Las calles sepultadas de Madrid

El 23 de febrero de este mismo año se proyectó en el Centro de Cultura Contemporánea Conde Duque la última y tardía entrega de la trilogía El crack, de José Luis Garci. La sección que la recogía, “Las calles de Madrid”, con un puñado de películas que mostraban distintas caras de la ciudad, permitió ver esta recuperación, a modo de precuela, del mítico Germán Areta en sus primeras andadas como detective privado. Blanco y negro, manierismo mitómano y olor a puro: hay muchos ejemplos de cine conservador dentro del panorama español, sobre todo en su vertiente más (aparentemente) industrializada, pero en el último lustro existieron pocos como esta última iteración de Garci, un canto anacrónico a una manera de ver el cine influenciada por el Hollywood de los grandes estudios. Más allá de si podemos considerarla fallida o no, El crack cero es un ejercicio fascinante por lo que tiene de inconsciente; no es una película del pasado en tanto que podría haberse hecho hace décadas, sino una película que quiere volver al pasado, que se refiere a él y lo interpela en busca de una autoconfirmación. Es por esta tensión imposible de resolver que la inclusión dentro de la propuesta sugerida, “Las calles de Madrid”, resulta hasta irónica: ¿qué calles de Madrid, nos preguntamos, si lo que aparece en pantalla es una ciudad sepultada por la mirada de un director inmerso en su propia construcción mitológica?

El crack

Ese acercamiento al pasado resulta aún más llamativo si se compara con el dúo original de películas. Han pasado más de cuarenta años desde el estreno de la primera El crack, que llegó a los cines españoles el 6 de abril de 1981, pocas semanas después del intento de golpe de estado que hizo tambalear a un país que recién estaba saliendo de décadas de dictadura atroz. Si bien es cuestionable que la película de Garci quisiese ser un reflejo de su contexto sociopolítico, o al menos que lo tuviese entre sus preferencias, el momento en que se rodó, a lo largo de noviembre de 1980, imposibilita un distanciamiento total con la realidad por la presencia tan destacada de Madrid. La dedicatoria inicial a Dashiell Hammett o el tono noir adelantan una aproximación imbuida en unos referentes muy claros (no sé si también rígidos, pero en cualquier caso colindantes con lo arquetípico), solo que Garci consigue que la primera entrega de El crack, por sus filias pero también por una lectura inteligente de su momento, esté constituida por dos películas que transcurren paralelamente y se retroalimentan: por un lado la película narrativa, centrada en el detective de respuestas afiladas que se ve envuelto en un caso de corrupción en las altas esferas, y por el otro la película documental o de registro, con abundantes planos del Madrid de la época que suponen un material muy valioso por su capacidad de reflejar ya no solo la vida de la ciudad, sino también los cambios espaciales que se han dado desde aquel momento hasta hoy. Una forma muy evidente de comprobar esto es la presencia de los cines, algunos de los cuales han cambiado o desaparecido actualmente; sospecho que sus recurrentes apariciones se deben a la cinefilia de Garci, pero a su vez son testimonio –hoy en día más que nunca– de un pasado que se siente incluso más remoto de lo que realmente es.

El crack cero es una película sobre un pasado imaginado, mientras que El crack y su secuela inmediata son obras, a pesar de la mitomanía, de un presente mucho más real. Pero ¿hay un discurso alrededor de estas imágenes de Madrid? Aparentemente no: sirven como transiciones entre escenas, de una manera que nos puede recordar al cine de Yasujiro Ozu, y mediante la música y cierta aura melancólica –mañanas azuladas, tardes grisáceas, noches cerradas– ayudan a construir una atmósfera y un tono que trabajan como apoyo para el desarrollo dramático. Sin embargo, aunque parecería que su valor habría que encontrarlo a pesar o aparte del resto de la película, hay ciertas ideas desde el guion que pueden ayudarnos a reconsiderar la importancia que le daba Garci a ese material contemporáneo. Ya hemos dicho que el propio cineasta era ante todo un cinéfilo enamorado de las películas estadounidenses; esto no se plasma únicamente a través de la presencia de los cines madrileños, sino con las recurrentes apariciones del amigo peluquero del protagonista, que en sus largas sesiones de barbería le narra con detalle los combates de boxeo que, según él, presenció en el Madison Square Garden entre algunos de los más grandes boxeadores de siempre. No tardamos en descubrir que sus relatos son solo eso, historias inventadas: nunca ha viajado a Estados Unidos, por supuesto nunca estuvo presente en esas veladas deportivas, y su admiración por el puente de Brooklyn parece venir de las fotografías que tiene colgadas en su salita de trabajo –y quizá del cine–. A modo de contraplano, Madrid se convierte en un lugar de transición, un no-lugar donde algunas mentes, ya sea mediante la gran pantalla o con esas otras grandes ficciones que son los deportes profesionales en Estados Unidos(1), escapan a otros mundos que dicen conocer como la palma de su mano… cuando apenas los pueden situar a través de sus representaciones gráficas. No deja de ser relevante el título de la película: hace referencia a una ruptura, un crack, que resume el estado –histórico, social, también anímico– de un país necesitado de romper con un pasado traumático; mirar hacia fuera, al menos para el entrañable peluquero amante del boxeo, parece una opción más amable(2).

Al igual que Christian Metz decía que toda película es una película de ficción(3), toda película de ficción tiene necesariamente una parte documental en tanto que es una creación humana: no puede evitar ser testimonio de un lugar, unas personas, un contexto. En palabras de Gilberto Pérez: “Podríamos decir que una película describe en cada uno de sus detalles algo que ha existido: cada cosa que vemos debe haber estado ahí delante de la cámara, que carece de imaginación y tiene un apetito infinito por lo material. […] Lo que ha existido es material documental, lo que empieza a existir es ficción; una película es una ficción hecha de detalles documentales”(4). Esto es cierto incluso con el desarrollo de la tecnología aplicada a la creación cinematográfica, con algunas obras creadas a partir de pantallas verdes y de programas informáticos que, aun no registrando “algo que ha existido”, son testimonio del trabajo de unas personas concretas en unas circunstancias determinadas. Es en ese sentido que El crack, como película de ficción, también tiene un fuerte valor documentativo; el apetito de la cámara de Garci por lo material es, en efecto, infinito(5), y no solo da cuenta de una construcción dramática sino que guarda un espacio considerable para aquello material, arquitectónico, social, que alimenta un sentir de su presente. Godard decía que todas las películas son documentales de sus actores; podríamos añadir que también pueden serlo de sus ciudades.

Ese inevitable aspecto de la grabación, incapaz de alejarse de su presente, se suele poner en valor cuando se habla de lo documental, siendo realmente algo intrínseco a cualquier creación cinematográfica. El crack no es una película excepcional en su registro de un momento sociopolítico concreto, está claro, pero su contexto y ambivalencia (¿no quiere centrarse en eso?, ¿o sí le da importancia de una manera subterránea, secundaria? ¿Garci solo rodó esas largas vistas de Madrid pensando en su utilización como interludios, o las consideraba una parte central?) la convierte en un caso particularmente interesante. Lo es también por contraposición a obras posteriores del cineasta: tanto El crack cero como la aún más desconcertante Holmes & Watson. Madrid Days (una película de apariencia acartonada con un carrusel de decisiones a cada cual más hilarante) parecen incapaces de plantear un lugar físico con algún tipo de interés o pulsión, perdidas en recuperaciones o recreaciones que no se expanden más allá de las cuatro paredes de la pantalla de cine. Y no está mal quedarse dentro de ese terreno, ¡qué vamos a decir a estas alturas!, pero resulta positivo ampliar el foco; ahí es donde El crack termina siendo un absoluto éxito creativo: en que la visión de un director tan encerrado entre esas cuatro paredes sepa derribar alguna de ellas para que entre un poco de aire y podamos contemplar, desde ahí, una ciudad en transformación.

El crack


Notas:

1 ¿Cuánto discurso sobre las imágenes de nuestro mundo contemporáneo se puede construir a través de la retransmisión de un partido NBA o del descanso de la Super Bowl? Más allá del papel de las series de televisión y las dinámicas de las redes sociales, creo que hay todo un mundo especialmente relevante a explorar (desde el punto de vista del análisis visual, de cómo se tratan las imágenes) en relación a las veladas deportivas en un país ultracapitalista como Estados Unidos. 

2 Esa ensoñación se acaba volviendo realidad, aunque sea a través de su amigo Areta: en el tramo final la película, viajará a esa Nueva York soñada para mostrar (también porque Garci rodó sin permisos y a la carrera) una cara bastante terrenal. Hay planos del Madison Square Garden y del puente de Brooklyn, sí, pero todo ese fragmento carece del entusiasmo al que parecían aspirar las narraciones del peluquero.

3 Christian Metz, “El significante imaginario: el psicoanálisis y el cine”.

4 Gilberto Pérez, El fantasma material. Las películas y su medio.

5 La cita de la apetencia de la cámara por lo material es de Robert Warshow, “La cámara de cine y los estadounidenses”, sacada del texto mencionado de Christian Metz.

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