Imágenes y contexto en “Elephant”, de Alan Clarke

En las últimas décadas hemos sido testigos de un cambio notable en nuestra relación con las imágenes: con la constante exposición a las mismas se ha mitigado la necesidad de ir a buscarlas, siendo ahora ellas las que vienen a nosotros, a niveles incluso invasivos. Al pensar en un espectador contemporáneo que se enfrenta a una película introducida bajo el aviso de “Basada en hechos reales”, podríamos sospechar que dicha saturación de imágenes, de información y de impulsos limitaría el impacto de la matriz narrativa, pero el condicionamiento se sigue creando: la representación ficcional parte de una verosimilitud que el propio espectador recibe como creíble, un reflejo que, como mínimo, surge de la realidad. La posición física de inmovilidad en la que se suele encontrar una persona cuando está viendo una película resulta relevante en tanto que conduce a una submotricidad que provoca que la información proveniente de la pantalla sea absorbida exclusivamente ̣–o principalmente, no hay que restarle importancia al sonido– a través de los ojos. Esto facilita la sincronización del ojo del espectador con el “ojo” de la cámara, creando una identificación que hace que lo mostrado en pantalla, aún sin perder nunca su lectura como ficción, sea tomado como una representación entendible y asimilable. Al respecto de ese estado fisiológico y de asimilación mental, Christian Metz hablaba de “reducir en un grado las defensas del yo”(1) al ir al cine, algo que, si pensamos en películas que anuncian un punto de partida real, se puede ver amplificado.

El antropólogo Marc Augé planteaba la paradoja a la que nos someten las imágenes filmadas, exponiendo que “la ilusión que ellas producen es conmensurable con la realidad que registran; y nosotros nos encontramos en ellas, siendo así que tales imágenes son producidas por la mirada de otros”(2). Todo se resume en una cuestión de materia y perspectiva: el mundo representado y la mirada inevitable de aquel que filma desde un punto de vista concreto. Elephant, una de las más grandes películas de Alan Clarke, es poco menos que un ensayo sobre estos temas, ya desde la cita con la que abre el mediometraje: “Para algunos de nosotros The Troubles es el elefante en nuestra sala de estar”(3), en referencia a los asesinatos del IRA en Irlanda del Norte y la enorme violencia que se vivió a lo largo de muchos años. La obra de Clarke es una paradoja en sí misma: contextualiza el momento histórico que las imágenes ficcionales van a representar, y al mismo tiempo realiza una brutal descontextualización de dichas imágenes, en tanto que constituyen una serie de asesinatos que no podemos personificar de forma concreta. Tanto los asesinos como las víctimas permanecen anónimos, y su paso por la película es fugaz: realizan el acto violento o son consecuencia de él, y la siguiente escena se olvida de ellos, mostrando otra tesitura diferente sin aportar información sobre su distancia geográfica, su relación temporal o sus motivos subyacentes.

El humanista Sebastián Castellion dijo que “matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre”(4), y es una frase que parece sobrevolar toda la película de Clarke. Saber que los asesinatos que se muestran forman parte de The Troubles explica su procedencia, aunque sin ningún ánimo de justificación; el concepto del mediometraje, nacido del guion de Bernard MacLaverty, excluye las reflexiones morales de la propia narración y provoca que la película funcione como un espejo que reta a la moralidad de los espectadores en tanto que testigos de una representación con raíces más que rastreables. Esta idea se sustenta con los planos que vemos al final de cada asesinato, con la cámara estática ante el cadáver de la víctima durante unos segundos.  Son estos los momentos donde el receptor de las imágenes se enfrenta de forma directa con el horror –y también con la calma de un plano de esas características, que contrasta con el virtuosismo de los recurrentes planos de seguimiento–. La película parece querer luchar contra ese elefante que nadie quiere ver, subrayando lo terrorífico de la situación de su contemporaneidad. 

Este tratamiento del contexto y de la violencia nos remite a la posmodernidad y a la exposición directa a imágenes explícitas dentro de estructuras ficcionales más escurridizas y autoconscientes. Siguiendo con la perspectiva propuesta por Marc Augé, esta construcción de un nuevo mundo dominado por las imágenes conduce a dos reflexiones: “Una reflexión sobre la imagen, sobre la imagen material a la cual los seres humanos están aún más expuestos y son más sensibles hoy que en la época barroca, imagen que ha cambiado de naturaleza a partir del momento en que se ha hecho móvil; y una reflexión sobre la ficción misma, sobre la cual podemos preguntarnos si no ha cambiado también ella de naturaleza o de índole a partir del momento en que ya no parece constituir un género particular, sino que parece unirse a la realidad hasta el punto de confundirse con ella”(5). Y es que, más allá de la intencionalidad de Clarke y su profunda naturaleza política y social, ¿qué posición ocupamos actualmente ante las imágenes de Elephant?, ¿cómo es verla bajo una mirada contemporánea? No es sencillo encontrar respuestas a estas cuestiones, pero podemos rastrearlas en el juego de la película con el anonimato: somos testigos privilegiados de unos actos terribles que, al comenzar cada secuencia, no sabemos si van a ser cometidos o más bien sufridos por la persona a la que la cámara de Clarke está siguiendo. Ese tramo en la sombra, una suerte de falta de contexto aún más pronunciada, produce una incomodidad muy particular que no resignifica la violencia, pero sí construye un impacto distinto incluso a unos espectadores más que acostumbrados a su plasmación verosímil.

Si algo demostró Alan Clarke en películas como Scum o Made in Britain era su interés por aquello que le rodeaba dentro de su país, situaciones que afectaban especialmente a la clase trabajadora y que se veían traspasadas por todo tipo de violencia, con especial presencia de la institucional. Su Elephant –con la que el Elephant de Gus Van Sant establecería un apasionante diálogo por sus similitudes en el uso del momento histórico y las conexiones con la realidad– es un paso más allá dentro de esa búsqueda por una representación profunda, tan explícita como preocupada por el contexto sociopolítico, donde conviven la brutalidad con la empatía. Y en un momento como el que iba a vivir el cine europeo por aquellos años, con la proliferación del denominado “cine de la crueldad”, repleto de aclamadas películas que harían gala de una visión descarnada y poco empática de la violencia y sus impactos, la figura de Clarke se vislumbra en retrospectiva como antagónica; ya ni siquiera por tener una justificación para sus imágenes o un discurso construido en suelos más firmes que la provocación más burda, sino por el bello gesto de comprometerse con aquello que, con gran preocupación, supo llevar a la pequeña y gran pantalla.


Notas:

1 Christian Metz (2001) Psicoanálisis y cine: El significante imaginario. Barcelona: Paidós. Pág. 157.

2 Marc Augé (1997) La guerra de los sueños. Ejercicios de etno-ficción. Barcelona: Gedisa.  Pág. 122.

3 “For some of us ‘The Troubles’ is the elephant in our living room”.

4 Recuperado de Stefan Zweig (2002) Castellio contra Calvino. Barcelona: El Adelantado.  

5 Marc Augé (1997) La guerra de los sueños. Ejercicios de etno-ficción. Barcelona: Gedisa.  Pág. 116-117.

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