Solo los chicos y yo. Acerca de “Vendrán lluvias suaves”, de Iván Fund

No me voy a esconder cuando quiero llorar
porque es más digno mostrar
el valor en un gesto que enfría un solo instante,
porque dentro de nosotros
siempre nace el alma de un gigante

Alejandro Sanz, Grande

¿Qué pasaría si un día sucediera el apagón? No uno como aquel de junio de 2019(1); uno que afectara no solo a las fuentes energéticas sino también a las fuerzas productivas, a la maquinaria humana que día a día transforma la naturaleza para su provecho. No una huelga, más bien una siesta general involuntaria, un hechizo de sueño que paralizara únicamente a la población económicamente activa. Si el pulso de una porción del mundo estuviese marcado solo por la existencia de lxs niñxs. Vendrán lluvias suaves, la última película de Iván Fund, arriesga una respuesta posible. 

La pequeña Alma llega a una suerte de pijamada en casa de Florencia y Massimo, donde también está Emilia. Antes de entrar, Alma parece reticente, se queda mirando a sus padres, que regresan a su casa con Fede, su hermanito. ¿Presentía algo, en tanto espíritu inerme desprovisto de los vicios de la razón? Emilia la hace reaccionar: vení, vamos a jugar con las chicas. El auto saluda con dos bocinazos y Alma entra a la casa. Esa noche sobrevendrá el apagón, y a la mañana siguiente los adultos comenzarán su larga siesta. 

Lxs niñxs parecen asumirlo rápidamente, sin exabruptos. Con el paso de las escenas, además de sumar al grupo a dos perras y a la más adolescente Simona, descubrirán que la situación se extiende a todo el pueblo. Fund también se encarga de remarcarlo con imágenes dispersas que muestran que todas las infancias del lugar están en la misma situación: un bebé toma la teta de su madre dormida, un niño reposa contra un árbol mirando hacia el fuera de campo, otras dos se hamacan con angustia, algunos ríen. Pero todos parecen transitar ese nuevo mundo con una carga ajena a los de su edad: la melancolía. 

Uno de los primeros gestos de supervivencia del grupo es entrar a un almacén y llevarse unos helados. Mientras comen, tienen la mirada suspendida en la nada, cargan una angustia que expresan en gestos mínimos, sin los arrebatos de llanto o de risa propios de su edad. ¿Y qué vamos a hacer si nadie se despierta?, pregunta en off una de las protagonistas. El interrogante, fundido con la música y el cambio de escena, se articula más por su valor y peso poético que desde la incertidumbre vital de quien lo pronuncia. Hasta su tono, su cadencia, parece propia de un recitado.

¿Qué niñez construye Fund en sus personajes? Los breves diálogos que tienen entre sí y su estar silente remiten más a los personajes del cine de Martín Rejtman que a lo que se espera de una aventura de un grupo de niñxs(2). Pero a diferencia de lxs adolescentes-jóvenes de Rapado o Los guantes mágicos, cuesta ver un motivo (sea social o metafísico) de la igualación y el borramiento de la diferencia entre ellxs, por un lado, y de la apatía con la que habitan el mundo, por el otro. La banda sonora colabora en el mismo sentido: una melodía despojada en piano, a veces con trompeta y otras con un cello, aporta a ese clima y ese tempo impropios de la niñez.

Al director entrerriano se le reconocen dos aciertos en torno a esta película: haber logrado la comunión entre la cámara y la entente niñxs-perros (desafiando la máxima hitchcockiana), y utilizar un registro observacional(3). Indudablemente lo primero entrega los pasajes más bellos: el rescate de Chicha, una perra pastora alemana que había quedado abandonada dentro de un auto; las siestas compartidas entre unxs y otras; las curaciones de Marga (la otra perra que acompaña a lxs chicxs) y la troupe cuando Chicha es herida. En cuanto a lo segundo, también está clara la voluntad del realizador, por su estilo minimalista, su trabajo con el sonido de un pueblo en estado de siesta permanente; por su equilibrio entre la cercanía de la cámara con sus personajes y los planos más abiertos para dar cuenta del vasto territorio que será escenario del viaje.

Filmar niñxs y preadolescentes es un lugar poco visitado en la filmografía vernácula del último tiempo; y es menos usual aún encontrar películas en las cuales la narración entera esté reservada a ellxs. No a la relación con sus padres, o a una aventura compartida con un adulto: como diría Fito, solo los chicos. Pero el rosarino agrega en la coda de su mantra: solo los chicos y yo. Y ese yo del realizador toma cuerpo en decisiones que configuran a esas niñeces de una forma —cuanto menos— extraña. En Y que patatín, y que patatán (Mario Sabato, 1971), por ejemplo, el pequeño Gabriel (Juan Sabato) es protagonista de cinco relatos diferentes, que narran distintos puntos de conflicto entre la niñez y el mundo adulto: el sexo, la discriminación, los celos, la violencia, la religión. En ellos Gabriel aparece como víctima del destrato de los adultos (de sus padres, de su maestro) pero también como portador de su propia desobediencia: hace preguntas incómodas, sostiene su mala junta, toma decisiones que salen mal, se frustra, se enoja. En suma, tiene agencia propia, la misma que en ese espacio entre un relato y otro le permite denunciar los mandatos del director: él me dice andá ahí, ponete acá, poné cara triste, poné cara de contento, como si uno fuese un muñeco.

En Vendrán lluvias suaves, el apagón de la productividad de aquel pueblo parece haber apagado buena parte de la chispa, la imaginación y las fantasías infantiles, reservadas celosamente hasta el final (en un giro, aunque sutilmente preanunciado en los primeros minutos, ciertamente inesperado). Si el mundo post apagón, ese paisaje post apocalíptico soft, está a merced de los infantes del pueblo, el sentido común dicta que sobrevendrán el júbilo y la aventura o, en su defecto, la desesperación ante el desamparo. Por algo la crítica se encargó de ubicarla junto a Los Goonies (Richard Donner, 1985), Cuenta conmigo (Stand by Me, Rob Reiner, 1986) o la serie homenaje al género Stranger Things (Matt Duffer, Ross Duffer, 2016), para luego despegarse rápido en función del mote película observacional y de las particularidades estilísticas del realizador. De aquella tradición sobreviven algunos breves pasajes de aventura.

Los perros, por su parte, tan aparentemente imposibles de dirigir, son quienes hacen suya la irreverencia y libertad de la que carecen lxs infantes. Se suben a mesas y mesadas para comer las sobras que dejaron lxs durmientes, rompen cosas. Generan, además, el conflicto, espabilan la trama: Chicha debe ser rescatada de adentro de un auto cerrado; luego es herida gravemente y despierta en el grupo cierta pulsión de vida hasta entonces —también— dormida. 

La observación en Vendrán lluvias suaves está al servicio de la mirada adulta sobre niñxs que se comportan también como adultxs, con sus gestos anodinos, sus disposiciones al cuidado, sus preocupaciones, su melancolía; será esa mirada la que marque el tempo de la narración, y no la vitalidad latente de sus personajes. Hasta el pequeño Antoine de Los cuatrocientos golpes, con un desamparo similar y en una sociedad que aún buscaba en los niños a esos adultos en miniatura premodernos, tuvo más expresiones de inocencia, picardía y tristeza(4) que los de Fund. ¿Por qué entonces abordar las andanzas de estos niñxs y seres sobrenaturales desde ese registro?

Nicolás Prividera, en su genealogía del cine argentino(5), ubica este observacionalismo difuso en el Nuevo Cine Argentino como resultante de elementos tales como la ruptura generacional, la extracción social de sus realizadorxs, la necesidad de alejarse de las demandas identitarias y políticas de las décadas anteriores(6) y de insertarse en el circuito de festivales(7). El resultado, según el cineasta y polemista, es una nadería que evita referirse y confrontar a lo real. Podría entenderse la irrupción de este cine de observación (que fue dominando de a poco las narrativas del nuevo cine a medida que dejaba de serlo) en el marco de las necesidades estéticas e identitarias de la generación nacida artísticamente con Historias breves 1 y Rapado en los 90 —más allá de su celebración o repudio—, pero cuesta más digerirlo como un modo de hacer por defecto treinta años después. La tradición (ya no tan joven) allana un camino más seguro para Fund que para lxs niñxs de su película, lo cual vuelve a Vendrán lluvias suaves una película conservadora. En La petite bande (Michel Deville, 1983), un grupo de niñxs escapa de la escuela y tiene una aventura un tanto más extrema que la troupe de Alma, subvirtiendo los mandatos de prácticamente todas las instituciones sociales: familia, escuela, clínica, religión. Hay algo del registro observacional ahí: la película no tiene diálogos, asistimos a la travesía de siete niñxs cruzando un país y protagonizando la narración mediante sus propias acciones y su interacción con el entorno. Pero en su irreverencia y la de la película (que en una encrucijada que parece insalvable nos regala un inesperado escape ¡en globo!) encontramos mucho más espacio para la construcción de la aventura y el humor, a la vez que asistimos al despliegue estético del filme. Al final del camino, la pequeña pandilla se topa con una conspiración confesional para aniquilar la niñez en vida: utilizando un arma luminosa, despojan a los infantes de su vitalidad, los vuelven mini ancianos. En orden de ajustar la historia a la forma, Fund dispara su propia arma y vuelve a esos niños productivos para su poética.

El final parece explicar aquello del apagón y el sueño que capturó a los adultos: una presencia no humana juega con Fede, el pequeño hermano de Alma, en el patio de la casa que finalmente encuentran. Un gesto que termina de confirmar que la imaginación y la fantasía fue acaparada por el realizador y privada a sus personajes. Y si bien es de celebrar cada incursión en el cine de género en el marco de una producción nacional que parece rechazarlo, la decisión de ubicar lo sobrenatural en un momento puntual y de invisibilizarlo el resto de la película, parece restarle fuerza a todo lo que el cine de género puede darnos.


Notas

1 El 16 de junio de 2019 se registró un apagón histórico que afectó a unos 50 millones de usuarios de Argentina, Uruguay y Paraguay. Ver aquí.

2 Al llegar la primera noche, Alma y Emilia conversan:

—Se está haciendo de noche, y no hay luz.

—Vos, ¿cómo te llevas con tu mamá?

—Bien. ¿Y vos?

—Bien.

3 Ver Diego Battle aquí o Diego Lerer aquí.

4 El llanto a moco tendido del niño cuando se lo lleva el móvil de la policía, mientras mira una ciudad que ya no volverá a ver igual, ni que volverá a verlo a él mismo igual, es muestra de esto.

5 Nicolás Prividera, El país del cine. Para una historia política del nuevo cine argentino, Los Ríos Editorial, Villa Allende, 2014.

6 El valor que le da Prividera al rechazo a las “demandas” no es el mismo que le da Aguilar en Otros Mundos, donde acuña esos conceptos.

7 Nicolás Suarez propone una “economía de la mirada” desde la cual puede ser útil  preguntarse si la distribución de de las dosis de discurso verbal y no verbal no responde a fin de cuentas a un ahorro de subtítulos para el público internacional. “¿La estética es el modo de producción?”. En Después del nuevo cine. Diez miradas en torno al cine argentino contemporáneo (ed: Emilio Bernini). Buenos Aires: EUFyL.

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