La canción de las bestias

Me miraste con desconfianza,

yo conté esa historia que te asustó,

lo noté al ver cómo creció la pared.

Parecía que las diferencias estaban superadas,

pero no estaban nada.

Sue Mon Mont, “Las diferencias”

Si las primeras décadas del siglo XXI se encargaron de soterrar la imaginería de la ciencia ficción del anterior, las promesas de un capitalismo de consumo —al que, supuestamente, todxs estaban invitadxs— no tuvieron mejor suerte. Mientras los sectores medios urbanos se aferraban a la quimera de la casa propia como quien busca atrapar un puñado de agua, los que sí podían acceder a una propiedad eran interpeladxs por la construcción de un nuevo miedo: la casa tomada perdió casi toda referencia literaria, convirtiéndose en la pesadilla de la pequeño y mediana burguesía urbana, sinónimo de despojo absoluto y síntoma de indefensión ante la amenaza permanente. Los discursos en torno a la inseguridad, replicados hasta el hartazgo en periódicos, noticieros y shows televisivos (si es que aún amerita la distinción), empujaban a profesionales y meritócratas a armarse para tomar justicia por mano propia, abandonados por unas fuerzas de seguridad cómplices y corrompidas. Se reconfiguró así cierto consenso neoliberal cuyas raíces estriban en el terrorismo de Estado de los 70 y se consolidan, con distintos grados de sutileza, en el post 2001. La vida pública se fue recortando, primero por el terror, luego por el trauma y al fin por el consumo: lo que prevalece es una vida vuelta hacia el hogar, donde lo ajeno a los propios circuitos de sociabilidad se vuelve cada vez más lejano y cercado por barreras culturales. 

Marea alta

En esa zona de confort encontramos a Laura, la protagonista de Marea alta (Verónica Chen, 2020). Más precisamente, en un caserón en la costa rodeado de árboles, a minutos del mar. Laura es editora de libros infantiles y se muda ahí para estar presente mientras los albañiles terminan de construir el quincho. La dueña de casa y el capataz abren la película con un juego de seducción: ella baila como en trance, besando cada tanto su copón de vino; él se acerca, tantea, ordena a los peones que vayan yendo, se toma un pase en la puerta. Ella acepta, recibe, ofrece vino, sonríe. Él comienza a tropezar: ensaya un dirty talk plebeyo que no prospera. Recalcula, va al baño a darse otro saque. Weisman, el capataz, ofrece unas disculpas y segundos después insiste en su ademán lenguaraz: “Pensé que me ibas a responder que te gusta mucho la pija”. Strike two. Nuevas disculpas y acercamiento de posiciones: mejor no hablemos, vamos a coger. O a acostarnos, como seguro preferiría la anfitriona. Fin de la primera escena. 

Lo condensado en estos breves minutos puede funcionar como sinécdoque de la película. La distancia entre el capataz y la patrona como diferencia insalvable, como cerco de clase que se expresa tanto en la misoginia de manual de Weisman (si la mujer baila con sensualidad, seguramente le guste mucho coger), como en la falta de registro que le impide rediseñar su estrategia de seducción y los escasos dones de galantería que reducen su sex appeal al combate de cuerpos. Todo esto podría pasar como una representación díscola del macho alfa si no quedara eclipsado (y cerrara sentido) por los acontecimientos que se desplegarán a continuación, con Weisman fuera de escena y la entrada de los dos albañiles. Los personajes de Toto y Hueso son configurados sin sutileza alguna para provocar el horror, aunque solo convocan el espanto: el de Laura y el del espectador llamado a identificarse con ella, al ver con sus ojos cómo los dos hombres se pavonean por su casa sin autorización, se aparecen de la nada, invaden su privacidad, abusan de su confianza. El personaje de Laura es la clase media temiendo a ese Otro indomable, feroz, salvaje, que no reconoce que su libertad termina donde comienza la propiedad de unx. Representa los miedos de la inseguridad, núcleo duro de sentido de la restauración manodurista de las últimas dos décadas. Escudada en la configuración de elementos genéricos a partir de materiales realistas, Marea alta construye personajes y situaciones que, lejos de cualquier tipo de tensión, reproducen la mirada a la vez agresiva y condescendiente que las élites tienen sobre las clases populares.

La tensión entre el afuera-adentro con la propiedad como barrera y el Otro como invasor ha sido materia común más en la literatura que en el cine argentino(1), pero podemos encontrar otras películas en las que se narra ese nudo problemático. En Historia del miedo (Benjamín Naishtat, 2014), ese Otro está presente en una doble dimensión: en la presencia (tanto Pola —el rostro en los afiches de la película— como su novia, Tati, y su madre hacen algunos trabajos para familias bien) y la ausencia (en tanto presencia fantasmal, como mera existencia amenazante). Lxs marginadxs visibles de Naishtat funcionan como un señuelo: si bien abonan la tensión que se genera entre patrones y laburantes y participan de cierto estado de violencia climática, terminarán por ser apenas un instrumento para exhibir el patetismo de la clase media-alta, que ante un corte de luz empieza a ver en la oscuridad presencias fantasmales provenientes de los asentamientos vecinos al country. Si bien los personajes de Pola y Tati no rehuyen demasiado del arquetipo del marginal, la película enmarca su historia con el plano aéreo inicial, que señala la fina línea entre los grandes predios del barrio privado y los asentamientos precarios colindantes. Ese gesto inicial establece el suelo donde pisarán —o tropezarán— sus personajes; la huella de esa imagen permanecerá como el fuera de campo que ubica a los sujetos y explica (al menos en cierto grado) sus acciones.

En Marea alta la distancia entre unxs y otrxs también se exacerba, pero imprime otro resultado. Lo amenazante en los albañiles no es anterior a su presencia, no es el miedo a lo desconocido. Tampoco lo es su torpeza o falta de registro, como en Weisman. Primero, y antes que nada, lo que asoma como peligro es su aspecto y sus rasgos, índices de una genealogía que no bajó de los barcos. Así se le aparece Hueso a Laura la mañana después del encuentro con Weisman, primero como una silueta oscura que la espía mientras se baña, luego como un rostro inexpresivo que la recibe en su propia casa y la desafía (“¿Qué?, ¿le molesta?”, le espeta Hueso cuando la dueña lo reta por estar invadiendo su casa). En una continuidad lombrosiana, por carácter transitivo, se desprenden su lascivia, su agresividad y su obscenidad; elementos que, llevados a un extremo sin asomo de tensión o contrapeso, compiten con la buena voluntad de la dueña de casa, que rechaza convocar una figura masculina de autoridad (su marido) o denunciar provocaciones y abusos a la policía. Porque, a diferencia de la familia burguesa de la película de Naishtat o del personaje de Spregelburd en El hombre de al lado (Mariano Cohn, Gastón Duprat, 2009)(2), Laura no es ni del todo tilinga ni del todo snob. Su culpa de clase está corporizada en una postura esquemáticamente asociable a un progresismo condescendiente que sabe que el castigo policial es estéril para cambiar la realidad, que la marginalidad (y su consecuente ignorancia y falta de competencias sociales y culturales) son efecto y no causa. Laura tiene la conciencia limpia, y limpia la del espectador identificado con ella. Vemos con sus ojos cómo su buena voluntad es pisoteada una y otra vez, dando motivos a cualquier tipo de respuesta. Una secuencia elocuente en este sentido comienza luego de la primera invasión a la casa (con el inodoro meado por uno de los albañiles a manera de souvenir). Laura les convida a los peones unos chorizos y una botella de vino como ofrenda de paz, para que disfruten mientras ella pasea por la plaza. Al volver, la escena se vuelve hostil: no solo descubre que el trabajo está mal hecho, sino que encuentra a Hueso nuevamente saliendo de su casa luego de usar el teléfono y a Toto, pasado de vino, que balbucea un “después de coger vamos a arreglar todo” y se le planta cara a cara mientras se masajea el bulto. Como remate, cuando Laura finalmente puede descansar esa misma noche, Toto aparece tras las paredes vidriadas, espiándola en la oscuridad con un gesto perverso resaltado por la luz fría.

La tensión del ambiente, las microviolencias y atropellos de los peones que no ven en ella autoridad alguna (habilitada, desde el guion, por haberse mostrado poco decente al tener sexo con el capataz) y el logos mujer sola en un páramo remoto generan las condiciones dramáticas para lo peor. Pero Laura toma sus gotas homeopáticas, se prende un mantra en youtube, pasa las noches, la obra termina y los peones se van. La venganza será descargada contra Weisman, el más gringo, acusado de grasa más que de negro, en lo que puede leerse como otro gesto de condescendencia sobre los peones racializados. 

Hay un hilo que conecta Marea alta con cierta tradición dentro del cine argentino, particularmente desde el Nuevo Cine Argentino nacido en los 90. Si bien la representación de la alteridad excede al recorte tanto temporal como geográfico, fue uno de los signos identitarios de la renovación finisecular. Si Pizza, birra, faso (Israel Adrián Caetano, Bruno Stagnaro, 1997) inauguró una estética de los márgenes que sería explotada hasta la —pronta— decadencia en la TV, representando y construyendo las nuevas subjetividades paridas al calor del menemato, Marea alta encarna una variante profesionalizada de esa mirada sobre los márgenes y quienes los habitan(3). El exploitation de la villa miseria y las cárceles fue hegemonizado por el discurso televisivo: tanto el periodismo mainstream como las ficciones continuaron con el show y el morbo sin el menor interés en crear giros de complejidad o profundidad. Una tendencia importante dentro del cine, en cambio, prefirió sortear ese escollo(4), rehuyendo de a poco del paisaje urbano e internándose en escenarios alternativos: barrios privados (Historia del miedo), pequeños pueblos de provincia (La patota, 2015) o el monte mismo, desprovisto de señal alguna de ubicación geográfica (Los salvajes, 2012). En ese desplazamiento, sin embargo, el Otro marginal, pobre, laburante y/o delincuente fue perdiendo tanto agencia propia como pertenencia a una estructura social: no actúa (o lo hace cada vez menos, o de manera intermitente) en función de un centro (moral) social que lo defina permanentemente. Se trata de modelos cristalizados, inamovibles, sin otro origen que el de clase (con un determinismo mal entendido), naturalizados. La patota que Santiago Mitre decide traer al presente(5) es incapaz, al momento de ejecutar una violación correctiva, de diferenciar entre una mujer y otra. Los salvajes de Fadel (socio frecuente de Mitre como productor y guionista) no tienen rugosidades en su despliegue de violencia sin filtro, haciendo honor al mote que los define desde el título: “no se dejan erosionar por ningún sentimiento, [son] cuasi humanos, criaturas extraviadas del orden natural, analfabetos que no pueden firmar el contrato social”(6). Curiosa coincidencia entre las patotas salvajes de Mitre, Fadel y Chen: los rasgos originarios, la tez oscura, el lenguaje plebeyo(7). Es indistinto si van a la escuela, tienen un trabajo o están privados de su libertad: son condiciones posteriores a su esencia. Chen los explota para construir los monstruos de su coqueteo con el cine de género, las criaturas inhumanas de su horror costero, los tótems requeridos para reafirmar un discurso yoísta, meritócrata y deshistorizante. 

La patota

La pregunta es, entonces, a qué responde ese giro reaccionario que se comprueba no solo en la filmografía del NCA de los 90 a esta parte, sino en la propia filmografía de una directora que fue parte de ese movimiento inaugural con Vagón fumador (2001), una suerte de coming of age narrado desde el ojo de la tormenta. Chen filmó la noche de Buenos Aires con irreverencia: mezcló los sueños apagados de una generación (la de Reni, desmotivada cantante de una banda under) con la precariedad radiante de Andrés, un taxi boy que atiende en los flamantes cajeros automáticos de la city porteña. Si bien los personajes reniegan de narrar su historia, la película les permite mirar hacia adelante, decidir, equivocarse y tomar riesgos en función de un deseo. Los senderos se bifurcarán aquí también, porque si bien la distancia de clase tiende a disolverse, es Reni quien termina rompiendo el loop que la somete. Incluso en la más reciente Rosita (2018), Chen consigue mayor profundidad en su relato y ofrece dignidad a sus personajes. Siembra la duda en el espectador a partir de la fuga de un hombre con su nieta (Rosita) y busca activar el sentido común para que rápidamente se genere un juicio sobre él, para al fin evidenciar el mecanismo, absolviéndolo de culpa y cargo, humanizándolo. La mirada del espectador está situada en los ojos de Lola, madre de Rosita, que juzga a su padre con el antecedente de un abandono. La sucesión de acontecimientos y explicaciones vuelve la mirada hacia el espectador y postula una pregunta tácita (similar a la que podría articularse con Historia del miedo): ¿cuáles fueron los motivos de su sospecha?

El nuevo cine de los 90 y 2000 auscultaba los márgenes buscando, con mayor o menor éxito, decir algo sobre las nuevas realidades, la ruptura del tejido social y las subjetividades emergentes. ¿Por qué Marea alta y sus antecedentes inmediatos convocan a estos personajes en la actualidad? Puede que la falta de una respuesta que motive los funcionamientos narrativos antes señalados sea el germen del problema. Sin una consciencia y una sensibilidad estético-política detrás de estos acercamientos, lo que prima son las reglas del espectáculo y la feria, siempre en fina sintonía con el sentido común más reaccionario. En ese panorama, algunxs realizadorxs llevan adelante –desde su propia marginalidad dentro del campo– un programa diferente, sensible, que subvierte los estándares antes señalados. Casi sin vínculos entre sí que nos permitan agruparlos de alguna manera, y con estilos en ocasiones radicalmente diferentes, cineastas como José Celestino Campusano (El azote, 2017; Bajo mi piel morena, 2019), Raúl Perrone (con su acercamiento a lxs pibxs que tiene su capítulo más reciente en Sean eternxs, 2022), Clarisa Navas (Hoy partido a las 3, 2017; Las mil y una, 2020), César González (¿Qué puede un cuerpo?, 2014; Lluvia de jaulas, 2020) o Edgardo Castro (Las ranas, 2020), marcan un rumbo irregular capaz de encarnar una suerte de contraadiestramiento que lleve al cine argentino (incluyo aquí a audiencia y crítica) a abandonar, paulatinamente, la reproducción de los mecanismos de dominación. Tal vez en esa senda, en algún momento, podamos hablar de una nueva ola que haya abandonado los vicios del presente.

Historia del miedo

Notas:

1 Véase Nicolás Prividera, “La mirada de los Otros: sobre Los dueños, Historia del miedo y Réimon”, en Con los ojos abiertos. Otra versión de este texto, bajo el título “Invasión”, fue incluido en Nicolás Prividera, Otro país, Los Ríos Editorial, 2021, pp 349-350.

2 Para una mirada sobre la película de Cohn y Duprat, ver Álvaro Bretal, “Sucios, malos y feos”, en Pulsión, revista de cine n°9.

3 De hecho, la presencia de Jorge Sesán como Weisman parece casi un homenaje a ese movimiento fundante: protagoniza Pizza, birra, faso y encarna a Miguel en la serie Okupas (Bruno Stagnaro, 2000).

4 Es curioso el caso de Israel Adrián Caetano, un aportante privilegiado a la explotación televisiva del fetichismo de la marginalidad ampliamente descrito por el cineasta y poeta César González, y que en cine ha hecho productos totalmente diferentes en la concepción política de personajes e historias. El propio González dedicó unas palabras a la serie El marginal, en ocasión del lanzamiento de su segunda temporada

5 Como bien indica Álvaro Bretal, en esta reversión de la película de Daniel Tinayre de 1960 la historia se centra mucho más en las contradicciones pequeñoburguesas de Paulina que en la construcción dramática de esa patota cuya instrumentalización narrativa degrada aún más su construcción ficcional. Bretal, Álvaro, op. cit.

6 César González, Fetichismo de la marginalidad, Editorial Sudestada, 2021.

7 El cine industrial no fue por caminos muy diferentes en cuanto a la construcción de personajes provenientes de sectores populares, como puede verse en Relatos salvajes (Damián Szifrón, 2014) o Animal (Armando Bo, 2018).

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