“’El fulgor’ es una película que no le tiene miedo al ridículo”

El fulgor, noveno largometraje “oficial” del prolífico Martín Farina, acaba de tener su estreno nacional el pasado mes de abril en el marco del Bafici y llega esta primera semana de junio a la estrangulada cartelera del Gaumont. Se trata de una película eminentemente sensorial, con un entramado narrativo tenue que insinúa un juego de seducción (im)posible entre dos hombres en un mundo que se reparte u oscila entre dos lógicas muy distintas, dos maneras de devenir-varón aparentemente en las antípodas, pero unidas conceptual, formal y narrativamente mediante la audacia del montaje: por un lado, la robustez, la rudeza, la agresividad y la fuerte demanda física requeridas por el trabajo y las tareas comunes y corrientes con los animales y la tierra en el campo, que incluyen, entre otras cosas, el sacrificio animal y la faena como urdimbre económica fundamental (el dar muerte queda fuera del campo visual, pero la carnicería es ubicua en varias escenas consagradas a un tratamiento plástico intensivo de pedazos de carne cruda dispuestos en el espacio circundante); por otro, la máscara, el disfraz, el artificio y la coquetería de la auto-puesta en escena del carnaval en tanto festividad pagana y popular que tiene lugar en el contexto urbano de Gualeguaychú, con su coeficiente de “inversión”, puesta en suspenso momentánea y excepcional de ciertas convenciones sociales establecidas y potencial de desvío que permite dar paso a la exuberancia del desfile, la vestimenta de los corsos, el erotismo de los cuerpos bailando, el uso de maquillaje y un trabajo sobre la propia apariencia que guarda ciertas conexiones y semejanzas ‒inconscientes o no‒ con prácticas de dragueo propias de la cultura de trolo. Los dos personajes encarnan de alguna manera formas de experiencia disímiles que no pueden ponerse de acuerdo: el de mayor protagonismo se encuentra completamente inmerso en la cotidianidad material, social y espiritual de dominio sobre el animal del mundo rural, mientras que el otro se sitúa en una paradójica relación de exterioridad/interioridad respecto de ese mismo entorno, como una suerte de exiliado o apátrida en secesión cuya desnudez y soledad manifiestan la huida del lazo social, acaso un arquetipo edénico del hombre originario o la incierta posibilidad de un modo de vida otro. El “paisa” y el “puto emperifollado” emergen entonces no como dos personajes distintos sino como dos figuras contrapuestas de los ritos y modos de ser masculinos (entre las que inclusive un mismo sujeto puede hallarse escindido). Las decisiones en torno a la alternancia en el uso del color y el blanco y negro atienden inicialmente a una dicotomía realidad / sueño, pero a medida que el tiempo transcurre esa separación clara y distinta se va esfumando y se vuelve un constante signo de pregunta: ¿quién sueña a quién?, ¿será lo que vemos y oímos un sueño soñado por otro? La distinción tajante entre lo imaginario y lo real, así como entre la fantasía erótica y el ritmo de los trabajos y los días, colapsa finalmente con el carnaval como línea de fuga y encuentro extático de cuerpos en el que tienen lugar las metamorfosis y pasajes entre mundos y los destellos del deseo relampaguean por unos instantes.

La cercanía física de la cámara sobre los cuerpos, casi hasta el roce capaz de extraer texturas, anfractuosidades y tersuras, desprende un erotismo en la propia toma de vistas que en ciertas ocasiones se declina como tensión homoerótica entre los personajes ‒a veces más soterrada, otras más explícita‒, evitando tanto la etiqueta pudorosa como la explicitud fuertemente estandarizada de las imágenes de desnudez presuntamente excitantes (sin huirle a los planos de bultos y a la profusión de culos en el contexto de intimidad de un vestuario de varones, en una veta de exploración ya abordada en Fulboy y Taekwondo). De modo más general, la manera de filmar los cuerpos humanos y animales ‒tanto vivos como muertos‒ en tomas mayormente cerradas, escorzadas y fragmentadas, la ausencia de planos medios o generales de referencia que colaboren en la reconstrucción del contexto, la prescindencia de cualquier tipo de diálogos y voz en off, el encadenamiento entre planos según una lógica por momentos onírica y asociativa, las secuencias de montaje paralelo que exacerban un contraste rítmico (por ejemplo, el animal real de la granja y la actividad humana de cría y faena, por un lado; el disfraz de animal del carnaval como posibilidad de una libre inventiva del deseo, por otro), así como la sinfonía digital extradiegética que entra en una relación a priori inesperada con la dimensión visual, pulsando el drama y agitando el carrusel de emociones con una fuerza suplementaria, permiten construir una abstracción poética fuera del tiempo que se desmarca de cualquier tipo de naturalismo o realismo, y se dedica, en cambio, a explorar una especie de enigma o desafío antropológico al recorrer los polos arquetípicos opuestos de un continuum que abarca virtualmente todo el espectro de conductas masculinas, desde la épica hasta la picaresca.

Nos juntamos con Martín Farina para hablar de su última película y su trayectoria como cineasta. A continuación, la transcripción de esa conversación.

Miguel Savransky


Álvaro Bretal: Un disparador posible para esta entrevista, aunque tal vez un poco obvio, es: ¿cómo empezó tu relación con el cine, considerando que no estudiaste esa carrera? También sabemos que tenés un cortometraje previo a Fulboy, La generación de las maestras

Martín Farina: Es un largo eso.

AB: Ah, ¿es un largo?

MF: Tengo como tres largos antes del primero.

AB: ¿Antes de Fulboy?

MF: Sí, y un corto que lo tengo perdido. El único que hice en la facultad.

Miguel Savransky: ¿Los largos existen?

MF: Existen, sí.

AB: No hay información en ningún lado sobre La generación de las maestras...

MF: La generación de las maestras es uno, En el silencio el otro. El primero es documental, el segundo ficción. Después hice otro documental más institucional sobre un programa de alfabetización. Esos son los tres trabajos que hice entre el 2006 y el 2014.

AB: ¿Y cómo fue el movimiento desde esas primeras películas hasta Fulboy, y por qué hoy se la considera la primera de tu filmografía?

MF: Eso nunca lo había hablado. Son esas cosas que nunca tenés del todo claras. Pero sí hay un movimiento interior, te das cuenta de que lo que estás haciendo es algo que podés abarcar. En el caso de los proyectos anteriores, estaba con un pie adentro y un pie afuera. No porque no me los tomara en serio ni no los hiciera involucrado, pero realmente no tenía consciencia de que estaba haciendo una película. Hubo un momento donde me di cuenta que esto era así. Cuando empecé a filmar Fulboy, había tenido una serie de frustraciones personales, entonces hubo algo que se enfocó y apunté las naves hacia eso. De hecho, me había reencontrado con mi hermano, que se había ido a jugar mucho tiempo por el interior. Yo justo me había separado y coincidimos en irnos a vivir juntos. Entonces también fue una manera de estar con él. Yo iba a los entrenamientos, viajes y partidos del equipo de fútbol en el que jugaba mi hermano, y mi mundo era eso. Logré algo que supongo que me había pasado solo con el fútbol, cuando era chico. Yo vengo de otras disciplinas; el cine es un lugar al que llegué después de ciertos fracasos: la música, la facultad… La facultad, no porque no la haya hecho: fracasó como un espacio al que había ido a buscar algo y, si bien encontré algunas cosas, no fue lo que tenía que seguir. En ese panorama, se me planteó empezar de nuevo. Eso lo acepté. No me fue pesado decir: “Esto que hice estuvo bien, pero estoy en cero de nuevo”. Y ahí llego a Fulboy. Las otras películas están muy teñidas, porque en aquella época vivía en una casa con dos músicos: Juanito el Cantor y Guille Beresñak. Y Coiffeur. Coiffeur no vivía ahí, pero era como si viviera. En realidad yo también era músico, pero venía de otro mundo y no formaba parte de la música. Entonces empecé a hacer proyectos de películas con ellos: filmar videos y esas cosas. Pero en realidad lo que quería era ser amigo de ellos. Estos proyectos se desarrollaron entre el 2003 y el 2008. La generación de las maestras y En el silencio son dos películas en las que, de hecho, están ellos como actores, y la ficción es codirigida con Juanito el Cantor. Yo todavía no tenía claro qué lugar ocupar en la vida y cómo asumir el rol protagónico. Quería poder llevar adelante un proyecto, pero no tenía la personalidad ni la experiencia, porque nunca tuve esa vocación de llevar adelante un proyecto independiente, sea el que sea. Entonces me lo fui inventando, porque lo veía en otra gente que admiraba, pero nunca creía que eso pudiera ser para mí. Por eso me llevó tanto tiempo hacerme cargo, asumir eso y convivir diariamente con el peso que tiene construir un proyecto propio.

MS: ¿Y en qué año empezaste a laburar con Fulboy…?

MF: 2013.

MS: Porque fue bastante antes de que finalmente se estrenara…

MF: No, no fue bastante antes.

MS: ¿Cuándo se estrenó?

MF: De hecho, la volví a reeditar en esta pandemia. La hice toda de nuevo. Porque me quedó la sensación de que fue un momento en el que justamente pude asumir ese lugar, pero todavía no tenía la ambición que pude alcanzar después —la ambición en el sentido de devorar lo que está pasando. No tenía ese espíritu devorador. Si la pudiera volver a filmar hoy estaría sesenta horas por día viendo hasta el último detalle, porque ese momento fue único y, si bien estaba abocado a eso, iba solo dos o tres veces por semana. Tendría que haber ido todos los días. Era algo único. Fueron seis meses de rodaje pero, concretamente, fueron marzo, abril, mayo y junio, que se terminó el campeonato. Después se desarmó el equipo, no pude ir más al club y a mi hermano no le renovaron el contrato.

AB: Y después se retiró.

MF: Se retiró, además. Entonces se terminó. En general, todos los proyectos en los que laburé después se terminaban superponiendo. En el caso de Fulboy fue distinto, fue algo muy puntual, casi te diría la película más concretamente documental que hice, que tiene que ver con [una dinámica del estilo de] “va a venir tal persona, tenemos que estar acá determinado tiempo”. Tenés ese tiempo para hacer. Después podés inventar. Con [Raúl] Perrone me pasó un poco así, también: me dio un tiempo, y yo sabía que eso iba a durar poco(1). Pero bueno, yo ahí ya estaba muy metido, muy aceitado como para poder convivir. En Fulboy, el primer gesto que me hace dar cuenta de que me había convertido en eso es que cuando termina el campeonato me largué a llorar. El último mes había estado conviviendo con ellos, había logrado ese nivel de convencimiento, y quedaron descalificados en un momento que no me lo esperaba. Y ese día tuve una crisis: me puse a llorar cuando llegué a mi casa. Me puse a llorar por algo que nunca me había puesto a llorar. Entonces me di cuenta de que algo había mutado y pensé: “¿Esto se terminó?, esto no se puede terminar”. Me cuesta aceptar que las cosas se terminen. A partir de ahí, nunca más estuve desatento a un proceso de filmación. Además, ese fue el último año en que hice un trabajo. El último trabajo fue en el segundo semestre de 2013. Me dije a mí mismo: “Me voy a dedicar a esto”. Tenía unos ahorros, estreno Fulboy ese año, 2014, y tengo la posibilidad de venderla apenas se estrena. Esa es otra cosa que fue increíble, porque no me imaginaba que podía comercializar esa porquería que había hecho, ese trabajo tan artesanal; no podía imaginar que eso tuviera un valor. No lo podía creer.

AB: Comentabas sobre la distancia entre aquella primera película y cómo vivís hoy el filmar una película —pasar más tiempo, estar mucho más atento y demás. Me imagino que debe haber sido un proceso que fue cambiando con los años. Pero si tuvieras que marcar un punto nodal, un momento particularmente significativo, ¿cuál sería?, ¿el final de la filmación de Fulboy?

MF: Ese momento es clave, casi cinematográfico. Un momento dramático. De lo que sí soy muy consciente, aunque ahora me costaría precisar el momento exacto, es de cómo en cierto punto yo siento que me apropio de mí mismo en el proceso de montaje; se convierte en la etapa en la que realmente puedo descubrir… Primero, imagínense de lo que les hablo: un chabón que jugaba a la pelota, que quiso ser músico pero no podía, no le daba… Yo toco bien, pero no me podía apropiar de la música. Fue un proceso, no de frustración, pero sí de “al mundo de la cultura lo puedo ver ahí como en la vidriera, pero no es para mí”. Tanto por una cuestión de familia como por mi propia actividad, decía: “Esto no es para mí”. Yo ya tenía el ejercicio intelectual de haber ido a la facultad, algo que veo como una diferencia. Entonces, en el montaje yo hago un proceso técnico porque, cuando empiezo a grabar, empiezo a pensar como si hiciera videos y hago un proceso técnico de formación, todo por mi cuenta. Por otra parte, el proceso intelectual está funcionando profundamente, porque estudio en la universidad, y después empiezo a estudiar filosofía. Son dos niveles de complejidad que no estoy seguro de que tiendan a coincidir en la autogestión. Eso es lo que fui descubriendo que podía hacer a medida que empecé a ver mi propio material y, en el montaje, a relacionarme con él. Ese es el cambio más profundo que hago; me empiezo a preguntar: “¿Será que puedo apropiarme de este dispositivo?”. Veía el montaje y decía: “No entiendo, no sé qué pasa acá. ¿Cómo salgo de acá? ¿Cómo voy para allá? ¿Cómo plantear un destino…?”. Al no conocer otros colegas, tampoco me atrevía a preguntar, siempre tenía pudor. Ese diálogo con el montaje, con las escenas y las secuencias me fue resultando cada vez más fluido, al punto que hoy siento que no tengo dudas de lo que veo ni de lo que pasa. Esa era mi pregunta: ¿podré darme cuenta de lo que está pasando acá, más allá de lo que me pasa a mí, de lo que hice y lo que vi? Tratar de objetivar ese proceso tan caótico. Porque yo filmo mucho, y nunca está todo pensado. Siempre trabajé en ese caos, con esa totalidad, nunca organizando partes. Nunca hice un sincro de audio con imagen. En esa dinámica es donde yo encontré algo que me pertenece, y así es como veo hoy que logré objetivar el montaje, decir “esto es así”, tener esas certezas que veía en otros colegas músicos o artistas. No creo que se pueda trabajar sin ese tipo de certezas; es muy difícil dirigir sin eso. Certezas, pero con apertura. En ese camino creo que hice mi pasaje a apropiarme del dispositivo de laburo.

Fulboy

MS: Sobre esto que contaste recién del remontaje de Fulboy: ¿lo mostraste alguna vez?

MF: No, sueño con mostrarlo algún día, cuando vuelva a tener la oportunidad de hacer una especie de muestra de mis películas. Ahora creo que no tiene mucho sentido volver a mostrarlo. La verdad es que necesité hacer el proceso yo, porque había hecho el montaje, y justo ahí lo conozco a Marco [Berger], le muestro mi corte final, y él me dice: “Me parece que esto lo podemos mejorar”.

AB: ¿Eso fue después de Fulboy? ¿2012, 2013…?

MF: A Marco lo conozco en el 2013. Terminé de filmar en junio y ya venía editando partes. Mayo, junio, julio, agosto… creo que en septiembre o noviembre lo conozco a Marco, porque fue medio en el verano. Sí, fue en el verano. Ahí reeditamos algunas cosas. Para mí ya era un sueño trabajar con un cineasta. No lo podía creer. Pero en esa admiración, en ese poder trabajar con un cineasta de verdad (había visto sus películas), me entregué, confié en su mirada, y hubo cosas en ese proceso que no cuestioné. Tampoco es que haya habido grandes cambios. Entonces, más adelante sentí la necesidad de ver cómo sería esa película desde los ojos de alguien que tiene muchas más certezas sobre lo que ve y lo que puede llegar a armar. Lo que aprendí con los años es a bancarme la presión que es convivir con mucho material en la cabeza y buscar opciones todo el tiempo. Por eso me cuesta mucho dejar de editar, estoy buscando opciones constantemente. Eso en un momento se vuelve casi psiquiátrico. En fin, necesitaba hacer el proceso con Fulboy y lo hice como nunca, porque además estábamos en pandemia, teníamos más tiempo. Bueno, agoté todas las variables y me di cuenta de que no hay posibilidades de que yo pueda hacer lo que creí que quería hacer. Lo que quedó a partir de la reedición es la misma película, un poco distinta, con algo más orgánico desde su naturaleza documental. Pero ahí no está todavía el verdadero documentalista, faltan cosas —cosas que uno va viendo cuando ya está filmando. Cuando estás filmando vas viendo los caminos que tenés que recorrer. Me dio lástima darme cuenta de eso, pero tampoco me culpo. Espero que en algún momento se vea. Cambió de título, incluso; ahora se llama El día del calamar. A esto agreguémosle que, como yo todavía no tenía conciencia del valor de una obra, había perdido el máster, no tenía una copia de la película. En su momento dije “para qué quiero el máster que pesa 200GB, lo tiro”. Perdí el máster y solo me quedan copias subtituladas al español. Es más: al día de hoy no tengo una copia sin subtitular. Entonces me empezó a corroer el cerebro saber que no tenía una copia en alta de esa película. Todo eso como que conspiró para que me mandara a trabajar en la versión nueva.

MS: No tuvimos todavía ocasión de ver Gualeguaychú(2), pero más o menos nos podemos imaginar una suerte de lado A y lado B. Dos películas que tienen algo en común, un territorio, actores, cuyas cinematografías, ideas formales, estructuras, narrativas, etcétera, son muy distintas.

AB: Totalmente autónomas, independientes.

MF: Sí, sí. Creo que El fulgor sí es la respuesta. Esta sería mi Fulboy. Porque acá hice exactamente eso. Nunca lo había visto tan claro. Estoy filmando Gualeguaychú, feliz de trabajar con Marco y de hacer esa película, veo otra película en el medio, y voy y la hago. No importa si son iguales, si tengo que ir diez veces más, sin plata —porque además no tuvimos plata para nada, en ninguna de las dos—, pero veo eso, voy y lo hago. Y ahí dije: “Esto es lo que yo quería hacer”. Son espacios que sentís que los tenés, de alguna manera, pero que solo se pueden expresar haciéndolos. Entonces, cuando empiezo a filmar Gualeguaychú me doy cuenta de que hay un movimiento hacia el campo que es fantástico. De hecho, si lo hiciera ahora, de cero, muchas cosas serían más profundas todavía. Pero aparecen otras dimensiones en El fulgor que eran imposibles de la manera en que inicialmente estaba pensado filmar el carnaval. Gualeguaychú siempre tuvo como propósito ser algo más voyerista; no sé si comercial, pero sí una mirada mucho más liviana del documental. Marco no es documentalista. Empecé a ver que podía, con esos cuerpos, con esos pibes, con un abanico tan amplio de caracterizaciones, tejer mi propia trama, que era lo que realmente me interesaba. Todo con una variedad de recursos tal que no tenía que pedirles nada; todo sucedía, todo fluía. [Se desplegaba] una cantidad de mutaciones, existenciales o qué sé yo, y me encantaba estar ahí, convivir con eso. Gualeguaychú es el proyecto original de nuestra dupla, nuestro acuerdo era “yo filmo, vos editás”. Yo filmaba lo que quería, Marco editaba lo que quería. Entonces teníamos cierta autonomía, en un rubro que podía permitir que se hablara de dos autores, teniendo en cuenta que era un rodaje libre y un montaje libre. Pero cuando Marco empezó a ver la cantidad de material que había, se sintió sobrepasado, porque no está acostumbrado a trabajar con esa cantidad de material. Carpetas y carpetas, cámara 1 y cámara 2, que no son iguales, porque no es que la cámara 2 es un contraplano de la cámara 1, como ocurre en sus ficciones… Él filma así, después edita en una semana, “esto no cambia nunca, esto es así”, y se terminó. Yo no lo podía creer. A mí editar me lleva uno, dos años, y es otra cosa. Entonces eso lo sobrepasó, y yo estuve alrededor de dos años esperando a ver qué hacía él… Hasta que un día quedó claro que no podía con el proyecto y entonces lo agarré yo. Había un armado, pero era muy esquemático, entonces empiezo a trabajar con el material y armo El fulgor; él la ve y dice: “Todo bien con esto, pero quiero que recuperemos lo anterior”. Yo en un momento le propuse que la película fuera de los dos, porque no quería romper el acuerdo, pero era una locura, para él no tenía sentido. Esa primera versión era muy distinta a lo que terminó siendo, pero tenía el mismo espíritu. Entonces, gracias a El fulgor, Gualeguaychú tiene un montón de cosas estructuradas en escenas, con posibilidades más armadas, que Marco después agarró y empezó a mover como cuadraditos, de una manera mucho más fácil. En una semana teníamos armada Gualeguaychú. Yo me quedé con la otra. En realidad, era de los dos, pero yo no podía estar al frente de las dos películas. Había cierta distancia formal entre ambas que justificaba hacer una distinción y asumir diferentes lugares. Entonces me corro de la dirección.

AB: ¿Y en Gualeguaychú vos qué hiciste?

MF: Muchas cosas.

MS: Para empezar, la cámara…

MF: Sí, Marco fue muy poco al rodaje. En un momento le dije: “Mirá, podríamos alquilar una quinta y meter una especie de ficción”. Entonces logramos hacer ese rodaje, hay una especie de ficción en el medio, que la ves y decís: “Sí, este es Marco”.

AB: ¿Con estos mismos actores [Vilmar Palva y Franco Heller]?

MF: Sí. Y se suma uno más, un “tercero en discordia”.

MS: Le dieron una buena resolución, de alguna manera, con esta división de aguas.

MF: Por suerte no hubo problemas con toda esta situación. Lo que pasa es que no iba a dejar de hacer lo que quería hacer, que era explorar a fondo todo ese mundo…

AB: ¿Y el proyecto de El fulgor nace con la idea del carnaval, en un principio?

MF: El fulgor, como la conocemos ahora, nace cuando voy al campo. Porque todo lo otro ya lo tenía. Entonces ahí veo ese viaje posible, ahí es donde digo: “Eso, que yo antes no veía…”. Si hubiese estado filmando Fulboy, hubiese visto doscientas historias, las hubiera filmado todas, para elegir después la mejor entre las doscientas. Y acá dije: “Sé que voy a ir al carnaval, pero voy a ir desde la sangre que se chorrea; de ahí voy a llegar hasta allá”. Era mi sueño, mi ilusión. También tenía material de un laburo que había hecho con una empresa de chacinados, allá por el 2010, que era increíble. Como nunca cambié de cámara, todo me servía. Hasta el día de hoy sigo filmando con una cámara medio pelo. Toda la parte industrial que hay en la película, que no es mucho, ya la tenía de antes. Sabía que me iba a servir todo eso de inyectar carne, las cámaras frigoríficas, el ir y venir. Entonces, ya cuando voy al campo, advierto que había un proceso de carnificación que me interesaba en varios niveles de sentido para trabajar con lo del carnaval, y empecé a laburar por ese lado, muy lentamente, porque duró varios años. Pero sí, vi claramente esa idea, ese trayecto. 

MS: ¿Y llegaste concretamente al campo por el, digamos, actor principal, al que habías conocido en el carnaval?

MF: Exacto. [Vilmar] tiene un padrino que tiene un campo, entonces estábamos filmando y, de pronto, él se iba allá. Me llamaba la atención que, de los que conocí, nadie estuviera ahí trabajando. Van a ayudar, a acompañar. Me acordaba de cuando iba al campo de chico, y eso lo recordaba como algo bastante común; así como nosotros nos juntamos a tomar un café, ellos decían “vamos allá que van a matar diez vacas”, y así se hacen las dinámicas. Van, se quedan todo el día, o dos días. Vilmar lo sigue haciendo al día de hoy. Tiene que laburar, labura de un montón de cosas, pero igual lo hace: se queda dos días, y va ahí, matan diez vacas, uno se lleva la cola, ayudan… Tiene una organización social muy particular todo lo que hacen con los animales. Eso me pareció muy interesante. Tampoco lo llegué a explotar del todo, porque hay toda una división social del trabajo. Toda esa zona depende mucho de la inundación. Escuchan la radio de Brasil todos los días, porque ahí hay inundaciones de cuatro o cinco metros, en toda la zona desde Paranacito hasta Gualeguaychú. Entonces tienen que saber cuándo está creciendo el Amazonas, porque viene de allá. Cuando está inundado, tienen una semana para sacar todas las vacas. No tienen más tiempo. Hay toda una cantidad de cuestiones climáticas en relación a los animales a las que les tienen que prestar atención: tienen una lancha estacionada en un lugar que está todo seco… Me empezaron a parecer interesantes un montón de cosas de la dinámica social y económica, que no llegué a explotar del todo, pero que me atraían mucho al estar ahí.

MS: En esta película en particular, la presencia de los animales como parte de ese entorno es un elemento importante. Tanto vivos como, obviamente, la carne, los animales muertos.  Hay caballos, cerdos, aves, así como también todo un trabajo sonoro alrededor de eso. ¿Había una decisión deliberada ya en la manera de acercarse a filmarlos?, ¿o fue tomando forma poco a poco?

MF: No. Una de las veces que fui, no sé si no fue la primera, fue determinante, porque llegamos y ya estaba todo sucediendo. Fue como meternos ahí, en toda esa dinámica. Pero lo que me interesó fue cómo trabajé con ese material. Capaz les podría decir que fui a filmar esa situación sin una expectativa ni una propuesta estética determinada. Pero en el momento en que estoy filmando intuyo que tengo que recortar el entorno de cierta manera. En general, siempre pienso que el aspecto del sentido, lo que le da sentido social a eso que estamos viendo, queda afuera. Tengo tendencia a encuadrar así. Ni siquiera lo pienso, pero cuando veo el material me doy cuenta. Es como si tratara de invisibilizar el sentido más concreto de lo que está pasando ahí; lo dejo fuera de campo. Esa tendencia me hace empezar a ver todas esas partes como elementos a los cuales después, en el montaje, les tengo que dar ese sentido que en principio no está: ¿quiénes son?, ¿por qué hacen esto?, ¿cómo lo hacen?, ¿de dónde vienen?, ¿a dónde van?, ¿cuál es el lugar? Nunca quiero tener esas referencias. La película tiene que ser la referencia para aquello que no la tiene. Entonces, como vi cine, pero no tanto, y tampoco tengo muy claras las tendencias —ni me importa, porque no tengo esa presión—, siento que dialogo con mucha libertad en el montaje, y que lo hago sin vergüenza, pero tampoco haciéndome el canchero. Ahí empiezo a pensar que la dinámica concreta para administrar todo eso que veía era el movimiento interno de las cosas. No podía haber planos quietos. Cada movimiento tenía que darle espacio al siguiente. Ese fue el funcionamiento que empecé a ver: el movimiento como pauta inicial de ese recorte semántico que había hecho. Digo: “Acá están matando a la vaca, ¿cómo le disparan? El disparo lo voy a dejar fuera de campo, pero voy a pasar del movimiento de la escopeta al movimiento de la vaca que va hacia allá”. Y después: “¿Hacia dónde voy a ir? De acá voy a ir hacia algo diferente”. Por ejemplo, me encontré con la ropa que estaba colgando, entonces: el movimiento de la escopeta que va hacia un lado, la vaca, y la muerte va a ser la ropa. Empiezo a pensar en esas unidades de sentido que no sé del todo a qué responden, pero las veo y me parece que hay algo ahí que funciona. También había un momento donde los animales estaban colgados en los árboles, entonces empiezo a encontrar distintos tipos de referencias. Como tengo total libertad, si me falta ese plano, no importa: voy y lo filmo. Filmo un montón de cosas y preparo los rodajes para ir dándole sentido…

Por otra parte, pienso películas que pueden llegar a convivir en el tiempo sin necesidad de que tengamos que filmar en dos semanas, con un guion… Creo que el guion está, una vez que ves la película, pero no es que estuvo, sino que va estando. En ese sentido, creo que con El fulgor sentía que tenía una pauta muy clara de trabajar con esto del movimiento y de cómo íbamos a pasar de la vida a la muerte, y cómo cada movimiento… el movimiento de los animales, de las manos que manipulan esos animales, que primero están vivos y después muertos; después están los movimientos industriales; y todo eso empezaba a darme una idea también musical, y ahí empiezo a buscar y probar cosas que me parece que pueden acompañar. Es todo muy de a poco, pero no tengo problemas con el tiempo. En otro momento, esto me hubiese hecho colapsar. Creo que es lo que le pasó a Marco, y lo que le pasaría a cualquiera que agarra un material que desconoce de otra persona. Lo que me pasa a mí es que no colapso: laburo y empiezo a armar… 

AB: Tengo la impresión de que tanto lo que comentás sobre el movimiento, como esta especie de abstracción del sentido más concreto de lo que está pasando, es lo que te permite conectar la parte del campo con la del carnaval y que no resulte forzado, que no haya un salto de una cosa a la otra en el cual te preguntás “¿qué pasó acá?”, sino que la propia película te va llevando. Hay algo muy orgánico en ese movimiento.

MF: Era la idea, el desafío. Ahora, si viene alguien y me dice “che, voy a hacer una película donde hay animales muertos y después todos bailan en el carnaval”, le digo “¡bueno, flaco, hacela vos!”. No le voy a decir a alguien cómo hacer esto porque me parecería absurdo. Ahí hay un territorio personal, de decir “esto lo veo posible”, pero no puedo escribir el proyecto y convencer a un jurado: lo tengo que hacer. Por suerte, puedo hacerlo: tengo los elementos, tengo el tiempo y confío en eso. La ilusión que me generaba era: “¿Podré hacer esto, que sea orgánico y que estos personajes que no se sabe de dónde salieron convivan en estos mundos?”. De hecho, hay algunos momentos que todavía tienen un resabio de Gualeguaychú que me dejan un poco insatisfecho. Porque pasaron tantos años del carnaval que los cuerpos de esos chabones cambiaron: pasaron de ser delgados a más gordos. Entonces había toda una cosa de los cuerpos que ya no podía ver de la misma manera que antes, y me hubiese gustado filmar el carnaval de otro modo. Tengan en cuenta que empezamos a filmar el carnaval en 2014.

El fulgor

MS: Ah, pensé que era mucho más reciente.

MF: No, desde que empiezo con Fulboy, un día Marco me dice: “Me parece que podemos hacer esto mismo de los vestuarios en Gualeguaychú”.

MS: ¿Y empezaron a filmar entonces en qué año?

MF: A finales de 2014…

MS: ¿Yendo todos los años?

MF: Sí, todos los años. Pero solo los veranos. Por eso me hice muy amigo de esos muchachos. Ahora, con el diario del lunes, pienso que  podría haber sido mucho mejor todo. Pero no me culpo tanto, porque creo que la película tiene un resultado más satisfactorio que Fulboy. En el sentido de que es algo mutante. Y hay que estar a la altura de una mutación. Es como decir: “Vivimos en Capital, nos vamos a mudar a San Antonio de Areco, ¿te la bancás?”. No es tan fácil. Yo hago esos procesos de mudanza radical intrapelícula, pero es traumático. Ni hablar para los que están al lado tuyo. Como trabajo nada más que con dos personas, confían en mí. Y el proyecto más o menos se ve, tampoco es de la noche a la mañana. Pero el proceso de mutación es fuerte. Capaz esto es lo que más caracteriza mi manera de trabajar con los materiales. En el caso de la trilogía familiar(3), terminó siendo una trilogía porque a lo largo del tiempo fueron pasando muchas cosas y las fui armando de esa manera. Capaz si hubiese esperado, habría tenido una sola película que amalgamaba más todo ese mundo. No sabía cuándo iba a terminar ni cuándo empezaba. Por eso no tengo muy clara la periodización de los procesos.

MS: Mucha superposición de varios proyectos.

MF: Sí. Pero en realidad, no. En el caso de lo que dije recién, sí se superpusieron. Pero, por ejemplo, lo de Willy funcionó en paralelo a esto(4). Tenía otras cuestiones que había que resolver, y podían estar pendientes. Porque nada estaba pasando que hubiera que atender, y mientras tanto las cosas que sí había que atender se atendían, y cuando irrumpe el punto de vista de la película —que es lo que les contaba de la voz en off, que nos ponemos de acuerdo…— ocurre algo parecido a lo que pasó con el campo; irrumpió algo que yo digo: “Esto es”. Cuando aparece eso ya es muy difícil despegarse del proyecto, porque empezás a resignificar todo lo que hiciste y todo lo que realmente tenés que hacer ahora. Es como que ordenás las tareas.

MS: Lo mencionaste recién: otro elemento clave en la película es la música.

AB: Sí, a mí me resulta insólita…

MF: Soy músico frustrado, ya les conté. Yo no podía hacer una canción. Encima estaba todo el tiempo con esos amigos, que eran buenos. Estaba ahí cuando Coiffeur grababa su primer disco, que fue medio como una explosión. Lo grabaron en la habitación pegada a donde yo dormía. Y tenía consciencia de que ahí había algo con un valor musical y generacional muy fuerte, y que yo lo tenía pared de por medio. Estaba tan cerca y tan lejos, era muy asible para mí. Entonces me volví medio DJ, como dice mi amigo Jorge Barilari —el músico real, con quien compusimos la música de El fulgor. Lo que hago es como robar música: busco las texturas que me gustan, lo que me parece que puede funcionar. Tengo un conocimiento más amplio de la historia de la música que de la historia del cine, sin dudas. Y después tengo un montón de amigos con los que puedo trabajar, más que con gente del cine. Con la música puedo trabajar más. Por ejemplo, componer toda esa música con instrumentos digitales y que funcione y no sea una porquería. Puedo administrar mejor ese mundo, tengo más libertad y amplitud en cuanto a lo que puedo hacer. En el cine capaz las cuestiones técnicas están más limitadas a un aquí y un ahora con el que tienen que lidiar; eso siempre es menos manipulable que la música. En la música tenés mucho más tiempo y texturas para ir buscando, que después pueden convivir en un mismo momento. Con la imagen no: si grabamos esto, después no le podemos poner una nube que pasa, porque se va a notar, va a ser malísimo.

AB: Tengo la impresión de que El fulgor se corre en varios aspectos de lo que uno espera de una película con estas características. Quiero decir: vida y muerte de los animales en el campo; generalmente hay una tendencia a mostrar eso de cierta manera, a enfatizar el aspecto más cruel, a mostrar la muerte delante de la cámara. En El fulgor no pasa eso. Todo el proceso en torno al movimiento también es bastante inesperado. A contramano del panorama del cine contemporáneo, donde hay cierta tendencia a planos fijos, distantes y demás, muchas veces de forma irreflexiva, tu película se involucra dinámicamente con lo que ocurre. Y lo musical también me parece insólito en este sentido: me hacía pensar mucho más en el cine narrativo norteamericano, el “cine clásico”, con momentos que remiten al cine de fantasía, el de suspenso… ¿Cómo aparecen estas ideas musicales?

MF: Lo pensé como si fuese la música de Tiburón, que de hecho es [Igor] Stravinsky(5). Me imaginaba que en realidad ese universo tenía más que ver con algo clásico; sin embargo, tampoco lo pensé en esos términos, sino que pienso concretamente en las herramientas. Algunas cosas sí las pienso mucho, pero otras tienen que ver con los elementos que tengo a disposición. Me parecía más importante la tesitura de un instrumento, el rango dinámico que tiene, los colores que atraviesa (por ejemplo, cómo suena un metal). No digo que sepa en profundidad esas cosas, pero sé cómo funcionan y las puedo pensar. Con la cámara capaz no puedo manipular tanto lo que pasa, pero con la música sí. Entonces me parecía que había una amplitud que había que mantener; había que conquistar ese lugar, porque esas músicas lo que tienen es que son muy insólitas, tienen una forma que no se puede creer, me fascina cómo se llega a construir esa forma, y en definitiva eso me parece lo más alucinante: las formas de la música, cómo van apareciendo. Soñaba con darle ciertos giros… Capaz si hubiese tenido otras posibilidades, el carnaval hubiese sido más gigante todavía. Dentro de una melodía, dentro de un momento de cada una de esas músicas, hay millones de momentos; cada instrumento está haciendo una genialidad y todo eso convive. Yo quería que en una síntesis más minimalista, empezara a crearse un movimiento interno dentro del plano, y lograr la suficiencia para que eso… me imaginaba, por ejemplo, que la carne amasada por los pibes era un clarinete haciendo “¡uh, uh!”. Pensaba cada movimiento musicalmente. Pero tampoco es que después a cada imagen le iba a corresponder un sonido que sea su imitación o copia. Hay momentos donde se tienen que pegar y otros donde se tienen que despegar. Hay que llegar a esos lugares. Cuando veo que la película está encaminada, llegamos a ese momento; de pronto llegamos a la comparsa y, como suelo hacer, me trato de correr del sentido más obvio, y en lugar de verla voy a ver a los chicos que trabajan, y son ellos los que me meten en la comparsa con sus carros, y empieza a sonar la música más delirante… Pero lo que me lleva a eso son los que trabajan. Siempre me parece más atractivo poder entender las cosas un poco corridas de su lugar. Cuando llegamos al carnaval y empieza a sonar la mayor estridencia, las plumas son las gallinas que cantan y cacarean mientras vemos no sé qué, como un juego. Yo no estaba del todo seguro, podía ser una boludez, pero me gustaba. Fui armando la música así, muy de a poco.

Por ahí esto sirve para entender lo que les vengo contando. El otro día escuchaba la charla que hizo Roger con [Mariano] Llinás y otros más, en el marco del Play-Doc. Nunca hice un laboratorio, nunca charlé con alguien que forme parte de ese ambiente; no tengo esa dinámica de laburo. Pero cuando veo a algunos recomendando cosas, me encuentro en ese diálogo personal. En un momento estaban cuestionando los laboratorios —aunque ellos igual trabajan en esos espacios—, jugando desde ese lugar de saber que por un lado trabajan ahí y por otro lo cuestionan, y en un momento Llinás dice: “Porque cuando viene alguien y dice ‘yo quiero filmar el western, por la idea…’, empiezan con una idea, pero yo sé que vos en realidad querés filmar un caballo, vos querés filmar un árbol, lo que te gusta filmar son esas cosas”. Y creo que eso es cierto. ¿A qué voy con esto? A que yo lo que quería filmar era esa vaca, quería filmar esas cosas, y con ese deseo de filmar después empezás a entender qué es lo que pasa. Pero el primer motor es el deseo de filmar ciertas cosas. Me asiento mucho en la materialidad. Llinás contaba que estaba en un laboratorio y dijo “hoy van a ir a filmar algo”, y mandó a los chicos a filmar… no sé, “vayan a filmar acá en la esquina”, y todos medio entraron en pánico, como diciendo “¿cómo?, ¿vinimos a un taller y tenemos que ir a filmar?”. Bueno, yo voy a filmar. Esa es una característica que comparto con algunos cineastas. Me siento más del tipo de Perrone en eso. Conozco cómo labura él, qué va a filmar, y sé que en algún momento aparece cierta angustia o incertidumbre. Ahí nos aferramos a los elementos que tenemos a mano, y a partir de ahí se empieza a construir algo más grande.

MS: Sí, también sentí algo de la “escuela” Perrone en la película; esa adrenalina del “ponerse a hacer”.

MF: Igual a mí me gusta que de la película nadie diga: “Uh, qué poca plata que tuvo”. Me encanta haber ganado el premio al Mejor Sonido. No creo que la película suene bien, en el sentido de lo que se premia en cuanto al profesionalismo que se requiere de una gran producción. Sin embargo, aunque esté bien hecha —de hecho es la primera vez que hago todo como recreado, porque al no tener diálogos me puedo permitir regrabar todo con mayor calidad—, lo que prima es una idea artística, que siempre es bastante “cabeza” en el fondo. No hay una idea del tipo “quiero hacer un western, entonces vamos a buscar a qué sonaban los western”. Si queremos el sonido de una gallina, agarramos una de YouTube, la ponemos y listo. Capaz si después puedo grabar una gallina, mejor, pero tiene que ser mejor que la que estaba trabajando. Esa maqueta tiene que funcionar de alguna manera. Me gusta que uno pueda ver la película sin necesidad de decir: “Uh, qué pobre”.

AB: Y me parece que no ocurre.

MF: No, creo que dentro de todo no. Pero eso tiene que legitimarse igual. Me gusta ese desafío también.

AB: Sí, también hay algo que no sé si es una tendencia o algo que veo yo porque soy medio malvado; cierta cuestión de: “Bueno, si los recursos son pocos, mantengamos todo pequeño, quedémonos ahí”. Y me parece que en El fulgor no ocurre eso, incluso menos que en las películas previas. Está bien, sabés que atrás no hay una orquesta de doscientas personas, pero sorprende lo lanzado, sabiendo que seguramente los recursos sean bastante limitados. Me parece que es algo interesante, y es algo que me interesaría empezar a ver replicado en otras películas. 

MS: Siendo una película con una estructura narrativa tan tenue, tan polisémica o abierta, la música por momentos es como un suplemento de ficción, un elemento muy determinante en la construcción de sentido y el montaje, tanto al nivel de la continuidad formal como de la narrativa.

MS: Yo dudaba, la verdad, porque siempre tengo el temor de que la música se apodere de todo y que parezca un videoclip.

AB: Que lo visual quede muy en un segundo plano…

MF: Siento que hay un momento crítico en ese punto, dos o tres minutos que los veo como críticos. Siempre imaginé una curva ascendente de cero a cien, y que nunca haya una bajada. Y me parece que en ese sentido hay algunos puntos que… En un momento ya la obra me cercó las posibilidades de subir y bajar, y en un par de momentos puntuales tuve que forzar un poco la música; momentos en los que, cuando los veo, preferiría que eso no esté presente. No tenía manera de salir de ese mismo lugar, de esa misma propuesta, porque ya estaba todo funcionando, y hay un momento, más hacia los vestuarios antes del final, en donde pienso que capaz tendría que haber apurado algo y terminar o tendría que haber pasado algo más, pero no entendía qué era. Me pasó eso con la música y me quedó un signo de pregunta. O al sacar la voz, que también era una cuestión muy difícil, que abría otras preguntas: qué agregar, cómo sumar texturas de los personajes y que no empiece a ser ya otra película.

MS: Sobre esto último que dijiste, respecto de toda esa discusión, ya algo perimida, sobre el Nuevo Cine Argentino, El fulgor va muy a contramano; por ejemplo, nada de minimalismo de la escena.

MF: No me preocupaba en ese sentido, sólo pensaba en la estructura propia, en la dinámica que veía. Sentía muy logrado el momento de crecimiento de la película, y cuando de pronto estás metido en una música que va en ascenso y ya estaba pensado el punto máximo… Hay un momento crítico para mí en las películas, hacia el setenta por ciento digamos. Cuando ves una película de [Alain] Guiraudie, por ejemplo… No conozco mucho, pero cuando ves a los genios hay un punto en que decís: “Pasa por todos los momentos”, y te das cuenta de que está escrito con genialidad. Ese es a veces el problema: si no escribís es muy difícil manejar toda la obra con la intuición de lo que vas a filmar, pero sin saber exactamente qué vas a filmar, y que no tenga fisuras. Sueño con que las películas no tengan fisuras de ningún tipo. Todo tiene que haber sucedido sin haber sido pensado. Es una doble exigencia que me gusta. Creo que en la estructura de las películas que estoy haciendo eso está cada vez mejor: que tengan estructura de ficción, en el sentido de que puedas sentir no una evolución, pero sí que empezás a poder recorrer la información de una manera tan amplia que te permite abrirte ante todo eso. Esa es la mayor ambición que tengo ahora como realizador: ser cada vez más dominador y a la vez más libre. Ustedes hablan del Nuevo Cine Argentino y la verdad es que veo algunas películas tan contenidas, con tanto temor… Me imagino todo lo que pensaron la cámara, cómo les costó tal escena… Ese es otro riesgo. El control a veces te contiene mucho.

AB: Además de que muchas de estas películas también han pasado por ochenta laboratorios, lo que las transforma en algo sin forma, no deforme, que sería mejor. Hay un texto muy interesante de Diego Lerer, donde cuenta que participó en un laboratorio y fue un delirio. La idea general era que en los laboratorios internacionales arrancás con una idea y te dan tantas sugerencias, desde tantos lugares distintos, que el resultado termina siendo algo sin ningún tipo de relación con lo original. Él decía que ya no se podía ver a él mismo en la película, o algo por el estilo. Eso es una cierta tendencia no sólo del NCA sino de gran parte del cine contemporáneo. Pero El fulgor se despega de eso, tiene mucha personalidad y nada de timidez.

MS: Es una película ambiciosa.

MF: Y que no le tiene miedo al ridículo. El camino que elegí no sé si es recomendable tampoco. Perdés mucho tiempo. Como hablábamos al principio, es un camino que viene de varias frustraciones. Pasaron unas cuantas cosas. Al final del año pasado me invitaron por primera vez a dar un taller de cortos. Lo primero que dije fue: “Mi sistema no se lo recomendaría a nadie”. No es que digo: “Qué capo que soy, voy, filmo, ni idea”. Tenés que hacer un recorrido para asumir que vas a hacer siete años una película, que no vas a hacer el ridículo, no vas a ganar plata y te vas a sumir en la angustia. No sé si es tan simple construir ese espacio de confianza y de laburo, de confianza en el laburo, mantener esos procesos de trabajo de tanto tiempo. Por eso creo que los laboratorios puede que sirvan para cierta gente que tiene una idea muy precisa e inalterable. Debe haber proyectos con ideas tan buenas, no necesariamente de cartón, que por más que pase el tiempo y que tal lo toquetee —como si fuese casi un producto—, logran imponerse. Pero no todo es así y lo más probable es que te pierdas un poco en eso.

MS: También son distintas dinámicas de diseño de producción y formas de trabajo. En tus películas, más allá de la discusión ficción/documental dado que no me parece muy conducente llevar para ese lado el análisis (y mucho menos hacia la cuestión de la hibridez), se nota que hay un deseo de filmar tal lugar o tal cosa, es decir, primero hay una materia prima de lo real, que en algún momento decanta en una idea de una película. Nunca se trata de una ficción “pura”, por decirlo de algún modo. Incluso se puede leer quizás en perspectiva El fulgor como una de tus películas paradójicamente más ficcionales (remitiendo a la premisa inicial de la dupla con Marco).

MF: Para mí la clave es la relación con los materiales. No es simplemente no tener miedo, sino al revés, tener ambición. Me acuerdo que cuando terminé la facultad me di cuenta de que me habían enseñado a ser profesional. Estudié la carrera de Comunicación. Y me dije: “Nunca pensé qué es ser profesional”. Ser profesional es trabajar para alguien que tiene guita y administrársela, de alguna manera. ¿Qué iba a hacer yo como periodista? También tuve ese momento, pero me di cuenta de que acababa de terminar una carrera, que me dio un montón de cosas… Tuve clases de Semiótica con Eduardo Romano, tuve grandes profesores que eran tipos importantes y viví momentos increíbles de conocimiento universal. Pero después me di cuenta de que no quería trabajar para alguien. Nunca había pensado eso para mi vida. Ese fue el momento de decir “vuelvo a cero”. Y lo que me pasó en cierto momento, viendo las Histoire(s) du cinéma de [Jean-Luc] Godard —porque todo ese cine lo vi como fan, como espectador—, fue que me encontré con algo que no tenía idea que existía. Y la pregunta que yo me hacía era: ¿podré dialogar con este tipo?, ¿dialogar directamente? Ahí me di cuenta de que nadie me había enseñado ni la remota posibilidad de que uno pueda animarse o tener ese acto de libertad de dialogar. Y eso para mí fue clave. Después, eso puede derivar en muchas cosas. También podés volverte un idiota, probablemente. Pero, entre otras cosas, ese acto de haberme soltado con esos autores me hizo llegar a concebir una película así, con libertad total, digamos. Haber tenido un diálogo genuino y libre con un autor que no conocía, sin respetar tanto su investidura.

AB: No lo canonizaste.

MF: Sí me pasó con muchos músicos, por eso nunca pude componer una canción. No logré ese momento de pegarme tanto a la historia del cine, a los autores, y decir “no soy nada”. Eso me llegó tarde. Por eso en mi primera película, Fulboy, tenía 32 años.

MS: Volviendo a El fulgor, me pareció esclarecedor cuando hace un rato dijiste algo así como: “Vi la película cuando, después de haber filmado el carnaval, fui al campo”. Porque efectivamente, la relación entre esos dos mundos y espacios no va para nada de suyo. Y hay ahí un gran trabajo de construcción de contrastes y contrapuntos que estructura la película formal y narrativamente. En general, con la excepción de Mujer nómade, trabajás preferentemente con varones, hay una especie de contrato que te permite avanzar sobre la intimidad de los cuerpos masculinos. En este caso también sucede eso, y se podría pensar que entre esos dos mundos se configuran dos figuras, corporalidades y comportamientos de hombres en polos opuestos del repertorio posible de pasiones y emociones. Ahí se cifra algo de la idea de la película, que va in crescendo; el carnaval va irrumpiendo de a poco, pero en algún punto, más hacia adelante, adquiere una centralidad, hay un momento de clímax, como si la película jugase con los pasajes entre esos dos mundos, la posibilidad o imposibilidad de esos pasajes, y el pasaje como un devenir o una metamorfosis de esos personajes y formas de ser masculinas. Narrativa y formalmente también hay un juego con el color y el blanco y negro que complejiza todo esto. ¿Cómo fueron surgiendo estas ideas?

MF: Como les decía antes, siempre hay una parte en la que trato de apropiarme de algo de lo que no me apropié de entrada. Esa es la razón del comienzo de este proyecto, porque en realidad yo no tenía nada que ver con este mundo. Marco me dice: “Vamos a filmar acá”. Entonces se abre un mundo ante mí, podía filmar cualquier cosa —creo que cualquier cosa es filmable—, pero después el desafío en este caso fue: ¿cómo me apropio, con mis propias preguntas, de esto que veo? Lo más honesto que puedo decir es que no partí de un interés directo. Aunque eso no tiene sentido, porque en realidad un interés sobre algo concreto puede estar o no estar o puede pasar a estar en un segundo, no es que eso inhibe el hecho de ponerse a pensar en eso, que es lo que realmente traté de hacer a fondo. Justamente, la cuestión era pensar estas dos dimensiones. En Fulboy ya había visto, en un abordaje absolutamente personal, el cuerpo en reposo del futbolista, donde conviven a la vez dos instancias (las mismas que viví cuando era futbolista): la laboral y la erótica. Erótica no en el sentido de homoerotismo, que es la tendencia que se puede deslizar rápidamente cuando uno filma eso, porque indudablemente se imprime algo de lo masculino que ve desde afuera, y entonces eso puede aparecer. Pero no me refiero a eso sino a algo más infantil, algo del orden de la amistad infantil, esa cosa lúdica. Los futbolistas son muy así. Y por otro lado, el cuerpo es la superficie con la que laburan, entonces todo el tiempo se tocan, se miran y se gustan, indudablemente, en el sentido que sea, pero que está dando vueltas todo el tiempo. Y también están muy pendientes de sus lesiones, porque es lo que determina el dinero que van a ganar en un período muy corto de tiempo. Vi esto también acá cuando entré al campo. Pude ver esas dos dimensiones, que es lo que más me interesa del cuerpo masculino, si es que tengo que investigar o me pongo a mirar esa proyección del deseo sobre el cuerpo de los hombres, que también están medio corridos en el carnaval. Entonces, como siempre, me gusta correr el sentido de la escena central. Eso ya me había interesado del carnaval. Íbamos a filmar a los hombres que, desde un punto de vista más hegemónico, están corridos de la escena. De hecho, no se ve a los hombres por lo general; cuando ves una imagen del carnaval es una mina en tetas o un culo de mujer. Para ellos era raro también que filme eso, lo cual me interesaba de entrada.

AB: El centro de atención no son ellos, digamos.

MF: Ya me sentía corrido del eje central del acontecimiento que estaba filmando, en este caso el carnaval. Entonces, los primeros años, que solo fui para filmar Gualeguaychú, sentí que la película no tenía profundidad, en el sentido de un contrapunto u otra dimensión, para empezar a ir más a fondo. Y hay algo teórico pero que se transmite rápidamente a la herramienta: no tenía más imágenes. Para poder hacer el juego de sentidos que me gusta, necesito varias dimensiones bien concretas, que estén pasando cosas distintas para poder hacer que dialoguen en el montaje e ir y venir, para que se pueda volver a ver lo mismo de otro modo. Acá no tenía eso, tenía sólo un color, tenía sólo verde para pintar, todo igual. Y Marco quería eso. La ambición llegaba hasta ahí. Entonces, cuando voy al campo me doy cuenta de que todo ese sentirme medio perdido de alguna manera, tipo Proust en En busca del tiempo perdido, lo podía recuperar y podía ser todo ganancia si ingresaba a ese mundo desde algo más laboral, pero que también tiene que ver con la descomposición. Ahí es donde digo que puedo también disfrutar de alguna manera mi parte teórica, porque no necesité ponerme teórico ni hablé con nadie al respecto, pero cuando veo una imagen me empiezo a preguntar, académicamente si quieren, por todo lo que veo ahí. No es algo que ponga en juego en el momento de filmar o laburar, pero sí es algo fundamental para mí pensar conceptos. Eso está, y creo que es central, pero tiene que estar por detrás. No puede ser lo que aparece ahí: “Bueno, vas a trabajar el concepto de la angustia en este personaje”. Pero si lo conocés y sabés que existe, vas mucho más a fondo siempre y se nota. Por eso les decía de entrada que la característica que más agradezco es la posibilidad de tener conocimientos técnicos independientes. No me someto a la técnica porque manejo esos conocimientos y eso me asegura otro tipo de abordaje. Entonces, cuando pude hacer ese pasaje tenía la posibilidad de ver los cuerpos con este aspecto dual que ya había visto en Fulboy, del trabajo y el placer. Eso fue lo que me acompañó.

AB: Algunas películas tuyas como Fulboy aparecen en el mundo pirata de internet como LGBT o cine queer, pero es porque hay cuerpos de hombres. Es exactamente tal como decís. Hay erotismo, pero ¿por qué sería homoerotismo? El tema de los cuerpos está muy presente en todas tus películas, desde un lugar más temático o reflexivo en una película como Mujer nómade, y también trabajado constantemente desde la puesta. Hay una escena de El hombre Depaso Piedra que estos días revisé varias veces, porque me gusta muchísimo, donde aparece la cuestión de los cuerpos desde un lugar bastante diferente a Fulboy o El fulgor donde son cuerpos mucho más hegemónicos, y también está la cuestión del trabajo y de cierta liberación, de alguna manera; la idea de un personaje que puede ser o hacer cosas nuevas. Es el momento de la canción de Coiffeur, que es genial, como si la película lo invitara a pensarse de otras maneras y lo abriera a otras posibilidades. Y ahí están muy presentes los cuerpos, el baile, y también estás vos.

MF: Esa es la primera película, es anterior a Fulboy; lo que pasa es que se estrenó después. Eso era una especie de invitación a mí, que no estaba pudiendo. Por suerte, al haber hecho Fulboy antes, pude darme cuenta de que tenía que seguir pensándola un poco más, pude seguir viajando y mejoré mucho la profundidad de la película. Que la película sea una invitación a eso me parece genial, es lo que más me gusta como idea. No sé si ahora podría volver a hacerlo, porque soy mucho más consciente, ahora soy más deforme porque cuando esa invitación ya está aceptada… En definitiva, quizás sigo siendo la referencia de las películas, porque no se me ocurriría pensar una idea del tipo: “Bueno, ahora voy a hacer una película que invite a otro a…”. Era algo que tenía que ver con ese momento. Y me gustaba también que esa propuesta en ese caso está hecha a una persona que en ese momento ya está forfai, a esa gente no se la invita. Está más bien perdido ahí en el tiempo de esa gente también medio perdida. Siempre me gusta eso de que las edades o los contextos de los personajes no son los que de alguna manera uno espera como el estereotipo del que protagonizaría esa película. Que los portadores de ese mensaje o incitación no sean figuras hegemónicas.

El hombre Depaso Piedra

AB: Claro, y la diferencia con otra película como Mujer nómade, donde la protagonista también es una persona mayor, es que hay una reinvención y una pregunta constante de ella: ¿quién soy?, ¿quién quiero ser?, ¿qué puedo ser?, mientras que en El hombre Depaso Piedra es casi lo opuesto, y la película lo empuja… Otra cosa que está también en tus películas, que es otra de las preguntas que aparecen siempre cuando se habla del NCA, es el tema del trabajo. Incluso en El profes1on4l, es el trabajo lo que está presente constantemente.

MS: Y en Mujer nómade también, sólo que es un trabajo intelectual menos evidente en la superficie.

MF: El trabajo, para mí, a full. Las preocupaciones de clase de cada uno no pueden escaparse nunca. Para mí es un problema que esto sea un trabajo, tiene que ser un trabajo. Entonces, siempre es un problema la película como trabajo, también. Muchas veces me han llegado comentarios del tipo “hay algunas personas que piensan que vos sos rico” porque hago muchas películas, sin financiamiento, sin nada. Entonces dicen: “¿Y cómo tiene plata este tipo?, ¿de qué vive?”. También para mí hay casi una pregunta constante por el trabajo y por la película en tanto trabajo. Incluso en esta película que estoy por hacer ahora, que en realidad son tres, que no tienen nada que ver con esto, pero de alguna manera todas van sobre lo mismo, sobre el trabajo, aunque quizás desde una perspectiva más histórica o desde otro tipo de abordaje. Pero el trabajo es el problema.

AB: Es que lo es. Y sin embargo es bastante extraño que aparezca en el cine argentino del 2000 para acá, o en todo caso aparece como algo medio periférico. Tampoco es que todo tenga que ser Ken Loach, no estoy diciendo eso, pero sí que haya una preocupación más visible en torno a eso. También, por supuesto, sería valioso observar una serie de atravesamientos conceptuales y formales que enriquezcan su abordaje, pero donde lo laboral esté latiendo. Y en tu cine se ve.

MF: Cuando hablo del trabajo, no digo que las películas tengan que ser sobre el trabajo. Está ahí, ni siquiera es que me lo propongo.

MS: ¿Y qué pensás sobre ciertas escenas de sacrificios animales tan caras al cine latinomericano del circuito de festivales, como por ejemplo el plano donde el protagonista mata una cabra en Los muertos de Lisandro Alonso?

MF: Cuando la vi tenía veinte años y me habrá encantado, fue una película que me voló la cabeza, pero hoy a la distancia no me parece. Acá busqué que el momento de la muerte quede suspendido. Nunca le tuve miedo ni quise hacer una valoración personal de eso, porque era algo que estaba pasando y lo veía muy naturalmente. Tampoco cuando editaba quise elidirlo directamente. Me parecía que lo que mejor funcionaba era dar a entender que eso estaba pasando, pero concretarlo era una información que le restaba algo de su propio misterio, porque era evidente que eso estaba sucediendo. Ellos mataban para comer, no para vender, entonces no es que freezaban la carne y se la llevaban. La carne en sí misma dura, pero las achuras, que son un montón (más de lo que uno ve cuando compra un chinchulín), esas las tenés que comer en el día sí o sí. La carne, todo lo que cortan, es para hacer chorizos. Lo que ellos cocinan, el asado del campo, es el costillar, toda la vaca, el matambre y el vacío. Hicieron chorizo con lomo, entraña, nalga, todo eso que nunca comprás, todos los cortes. Lo que ví en un momento es que todas las achuras estaban colgadas en un árbol y parecían un árbol de navidad, porque además era medio rojo y el árbol era verde, y todo eso estaba colgando con el viento. Vi así la imagen y empecé a pensar en ese viento, en ese movimiento, en el movimiento de la materia muerta, de la materia viva, y ahí ya entré en otra dinámica de visualización de eso que estaba pasando. Lo de Lisandro Alonso es otra cosa.

MS: Hay una idea interesante en el tratamiento de la carne, que se vuelve un elemento sumamente constitutivo del universo de la película: la manera de filmar con la cámara, el trabajo con el color y la textura… El plano del ventilador de pie tirándole aire a los pedazos de carne, como una naturaleza muerta, es uno de nuestros favoritos.

MF: Así empezaba la película. Los chicos estaban locos porque hacía mucho calor, el costillar era muy grande para freezar para el día siguiente y se podía pudrir, podían perder una vaca entera porque hacía mucho calor. Entonces, en un momento me fui y cuando vuelvo le habían puesto el ventilador, y además no había nadie. Es un garage y estaba el ventilador andando así. Yo no lo podía creer. Esas eran las cosas que me entusiasmaban, que me hacían decir: “Acá hay algo, aunque aún no sé bien qué es”. Pero eso apareció mucho después, porque también sabía que no iba a ser una imagen sola, como un videoclip, sino que tenía que formar parte de una dinámica de montaje donde se iban a disparar resonancias diferentes al entrar en contacto con todo el material. De hecho, empezaba la película así porque había un plano en el campo que tenía una especie de gallinero tapado con un nylon negro grande, como las bolsas de basura pero gigante. Estaba muy nublado y había viento, no mucho. El nylon llegaba hasta abajo y se bamboleaba. Las gallinas estaban paradas mirándome a mí. No llegaba a tapar todo pero, como había tan poca luz, cuando el nylon se acercaba, se ponía todo negro, y cuando se iba para atrás, aparecían las gallinas mirando. Ahí vi el nylon, las gallinas, la luz, y rápidamente pensé toda una situación alrededor de eso que veía y lo filmé. Entonces, en un momento la película empezaba con el ventilador, jugando con la idea del aire, y con esas gallinas y con el viento que movía esa especie de bolsa de basura.

MS: No quedó ese plano.

MF: No quedó esa estructura, porque pasó a ser un clip y no tuve los elementos para que se expanda un poco más, no funcionaba del todo, quedaba un poco aislada. Entonces, la carne funcionaba mejor, más orgánica, en otro lugar. Había una idea de repetición que era viciosa más que virtuosa en relación al montaje. Y eso lo tengo en general muy en cuenta. Por eso me lleva tanto tiempo a veces romper las estructuras que son sólo de montaje y transformarlas en algo que es de otro orden.

AB: También en ese sentido se puede pensar lo de la muerte de un animal en cámara, que acá no está. Cosas que por ahí capturan demasiado la atención, y hacen que todo el resto termine quedando un poco atrás. Si hacés una película en la que en los primeros diez minutos matan una vaca, el impacto que te genera eso hace que lo demás quede algo borroneado, te queda esa imagen como una especie de marca. Se nota que hay un laburo vinculado a la organicidad del material.

MF: Claro, sí, para mí era importante que esa información sedimente en un lugar periférico al que supuestamente debería quedar. Como que en realidad estamos viviendo algo que es más del orden de la organización del mundo. Quería organizar una manera de entender el mundo, un tratado. No renuncio a esa ilusión de hacer algo que sirva para pensar, algo mayor.

MS: ¿Cómo surgió la idea del otro personaje y de cómo ir encabalgando esas dos líneas narrativas?

MF: Eso también es un poco el resultado de lo que me parecía que la película iba necesitando, los cruces para que esa cosa narrativa muy tenue que tiene se mantenga y permita viajar por esos universos medio paralelos de los sueños, esos mundos que parece que van a tocarse o van a ir conviviendo, pero que avanzan en paralelo. Respecto a ese otro personaje, al principio el pibe era muy reacio a que lo filmemos, pero después terminó casi queriendo que lo filmemos haciendo cualquier cosa. Entonces, toda esa maleabilidad que él fue cambiando y predisponiendo también tenía que ver con un cambio de actitud suyo, y me gustaba retratar eso. El final es medio como Terminator, como el nacimiento de un nuevo hombre. Por su actitud y su impronta, prefería que tuviera ese color de renacimiento. Él estaba de alguna manera vinculándose con un pasado que le era un poco esquivo, porque no sabía si quería pertenecer o no, y eso hacía que vaya creciendo algo alrededor. Y lo fui laburando en la última etapa, en el último año de rodaje. Terminé de filmar justo cuando empieza la pandemia. De hecho, no terminé, pero como él se aisló en el campo y ya estaba flasheado con que lo quería hacer, aproveché y le pedí cosas donde él mismo se filmaba —de hecho, hizo una película en el campo que yo le edité en pandemia y que es una locura. Y hay varias cosas que me fue dando gracias a que se quedó aislado los primeros seis meses duros de la pandemia. Y ahí sí finalmente lo pudimos terminar con lo que él me mandó: una escena entre los pajonales donde está durmiendo, un momento donde está con algunas respiraciones, simulando que está en las fábricas.

El fulgor

Notas:

1 En El profes1on4l (2016), Farina retrata a Perrone durante el rodaje de su película Cump4rsit4.

2 Gualeguaychú: El país del carnaval (Marco Berger, 2021).

3 Compuesta por Cuentos de chacales (2017), El lugar de la desaparición (2018) y Los niños de Dios (2021).

4 Uno de los proyectos en desarrollo de Farina es una película construida alrededor de los sueños de Guillermo “Willy” Villalobos.

5 Farina hace referencia a la composición “Main Title (Theme from ‘Jaws’)” de John Williams, que contiene ecos de La consagración de la primavera, de Stravinsky.

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