La fría luz del día. Sobre “Toute une nuit”, de Chantal Akerman

Cae la noche en Bruselas. Los últimos viandantes vuelven a sus casas tras la jornada de trabajo: un joven sube al bus urbano en el último momento, una pareja conduce cansada y enamorada… Pero en la calle aún quedan los despiertos, los muertos vivientes movidos por una fuerza superior a la gravedad. Cada noche, estos seres anónimos interpretan su papel en historias de amor, traición, soledad e intimidad más propias de algún melodrama barato, si no fuera por la tristeza endémica que parece sufrir su creadora.

El tejido narrativo de Toute une nuit está formado por un puñado de todas las historias posibles de amor, todas las posibles películas que no fueron hechas y algunas que lograron abrirse camino: los jóvenes que obligan a una chica a decidirse entre ambos podrían ser los protagonistas de Nuit et jour; la esposa que se marcha en plena noche para volver después, Jeanne Dielman; la mujer que ve a su cita esperando enfadado bajo su balcón, acosándola, La captive; las chicas fugadas en plena noche, J’ai faim, j’ai froid; Aurore Clément y sus encuentros en Les rendez-vous d’Anna; una joven que llama a su madre fumadora, el reflejo inverso de Demain on déménage. La noche belga como telón bajo el que se ocultan los deseos, esperanzas y frustraciones de Akerman, una síntesis extremadamente precoz de toda su obra. Pocas y pocos cineastas pueden presumir de una obra tan unificada y coherente como la suya.

Al igual que la dicotomía entre el día y la noche, Akerman parece establecer una línea divisoria entre el interior y el exterior de los espacios. En el interior, una pareja de desconocidos rompe a bailar apasionadamente una canción italiana, como la joven de Portrait d’une jeune fille de la fin des années 60 à Bruxelles bailaba con un chico al son de Leonard Cohen en su cuarto. Cuanto más estrecho el espacio, más intimidad (los amantes tras los cristales de un estrecho portal, Clément y su amante bailando en un pasillo…). Akerman encierra entre cuatro paredes las experiencias emocionales, las positivas y las negativas, pues la cama es, simultáneamente, un campo de unión entre amantes y el lugar donde un hombre se despertará junto al hueco vacío que alguien dejó. Los espacios interiores, como los bordes de la pantalla, actúan a modo de cuadros en los que enmarcar las relaciones. La arquitectura siempre ha sido importante en Akerman (no hay más que ver Hotel Monterey) y aquí vuelve a estar de manifiesto con suma elegancia.

La otra parte de la ecuación, el exterior, aparece como un segundo espacio libre de controles, el espacio para buscar (que no necesariamente encontrar) algo de libertad. Pero ambos espacios no están diferenciados, sino que conviven de forma simbiótica, unidos por las personas que se mueven entre ellos, que interactúan con el medio y expresan así sus mundos interiores. Y es aquí cuando aparece con claridad la idea de que, para Akerman, el interior donde se expresan las relaciones íntimas supone una suerte de prisión o atadura, y los personajes buscan constantemente el alivio del aire libre, aunque solo sea por un momento. La niña se fuga con su mascota, la esposa se fuga de casa, las chicas se fugan: escapar, escapar siempre a la oscuridad de la noche, a lo misterioso. A algunas de estas personas no las veremos de nuevo. Dos jóvenes que duermen juntos deben separarse en plena noche, y no puede ser casual que uno de ellos salga de la casa para meterse en un coche, más pequeño y espacialmente opresivo: no pueden estar juntos, o al menos no de forma tan pública como desean. Otra mujer fuma en el jardín, interrumpida por la voz de su hija que sale de la oscuridad de la casa; la madre apaga el cigarro y vuelve a sus deberes maternales. Las chicas fugadas se alejan hacia el horizonte, mientras se va cerrando la ventana y una cortina cubre su imagen (¿el velo del secreto, del vestido de novia?, ¿o la imposibilidad de volver a entrar?). La dicotomía espacial siempre presente, partiendo en dos el mundo de nuestros personajes.

La última escena de la noche es sin duda la que sintetiza la relación personas-arquitectura-interior/exterior. Una pareja que no parece tener buena relación está despierta. Ella dice que habrá lluvia, ¿hablará del llanto? La sala se ilumina por la tormenta y ambos van a mirar cada uno por una ventana diferente. La de él tiene un balcón que le permite salir aún más. Las ventanas señalan la diferenciación de la forma en que cada parte de la pareja ve el mundo, al mismo tiempo que simbolizan el distanciamiento de la propia pareja (metáfora fácil, sin duda, que no pierde fuerza dentro del esquema claro que plantea Akerman).

Un corte nos lleva al siguiente plano, en el que ya es de día, o está amaneciendo. Las historias pasionales solo son posibles por la noche, cuando nadie mira y el cielo oscuro cubre nuestros misterios. Pero con la fría luz del día llegan los arrepentimientos (la mujer que abandona a su amante mientras él paga el hotel) o terminan los juegos secretos. La esposa fugada vuelve justo a tiempo para descansar un minuto antes de atender el despertador y todas las asfixiantes tareas que tendrá que acometer antes de volver a su rutina privada. Con el día se rompen las ilusiones que nos hemos formado durante la noche, y no nos queda otra opción que asumir que, aunque no nos guste, la vida debe continuar. Al final, Clément baila con su amante en un estrecho pasillo mientras suena “L’amore perdonera”, y, en contraste a los otros dos bailes, este parece casi un funeral. No parece casual que, en una película con tantos silencios, la escena con más diálogo tenga de fondo la canción, pero también el molesto ruido del tráfico en la calle, ni tampoco lo es que sean interrumpidos por otro sonido inhumano, el teléfono. Akerman sabe que esta película sólo es posible de noche, cuando estamos más cansados y la razón deja más espacio a la emoción y el impulso. Por el día estamos muy ocupados (en Lotte in Italia, un personaje afirma que el sexo diurno es un privilegio burgués, porque los demás están trabajando, y los del turno de noche, durmiendo). Creo recordar que era Virginia Woolf en Orlando quien decía que la vida es sueño, que es el despertar lo que nos mata. Los personajes de Toute une nuit que no consiguieron escapar de la luz del día, aquellos que no fueron engullidos por la oscuridad para no volver, tendrán que afrontar la aspereza que dejan las pasiones de la noche. Podría parecer que Akerman juzga los romances y escarceos de sus personajes, pero es poco dada a las moralejas. Sí podría ser que conozca bien las decepciones de una ilusión. Esta noche, la esposa volverá a hacer la maleta y se fugará. Quiere dejar atrás una vida que no la hace feliz, y tal vez vuelva a fracasar. Pero, como decía el protagonista de O som da terra a tremer: esperemos que Dios no juzgue nuestros esfuerzos por el pobre resultado que obtenemos. Y, si nos juzga, el amor perdonará.

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