Lenguaraz

En una escena de El 5 de Talleres, Patón, jugador de fútbol semiprofesional a punto de retirarse, visita los estudios de Corazón Tallarín, el programa de cable de su equipo, Talleres de Remedios de Escalada. Un aparente hincha llama por teléfono y se produce este intercambio:

—¿Hola?

—Hola, ¿quién habla?

—Sí. Santi, de Banfield, habla.

—Hola, Santi. ¿Cómo andás, loco?

—Bien, Patón, muy contento de hablar con vos, viste. Estamos acá, muy emocionados, con Marcelo, que es un gran amigo tuyo. Te tiene un gran aprecio. Está acá, muy emocionado, al lado mío.

—¿Qué Marcelo?

—¡Agachate y conocelo, puto! ¡Aguante Temperley, bigote!

¿Existe algo más obvio y gratuito que “Marcelo, agachate y conocelo”? El chiste se ve venir a la legua. La escena de la visita al estudio televisivo, completa, parece estar construida con el objetivo de desplegar esta guarangada. Sin embargo, hay algo que funciona. La distancia de la cámara parece exacta, no perturba ni establece una distancia forzada; el desarrollo de la escena fluye con naturalidad. Pero esa claridad meridiana respecto a objetivos narrativos y distancias, que remite al mejor cine clásico —y, como perfección y clasicismo no son sinónimos, también a mucho cine narrativo posterior—, es el marco que aprovecha Adrián Biniez para disparar pequeños comentarios, anotaciones incisivas que lo desnudan como un observador perspicaz.

El 5 de Talleres

Patón es malhablado y calentón en todos los sentidos posibles. Pasó gran parte de sus 35 años jugando en Talleres. Tal vez por ese motivo, o por algún otro que no conocemos, nunca terminó el secundario. En películas posteriores al Nuevo Cine Argentino como La patota, Relatos salvajes o, por qué no, incluso un trabajo independiente como Los salvajes —títulos que refieren siempre a lo barbárico, expresiones de lo grupal como negativo(1)—, Patón sería observado con cierta displicencia, como si un entomólogo se acercara al bicho menos agraciado del criadero. En El 5 de Talleres ocurre lo contrario: la película tiene muy en claro que Patón, cuya carrera está a punto de terminarse, no es ningún imbécil. Como dijo Biniez en una entrevista ofrecida a Eduardo Rojas para Hacerse la crítica, tampoco es una víctima: “Él se hace cargo de lo que hace (…) decide terminar con su carrera por una razón que no es transparente para el espectador. Es una decisión personal y actúa en consecuencia. No es víctima de ninguna circunstancia”.

El hecho de que en El 5 de Talleres predominen las puteadas y las calenturas —que en sí misma sea, podríamos decir, una película caliente— no significa que sus personajes no estén atravesando situaciones oscuras ni posean zonas de opacidad. El caso más evidente es el mismo Patón, cuya crisis laboral cobra la dimensión de crisis existencial en al menos dos momentos reveladores, donde su decisión de abandonar Talleres no se pone en duda pero sí dispara otros interrogantes vitales: la escena del estacionamiento de autos y la del niño tocando el bajo en el local de instrumentos. La puesta, en estos casos, rompe con la lógica global de la película: un zoom suave en el rostro confundido del protagonista construye la idea de un desdibujamiento del mundo; los alrededores se desvanecen, la crisis personal cobra forma cinematográfica. La familia de Patón se ve igualmente atravesada por su decisión profesional, si bien Ale, su pareja, funciona más como sostén que como potenciador o eco de la crisis. Hugo Donato, el director técnico del equipo, interpretado por el uruguayo Néstor Guzzini, también vive una doble crisis, en tanto ofrece su renuncia por sentirse responsable de la mala situación que atraviesa el equipo, y a la vez parece estar viviendo un mal momento personal, evidenciado cuando Patón lo encuentra durmiendo en su auto en plena mañana, rodeado de objetos que sugieren una estadía más o menos prolongada en el vehículo, como botellas de cerveza y una caja de pizza.

En la película de Biniez, el abordaje de la comedia tiene una relación con el costumbrismo. En la construcción minuciosa de los gestos y modismos se observa un cuidado por intentar entender cómo piensan y sienten unos personajes que son inseparables de su contexto geográfico y su bagaje cultural. Se trata de algo relativamente nuevo en comparación al film anterior de Biniez, Gigante, donde un guardia de seguridad de un supermercado de Montevideo se enamoraba hasta la obsesión de una de las empleadas de limpieza. Allá, los modismos y costumbres tenían un lugar secundario. Jara, su protagonista, era más identificable por escuchar thrash industrial y vestir una remera de Biohazard que por cualquier cosa que pudiéramos considerar específicamente uruguaya. Lo mismo se podría decir de Julia, su objeto de deseo, también entusiasta del metal y “rara, medio bicho”, según las palabras de un tipo con quien tiene una cita casual, también interpretado por Guzzini. Acá, en la historia futbolística barrial del conurbano bonaerense, los argentinismos tienen una presencia apabullante: son el material que le da forma tanto al humor como a la desgracia.

Hasta los 80, en Argentina era frecuente encontrarse con películas afines, o directamente entregadas, al costumbrismo. El cine industrial buscaba dialogar abiertamente con su público —es decir, con la mayor cantidad posible de personas—, construir un terreno de identificación en las tramas y los personajes. En esta lógica es posible entender películas con ambiciones comerciales y estilos muy dispares, desde Juan Lamaglia y Sra. a El arreglo, pasando por Juan que reía, Los caballeros de la cama redonda o La fiaca. Las decisiones de puesta o montaje no tenían por qué ser, necesariamente, convencionales. Juan Lamaglia y Sra., sobre la vida familiar de un comerciante de clase media acomodada, es un ejemplo de algo que podríamos llamar bajo costumbrismo(2): vacío de estridencias y golpes grandilocuentes, construye casi inadvertidamente una trama sin momentos significativos. En su ritmo amargo, la medianía de la clase media argentina se vuelve relato cinematográfico.

A partir de cierto momento, sin embargo, al costumbrismo cinematográfico se lo empezó a equiparar con el grotesco. La Nona y Esperando la carroza son dos películas clave en este proceso, pero sería injusto depositar en ellas un problema que las trasciende. Lo cierto es que el cine argentino, tanto el industrial como el otro, fue excluyendo de sus opciones al costumbrismo hasta convertirlo en una suerte de bestia negra desde la irrupción del Nuevo Cine Argentino de los 90 (si bien algunas películas de cineastas tan dispares como Adrián Caetano o Daniel Burman podrían ser consideradas herederas rebeldes de distintas facetas del costumbrismo). La clave del consumo cinematográfico masivo hoy parece residir en lo aspiracional; los personajes exitosos tienden a representar, valga la redundancia, alguna clase de éxito, y los pocos personajes que tienen poco y nada en términos simbólicos o económicos eventualmente deben alcanzar algo del orden de lo deseable. En ese contexto, apenas queda margen para la observación.

El 5 de Talleres

Las tres películas de Biniez tienen la particularidad de construir su ritmo, puesta y tono a partir del universo y las características de sus protagonistas. Esto no significa, necesariamente, que entre las películas no haya un vínculo. En todos los casos se trata de personajes en encrucijadas personales, con estructuras de vida más o menos estables que en poco tiempo comienzan a resquebrajarse. En El 5 de Talleres el humor es lo que le da sentido al drama personal, lo que desarma lo esperable de una película sobre un jugador de fútbol que decide retirarse y necesita afrontar el dilema de qué hacer con toda la vida que le queda por delante. Pero el día a día de Patón, más allá de este dilema ocasional, tiene frescura: una relación intensa y erótica con su pareja, un vínculo afectuoso con su familia y sus compañeros de equipo. El humor, entonces, es reflejo y forma de esa vitalidad, así como el metal pesado y un ritmo tímido dominaban Gigante, tapando las inseguridades del rutinario Jara. Un humor hecho de gestualidades y equívocos, como la escena en la que un miembro de la terapia grupal relata la historia de cuando, siendo director técnico, lo echaron en el entretiempo de un partido (“Qué va’ser. Reíte boludo, total ya pasó hace un montón, ni me importa”), o cuando Patón le recuerda a Hugo, en plena reunión de renuncia con los directivos del club, luego de una sucesión de derrotas: “Hay una frase que vos dijiste, una cosa que yo no me la olvido más, vos una vez nos dijiste a todos nosotros: ‘Yo preciso que ustedes confíen en mí’”, y la respuesta lapidaria del DT: “Yo nunca dije eso”. La efectividad reside no tanto en lo que se dice, sino en la elección de las palabras justas y el modo justo de decirlas. Biniez, quien vivió casi toda su vida en Uruguay, hizo una película preocupada por el estilo de vida y los modismos de un conjunto de personajes que ni siquiera son argentinos en un sentido general y estándar, si es que tal cosa existe: son específicos del conurbano bonaerense.

¿Cuántas comedias argentinas de los últimos años entienden que en el léxico, los consumos y las preocupaciones de sus personajes puede residir la fuente principal del humor sin que eso implique una risa burlona, sobradora? En ese sentido, películas insípidas del mainstream local (las que forman parte de la factoría Suar, entre otras) y comedias en apariencia jóvenes y frescas, con referencias a la nueva comedia (norte)americana, como Voley o la serie Porno y helado, tienen en común, al margen de los resultados, la construcción de su humor a partir de dos o tres características clave de cada personaje y un puñado de peripecias; una suerte de guionismo extremo. Ocurre algo parecido con distintas series, desde Un año sin televisión hasta Jorge. En todos estos casos hay una confianza excesiva en las líneas de diálogo y el carisma de la estrella de turno; se extraña, sin embargo, la sensación de que esos diálogos y figuras se desenvuelven en un universo palpable, con características definidas, donde todo está dispuesto para construir simultáneamente cotidianeidad y comicidad. La cotidianeidad es condición del costumbrismo; la comicidad, de cualquier obra que intente transmitir una gracia total, latente más allá de los detalles. Es una distancia cualitativa, similar a la que existe, en el cine de terror, entre las películas que construyen universos ominosos o perturbadores y las que descansan en los sustos o jumpscares. En el caso de Biniez, la clave puede residir en una consciencia del sentido del humor que trasciende a la comedia como género específico, atravesando las tres películas, tan distintas entre sí, que conforman su filmografía(3). En relación a sus otros largometrajes, sin embargo, El 5 de Talleres expresa un patetismo más contundente. Es una película sobre perdedores que luchan; perdedores que, sin épica ni vergüenza, pueden encontrar un segundo de iluminación observando quesos y salamines en un almacén rutero. La película replica ese bochorno cotidiano: después de una charla motivacional de Hugo y los jugadores más veteranos del equipo (“¡Vamos Talleres a meter huevo! ¡Vamos a mandar a esos putos a la D!”, “¡Les vamos a romper el orto, loco!”), una placa con un 4-1 a favor de Sacachispas(4) demuele todo exitismo posible. Las voluntades y los resultados viajan por carriles diferentes.

El 5 de Talleres existe en una serie de terrenos intermedios: por ejemplo, el de la comedia dramática, terreno intermedio por antonomasia; el del patetismo ni cruel ni sentimental; y también el del cine mediano, que no funciona ni abiertamente como tanque o éxito mainstream ni tampoco como obra de autor, con crédito asegurado en el mundo de los festivales y la cinefilia de élite(5). Es posible pensar algunas películas de Ana Katz como una compañía posible, más cerca de una funcionalidad coherente y razonada que de cierta idea oscura del rigor(6). Hace algunas décadas, entre los 60 y los 80, no era infrecuente encontrar, sobre todo en Europa y Estados Unidos, películas indeterminadas a nivel genérico e intermedias a nivel económico; películas, al mismo tiempo, más enfocadas en la construcción de un universo estético-narrativo particular que en el guiño, la cita o el pastiche, tendencias que estallaron a nivel cinematográfico a comienzos de los 90. En ese sentido, la filmografía de Biniez parece retomar una tradición postclásica, cuando, tras el reinado absoluto de los grandes estudios cinematográficos, las compañías en crisis empezaron a apostar por films más pequeños pero igualmente accesibles, que se plantaran al margen de la precisión genérica pero pudieran comunicarse con la audiencia, con el objetivo de funcionar en términos comerciales. No hace falta, sin embargo, cruzar océanos: en Argentina, películas como Tute cabrero, Gente en Buenos Aires o la ya nombrada Juan que reía forman parte de este mundo casi perdido. En esa línea, los silencios y tiempos muertos de Gigante y la experimentalidad narrativa de Las olas, tercer largo del realizador, cobran otro sentido: no son una marca o gesto autoral, sino aquello que cada película parece reclamar para expresar mejor el universo interno de su protagonista.

En la engañosa naturalidad de El 5 de Talleres reside su carácter estrafalario, dentro del monocorde contexto nacional en lo que refiere a películas narrativas de ficción. Cuando hay poco aire en el ambiente, cualquier hendija puede parecer un ventanal. A la repetida idea de que el cine argentino actual es variado y diverso se le pueden oponer varios peros; uno de ellos es la frecuente chatura del cine de género(7). La comedia no es excepción. En un análisis de la comedia clásica de estudios, Pascual Quinziano(8) señalaba dos caminos divergentes: uno enfatizaría la presencia del relato (“la narratividad pura, el ritmo, los personajes”); el otro, la de la moral. En Argentina, decía, se tendía a priorizar la moral, y los films más desestructurados (hoy se diría, tal vez, lúdicos) se caracterizaban por una sumatoria caótica de peripecias y no una “construcción narrativa”. Para poder llevar adelante un análisis detallado de estas características, históricamente y en contexto, es necesario tener en cuenta una serie de mutaciones ocurridas en la comedia argentina a partir del ocaso del sistema de estudios(9). Sin embargo, las ideas de Quinziano son de interés, porque la película de Biniez, de gran solidez narrativa, dialoga de forma más o menos explícita con ciertos territorios clásicos de la comedia vernácula(10) y porque la comedia moralizante sigue ocupando espacio en el cine argentino. En El 5 de Talleres un mundo se tambalea, pero la resolución del conflicto, si bien amable, no es tranquilizadora: todo lo que resguarda al protagonista se mantiene en pie de forma parcial; la lucha debe ser cotidiana. Como en un partido de fútbol, la incertidumbre manda. En las comedias moralizantes, aunque determinadas circunstancias puedan llevar a los personajes al terreno de la duda, siempre rige una idea de lo correcto. Acá tienen un lugar significativo el caos y el deseo. Las buenas intenciones reemplazan al deber, pero incluso ellas pueden ser matizadas por brotes de capricho o agresividad.

La canción de Lambchop que cierra la película, mientras Patón y Ale se alejan en auto durante un reparto de picadas que ensayan como nuevo emprendimiento laboral, enfatiza una ambigüedad dulce: hay un sonido próspero que emana de una especie de estado de bienestar del alma(11), pero también la certeza de que la vida es una construcción diaria que podemos darnos el lujo de arruinar, no sin alegría ni sentido del humor.

El 5 de Talleres

Notas:

1  Analicé este tema en el artículo “Sucios, malos y feos; o la representación de la pobreza en tres películas argentinas recientes”, publicado en Revista Pulsión #9 – El barro identitario (octubre/2018).

2  Se conoce como baja fantasía a las obras del género fantástico en las que la fantasía tiene un lugar secundario, generalmente introduciéndose como elementos aislados en contextos realistas.

3  En una nota publicada en Sensacine a raíz del estreno de su primer largometraje, Gigante, el realizador señalaba: “No hay que llevarse a engaños, todos los directores, de los más clásicos como John Ford a los más modernos como Jean-Luc Godard, tienen sentido del humor. ¡Mirá si no las películas de Tsai Ming-liang! Si Godard tiene gags, ¿por qué no puedo tenerlos yo?”.

4  No parece casual la presencia de Sacachispas Fútbol Club. El equipo de escudo lila, oriundo de Nueva Pompeya y apadrinado por Juan Domingo Perón en octubre de 1948, tomó su nombre de otra película futbolística: Pelota de trapo, de Leopoldo Torres Ríos.

5  Vale la pena apuntar otro posible terreno intermedio, o incluso marciano, que ameritaría mayor desarrollo: El 5 de Talleres es una coproducción (Argentina y Uruguay, como es previsible, pero también Alemania, Francia y Holanda) realizada con el apoyo de Hubert Bals, entre otras fundaciones, pero no parece reproducir los típicos tópicos de los modelos de coproducción internacional, tal como son abordados, por ejemplo, por Nicolás Suárez en su artículo “¿La estética es el modo de producción?” (en Después del nuevo cine. Diez miradas en torno al cine argentino contemporáneo, ed.: Emilio Bernini, Buenos Aires: EUFyL, 2018).

6  El propio Biniez, en la ya citada entrevista de Rojas, hace referencia a esto: “Quería huirle a la idea de ‘rigor’ que utilizan los críticos. Porque me parece un cliché la forma en que lo emplean, porque me parece que lo que quiere significar es ambiguo —aunque los que lo utilizan crean que no— y porque la palabra es —y suena— horrible”.

7  Si bien actualmente en Argentina se suele usar la expresión “cine de género” para un número acotado de géneros cinematográficos, fundamentalmente el horror, la fantasía y el suspenso (como puede inferirse, por ejemplo, por la utilización de la palabra “género” en la Liga de Cine de Género Argentino o el sitio web Cine de Género Latinoamericano), no hay motivos para no expandirla a otros terrenos clásicos como la comedia, el melodrama, el western o el musical.

8  “La comedia: un género impuro”, en Cine argentino. La otra historia (comp.: Sergio Wolf), Buenos Aires: Ediciones Letra Buena, 1992.

9  Con la caída del cine de estudios se abrieron líneas nuevas en la comedia cinematográfica, desde la picaresca (tal vez una versión moderna, en cierta medida, de la “sumatoria caótica de peripecias”) hasta un renacimiento del grotesco, además de una nostalgia por cierta comedia pretérita que dio lugar a remakes de viejos éxitos (Así es la vida, La muchachada de a bordo) y a un retorno a la comedia familiar moralizante (tal vez un gesto forzado de borronear los cambios sociales y culturales de la década del 60). En los últimos años, con la decadencia del grotesco y la picaresca, la comedia industrial parece haber quedado anclada en el terreno de la moral, si bien con aires pretendidamente más frescos que en el “retorno” de los 60 (por ejemplo, ya el sexo es algo aceptado, si bien casi nunca mostrado, y los ancianos no suelen transmitir de forma positiva el legado de la razón y las buenas costumbres). Esto ameritaría, por supuesto, un análisis más extenso.

10  También podría pensarse en exponentes de la comedia norteamericana, como Preston Sturges, pero eso llevaría al artículo muy lejos de sus pretensiones iniciales.

11  “Yes there comes a booming sound / It used to come from underground / Now it emanates / from a kind of welfare state / of the soul (…) And we are doing / and we are screwing / up our lives today” (Lambchop, “Up with People”, en Nixon, 2000).

Leave a Comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *