Los escritos de Lee Russell: Fuller, Renoir, Kubrick

A mediados de los años 60, el periodista, teórico y crítico de cine (y futuro cineasta) inglés Peter Wollen publicó, bajo el pseudónimo “Lee Russell”, una serie de nueve artículos para la revista New Left Review sobre nueve cineastas diferentes, cada nota con el nombre del director en cuestión como único título. La New Left Review había sido fundada en 1960 tras la fusión de las revistas The New Reasoner y Universities and Left Review, representantes de la Nueva Izquierda británica, con Stuart Hall como editor en jefe (reemplazado en 1962 por Perry Anderson). Wollen es reconocido por incorporar ideas del estructuralismo y la semiótica al análisis cinematográfico. Tras su paso por la New Left Review, comenzó su labor docente en el departamento de educación del British Film Institute. Esta institución editó, en 1969, el primer libro de Wollen, Signs and Meaning in the Cinema, de donde recuperamos para su traducción los textos originalmente publicados por NLR. En los años 70 incursionó en la realización de películas junto a su esposa, la famosa teórica feminista Laura Mulvey, además de haber sido coguionista del largometraje Professione: reporter (estrenada como El pasajero en la Argentina) de Michelangelo Antonioni. Wollen falleció en 2019 tras padecer Alzheimer por varios años.

Para esta traducción se ha optado por colocar los títulos originales de las películas mencionadas por el autor, con el título de su estreno en la Argentina entre corchetes tras la primera mención, cuando éste haya diferido del original, y según lo señalado en IMDb. De no haber título argentino se optó por el título de estreno en algún otro país latinoamericano. Como última opción, se recurrió al título español.

Introducción y traducción: Ezequiel Iván Duarte

Peter Wollen (aka Lee Russell)

Samuel Fuller

[Publicado originalmente en NLR nº 23, enero/febrero de 1964, pp. 86-89]

Samuel Fuller tenía un año cuando Walsh hizo su primera película, tres años cuando Chaplin hizo la suya, cuatro años cuando Griffith hizo Birth of a Nation [El nacimiento de una nación], seis años cuando Ford hizo su primera. Muchos veteranos del cine mudo siguen vivos, trabajando o buscando trabajo: Dwan, Lang, Hitchcock, Hawks, Renoir, Vidor. Fuller hizo su primera película, I Shot Jesse James [Yo maté a Jesse James], tras dos décadas de cine sonoro, en 1949. Es un director posterior a Welles, un poco mayor que Welles, cuyas películas aparecen junto con películas realizadas por directores cuyas carreras cinematográficas comenzaron antes de que Welles naciera. La escala temporal fantásticamente acortada del cine ha significado que pocos directores estadounidenses sean vistos en su perspectiva adecuada, y quizás Fuller el que menos. Incluso un crítico informado como Andrew Sarris, que escribe en Film Culture, ha descrito a Fuller como un “primitivo”; su incapacidad para tratar temas y situaciones “contemporáneos”, de la “vida real” ha llevado a la mayoría de los críticos a perder de vista su carácter distintivo y a relegarlo a las filas de los “directores de acción”, considerados como la retaguardia sólida y tradicional del cine estadounidense antes que como su brillante y excepcional vanguardia. Ritt, Cassavetes y Sanders despiertan la atención de la crítica, mientras que Fuller queda desatendido.

Fuller ha trabajado constantemente dentro de los géneros cinematográficos estadounidenses: western, gánsteres, guerra del Pacífico. Estos géneros, diría yo, son la gran fortaleza del cine estadounidense. Estados Unidos es una nación comparativamente joven que ha crecido muy rápidamente hasta convertirse en una potencia mundial líder. No es casualidad que las épocas de los géneros cinematográficos sean también las épocas de crisis en la conciencia de sí mismos de los Estados Unidos, de su identidad nacional y de su papel en la historia. El cine estadounidense ayudó a desarrollar la conciencia nacional al mismo tiempo que desarrollaba sus propios géneros, por medio de la relación de ida y vuelta con su público masivo. El cine estadounidense se ha desarrollado artísticamente a partir del movimiento romántico y de la conciencia nacional. Esta tendencia se vio reforzada por la aparición de los géneros, en los que se podían desarrollar sistemáticamente temas y actitudes. La obra de Fuller en estos géneros representa un punto extremo de la conciencia nacionalista-romántica burguesa, en el que sus contradicciones quedan claramente expuestas.

El mundo de Fuller es un mundo violento, un mundo de conflicto: indios pieles rojas contra hombres blancos, gánsteres contra policías, estadounidenses contra comunistas. (Fuller ha actualizado la película sobre la guerra del Pacífico para abordar tanto Corea como Vietnam). Pero ni los frentes ni las ocasiones de conflicto están claramente delimitados. Las batallas se desarrollan en total confusión: en una niebla espesa, en tormentas de nieve, en laberintos. Todas las películas de guerra de Fuller tratan sobre encuentros detrás de las líneas enemigas. Tampoco los protagonistas saben siquiera por qué o para qué luchan. “¿Cómo se distingue a un norcoreano de un surcoreano?”, pregunta un soldado desconcertado en Steel Helmet [Casco de acero]. Su sargento masticacigarros responde: “Si corre con vos, es surcoreano. Si corre detrás de vos, es un norcoreano.” En China Gate [Las puertas rojas] vemos a una patrulla comando que defiende la alianza estadounidense en Vietnam: uno es un veterano alemán de la Brigada Hermann Goering; el otro, un negro americano, ambos alistados en la Legión extranjera. La única razón que dan para estar allí es que la Guerra de Corea ya terminó, por lo que buscaron otro punto conflictivo. De hecho, son la escoria de la sociedad, asesinos psicópatas sin ningún propósito en la vida. Fuller señala a menudo cómo esas personas asumen la carga de defender a la sociedad que las ha rechazado.

El héroe típico de Fuller se sitúa de forma ambigua en el conflicto. A menudo es un agente doble. En Verboten! [Me prohíben quererte], el neonazi Bruno se infiltra en el cuartel general de la ocupación estadounidense; en House of Bamboo [La casa del sol naciente], un policía militar se infiltra en una banda formada íntegramente por hombres dados de baja con ignominia del ejército estadounidense. En Pickup on South Street [El rata] y China Gate, los personajes centrales intentan jugar en ambos extremos a la vez, Estados Unidos y el comunismo, para su beneficio personal. “No me agites la bandera”, dice el héroe carterista de Pickup que, sin darse cuenta, le ha arrebatado un microfilm a un espía ruso y procede a subastarlo al mejor postor. Lucky Legs, en China Gate, hace posible el éxito de una misión francesa gracias a su amistad con los vigías y campamentos del Vietminh, a quienes dirige cantando la “Marsellesa” mientras los legionarios se escabullen. Al final ambos eligen a Estados Unidos. ¿Por qué? Lealtades personales irracionales.

La ambigüedad en su forma más extrema está representada en las películas de Fuller por los nisei(1), los japoneses estadounidenses y los chinos estadounidenses. En Hell and High Water [El diablo de las aguas turbias], un comunista chino capturado apela a un chino estadounidense, que es un soplón, para obtener información de él. A pesar de la evidente humanidad y amabilidad del comunista, el chino estadounidense lo traiciona. Es, a su modo de ver, un estadounidense leal. Fuller va más allá. Pregunta cómo ve el estadounidense blanco al estadounidense de origen chino. Uno de los temas principales de sus películas es el antirracismo, subordinado al tema del nacionalismo. En The Crimson Kimono [El kimono escarlata], ambientada en Los Ángeles, una chica blanca deja a su novio blanco por su mejor amigo, un nisei. Esta película se hizo el mismo año, 1959, que Hiroshima, mon amour. Fuller aborda el problema racial de manera mucho más radical que Resnais. El nisei se casa con la chica blanca; se muestra claramente la animosidad de su amigo al darse cuenta de lo que está sucediendo, culminando en un combate de kendo, cuando se vuelve loco e intenta matar al nisei.

The Crimson Kimono

Para Fuller, sin embargo, Estados Unidos siempre prevalece. Hay una clara contradicción entre su actitud hacia los nisei y los negros, a quienes Fuller considera necesariamente integrados en la sociedad estadounidense, y la actitud que adopta hacia el “renegado” blanco O’Meara en Run of the Arrow [El vuelo de la flecha], un western. O’Meara, un sureño, no puede tolerar la idea de vivir bajo la bandera y la constitución de la Unión, después de la rendición de Lee. “Nos persiguieron cuando no teníamos piernas; se metieron nuestro pan en la boca cuando no teníamos comida”. Se dirige al oeste y se une a la nación sioux. Cuando los Yankees vienen y firman un tratado con el jefe sioux, Nube Roja, Nube Roja insiste en que empleen a un explorador sioux, no a un cherokee. El explorador sioux elegido por el jefe es O’Meara. Fuller es escrupulosamente justo con los indios: permite que O’Meara critique los términos del tratado y se solidariza cuando los indios aniquilan a un destacamento de caballería estadounidense después de que se incumplen los términos. Pero insiste en que O’Meara no puede integrarse plenamente en la nación sioux. Regresa a la Unión con su esposa india y su hijo, reconociendo que es estadounidense. Sin embargo, insiste en que el nisei no es un “renegado” y que puede integrarse a Estados Unidos. El antirracismo de Fuller está limitado por su nacionalismo y su nacionalismo está finalmente determinado por su propia nacionalidad. Fuller es estadounidense y al final todos sus héroes eligen a Estados Unidos.

Pero Fuller no elude los problemas; elude las respuestas. Aunque está comprometido con Estados Unidos, es muy consciente de las contradicciones de la sociedad estadounidense y no duda en afrontarlas. Su Estados Unidos es un Estados Unidos violento y dividido; sus salvadores de Estados Unidos son delincuentes e inadaptados. Sus estadounidenses arrasan el sudeste asiático —a través de Birmania, Vietnam, Corea, Japón— y enormes estatuas de Buda les sonríen sardónicamente. En Steel Helmet, las tropas estadounidenses, agachadas sobre el regazo del Buda, disparan sobre el hombro del Buda. El nacionalismo romántico de Fuller es bastante incapaz de ver un camino positivo a seguir, un futuro real. Los Estados Unidos que él celebra están al borde de la locura. Esto lo demuestra aún más la sinopsis argumental de la película en la que está trabajando ahora, Shock Corridor [Corredor sin retorno].

Un periodista (el propio Fuller fue periodista antes de dedicarse al cine, formación de la que está orgulloso y que ha utilizado explícitamente en su película sobre periodismo, Park Row [La voz de la primera plana]) quiere ganar el premio Pulitzer. Se entera de un asesinato sin resolver en un manicomio y se las arregla para ser reclutado en el manicomio —un agente doble entre la cordura y la locura— y escribir la historia. Hay tres testigos clave. Primero, el único estudiante negro en una universidad del Sur, que se ha vuelto loco y se cree el jefe del Ku Klux Klan. En segundo lugar, un soldado que se pasó a los comunistas después de ser capturado en Corea. En tercer lugar, un científico atómico que ha retrocedido a la edad mental de seis años. El periodista resuelve el asesinato, escribe la historia y gana el premio Pulitzer. Pero está tan perturbado por la experiencia que él también se vuelve loco y es internado en un manicomio. Su elección ya está hecha.

Finalmente, algunos comentarios sobre el estilo de Fuller. Fuller tiene un extraordinario dominio del tempo. Es célebre tanto por sus rápidos saltos de montaje —una influencia decisiva en À bout de souffle [Sin aliento] de Godard— como por la duración de las tomas individuales. (Una toma de Verboten! de 5m. 29s.; una toma de Run of the Arrow de 4m. 11s.) Sus películas contienen imágenes inusualmente impactantes: una vista de Fujiyama entre los zapatos de un cadáver (House of Bamboo); una batalla en un laberinto de trampas poligonales para tanques tan altas como hombres (Merrill’s Marauders [Los invasores]); un niño tonto que es succionado por arenas movedizas y sopla una armónica para pedir ayuda (Run of the Arrow). Finalmente, a pesar de todas las especulaciones sobre Lang y Losey, me parece que Fuller es el director de cine cuya metodología se aproxima más al teatro de Brecht. Compárese, por ejemplo, su uso de personajes como actores de un drama y portavoces de su conciencia del drama, su uso de canciones y de escenarios exóticos y distantes, e incluso su uso de carteles y eslóganes: al final de Run of the Arrow aparece una rúbrica en la pantalla: “El final de esta historia lo escribirás vos”.

Fuller es un ejemplo de una personalidad creativa distintiva (ha escrito, producido y dirigido la mayoría de sus películas) que trabaja dentro de un género tradicional para ampliar y explorar tanto sus temas tradicionales como sus propias actitudes hacia ellos. Los géneros que ha utilizado son los que tratan de áreas clave de la historia estadounidense, y Fuller los ha utilizado para afrontar los problemas que plantean las contradicciones de la historia estadounidense. No ha eludido esas contradicciones, sino que ha tratado de disolverlas en una declaración extrema de nacionalismo romántico. Ha llevado el nacionalismo romántico hasta donde puede llegar. Sus películas futuras mostrarán hasta dónde puede llevar su propia energía e integridad.

Run of the Arrow

Jean Renoir

[Publicado originalmente en NLR n° 25, mayo/junio de 1964, pp. 57-60]

En 1936, suele olvidarse, Jean Renoir realizó una película de propaganda, La vie est à nous [La vida es nuestra], para el Partido Comunista Francés, protagonizada por Maurice Thorez, Jacques Duclos, etc.; en 1937 realizó La Marseillaise [La Marsellesa] para el movimiento sindical (CGT). Luego, la guerra y el exilio en Hollywood. Los días embriagadores del Frente Popular nunca regresaron. En 1950 rodó The River [Río sagrado] en la India (su última película estadounidense), explicando que, si bien antes de la guerra había intentado alzar “una voz de protesta”, ahora pensaba que tanto los tiempos como él mismo habían cambiado: su nuevo estado de ánimo era de “amor”, de “sonrisa indulgente”. Las siguientes películas parecieron confirmar esta tendencia: French Cancan, Elena et les hommes [Elena y los hombres]. ¿Traición? ¿O madurez? Los críticos se dividieron. Un bando elogió al Renoir de antes de la guerra, el Renoir “de izquierda”; el otro elogió al Renoir de posguerra, al Renoir del “cine puro”. Una escuela, apoyándose en la autoridad de André Bazin, recordaba al Renoir “francés”; otra, encabezada por los críticos emergentes de Cahiers du cinéma, proclamó al Renoir “estadounidense”. A medida que Renoir envejecía, argumentaban los críticos de Cahiers, se volvía más personal y, por lo tanto, más autor y mejor director. El debate se volvió cáustico. Renoir, escribió un crítico anti-Cahiers, “deificado por imbéciles, ha perdido todo sentido de los valores”. Y así por el estilo.

La verdad es que la obra de Renoir es un todo coherente. El motivo principal de su pensamiento siempre ha sido la cuestión del hombre natural: naturaleza y artificio, Pan y Fausto, armonía natural. Sus diferentes actitudes hacia la sociedad han sido el resultado de la naïveté “natural” que ha valorado. El Frente Popular le atraía, ha confesado, en parte porque parecía presagiar una era de armonía entre clases, un idilio nacional; después de la guerra, las fuerzas que habían formado el Frente mostraron discordia más que concordia y Renoir se retiró de la vida política, lejos de los campamentos y bloques, hacia el campo, la propiedad de su padre, la nostalgia y una especie de panteísmo. Sin embargo, Renoir el panteísta no es otro que Renoir el comunista, Renoir el propagandista “rojo”. Su primera lealtad siempre ha sido hacia el hombre común y corriente, sin pedir nada más que comer, beber, dormir, hacer el amor y vivir en armonía con los demás millones de hombres comunes y corrientes en todo el mundo. No le gusta la reglamentación, la sistematización, cualquier cosa que amenace las cualidades humanas naturales a las que está apegado. Detesta las condiciones impuestas al hombre por el capital —en su límite más extremo, su detestación lo ha llevado al anarquismo y al pacifismo—, pero no puede aceptar el conflicto o la disciplina necesarios para el derrocamiento del sistema capitalista. Su gran antepasado filosófico es Rousseau; en un momento su preocupación ha sido la Voluntad General, en otro el Buen Salvaje.

La vie est à nous

Renoir reconoce la existencia de clases sociales y nacionalidades —le fascinan como fenómenos— pero insiste en que estas diferencias no tienen por qué dividir a los hombres en su esencia humana. Así, amos y sirvientes —sus vidas y escapadas— siempre han interactuado y se han entrelazado humanamente en el mundo de Renoir, aunque los dos órdenes siguen siendo distintos. (Renoir siempre ha preferido representar las relaciones amo-sirviente antes que empleador-trabajador: le repugna el anonimato de la fábrica.) Véase, por ejemplo, la conversación sobre harenes entre el marqués y el sirviente en La règle du jeu [La regla del juego]. Las divisiones que cuentan son divisiones “espirituales”, no sociales. “Mi mundo está dividido en avaro y derrochador, descuidado y cauteloso, amo y esclavo, astuto y sincero, creador y copista” (Amo y esclavo, para Renoir, son categorías espirituales; usa “aristócrata” de la misma manera). Renoir es el portavoz de los valores humanos que la sociedad capitalista destruirá tanto como pueda: los valores que Rousseau consideraba presociales. Confía en que estos valores no pueden destruirse por completo, que hay recovecos espirituales a los que el capitalismo no puede llegar, que los seres humanos no pueden ser completamente deshumanizados. Renoir cree que la mayoría de la gente no quiere más que una vida sencilla y sin complicaciones; todo lo demás es vanidad, falsa pompa. Esto implica una renuncia a la vida pública y un retiro a la privacidad, una huida de las realidades centrales de una sociedad inhumana hacia sus márgenes humanos. Explica la fascinación de Renoir por las mujeres, los jugadores errantes, los gitanos, los vagabundos, los cazadores furtivos, etc., todos aquellos que viven en este margen humano. Sin embargo, la bonhomía de Renoir —su optimismo abierto— fácilmente cae en la bufonería —una especie de pesimismo oculto—.

La expresión más pura del apego de Renoir al hombre natural es su película Boudu sauvé des eaux [Boudu salvado de las aguas], realizada en 1932. Desde que la hizo, dijo, ha estado buscando en vano otra historia similar. Un librero parisino rescata a un vagabundo, Boudu, que se ha arrojado al Sena. Lo lleva a casa y comienza a intentar civilizarlo, educarlo en los deseos de la vida burguesa. Pero Boudu es intratable, un hombre natural, resistente a la moderación y a las sutilezas, se sube a la mesa, duerme acurrucado en el suelo, arruina libros raros, arranca las cortinas, ataca a la esposa de su benefactor, etc. Eventualmente, se llega a una especie de acuerdo y se decide que Boudu se casará con la mucama. (Casarse con la mucama es una característica recurrente de las películas de Renoir.) Durante la fiesta de casamiento, Boudu vuelca un barco en el Sena, nada hasta la orilla, se tumba debajo de un seto y regresa feliz a una vida de vagancia. La incursión de Boudu en la sociedad es destructiva, anárquica: la misma burguesía que, en palabras de Renoir, produjo a Proust y al ferrocarril, no puede lidiar con Boudu. Está claro qué modo de vida considera Renoir el más auténtico. Pero Boudu es un caso extremo: en conjunto, Renoir templa la naturaleza con prudencia.

Para mí el semáforo en rojo simboliza exactamente ese lado de nuestra civilización moderna que no me gusta. Se enciende una luz roja y todos se detienen: exactamente como se les había ordenado. Todos se vuelven como soldados marchando al paso. El sargento mayor grita “¡Alto!” y todos se detienen. Hay un semáforo en rojo y todos se detienen. Para mí eso es un insulto. De todos modos tenés que aceptarlo, porque si continuás, a pesar del semáforo en rojo, probablemente te matarán.

La obra maestra de Renoir, La règle du jeu, explora el mismo tema en un nivel diferente; es más compleja y más matizada. André Jurieux, un héroe popular (un piloto estrella que es torpe en tierra: el símbolo es familiar), perturba la fiesta aristocrática a la que está invitado debido a su pasión por la esposa del anfitrión. El código de reglas por el que se ordena la vida se rompe y los invitados y el anfitrión comienzan a pelear “como peones polacos”. Jurieux, la fuerza perturbadora, debe ser expulsada; recibe un disparo y un discurso de gran delicadeza de De la Chesnaye —el anfitrión, un marqués que adora las cajas de música mecánicas— restablece el orden y el código convencional. El asesinato de Jurieux hace eco con la caza de pájaros y conejos en los campos de tiro al blanco: la destrucción sin sentido de seres naturales para ajustarse a un estilo de vida. Semejante esquema no sugiere todo el alcance de la película: la superficie fluctúa continuamente y es esta interacción fluctuante de los personajes, más que la intriga (una especie de trama de Beaumarchais), la que marca el ritmo y atrae la atención. Renoir da a sus actores mucho espacio y tiempo —mediante el uso de profundidad de campo y tomas largas— y los anima a moverse. La película está repleta de movimientos y gestos, de modo que la primera impresión es de un continuo ir y venir, combinado con una aguda precisión psicológica. La cámara, en frase de André Bazin, es “el invitado invisible, sin más privilegio que la invisibilidad”. La construcción de la película se revela poco a poco al espectador atento: Renoir no insiste en sus argumentos. De hecho, en La règle du jeu la tragedia surge imperceptiblemente de la farsa vertiginosa; la aristocracia está más condenada al fracaso —una aristocracia que nunca es una caricatura, como lo es en Eisenstein— cuando está en su mejor momento.

Después de la guerra, Renoir volvió a los temas de La règle du jeu, más obviamente en Elena et les hommes, pero también en Le carrosse d’or [La carroza de oro], realizada en Italia en 1952. Aquí sólo hay espacio para hacer algunas observaciones sugerentes sobre esta película. En primer lugar, retoma la misma tríada de personajes que aparecieron en La règle du jeu: Virrey = Marqués, Torero = Piloto (el héroe popular), Felipe = Octave. Pero aquí hay una diferencia: es la mujer, Camilla, quien es la fuerza natural y disruptiva; el torero es simplemente el pretendiente que se muestra torpe, incluso ridículo, cuando está fuera del ruedo. En segundo lugar, la propia carroza dorada es usada como símbolo de la vanidad humana, del deseo de aclamación y pompa públicas. Es la carroza de Fausto (dominio sobre la naturaleza): el virrey debe elegir entre la carroza y Camilla (sumisión a la naturaleza). Pero, en tercer lugar, Renoir introduce una idea que modifica radicalmente su actitud hacia la naturaleza: que, en algunas circunstancias, lo más natural es desempeñar roles artificiales. Así, Camilla, la fuerza natural, sólo es realmente su yo natural cuando actúa en el escenario de la commedia dell’arte. La vida real y el teatro se confunden inextricablemente: sería, en cierto sentido, antinatural que el virrey eligiera a Camilla; no puede. Sin embargo, finalmente, Felipe, quien va a vivir con los indios (los salvajes de Rousseau), puede ser natural, porque opta por excluirse por completo de la sociedad. Es, como Octave en La règle du jeu, un fracaso, incapaz al principio de elegir entre aceptar o rechazar la sociedad –entre dos conjuntos de valores–, pero finalmente se ve obligado a abandonarla.

Renoir siempre ha sido un pionero. Su película Toni (1934) es ampliamente considerada como una fuente principal del neorrealismo italiano: existe un vínculo directo a través de Visconti, quien fue asistente de Renoir. La règle du jeu usó la profundidad de campo antes que Welles. Renoir quería tener más libertad para colocar a sus actores y dejarlos moverse. La misma consideración lo llevó a las técnicas televisivas para Le déjeuner sur l’herbe [Comida sobre la hierba] y Dr. Cordelier, filmadas con varias cámaras simultáneamente y micrófonos ocultos: esto daba mucha más fluidez y también significaba que los actores no podían actuar a la cámara. A Renoir nunca le han gustado los cortes rápidos: a menudo prefiere un movimiento de cámara extravagante, como el giro de 360 grados tan admirado por Bazin en Le crime de Monsieur Lange [El crimen del señor Lange], a un corte. Sus películas utilizan cada vez menos champs-contre-champs, cada vez menos primeros planos. El ritmo de sus películas proviene de los actores, no del montaje. Cuando utiliza primeros planos, por ejemplo, no es para enfatizar un clímax dramático, sino para puntuar con imágenes ajenas a la acción principal. A menudo son de la naturaleza (“cuasi-animistas” es la frase de Jacques Rivette): las ranas y los conejos retorciéndose en La règle du jeu, la ardilla Kleber en The Diary of a Chambermaid [Memorias de una doncella], los insectos en Le déjeuner sur l’herbe.

Sin duda, Renoir es uno de los grandes maestros del cine. Su obra se extiende desde Los bajos fondos de Gorki hasta la commedia dell’arte; abarca encantadores de serpientes indios, ninfas y sátiros, Jekyll y Hyde, el general Boulanger, bebés de probeta, bailarinas de cancán y el Partido Comunista. Algunos críticos no han visto en Renoir más que la retirada a un idilio pastoral, una reminiscencia de la pintura de su padre. La enorme diversidad del material de Renoir los contradice. Porque, si bien insiste en los valores del idilio —valores no corrompidos por el capitalismo—, nunca ha hecho de los límites del idilio su propio horizonte. Al contrario, ha insistido en aplicar estos valores a todo tipo de circunstancias. Quizás haya sido demasiado optimista. Pero sería un error reprocharle el exceso de optimismo de, digamos, Elena et les hommes —su atmósfera omnipresente de benevolencia y simpatía hacia todos— y no el exceso de optimismo que caracterizó su apoyo al Frente Popular. Además, es su optimismo lo que le permite reducir los valores de la sociedad burguesa a una farsa; no es el optimismo hipócrita del sentimentalismo burgués. Es una confianza firme en el hombre y en su apego a valores auténticos. A propósito de La Marseillaise, Renoir comentó sobre los hombres que asaltaron las Tullerías: “Por supuesto, ante todo, eran revolucionarios, pero eso no les impedía comer, beber, sentir demasiado calor o demasiado frío. … Estaban en medio de acontecimientos que transformaron los destinos del mundo, como la paja en una tormenta. Pero no debemos olvidar que la tormenta que los arrastró fue obra suya”.

Le carrosse d’or

Stanley Kubrick

[Publicado originalmente en NLR n° 26, verano de 1964, pp. 71-74]

Stanley Kubrick, con su meteórico ascenso a la cima de la industria, ha logrado hasta ahora adelantarse a las valoraciones críticas. Al principio fue recibido como el regenerador del thriller; de repente se volcó hacia las buenas causas y el contenido social. Y tan pronto como ganó nuevos amigos con Paths of Glory [La patrulla infernal], puso a prueba su lealtad al límite al elegir hacer un éxito de taquilla, Spartacus [Espartaco]. A continuación, Lolita confirmó para Andrew Sarris la visión sombría que había tenido de Kubrick, pero fue recibida por Jean-Luc Godard en las páginas de Cahiers du cinéma como “simple y lúcida”, una “sorpresa”. Finalmente, Dr. Strangelove [Dr. Insólito] dividió a los críticos más ortodoxos de manera tan inesperada como Lolita dividió a Sarris y Godard. A algunos les pareció una película profundamente seria, valiente y progresista; para otros, enferma y nihilista. En general, parecen haberse formado dos grandes corrientes de opinión. Por un lado, se puede considerar que Kubrick intenta con valentía —y con mayor o menor éxito— hacer películas “serias” e inconformistas que, al mismo tiempo, lleguen a un público masivo y se beneficien de todos los recursos que normalmente sólo están al alcance de lo meramente “espectacular”. O, por otro lado, se puede considerar que Kubrick está estirando demasiado sus poderes, disipando su talento en proyectos grandiosos y en “grandes ideas”, atractivas por su alcance, pero que sólo puede marcar con su propia personalidad en peculiaridades y fragmentos. Pero, sea como sea, persisten dudas incómodas.

Una ambigüedad crucial en la obra de Kubrick reside en la relación entre su liberalismo biempensante y su obsesión por el desastre. Kubrick ha mencionado que Max Ophüls es su director favorito: la mayoría de los críticos han pensado que esto es una preferencia estilística y lo han notado junto con su adicción a los travellings. Pero aquí hay otra cualidad común, más profunda: las películas de Kubrick están impregnadas de lo agridulce ophülsiano. Lolita, por supuesto, es agridulce de principio a fin. En Killer’s Kiss [El beso del asesino], ambos amantes, Gloria y Davy, son fracasados: una bailarina fracasada, eclipsada por su hermana, y un boxeador fracasado, a quien Gloria ve en la televisión golpeado ignominiosamente contra la lona. Dos de las películas de Kubrick, Paths of Glory y Dr. Strangelove, terminan con canciones sentimentales, utilizadas como contrapunto a la derrota total. En Paths of Glory, la canción se burla de la orden de regresar al frente dada a las tropas agotadas por la guerra después de la ejecución de tres de ellos por cobardía, tres que eran, de hecho, inocentes, elegidos arbitrariamente como chivos expiatorios para encubrir los errores y el salvajismo de un alto oficial. En Dr. Strangelove, la ironía es aún más feroz: una canción de Vera Lynn acompaña una larga secuencia de explosiones atómicas y nubes en forma de hongo. Aún así, hay que hacer una distinción vital entre el pesimismo de Ophüls y el de Kubrick. Ophüls era un romántico; de hecho, un archirromántico. En Lola Montès, su película más grande y pesimista, el mito de Lola es el de Ícaro: la aspiración de Lola a una libertad individual, ideal, se ve destrozada por la realidad de la historia humana, una realidad que, dado que su propia visión sigue siendo pura, no puede aprehender incluso después de su caída. Ella termina en una jaula en una colección de animales de circo, aprisionada, degradada, caída, pero aún apegada a su sueño roto, que recrea cada noche. La recreación —ficticia y teatral— es una reafirmación heroica del valor de las aspiraciones de su vida destrozada: el triunfo del mito sobre la realidad a través del arte. Pero para Kubrick no hay mitos, ni libertad, ni esperanza: sólo su ausencia. La contraparte del liberalismo insulso de Kubrick es un nihilismo insulso. La Lolita de Kubrick no está dominada por la búsqueda de una pasión imposible (imposible porque Lolita debe vivir en el tiempo) sino por la búsqueda de Quilty, rastrearlo y matarlo. El mundo de Kubrick está deshumanizado; las pasiones humanas son fatuas. Su pesimismo es frío y obsesivo.

Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb

Para Kubrick, lo agridulce se desborda fácilmente hacia lo grotesco y la farsa negra. Esta racha se manifestó muy pronto y poco a poco se fue haciendo dominante: la pelea con hacha y barra de bomberos entre Davy y Rapalo en Killer’s Kiss, en la que una sala llena de muñecos de sastre son despedazados con enormes golpes, con las extremidades y las cabezas volando por todas partes; la conversación de Nikki con el encargado negro del estacionamiento en The Killing [Casta de malditos]; el ping-pong antes del asesinato de Quilty en Lolita, las grotescas secuencias de la sala de guerra del Pentágono en Dr. Strangelove. El expresionismo es empujado hacia el surrealismo: yuxtaposición extraña, matices macabros, el triunfo de lo irracional. Pero Kubrick va mucho más allá que Welles, sobre todo en la elección de los actores. Es totalmente lógico que Kubrick se hubiera fijado en Peter Sellers para sus dos últimas películas: un actor casi sin esencia humana, un imitador y un caricaturista. Y mientras que en Welles los actores-caricatura son usados como contraste para la cualidad masiva, pervertida pero muy humana del propio Welles, en Kubrick no hay nada más que caricatura. La verdadera lógica de Dr. Strangelove es que Sellers debería interpretar, no sólo tres, sino todos los papeles. Para Welles, el mundo es una pesadilla que pervierte las aspiraciones fáusticas del hombre en maldad mefistofélica: la única respuesta auténtica es el estoicismo y el escepticismo; el escritor favorito de Welles es Montaigne. Para Kubrick todo está enfermo, todas las cualidades humanas son caricaturas, no hay autenticidad. (Incluso sus personajes aparentemente positivos —Dax y Espartaco— no experimentan nada auténticamente más que la derrota: la esperanza, para ellos, es sólo ignorancia.)

Antes de dedicarse al cine, Kubrick trabajó como fotógrafo para Look. Sus primeras películas fueron elogiadas por la crítica por su “aptitud visual”: Killer’s Kiss está llena de planos cuidadosamente compuestos: reflejos, sombras, siluetas, etc. El efecto general es bastante recargado y excesivamente ornamental. The Killing es una película mucho más limpia. Cuenta la historia de un atraco en un hipódromo; las tareas de cada miembro de la pandilla están asignadas a un cronograma preciso. Los cortes son brillantes; el plan de la película refleja el plan del robo en su precisión. Algunas secuencias se repiten dos veces, desde diferentes puntos de vista, mientras se siguen los diferentes roles de los diferentes actores en cada operación. La cámara es muy móvil. Esta movilidad se vuelve demasiado obvia en Paths of Glory: la cámara avanza interminablemente por trincheras llenas de soldados exhaustos; las paredes de las trincheras circunscriben el alcance de la cámara de manera demasiado obvia. En otra escena, la cámara recorre de un lado a otro el final de un gran salón mientras el coronel Dax, defensor en un consejo de guerra, camina de un lado a otro. Todas las películas de Kubrick tienden a estar demasiado dirigidas. En sus películas posteriores, la construcción se vuelve mucho más flexible y el trabajo de cámara más expresionista aún. La retirada del naturalismo es muy obvia en Lolita, que fue rodada en Inglaterra: el himno de alabanza al paisaje estadounidense —moteles, peajes, hojas de trébol, neón, etc.— que se podría haber esperado del libro de Nabokov fue completamente abandonado por Kubrick. En Dr. Strangelove la trama se desarrolla de forma muy libre y esquemática: no parece importar cuánto tiempo quede; la cuestión es que no hay suficiente.

Kubrick es un director ambicioso. Pero sus proyectos más grandiosos no parecen haberlo obligado a profundizar su pensamiento: fundamentalmente, Dr. Strangelove es un avance respecto de Killer’s Kiss sólo en la medida en que su pesimismo se extiende mucho más, más universalizado y más cósmico. Ciertamente esto produce un efecto más sensacional: el fin del mundo es necesariamente sensacional. Pero, al mismo tiempo, no es el fin del mundo real; es el final de una caricatura monstruosa. Porque, cuanto más universalizado se vuelve el pesimismo, más necesario es deshumanizar el mundo y caricaturizar a la humanidad. Así, Dr. Strangelove no tiene ninguna potencia real. Por otra parte, Kubrick no es ciertamente un Preminger. La noción de “atrevimiento”, de “enfrentar los problemas”, es obviamente hueca para Preminger; aunque ha hecho películas sobre la drogadicción, la violación, Israel, la homosexualidad en el Senado de los Estados Unidos, el Ku Klux Klan, etc., nunca ha sido más que un parásito de la controversia. De hecho, sus dos últimas películas han sido apologías de la constitución estadounidense y del colegio cardenalicio. Comparado con Preminger, Kubrick es un auténtico inconformista. De hecho, parece cada vez más antiestadounidense: incluso se ha exiliado voluntariamente. Pero cuanto más se retira Kubrick al expresionismo y la caricatura, más su pesimismo se convierte en una mera cuestión de estado de ánimo, en lugar del resultado de una confrontación de problemas reales. En última instancia, tal vez, Kubrick no muestra más que la salida fácil del impasse liberal. Ve la insuficiencia del liberalismo, su impotencia ante una crisis, pero no puede abandonarlo. Continúa repitiendo sus lugares comunes. Cada vez tienen un sabor más agrio en la boca. Dalton Trumbo deja paso como guionista a Terry Southern. Y a medida que los lugares comunes se vuelven cada vez más amargos, más y más ridículos, también lo hace el mundo. Todo el mundo se convierte en Peter Sellers. La humanidad se convierte en el lugar común más grotesco de todos. Mientras tanto, su mejor película sigue siendo The Killing, donde la calidad humana de los personajes (Sterling Hayden, Kola Kwarian, Tim Carey, Ted de Corsia, Jay C. Flippen), vistas en sus relaciones mutuas y con su trabajo, sigue siendo sin par. Sin embargo, a pesar de la facilidad del desarrollo de Kubrick, sería un error descartarlo por completo. En algún lugar dentro de él se esconde un Nathanael West que lucha por emerger. Si no consigue liberarlo, Kubrick acabará siendo tan fatuo como el mundo que describe.

The Killing

Acá pueden leerse los artículos de Wollen/Russell dedicados a Louis Malle, Budd Boetticher y Alfred Hitchcock.

Acá, los dedicados a Josef von Sternberg, Jean-Luc Godard y Roberto Rossellini.


Notas

1  Los nisei son los hijos de inmigrantes japoneses. [N. del T.]

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