún así vos seguís tus propias reglas logrando que toda la posible discordancia entre elementos anómalos funcione.

Bueno, nadie más que yo hubiera hecho esta película. Y en caso de que sí, no la hubieran hecho a mi manera. Cada tanto la gente me pregunta: ¿por qué querés seguir haciendo películas de bajo presupuesto? Y la respuesta es que haciéndolas de ese modo te dejan tranquilo, te dejan hacer tu propia película, vos tomás todas las decisiones, hacés los cortes que querés, controlás cada elemento que forma parte de ella y podés contratar al mejor compositor. Siempre trato de guardar algo de dinero mientras filmo para después poder contratar a la Orquesta Filarmónica de Londres, o a Miklós Rózsa, Bernard Herrmann o Frank Cordell; de esa forma puedo obtener un maravilloso sonido en la película. Mis valores principales son la devoción y el control total sobre la película. 

Y sin embargo no parecés perder nada de vista. Algunas personas cuando tienen todo ese control parecen entusiasmarse de más, contrario a tus películas que son… compactas, ajustadas, y eso supongo es gracias al guión. 

Bueno, el guión tuvo muchos cambios mientras filmábamos, en base a lo que veía en el momento, en las locaciones que podíamos conseguir, etc. Siempre intento integrar ya en el guión las locaciones, aunque no siempre es posible. Por ejemplo, cuando hicimos Q [La serpiente alada, 1982] conseguimos el edificio Chrysler, pero eso no estaba en el guión. Cuando lo obtuvimos me volví loco porque era el ejemplo perfecto del nido que una gigantesca ave elegiría en Nueva York. El edificio tiene ciertas semejanzas con las aves, ya sean las plumas o que todo está construido en plata; es el más hermoso de la ciudad. Fue un gran logro obtenerlo y, aunque es cierto que pagamos mucho dinero, valió hasta el último centavo. Intento integrar todo lo que pueda en la película y así cambia, se transforma mientras la estoy haciendo. 

Ese guión no era originalmente la película que estabas por hacer en ese momento. Ibas a filmar I, the Jury [La justicia por su mano, 1982, Richard T. Heffron], ¿verdad? 

Así es, estaba filmando I, the Jury, para la cual había comprado los derechos de la novela de Mickey Spillane. Queríamos intentar crear una franquicia en la cual hiciéramos varias películas de Mike Hammer, ya que una vez había leído una reseña para el New York Times de Bosley Crowther —un gran crítico— acerca de Dr. No [El satánico Dr. No, 1962, Terence Young], la primera película de James Bond. La reseña decía que James Bond tenía mucho del personaje de Spillane; el sexo, la violencia, todo era muy reminiscente a Mike Hammer. Me pregunté cómo era posible que produzcan una franquicia tan exitosa a partir de James Bond sin que nunca se haya hecho nada con Mike Hammer, entonces compré los derechos del libro. Era la novela más vendida jamás escrita. Escribí el guión, conseguimos financiación, y comenzó el rodaje. El problema fue que yo estaba intentando hacerlo a mi manera, como siempre lo hago, con improvisación, encontrando nuevas cosas sobre la marcha de acuerdo a las locaciones y demás. Ellos llenaron el rodaje de equipo técnico, teníamos cerca de cien personas en el equipo mientras filmábamos en departamentos o casas donde a lo sumo entraban veinte personas. Los ochenta restantes se quedaban parados afuera en la calle y yo no entendía por qué estaban ahí. Le dije a la producción que los manden a preparar la locación del día siguiente, o algo por el estilo, así podíamos arrancar puntual la siguiente jornada. Respondieron: “No hacemos las cosas de esa manera”, y yo dije: “Pero hacen cosas como tener a ochenta personas en la calle comiendo sándwiches; están gastando una fortuna, yo no me manejo de esta forma”. Pensaban que estaba loco. La verdad era que no podía soportar esto, no puedo hacer una película si no tengo el control sobre las cosas, así que me hice despedir. No podés renunciar, corrés el riesgo de que te demanden; hice lo posible para ser despedido y lo conseguí. Al día siguiente ya me encontraba en un helicóptero filmando las tomas aéreas para Q. Nos hospedamos en el mismo hotel que el equipo de I, the Jury, y cuando me los encontraba en el lobby y me veían con mi propio equipo y elenco no podían creerlo: “¿Este hijo de puta está filmando otra película?”. Terminamos de filmar mucho antes que ellos, nuestro rodaje duró dieciocho días; el suyo, con el nuevo director, tomó tantas jornadas que la productora terminó en bancarrota, tuvieron que rematar la película en una venta de quiebra. I, the Jury costó cerca de siete millones de dólares mientras que la nuestra un millón. Para colmo, una cosa de no creer: ambas se estrenaron el mismo día en Nueva York, seis meses después del rodaje. Nosotros abrimos en el Rivoli —un gran cine donde se estrenó originalmente Jaws [Tiburón, 1975, Steven Spielberg]— y ellos en el National, que es también una linda sala. Con Q hicimos tres veces más de plata que I, the Jury, siendo que había costado siete veces más que la nuestra. La película pronto fue olvidada y los llevó a la quiebra, fue una vergüenza; y por supuesto significó el final de la franquicia de Mike Hammer que, en mi opinión, podría haber sido exitosa. 

Volviendo a Q: es una película muy de Nueva York, ¿te gusta que tus películas transcurran allí? Me da la sensación de que siempre aprovechás mucho más de Nueva York que de otra ciudad. 

No es solo eso. Nueva York es el mejor backlot de todos. Es imposible encontrar una calle que no sea interesante. Para empezar, tenés todos los edificios antiguos, los callejones de antaño, las veredas agrietadas, mientras que también están los rascacielos, los edificios modernos, los condominios, toda la novedad… ¡La torre Trump! Dios mío, debería haber hecho que el monstruo ataque la torre Trump… 

Eso mismo te iba a decir. ¿El ave no deposita sus huevos en la cima de la torre Trump? 

No. Lamentablemente, el país puso sus huevos en la torre Trump. Ya que estamos hablando de él: hace unos años el canal TNT me contrató para hacer una película titulada La historia de Donald Trump, así que fui a Las Vegas junto con el productor para encontrarnos con él. Trump se estaba hospedando en el Caesars Palace, y nosotros paramos en un hotel al lado. Cuestión que un día entramos al Caesars, estábamos en el casino entre millones de personas y se me ocurre preguntar “¿ahora qué hacemos?”, a lo que el productor responde “no lo sé”. “¿Cómo que no sabés? ¿No tenemos un número para contactar a alguien?”, y él: “A mi nadie me dijo nada”. “¿Cómo es que vinimos hasta Las Vegas para encontrarnos con Donald Trump, estamos en el Caesars Palace, y vos no sabes dónde encontrarlo?” Fui hasta el teléfono y pedí: “Hola, con el señor Donald Trump, por favor”. Lo ponen en la línea y le explico que venimos de parte de TNT para hablarle sobre la película que íbamos a hacer acerca de él; me dijo que alguien nos iba a ir a buscar de la puerta trasera. ¡Lo conseguí por teléfono! Si intento llamar a la Casa Blanca seguro también me responden. En fin, nos llevaron hasta donde estaba él, estaba en mangas de camisa, muy casual y cómodo —esto fue hace un tiempo largo— , fue muy simpático con nosotros y se lo notaba interesado en la película. En medio de la charla, luego de una hora aproximadamente, se da vuelta hacia la puerta abierta del patio —donde tiene una pequeña pileta— y dice: “¡Em, vení acá!”. En ese momento entra a la habitación Marla Maples en una bikini de dos piezas, muy bronceada, con tacones altos y el pelo esponjado; él quería que yo la viera, que note que tiene una hermosa mujer junto a él. Ella nos preparó unos tragos, nos trajo pretzels, nueces y volvió a irse para el patio. Continuamos hablando un rato más y después nos invitó a una fiesta esa noche en el hotel a la cual podía llevar a mi esposa, así que fuimos y pasamos la noche junto a él. 

Al día siguiente era el National Book Show y él estaba ahí porque tenía un nuevo libro. Nosotros nos despertamos y en la primera página del New York Times decía: “Banco reclama los préstamos de Donald Trump”. ¡Dios mío, solo un día después! En fin, fuimos al show pero no nos lo cruzamos. El lunes volvimos a Los Ángeles para enterarnos que TNT había cancelado la película debido a las dificultades financieras de Trump. A mi me pagaron igualmente en su totalidad y me quedé con un guión terminado titulado “La historia de Donald Trump”. ¿Qué podía hacer con eso? 

Bueno, tus películas siempre coquetean con la política de alguna forma, algunas más que otras. ¿Cómo te posicionás políticamente? 

Soy completamente independiente. Como en J. Edgar Hoover, considero que todos han sido corrompidos. Si alguien está dispuesto a candidatearse y tiene el apoyo de un partido político quiere decir que para ese entonces ya no hay esperanza en ellos, pues no lo habrían conseguido de no haber transado. El sistema es corrupto. Es triste decirlo, pero estoy seguro que funciona de esta manera en cada país. Hay que admitirlo: la política es solo una estafa más. 

Es otro negocio de espectáculo. 

Así es, una estafa. Pienso lo mismo de la religión: la considero un engaño y un fraude. Cuando alguien te afirma lo que Dios dice o piensa, yo me pregunto: ¿cómo podés saber todo eso? No tengo ningún tipo de fe en la religión ni en la política. 

Todas tus películas parecen girar alrededor de estas ideas sin ser nunca discursivas, o sin dar sermones. Ciertamente lográs ver suelo fértil en ellas.

Bueno, mirá, incluso la beneficencia me irrita. No me deja de llegar correo publicitario en el que me envían stickers, estampas, a veces incluso bufandas; después enciendo la televisión y veo estos comerciales interminables de organizaciones benéficas para niños, para gente con cáncer… ¿Quién paga por ese espacio en televisión? Si querés hacer caridad encontrá a una familia con necesidad —como hacemos nosotros— e intentá ayudarlos personalmente. 

Quiero hablar un poco de The Stuff [La cosa, 1985]. En cierto modo es una película que quiere desafiar a la F.D.A. [Food and Drug Administration], ¿no te parece? 

Bueno, la F.D.A. se lo merece. Mirá la cantidad de cosas en el mercado que están envenenando a la gente. Si vas a una tienda, agarrás un producto y mirás los ingredientes te tomaría media hora solo leerlos; una mezcla de diferentes químicos en alimentos como el cereal, las galletas, postres, nadie sabe qué basura tienen metida adentro y aún así lo consumimos y se lo damos a los niños. 

The Stuff

Y es eso sobre lo que The Stuff trata en realidad, ¿verdad? 

The Stuff es una película sobre el consumismo, sobre el hecho de que estamos siendo envenenados. Cuando era joven cada programa de televisión o radio estaba patrocinado por marcas de cigarrillos. Cada comediante que amaba —sea Bob Hope, Abbott y Costello o Jack Benny— estaba sponsoreado por cigarrillos. “L.S.M F.T: Lucky Strikes means fine tobacco”, o “La mayoría de los médicos fuman Camel”. “Hoy vamos a enviar veinte mil paquetes de cigarrillos Lucky Strike a nuestros muchachos uniformados en el Pacífico”: eso hacían durante la guerra, cada soldado tenía cigarrillos gratis. Lo que lograron fue convertir en adictos a una generación entera de jóvenes que, al volver de la guerra, siguieron fumando por el resto de sus vidas. Las empresas tabaqueras mataron más soldados norteamericanos que los japoneses y alemanes juntos. 

Desde la portada es indudablemente una película de monstruos, pero a la vez siempre es sobre algo más. Este creo que es un gran ejemplo. ¿Es eso lo que siempre buscás: el monstruo como metáfora? 

Bueno, todas mis películas tienen esto en común: tomo algo usualmente considerado beneficial y lo transformo en algo maligno. Por ejemplo, The Ambulance [Ambulancia de la muerte, 1990]: cuando uno oye una ambulancia piensa en ella como un vehículo de bondad o misericordia, mientras que en mi película te asesina. El helado, ¿qué puede ser más maravilloso que el helado? En The Stuff te asesina. Un bebé, un bebé en una cuna es lo más adorable que existe en el mundo, uno lo mira, le habla, dice: “Qué dulce y pequeño este bebé”, pero luego el bebé asesina personas. En Maniac Cop [Violencia policial, 1988, William Lustig] —una serie de películas que repudio por momentos pero que, en efecto, escribí yo— es un policía: si uno está en problemas lo primero que hace es correr hacia donde haya un uniformado, en Maniac Cop te asesina. El F.B.I., uno pensaría que el F.B.I. es una organización grandiosa que está más allá de cualquier tipo de reproche… bueno, no en mi película. Incluso en God Told Me To: ¿qué es más prodigioso que Dios? Lo adoramos, lo amamos, rogamos ser amados por él; no así en el film. Cada una de mis películas tiene esta línea que las une: algo que solemos percibir como maravilloso y beneficioso es, en realidad, inherentemente maligno. 

¿Es ese el gancho con el que empezás a escribir un guión? Es decir, con la pregunta ¿qué puedo transformar en extraordinario? 

La verdad que no, pero siempre termina resultando así. Una vez que termino de escribir me doy cuenta de la similitud con el resto de mis películas, simplemente ocurre así, es algo subconsciente. Debo decir que la mayor parte de lo que escribo viene del lado subconsciente de mi mente y no del consciente. Empiezo a escribir sin saber muy bien qué es lo que va a ocurrir, o cómo va a ser el final, hasta que termino y queda la película que todos ven; sin embargo, nunca termina siendo lo que originalmente empecé a escribir, porque no sabía del todo lo que estaba escribiendo en ese entonces. Es por esta razón que lo disfruto, no sé qué es lo que va a suceder a continuación; no veo la hora de volver a sentarme al día siguiente para seguir y enterarme qué es lo que les va a pasar a los personajes, hacia dónde se dirigen, cómo es que va a resultar todo. Pero esto no lo sé en el comienzo, solo tengo un punto de partida a través del cual me sumerjo en la historia, todo lo que sigue lo improviso sobre la marcha. Este tipo de procedimiento lo puedo hacer con mi propio material porque no tengo que discutir nada con el ejecutivo de un estudio o con un productor; yo me encargo de todo y en consecuencia no tengo obligaciones con nadie, no necesito aprobaciones ni debo explicaciones, simplemente escribo desde mi subconsciente. Así es cómo ocurre y estoy más sorprendido que cualquiera de cómo quedan las cosas, lo juro, es una experiencia extraña. Si nunca la tuviste no podría explicarla, o definirla, es algo maravilloso que simplemente sucede. 

Es un buen pie para mis próximas preguntas: ¿Cómo es tu proceso de escritura? ¿Trabajas en varios guiones a la vez? 

Por lo general no. Suelo empezar a escribir algo y quedarme con eso, quiero elaborarlo y terminarlo; enterarme cómo va a ser el final. Como te dije: no veo la hora de volver a sentarme a escribir para saber lo que pasa a continuación, es como ver una película en mi cabeza. He escrito de maneras muy diversas: escribí a máquina —una Royal Standard—, escribí a máquina tan violentamente que a veces dejaba el escritorio lleno de marcas, golpeaba tan fuerte las teclas que, en una o dos ocasiones, miré hacia abajo y me encontré con mis manos cubiertas de sangre; estaba tan absorto escribiendo que nunca lo advertí hasta que me detuve. 

Solía trabajar de noche porque tenía hijos pequeños y no me gustaba que mi esposa tuviera que advertirles: “Dejen a su padre tranquilo, está trabajando” o “No entren a su habitación, no lo molesten”. Pasábamos todo el día con los niños en familia y, una vez que se iban a acostar, alrededor de la medianoche, bajaba al salón y escribía hasta cerca de las cuatro, cuatro y media de la mañana, para después despertarme a las once. Entonces hacía todo mi trabajo durante la noche y la gente que no sabía esto se preguntaba: “¿De dónde salen todos esos guiones? ¿En qué momento los escribís si nunca te vemos trabajar?” La respuesta era “durante la noche”: no recibía llamadas, no había televisión en ese horario, realmente no tenía ningún tipo de distracción posible, así que lo único que podía hacer era seguir escribiendo. 

Más adelante, en la época en que escribía programas de televisión, empecé a dictar. Tenía que escribir muchos episodios así que contaba con secretarias que escribían lo que les decía. Al cabo de un tiempo las terminé agotando, no podían mantener mi ritmo, se acercaban llorando —yo estaba en la 20th Century Fox— y rogando que las envíe de nuevo al grupo de secretariado, diciéndome que sus manos estaban paralizadas y que no podían más. Tiempo después conseguí una grabadora de cinta; me gustaba el proceso de grabación: yo vivía en Nueva York en ese entonces así que podía ir al Central Park y caminar por horas hablándole a la grabadora —una Brownstone muy linda—, pareciendo un loco adelante de la gente —esto era mucho antes de los celulares; hoy en día es lo más normal del mundo ir caminando por la calle hablándole a la nada todo el tiempo—. Después enviaba las cintas a un mecanógrafo para que las transcribiera. Finalmente volví a la vieja escuela de escribir a mano en una libreta o cuaderno, que es lo que hago al día de hoy. Me gusta la idea de sentir el diálogo correr a través de mi brazo, pasar por la lapicera y terminar en el papel. Ahora que escribo a mano mis guiones son más escasos, no pongo muchas indicaciones ni descripciones del decorado, hay sobre todo diálogo. Si ahora escribo con una lapicera supongo que el próximo paso es escribir mis guiones a pluma y tinta y, más adelante, tallarlos en piedra; aunque es posible que ya esté en el cielo para ese entonces —si es que existe tal cosa como el cielo—.

Sin embargo todavía seguís muy activo con la escritura

Sí, ahora estoy escribiendo una nueva serie para televisión a cable, thrillers de una hora de duración que creo van a ser geniales. Tengo la esperanza de que mi amigo J.J. Abrams se una como productor ejecutivo. Hasta ahora escribí diecisiete horas de show que deberían ser suficientes para dos temporadas.

Es curioso que traigas a colación a J.J. Abrams, porque si uno piensa en algo como Lost puede deducir que la industria del entretenimiento ha captado gradualmente todas las cosas que hiciste a lo largo de tu carrera. 

Bueno, eso espero. La razón por la que contacté a J.J. es que vi un documental sobre él y en este se aprecia que, en su oficina, detrás de su escritorio, tiene una figura del bebé de It’s Alive en un estante, su propio modelo, así que lo busqué para saber si era un fan. A los pocos días me llamó él personalmente para decirme lo emocionado que estaba de que lo hubiera contactado y para invitarme a almorzar. Así fue que nos hicimos amigos y sugirió que realicemos este show juntos; espero que funcione, hasta ahora no he tenido ningún problema escribiendo los episodios. Veremos qué es lo que pasa. 

La cultura en la que vivimos muchas veces me hace pensar que estoy en una película de Larry Cohen. Es muy loco, hay tantas cosas disparatadas sucediendo que casi las tomamos como la “norma”. 

Bueno, mirá lo que te digo, si las cosas que pasan en la vida real las colocás en un guión la gente lo va a encontrar inverosímil; cosas inaceptables, ilógicas, incoherentes que, sin embargo, suceden. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo es posible que un grupo de tipos estrellen un avión contra dos edificios y maten a tres mil personas? Si pones eso en un guión te resulta absolutamente descabellado. Pero sucedió, y hay violencia ocurriendo en todos lados; los tiroteos escolares, por ejemplo, cosas terribles que antes no eran comunes. Recuerdo el asesinato del presidente Kennedy, seguido por el asesinato de Bobby Kennedy, seguido por el asesinato de Martin Luther King. Tuvimos un período de muchos asesinatos e intentos de asesinatos, y ahora estamos en la era de los tiroteos. Gente que ingresa a cines o escuelas y dispara a otra gente. ¿Qué ciclo es este? ¿Por qué estas cosas suceden en estos extraños ciclos? 

Una película como God Told Me To parecía un thriller inverosímil, medio tirado de los pelos. Hoy no lo vemos de esa manera

Sí, y también tenemos un francotirador en Phone Booth [Enlace mortal, 2002, Joel Schumacher]. Por años intenté descifrar cómo hacer esta película en una cabina telefónica, hablé con Hitchcock sobre el tema y él también estaba fascinado con la idea pero no podíamos resolver por qué el personaje no puede salir de la cabina. Hasta que me di cuenta que la respuesta estaba en God Told Me To: lo único que debía hacer era combinar el francotirador de God Told Me To con la idea de la cabina telefónica. Lamentablemente para ese entonces Hitchcock ya estaba muerto. 

Bueno, las películas de Hitchcock y las tuyas comparten esta idea del miedo colectivo, es decir, a qué es lo que le tenemos miedo. ¿Por qué vemos y leemos estas historias? ¿Es un mecanismo de defensa? 

Creo que a la gente siempre le gusta asustarse, incluso a los niños. Todas las películas de Walt Disney siempre tienen momentos escalofriantes, sea la bruja y Blancanieves, la muerte de la madre en Bambi, o Pinocho siendo capturado por Strómboli. Él sabía que a los niños les gusta asustarse… y a los adultos también. Un gerente de un cine me contó que la principal audiencia de las películas de terror son chicas adolescentes; aman el cine de terror, incluso más que los varones. 

¿Se te acercan adolescentes a decirte cuánto aman tus películas? 

No, no suelo ver muchas adolescentes en las firmas de autógrafos y demás. Casi siempre suelen ser jóvenes muy amables y gentiles… no tan bien vestidos, por lo general con una mirada algo aturdida, pero amigables y simpáticos. 

¿Amantes del cine? 

Sí, son fans… y Dios los bendiga. Me alegra que las películas signifiquen algo para ellos y que las tengan tan familiarizadas, eso siempre me pone contento. Es la principal razón por la que asisto a ese tipo de eventos, para ver a la gente y que tengan la posibilidad de verme… ¡Y estoy contento de que vos hayas venido! 

Muchas gracias, estaba por decírtelo. Muchas gracias a vos por dejarnos venir.

¡Cuando quieras! Te puedo dar una habitación arriba, vos ya tenés las llaves, y podemos continuar esto ad infinitum. Hasta eso, adiós a todos y gracias por escuchar. 

The Ambulance

Notas

  1. El programa Dick Powell’s Zane Grey Playhouse no existe. Cohen hace referencia a Dick Powell’s Zane Grey Theatre, que se pasó por la CBS entre 1956 y 1961 y para el cual coescribió el guion del episodio “Killer Instinct”, emitido el 17 de marzo de 1960. [N. de los E] ↩︎
  2. Las calificaciones PG y R son parte del sistema de calificaciones de la Motion Picture Association. PG significa Parental Guidance Suggested, que significa que “algunos materiales pueden no ser adecuados para niños” y R, Restricted, es decir que “los menores de 17 años deben ir acompañados de un padre o tutor adulto”. [N. de los E.] ↩︎

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