Cartografías domésticas

Taipéi, la capital de Taiwán, está a unos 19.000 kilómetros de Buenos Aires, aproximadamente. Treinta años separan la fecha de nacimiento de Hou Hsiao-hsien, director taiwanés, de la de Milagros Mumenthaler, directora argentina. Asimismo, veintidós años separan los estrenos de sus películas Ciudad doliente, obra magna de 1989 del taiwanés, y Abrir puertas y ventanas, ópera prima de 2011 de Mumenthaler. Incluso en sus duraciones hay una diferencia abismal: la primera casi dobla a la segunda en cantidad de minutos, con 160 y 90 respectivamente. Ni hablar de su ambición narrativa: la taiwanesa es una épica sobre (algunos de) los grandes acontecimientos históricos de su país, y la argentina tiene en su centro a tres hermanas jóvenes durante el transcurso de algunos meses. Entonces, ¿a cuento de qué viene tal comparación? ¿Qué tiene que ver Hou Hsiao-hsien con Milagros Mumenthaler?

Ocurre que las distancias, a veces, no son nada, y dos propuestas que parecieran tan disímiles se encuentran en un plano final idéntico: una habitación vacía, ubicada en el centro del plano y compuesta simétricamente. Este plano compartido cierra dos historias que posan su mirada sobre la familia y la pérdida, arribando al mismo por caminos tan distintos como formas de transitar el duelo pueden existir.

I. Hay un hombre dando vueltas anotando nombres

El 15 de agosto de 1945, a fines de la Segunda Guerra Mundial, Japón anunciaba su rendición y devolvía la isla de Taiwán a la República de China, gobernada por el Partido Nacionalista, luego de 51 años de ocupación y colonización. El discurso del Emperador Hirohito se oye en la radio de una casa grande, con la arquitectura rectangular característica en Japón: luz tenue, ventanales romboidales y vidrios de colores. De a poco, va menguando el sonido de la radio, obstruido por los alaridos de una mujer que da a luz, como si marcara un nuevo comienzo para la población taiwanesa. En esa casa vive la familia Lin, que consta de cuatro hermanos: Wen-heung, quien acaba de ser padre; Wen-ching (uno de los primeros papeles de Tony Leung), un fotógrafo sordomudo, y Wen-leung, quien, al recuperarse del trauma por su participación en la guerra, se mete en un grupo de gángsters. El cuarto hermano nunca volvió de la guerra en Filipinas. Entre luces y fuegos artificiales, la familia celebra la inauguración del nuevo bar de Wen-heung y guarda la esperanza de un futuro mejor. Wen-ching se mantiene modestamente con su estudio fotográfico, y lee y discute de teoría marxista junto a Hirome, su amigo y hermano de quien será su enamorada, Hinome. Cuando los entresijos de la historia vayan colándose en la textura de la vida cotidiana de la familia Lin, sufrirán en primera persona lo que acabó siendo el período más sangriento en la historia de la isla.

A diferencia de la mirada más cosmopolita de su compañero Edward Yang, el cine de Hou Hsiao-hsien, en su primera etapa, guarda mayor diálogo con la historia de Taiwán que con la propia historia del cine(1). Los primeros films del director, como Dust in the Wind o Tiempo de vivir, tiempo de morir, pertenecen al coming-of-age de carácter autobiográfico, situados en el Taiwán rural de los 60. En ellos, al igual que en A Brighter Summer Day de Yang, se posa la mirada sobre la violencia que emerge ante la pérdida de sentido que impregnaba las vidas en esa época, con niñxs enlistándose en el ejército u organizando pandillas ante la imposibilidad de pensar un futuro estable. Por su parte, Ciudad doliente es un ejercicio de memoria colectiva, tal como La idea de un lago de Mumenthaler: una mirada hacia esos acontecimientos históricos que signaron a una nación, hechos carne en las generaciones, presentes o futuras, que son y serán sus víctimas.

Ciudad doliente

El desembarco en Taiwán del Partido Nacionalista (Kuomintang), al mando de Chiang Kai-shek, generó una serie de tensiones étnicas y nacionales que desembocaron en un período de 38 años de estado de sitio, con sus respectivas detenciones, asesinatos y desapariciones. Estrenada dos años después del levantamiento de la ley marcial, la de Hou es la primera película en toda la historia de su país en representar la masacre del 28 de febrero de 1947, tema tabú durante el gobierno del Kuomintang, además de ser una de las primeras en presentar a la sociedad taiwanesa como plurilingüe, frente a la prohibición de las lenguas nativas y la imposición del chino mandarín como única lengua oficial(2). Nunca se les da un cuerpo a las voces masculinas de autoridad patriarcal y colonial en el film: los discursos del Emperador Hirohito o del Gobernador Chen Yi se oyen siempre desde la radio, y en ningún momento se los ve. La otra voz over presente en la película es la de Hinome cuando lee sus cartas, generando así una contraposición entre la historia oficial del régimen y la narración en primera persona, popular y en carne propia. Cuando Chen Yi anuncia la instauración del estado de sitio, asegurando que es para bien de la población, su voz se ve solapada por la voz extradiegética de Hinome, que relata el terror y el sufrimiento vivido frente a las masacres del gobierno. Se opone, entonces, una voz masculina asociada a una esfera pública colonizada y una voz femenina testimonial que restituye las experiencias de los sectores oprimidos y encuentra un refugio en la esfera privada, familiar y doméstica. En un gesto paralelo, como parte clave de la sanación histórica del país, Hou propone una memoria íntima ante una memoria oficial inexistente, censurada y aleccionadora, reescribiendo la historia que los libros escolares del Kuomintang ignoraban, inscripta pese a todo en los rostros de las personas.

Los espacios en Ciudad doliente se repiten una y otra vez, siempre desde una misma angulación y recorridos en un eje horizontal. La reiteración del encuadre geométrico a lo largo del film sirve a la resonancia emocional de estas habitaciones, a mostrar cómo las transitan los personajes a medida transcurre la narración. Es una reinvención del sentido más que una mera mímesis: el pasillo del hospital, por ejemplo, no significa lo mismo cuando deben atender a los heridos de una represión que cuando Hinome lo cruza estando embarazada, pero se filma desde la misma posición. Conjugando una poética de la intimidad con una cámara distante de la acción, Hou opta por planos fijos de pacing dilatado que resaltan la delicadeza y sensibilidad de los gestos, como en la escena donde Hinome mira con los ojos cargados de una tristeza y dulzura infinitas a Wen-ching mientras él pone su canción favorita y le explica cómo se quedó sordo, o la desazón de ambxs cuando les llega la carta que anuncia el asesinato de Hiroe mientras su hija sigue jugando y riendo, incapaz de comprender el dolor de sus padres. 

La cámara rara vez se mueve y, cuando lo hace, es en pos del desenvolvimiento de los personajes en el plano, porque lo que más le interesa al director es retratar cómo la Historia, con h mayúscula, afecta en las personas(3). Ciudad doliente no muestra directamente esos acontecimientos históricos, como pueden ser la masacre del 28 de febrero o el fusilamiento de civiles por parte del gobierno Nacionalista, sino que los utiliza como un trasfondo en el que los protagonistas ya están insertos, un fuera de campo ominoso que circunda su vida diaria.

Se llega, entonces, a lo macro desde lo micro, a lo nacional e histórico desde lo familiar e íntimo, a lo abstracto desde lo concreto. Este particular interés por tratar los entramados de la vida social a partir de los elementos dramáticos de la ficción (principalmente el melodrama romántico o familiar, pero también géneros como el cine de gángsters) y no de una mirada documental o testimonial, enmarca al director dentro una tradición del cine de países de Asia Oriental que explora, de forma indisociable de la historia e idiosincrasia (nacional y cinematográfica) de cada uno de ellos, cómo las formas de organizar la vida social permiten que las personas se encuentren, pero también se separen; cómo aquello que nos integra genera, a la vez, distancias forzosas. Se suele citar a Ozu —el gran retratista de las transiciones generacionales en Japón— como uno de los mayores referentes de este tipo de cine, pero también podríamos referirnos a Jia Zhangke, que contrapone los gigantescos cambios culturales en China con los vínculos familiares y afectivos de sus protagonistas, a Mikio Naruse y Wong Kar-wai, examinando los códigos de conducta de Japón y Hong Kong, respectivamente, que evitan que sus personajes puedan vivir sus romances, o a la dificultad de conectar con sí mismxs y con otrxs en urbes frías y occidentalizadas que ofrecen Edward Yang y Tsai Ming-liang en la propia Taiwán, y de nuevo Wong Kar-wai. 

Vivir entre ciudades y dolores es vivir incompleto, es la penuria de perder la distinción entre el tiempo de vivir y el de morir. Entregadxs de un régimen colonial a otro, el duelo de la familia Lin es el de toda una nación, entendida no en un sentido meramente geográfico, sino como un conjunto de personas que transitan esos vaivenes políticos y sociales. El propio nombre de la película lo indica: no es solo una familia en una casa, son muchas en todas las casas de la ciudad. Con canciones populares que se cantan en las calles y desde las ventanas, se esboza una identidad nacional constantemente atacada, que lleva a nuestros protagonistas a preguntarse cuándo van a poder levantar la cabeza con orgullo en la tierra donde nacieron. Entre hermanxs detenidxs y amigxs fusiladxs, extranjerxs en su país y despojadxs de su lengua, aún hay lugar para pequeños resquicios de aire en la boda de Hinome y Weng-ching y en el nacimiento de su hija, momento cuya memoria se guarda en la última foto familiar que saca el personaje interpretado por Tony Leung antes de ser desaparecido. 

La tristeza de lo que queda de la familia Lin, rota por un Estado terrorista que barrió con toda una generación, culmina en el plano final de la habitación principal de la casa, la misma que tantas veces se filmó luminosa y repleta de movimiento, con los hermanos cantando en torno a la mesa o incluso enfrentándose a la policía del gobierno cuando había querido detener a uno de ellos. Ahora ya apenas entra luz por los rombos de colores que hacen de ventanal y la mesa está vacía; el silencio se apodera del plano. Solo quedan los fantasmas de la historia, huellas de un dolor demasiado reciente. El mensaje final(4) es un recordatorio de que la historia no termina: las voces son distantes pero las vidas se mueven, aunque intenten sepultarlas.

Ciudad doliente

II. Beber del sol

Martirio: (Con nostalgia.)

Abrir puertas y ventanas

Las que vivís en el pueblo…

Adela: (Con pasión.)

…el segador pide rosas

Para adornar su sombrero

Federico García Lorca, La casa de Bernarda Alba

Un brillante día de verano en Buenos Aires nos encuentra con tres hermanas, solas en una casa enorme, algo desvencijada, iluminada desde sus ventanales y rodeada de vegetación, en el punto álgido de su florecer. El amante de la mayor, Marina, se acerca y la busca, pero es rechazado con mentiras poco elaboradas por Sofía. Las hermanas, recostadas en los sillones por el letargo del calor sofocante, parecieran tener la cabeza en otro lado. Sin adultos responsables a la vista, con el zumbido del ventilador o la novela de la tarde como fondo, su vínculo se hila a través de esa fluctuación entre la hostilidad y el cariño típica de las relaciones fraternales (o sororales, en este caso). “Tenés que limpiar”, le espeta Marina a Sofía. “Que limpie la otra ñoqui”, le contesta, refiriéndose a la poca colaboración de Violeta, estableciendo los roles de autoridad en esa casa demasiado grande para ellas solas. Una alusión a que Violeta —la más joven y desapegada de la familia— no está yendo a la escuela descartaría la posibilidad de que estén cuidando la casa mientras sus padres se ausentan por las vacaciones de verano. ¿Quiénes son estas hermanas, entonces, y por qué deben asumir tales responsabilidades mientras estudian en la secundaria o la universidad?

No es hasta bien entrada la película que Milagros Mumenthaler decanta un panorama sobre la situación de las protagonistas de Abrir puertas y ventanas: ellas, huérfanas, están viviendo en la casa de quien fue su abuela, Alicia, recientemente fallecida. Ella habita a través de su ausencia, y su falta se asimila en el duelo que transitan Marina, Sofía y Violeta. El fallecimiento de su abuela es la eyección de las chicas hacia un mundo adulto donde no terminan de asentarse, moviéndose en ese espacio de indeterminación y cuestionamiento que implica crecer, y crecer de golpe. Es un momento de suma vulnerabilidad, donde pareciera que su existencia se reduce a su condición duelante, como en la facultad donde Alicia parece haber sido una docente reconocida y todo el mundo les habla a las hermanas sobre ella. Su presencia no pesa solo por la memoria emotiva, sino que es como un ente ominoso que se cierne sobre las chicas, un elefante —académico y prestigioso— en la habitación. La forma en la que se refieren a ella (por su nombre de pila en lugar de llamarla, simplemente, “abuela”) o el descubrimiento de habitaciones y ropa a las que tenían prohibido el acceso, deja ver el lugar que ocupaba en sus vidas y su forma de criarlas, así como la presión imperativa que cayó sobre ellas.

Abrir puertas y ventanas

Para pensar en otro grupo de hermanas encerradas en una casa en una situación de duelo, podemos transportarnos hasta la España profunda, donde Federico García Lorca situó La casa de Bernarda Alba. Después de enviudar por segunda vez, Bernarda somete a sus cinco hijas (Angustias, Magdalena, Amelia, Martirio y Adela) al más riguroso de los lutos durante ocho años, encerrándolas entre muros gruesos y blanquísimos, en un pueblo en el que todos posan sus ojos sobre el chisme y donde el agua es de pozo, estanca y podrida, sin ríos. “En ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle. Haremos cuenta que hemos tapiado con ladrillos puertas y ventanas”, dice Bernarda, mientras sus hijas maldicen su condición de mujer y anhelan el exterior, la libertad de un mundo propio. Los pequeños resquicios de aire que encuentran las hermanas aparecen al estar en compañía unas de las otras, cuando la ácida Magdalena vocifera contra la idea de casarse, cuando cantan las coplas populares que se oyen desde la ventana o cuando Adela, la más joven e inquieta, luce un vestido verde que desafía el duelo impuesto por su madre.

Como buena obra lorquiana, el espacio es clave en Abrir puertas y ventanas. La casa juega un papel fundamental en la construcción de los sentimientos de las hermanas. La memoria de su abuela pareciera aún caminar por ese suelo, y hasta hace una aparición en una escena nocturna de registro onírico, como si Alicia pudiera recordar sus vidas pasadas. Con movimientos que recuerdan la gracia de Terence Davies, la cámara de Mumenthaler, por momentos, se aleja de los cuerpos y recorre las habitaciones por sí sola, dejando ver quiénes son nuestros personajes a partir de sus objetos de pertenencia: una copia en DVD de Pulqui de Alejandro Fernández Mouján, el libro La condición posmoderna de Lyotard que tiene Marina o un tablero de dibujo en el cuarto de Sofía. Esas cuatro paredes blancas encierran y asfixian a sus protagonistas en su búsqueda de identidad e independencia, en su deseo de abrirse y salir. El aire está viciado y la presencia fantasmal de Alicia acoge y sobrecoge al mismo tiempo; acompaña y limita, como una herida aún abierta. Cuando están solas ese letargo parece insoportable: Marina rompe en llanto en pleno encuentro sexual con Francisco, el casero; Sofía se encoge sobre sí misma en su cama, mirando el techo. Solo su encuentro pareciera hacer que todo duela menos, como cuando miran una película juntas o se sientan en el sillón a cantar “Back to Stay”, de Bridget St. John, canción que le da su título en inglés a la película. Violeta, por su parte, rompe esta tensión y se escapa con su novio para embarcarse en una vagabundeante carrera musical, sin dejar un teléfono de referencia y cumpliendo el sueño trunco de Adela en la obra de Lorca.

Las ideas de ausencia y duelo en torno a un espacio ya habían sido exploradas por Mumenthaler en dos de sus cortos anteriores, El patio y Amancay, que servirían como terreno de prueba para su ópera prima. En el primero, dos hermanas meriendan, escuchan Bandana, hablan sobre menstruar o masturbarse y esperan en el patio la llamada de su madre, que vive en el exterior. En el segundo, una mujer vuelve a una cabaña en la orilla de un río después de la pérdida de su pareja. La directora posa una mirada particularmente sensible sobre sus protagonistas; filma su desnudez con la naturalidad propia de una percepción femenina, permitiéndoles explorar su sexualidad y feminidad con apertura. “Soy recta, no tengo cintura”, dice Marina al probarse una bikini frente al espejo, a lo que Violeta contesta: “Qué exagerada que sos, por lo menos tenés tetas. Lo mío es deprimente, no tengo nada”. Es esta construcción de la identidad femenina, y de la feminidad en torno a la familia, lo que la emparenta con Le meraviglie, de la italiana Alice Rohrwacher, donde el personaje de Gelsomina, así como el de Marina en Abrir puertas y ventanas, debe hacerse cargo de sus hermanas frente la ausencia de los adultos. No tardan en aflorar tensiones entre Sofía y Marina, con la primera deseosa de despojarse de los objetos de la casa, casi con rabia y arrogancia, y la otra aún aferrándose a ellos. En el gesto de arrancar el empapelado de la pared, o de talar el árbol abichado donde descansan las cenizas de Alicia, se guarda la intención de sanar, de hacerle frente al dolor de la pérdida y reencontrarse con la calidez del espacio que alguna vez supieron habitar. Pasan las estaciones, los árboles se secan, sus hojas caen y el frío se empieza a colar por las hendijas de las puertas. Pero no es el tiempo, esa arma de doble filo ante las ausencias, sino su propia voluntad vital y su cariño lo que les permite llenar los espacios vacíos. Juntas, porque el crecer y sanar siempre es con otrxs, logran entenderse y aceptar el nuevo paso que sigue en el proceso de duelo. “Total son solo cenizas”, termina diciendo Marina.

Después de todo, las tres hermanas no son Angustias, Magdalena, Amelia, Martirio ni Adela: no acaban con un final trágico, no hay luto de ocho años, ni bastón dictatorial, y en su pueblo el agua no es estanca. Ni son Olga, Mascha e Irina, las tres hermanas de Chejov, condenadas a aceptar el destino que les tocó vivir, incapaces de levantar vuelo. Ni son como las flores de cerezo del poema que lee Hinome en Ciudad doliente, dispuestas a caer en la plenitud de su belleza. Abrir puertas y ventanas significa airear, salir y respirar. Es dejar que se cuele la luz y beber del sol, como lo hace Gelsomina con sus hermanas, en un gesto de pura magia y vitalidad. En la escena final, la canción enviada por Violeta las hace reencontrarse a través de la música, como en las mejores escenas de otra obra maestra sobre el duelo entre hermanxs, Distant Voices, Still Lives. Con la casa redecorada y renovada, el eco de las últimas notas resuena mientras los personajes abandonan el plano, y es esa habitación de paredes blancas, luminosa y acogedora, vacía pero llena de aire, sol y vida, la que nos permite pensar que, una vez que se sana, la vida continúa.

Abrir puertas y ventanas

III. Casas encantadas

Habitarse a unx es difícil, pero habitarse en esos espacios que compartimos con quien falta quizás lo es más. Ser en el mundo es ser en un espacio, un territorio, como una extensión indisociable de la subjetividad. Esos lugares donde somos, estamos, crecemos y construimos nuestra identidad, un hogar íntimamente compartido con otrxs. Cuando ese otrx se ausenta, más notoria se hace esa consciencia espacial, esa noción de ser en el mundo; cuando los espacios se vuelven opresivos y el aire se vicia, pesa la memoria y sobreviene la nostalgia. Tanto Hou como Mumenthaler entienden esta cualidad afectiva del entorno y se valen de su cámara para cartografiarlo; el aparato fílmico interviene para configurar la construcción de sus afectos porque, al fin y al cabo, la cartografía no es un arte que imita la realidad: los monstruos dibujados en los océanos son imaginarios, los colores de las selvas y cordilleras no son tan vívidos y los continentes se deforman para ser apreciados sobre un plano. Los espacios ya están ahí; es el oficio del cartógrafo el trazar sus límites, mapear el terreno, encuadrarlos e iluminarlos para darles un nuevo sentido, para llenarlos de vida. Tanto en Ciudad doliente como en Abrir puertas y ventanas las habitaciones vacías de sus respectivos planos finales hacen resonar las ausencias, por oposición al movimiento y la vitalidad de cuando se habían filmado repletas. No son las habitaciones por sí solas las que hablan, sino la coreografía de los cuerpos cruzándolas y el vacío de cuando ya no están. Esa quietud melancólica en la que nos sumerge la permanencia en el plano nos deja con el eco de las voces distantes, que ensordecen por su silencio; torna perceptible lo dramático y afectivo lo espacial.

Tan solo un plano —y, de ese modo, el propio lenguaje del cine— puede saldar las distancias entre Argentina y Taiwán, entre familia e historia, entre muerte y vida. Incluso podríamos tejer ambas historias, complementarias en el proceso de sanar: en una se filma la pérdida en sí, que da lugar al duelo, mientras que, en la otra, la pérdida ya ha ocurrido y el cierre del proceso culmina la película. Una abre y la otra cierra. Tiempo e imagen se conjugan en ese gesto vital que es buscar la sanación, la dialéctica entre pasión y nostalgia que llena los espacios de memorias nuevas con la calidez de lxs otrxs para armonizar pasado y presente. Que crezcan las flores, que corra el aire, que se abran puertas y ventanas, y que las ciudades ya no duelan.


Notas:

1 Más allá de las comparaciones temáticas y estéticas con Yasujiro Ozu, Hou aseguró que no había visto ninguna película suya hasta ese momento.

2 En Taiwán se hablaba principalmente hokkien y hakka, dentro de la familia del chino, y varias lenguas originarias. El mandarín es ininteligible para hablantes de estas lenguas, más allá de estar emparentadas. Los cargos administrativos y políticos fueron ocupados por inmigrantes de la China continental asociados al Kuomintang, generando una estratificación social entre inmigrantes y nativos, cuyas lenguas fueron duramente prohibidas.

3 La falta de primeros planos, la tendencia hacia planos generales y la gran cantidad de personajes en el relato enfatizan el carácter plural de la poética de Hou.

4 Un intertítulo se imprime sobre la imagen anunciando la derrota del Kuomintang en la guerra civil, disputada en la China continental, a manos del Partido Comunista Chino, lo que llevará al partido de Chiang Kai-shek y a más de un millón de personas a exiliarse en Taiwán definitivamente. La disputa territorial por el continente y el derecho a portar el nombre de “China” continúa siendo un conflicto geopolítico entre la República Popular China y Taiwán (o República de China) al día de hoy.

Leave a Comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *