Historias de la transpiración (Primera parte)

1. De Jack para acá

Si Saint Jack fuese un western, el personaje de Ben Gazzara sería un forajido que terminó de sheriff en algún pueblo perdido. Pero acá no hay pasado que venga a cobrarle viejas cuentas ni futuro que prometa prosperidad; solo él: su cuerpo indolente en el llano, su mirada perdida en la nada, y un par de quilombos locales que se solucionan con un tiro al aire que no alcanza a espantar las moscas. O, al menos, esa es la sensación. Porque, en realidad, el Jack que complementa al Saint está metido hasta la médula en el barro del bardo. Pero se mueve como si nada pudiera perturbarlo. Camina por las calles polvorientas de Singapur y saluda a los vecinos con amabilidad, se sienta a fumar y a contar chistes entre amigos ocasionales, o lo que venga al caso.

Pero, mejor aún: si Saint Jack fuese una película de Claude Sautet, Gazzara sería Michel Piccoli, y todo Singapur un barrio bajo de París. El resto no cambiaría mucho. Tal vez caminaría menos y andaría más en auto, porque una película de Sautet sin Piccoli manejando no es una película de Sautet. Pero el resto no cambiaría mucho: las ventanas abiertas, las amistades que van y vienen, los amores breves y la muerte acechando en cada rincón alcanzado por el sol.

Como Piccoli, Gazzara es arquetípico. No hay distancias entre el Gazzara de The Killing of a Chinese Bookie, el Bukowski ferreriano de Storie di ordinaria follia y este Saint Jack. Hurgando más lejos: no hay distancias entre el Bogart de Casablanca (Michael Curtiz, 1940) y este de Saint Jack. No me atrevería, incluso, a separarlos por el romanticismo, porque no estoy seguro ni del romanticismo del primero, solo por pertenecer al cine clásico, ni del segundo, por pertenecer al cine del desencanto. Cuando se entregan al fuera de campo, estos arquetipos —en los que se nos podría ir a la vida y no nos jodería en lo más mínimo— se entregan a la parca.

Vuelvo: no hay nada más milagroso en el cine que los arquetipos. Gazzara está solo, pero no es un alma reventada por la soledad. La brújula le falla de a ratos, pero al final vuelve a ser él, y le alcanza una mirada para probárselo al personaje interpretado por el propio Bogdanovich(1)

Este Gazzara no tiene ínfulas de superioridad, no sermonea a nadie ni necesita justificarse como los grandes oradores: se enfrenta a las situaciones con la carne en primer plano y de lo empírico hace las decisiones. Por ejemplo, en el tramo final de la película, se le encarga fotografiar a un cliente suyo en la intimidad para luego extorsionarlo. Y no es hasta que está en plena situación, haciendo las fotos, que siente el rechazo, la repulsión, el límite de su propio cuerpo. Y recién ahí vuelve. Porque esto no me gusta, porque esto no soy. Pero no estaba seguro. Tenía que confirmarlo. Tenía que ver hasta dónde me habían mojado las medias las aguas del diablo. 

Y es que, de nuevo: a Jack no lo mueve nada por fuera del instinto y el deseo (que, en nuestra especie, a veces se confunden) y de eso la película da cuenta en una escena extraordinaria: cuando sale de una sesión de tatuajes que le sirve para tapar las profecías que le escribieron en los brazos los mafiosos de turno, un joven se le acerca y le dice que Eddie, el mismo que le encargaría hacer las fotos de las que hablaba unos párrafos más arriba,  quiere verlo. Jack pregunta: “¿Tiene aire acondicionado?”. La respuesta es afirmativa, así que Gazzara se sube al auto.

Seguimos alimentando a la fiera: Jack no es un nostálgico. Ni una sola línea de la película expresa un deseo de volver a su tierra, y mucho menos un recuerdo de otro mundo que lo mantenga en este. Se mueve en estas aguas porque le tocan, y si mañana tocan otras, hará lo mismo. Está cómodo en su cuerpo, no le escapa a nada, aparece y se diluye como un personaje sin pasado. Su momento es el ahora. Lo que a Jack se le ve en los ojos —esa mirada Gazzara que merece su olimpo propio— es la sangre. Estoy roto pero vivo. Sigo. Tengo que seguir. Estoy acá. Los espero. A vos, y a vos, y a ella. A los que vienen a morir a mi lado y a los que vienen a matar. Son bestias sin nación. Remolinos perdidos. Calles de polvo. Agua sucia pero no estancada. Porque Gazzara está sucio pero se mueve para sacudirse esa mugre. No la deja quieta; no pierde, porque sigue jugando. ¿Por qué no puede ser la guita uno de esos motivos? Es lo que diríamos un tipazo. Un bonachón. Un generoso. Y ahora su deseo le grita que necesita guita para reconstruir el deseo (“sueño” me parece una palabra impropia de este personaje) y volver manos a la obra.

2. De Jack para allá

Asociaciones básicas: The Letter (William Wyler, 1940) y The Year of Living Dangerously (Peter Weir, 1982), aunque una se haya rodado en los estudios de la Warner y para la otra haya que cruzar el Mar de Java y desembarcar en Indonesia. Por proximidad geográfica y cinematográfica, me quedo solo en la segunda: colonizados occidentales en oriente; noches de sudor, lunas de papel y líos ajenos.

The Year of Living Dangerously (Peter Weir, 1982)

Así, Bogdanovich filma como europeo (me quedé pegado a la idea de Sautet, perdón), pero sacándose de encima el pegajoso concepto de cine arte. Le importa más la abstracción que los firuletes. No se detiene en lo efímero de las cosas sino en lo tangible, y ahí es donde la fotografía de Robby Müller destaca por su entendimiento de lo urbano: ahí atrás, sus trabajos con Wim Wenders, y ahí adelante el William Friedkin de los 80 (To Live and Die in L.A., otra gran historia de la transpiración) y algunos Jim Jarmusch desmarcados. Sin llegar al purismo de Nestor Almendros, el de Müller es un naturalismo de posguerra que destaca por lo expresivo. A él se le debe, además del aliento caliente que percibimos en la cara durante toda la película, algunos planos puntuales de belleza arrebatadora, como ese que, cerca del final, enmarca el cuerpo apesadumbrado de Gazzara en el balcón, bajo un cielo agonizante.

Por su parte, Weir filma con otro impulso, con otro ritmo. Bebe de una fuente más de fórmula y pone lo narrativo en primer lugar y lo atmosférico como complemento y sustancia de su mundo. The Year of Living Dangerously es devoción hollywoodense, y su Mel Gibson, un pibe con ganas de llevarse el mundo puesto. Bogdanovich no oculta su devoción (pocos devotos más grandes del corazón plebeyo de Hollywood que él) pero sí parece estar un poco harto. La de Weir está filmada para los Oscars (no es un demérito) y la de Bogdanovich ni se acuerda de que existen. Lo que está claro es que ninguno fue a las islas a hacer folletines turísticos.

Bogdanovich filma como si el calor le pesase. Quien opera la cámara se mueve con el ritmo cansino de los que no soportamos el calor y no nos alcanzan las manos para sacudirnos los bichos que nos rodean. Tal vez por eso este Bogdanovich sea tan diferente a otros Bogdanovich. El chorro de vitalidad le mana más despacio, como entre dientes, y Gazzara es el rostro impertérrito de esa afluencia. Un monje que le ha dado toda la vuelta al loto y, ya sin salida, camina despacio, mastica el humo y escupe el fuego. 

3. De Jack para ninguna parte

Cuando presenta a Denholm Elliott (británico adorable que llega a la isla por cuestiones de laburo y vuelve varias veces por cuestiones de amistad) frente al resto de los occidentales confinados en Singapur, el personaje de Jack hace plano aparte. Llegan juntos, dicen alguna boludez y Gazzara abandona el plano como quien deja a su hijo a cuidado de un grupo de amigos que le enseñarán esas cosas que después le reprochará su madre. Entonces hay dos planos: el primero atiborrado de testosterona y animosidad, y el segundo con Gazzara en silencio, habano y escabio mediante.

Parece una pavada (así que seguramente lo sea), pero da la sensación de que Jack sólo se integra al resto de los personajes cuando lo une algo más que la coincidencia espacio-temporal. Frente a Eddie es casi siempre plano-contraplano, pero con Elliott comparte planos que los unen, y las mejores líneas del guión son las que intercambian entre ellos. Porque Saint Jack es también, o principalmente, una película sobre una amistad. Y sobre la prostitución. Y es que llegamos hasta acá y todavía no dije que Gazzara es un fiolo con ínfulas de Hugh Hefner (no-tan-curiosamente uno de los productores de la película), que planea armar su propia mansión playboy en tan exótica tierra. La empresa no llega a buen destino; creo que, después de los primeros cinco minutos de película, nadie espera que eso ocurra. El gansterismo oriental se la tiene jurada a Jack, y más temprano que tarde habrá que cortarle las alas y escribirle presagios en los brazos. Y así, entonces, se reafirman los tres frentes de la película: la amistad, el trabajo (la guita) y los valores que constituyen humanos. Cada orilla se desvanece en una mirada: la que pierde al amigo en las aguas de la muerte, la que mira al harén destruido y la que cruza por última vez a Eddie: arreglate solo, no cuentes conmigo. 

Y en el medio de todo esto, un infierno de Cine que no llega a las cotas de Wake in Fright (Ted Kotcheff, 1971) —que asoma para aparecer en futuras entregas— pero que también rebalsa escabio, transpiración, humo, mugre, y lo mezcla todo con fraternidad y códigos básicos que se comparten al margen de un pueblo: un otro sin mayúsculas. De algún modo, Bogdanovich se las arregla para quitar del centro la violencia, pero sin rehuirle a la pasión. Esto es: camaradería mata parlamento.

Para el final, vuelve Sautet —si es que se fue en algún momento—, que empieza su obra con Lino Ventura alejándose entre la gente, con una condena sobre la espalda (Classe tous risques, 1960), y la termina con Emmanuelle Béart acercándose hacia la gente, con una condena menos sobre la espalda (Nelly et Monsieur Arnaud, 1995). Acá Gazzara no va ni viene sino que vuelve al punto de origen. Cruza un puente y saluda a esa gente que para entonces ya es la suya, y luego se pierde en la selva urbana.

Notas

1 Cuenta Roger Corman —productor de Saint Jack— en los extras de la edición Blu-ray que salió al mercado en 2017 que la intención era que otro actor —no da nombres— se interpretara el papel, pero, por cuestiones de presupuesto, se terminó haciendo cargo el propio Bogdanovich.

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