4ª Semana Mundial de la Cinefilia – Parte 1: Bestias, freaks y pirulines

En marzo, Milagros Porta y Álvaro Bretal fueron invitados a la 4ª Semana Mundial de la Cinefilia, evento organizado por la revista La vida útil que se lleva a cabo desde el año 2018 en el Cineclub Municipal “Hugo del Carril” de la Ciudad de Córdoba. Se trata de un encuentro cinéfilo amplio y diverso, que con el correr de los años crece en invitados, secciones, amigos y espíritu de aprendizaje colectivo.

La edición 2023 desplegó focos del cineasta norteamericano Henry King (se proyectaron siete películas: Jesse James, The Song of Bernadette, The Gunfighter, I’d Climb the Highest Mountain, Love Is a Many-Splendored Thing, The Bravados y Beloved Infidel), Narcisa Hirsch (Canciones napolitanas, Retrato de un artista como ser humano, Taller, Mundial y Seguro que Bach cerraba su puerta cuando quería trabajar), Manuel Romero (Mujeres que trabajan, Tres anclados en París, Gente bien y Elvira Fernández, vendedora de tienda, las tres primeras proyectadas en 16mm, en colaboración con el Museo del Cine), y uno dedicado al libro El cuadrado de la fortuna, editado en Argentina recientemente por Serie Gong (Gertrud, de Carl Theodor Dreyer; Le Petit Théâtre de Jean Renoir, de Renoir; Simone Barbès ou la vertu, de Marie-Claude Treilhou; y Le Carré de la fortune, portrait, de Pascale Bodet, que, como el libro, consiste en una extensa entrevista al crítico y actor Michel Delahaye). También hubo una serie de funciones vinculadas al programa Filmoteca en vivo, conducido por Fernando Martín Peña y Roger Koza (Una niña busca a su padre, de Lev Golub; L’occhio dietro de la parete, de Giuliano Petrelli; y The Howling, de Joe Dante; todas en 35mm). Entre las películas sueltas, The Way of a Gaucho, de Jacques Tourneur, rodada a pocas cuadras del Cineclub, fue el film de apertura; Alligator, de Lewis Teague, programada por José Miccio, el de clausura, y a modo de “función especial” se pudo ver el nuevo trabajo de David Cronenberg, Crimes of the Future.

La selección oficial, siempre mutante y sorpresiva, este año fue un conjunto de dípticos minimalismo/maximalismo programados por cuatro invitados: Maui Alena eligió The Atomic Cafe, de Jayne Loader y Kevin y Pierce Rafferty, y Ciudad Cero, de Karén Shajnazárov; Nicolás Carrasco programó El enemigo principal, de Jorge Sanjinés, y ¡Vamos a matar, compañeros!, de Sergio Corbucci; Lucía Salas seleccionó Lovers and Lollipops, de Morris Engel y Ruth Orkin, y Freak Orlando, de Ulrike Ottinger; y Eva Cáceres, The Train, de John Frankenheimer, y Les jours où je n’existe pas, de Jean-Charles Fitoussi. Por último, se dictaron cinco charlas sobre críticos de cine (Salas habló sobre Frieda Grafe, Miccio sobre Manny Farber, Peña sobre Homero Alsina Thevenet, Koza sobre Tadao Sato, y Paula Félix-Didier sobre Víctor Iturralde), y Miccio se encargó de la bella apertura: la lectura de su texto “Fuego sagrado”.

Desde Taipei decidimos escribir una crónica dialogada y derivativa de los días vividos en Córdoba. Nos parece la mejor forma de fijar ese espíritu cinéfilo que propicia la Semana, originado en la certeza de que el cine no es solo las películas que vemos, sino también el modo en que las pensamos, escribimos y conversamos. Esta es la primera entrega, pero aseguramos que no es la última, con la esperanza de que el fuego siga vivo mucho tiempo más.

El Cineclub Municipal de la Ciudad de Córdoba, donde desde 2018 se lleva a cabo la Semana Mundial de la Cinefilia

Álvaro

En Ciudad Cero, de Karén Shajnazárov, un ingeniero que trabaja en una empresa viaja desde Moscú hasta el pueblo remoto del título para resolver un negocio muy sencillo con la compañía que les suministra aires acondicionados. La ciudad, plomiza y fabril, se mete adentro de la piel del ingeniero, un tipo igualmente gris, que pretende hacer su trabajo y volver rápido a Moscú. Dos o tres situaciones que podríamos llamar bizarras, como una secretaria que lo atiende completamente desnuda o una torta con la forma de su cara ofrecida como postre en un restaurante, acrecientan sus ganas de irse. En definitiva, Varakin, tal el apellido del ingeniero, es un hombre sencillo, enemigo de estridencias. En el restaurante casi vacío ocurre el acontecimiento central de la película, o por lo menos el disparador que la mueve de la comedia opaca al misterio asfixiante: el cocinero muere (¿asesinado?, ¿suicidado?) de un tiro frente al protagonista, mientras el mozo sirve la torta perturbadora y sobre un escenario toca una banda de jazz. De ahí en adelante, Ciudad Cero se adentra en terrenos más oscuros; una investigación imposible que promete no llegar a ningún lado. Lo obligan a admitir que es el hijo del cocinero muerto, cosa que es mentira; con el argumento de que es testigo del crimen no le permiten tomar un tren que lo saque de la ciudad; un niño le augura que el resto de su vida será en el pueblo, hasta el día de su muerte, fechada en un futuro lejano. Varakin vaga desesperado, al mismo tiempo cada vez más molesto y entregado a la incertidumbre y el encierro. Es imposible saber qué pasa por su cabeza. Una noche se celebra una fiesta para conmemorar al cocinero, que fue el primer habitante de la ciudad en bailar rock ‘n’ roll varias décadas atrás. Asumiendo sin demasiado entusiasmo su supuesto rol de hijo, Varakin dice unas palabras y, sobre un escenario con fotos gigantes del muerto y de Elvis, se pone a bailar “Rock Around the Clock”. Por primera vez lo vemos sonreír. En medio de tanta monotonía, asoma un destello de placer.

Pensaba, mientras miraba la película, que a veces en los festivales de cine uno se siente como el ingeniero, dando vueltas entre butacas idénticas, entregado a imágenes repetitivas que, por efecto de acumulación, ponen en evidencia los límites del cine contemporáneo y no tanto sus potencialidades. Muy cada tanto, un “Rock Around the Clock” nos moviliza o sorprende. Ciudad Cero transcurre a fines de los 80, pero el pueblo está estancado cuarenta años atrás; la canción de Bill Haley parece venir del futuro. En los festivales tampoco hay una relación directa entre sorpresa y tiempo: atrapados en un loop de texturas actuales, no es raro que los arrebatos se den en territorios de focos o retrospectivas. Pero, fundamentalmente, pensaba que nada de esto ocurre en la Semana de la Cinefilia, donde la variedad temporal y geográfica es la clave absoluta de la programación, y la diversidad de programadores, tanto estables como invitados, garantiza cualquier cosa menos el hartazgo. Ahí, creo, hay algo celebrable. Uno puede encontrarse con películas mejores y peores, pero late una voracidad que se parece bastante a mi idea de la cinefilia, un universo personal y caótico de películas en apariencia irreconciliables.

La película de Shajnazárov fue programada por Maui Alena como parte de la Selección Oficial, en esta ocasión compuesta por cuatro dípticos, a cargo de cuatro personas distintas, de películas signadas por la tensión minimalismo-maximalismo. Llegué a Córdoba lo suficientemente tarde como para perderme la fundamentación de Alena, y por lo tanto no solo no sé por qué eligió las películas que eligió (la otra es el documental The Atomic Cafe, compuesto por material publicitario y de propaganda filmado en Estados Unidos durante los años más álgidos de la Guerra Fría), sino que ni siquiera tengo muy en claro cuál vendría a representar al maximalismo y cuál al minimalismo. Si bien yo ubicaría a Ciudad Cero más cerca del minimalismo, creo que podrían sostenerse argumentaciones convincentes en ambas direcciones. Lo que más me interesa de la propuesta de los organizadores es que obliga a los invitados —y, por extensión, a los espectadores— a pensar ambas categorías con creatividad, para no caer en obviedades irremediables como proyectar, por decir algo, una película de James Benning y una de Cecil B. DeMille.

Ciudad Cero

Milagros

Si hiciéramos un promedio, se me ocurre que en general hablamos mucho más sobre minimalismo que sobre maximalismo. En lo personal, y para exponer mi ignorancia al respecto, cuando llegué al festival me dio la impresión de estar frente a una palabra inventada. ¿Será precipitado tomarlo como síntoma de época? Las poéticas y políticas del minimalismo parecen más acordes a un tiempo de stories y feeds, de textos breves, de imágenes higiénicas y fácilmente deglutibles, donde ese loop de texturas que se pliegan sobre sí mismas tiende muchas veces al ascetismo y la economía tanto formal como narrativa. Pero no voy a usar esta crónica para arriesgar hipótesis apresuradas sobre el cine contemporáneo. Sí me interesaría retomar algo que dijo Lucía Salas cuando presentaba las dos películas que programó en la Selección Oficial: “Ahora no, pero en algún momento el maximalismo fue una cosa que me produjo cierto rechazo. Para mí siempre había estado ligado a una especie de pompa formal (…) y a esta idea del Cine con mayúsculas”. Su mea culpa expurga, tal vez, una serie de tendencias que exceden a Lucía y que pueden estar vinculadas con esto que venimos pensando.

En particular, su doble programa, que cerró la Selección Oficial y, por ende, la primera mitad del festival (luego siguieron las proyecciones en fílmico, pero de eso vamos a hablar más adelante), propone la pregunta acerca de cómo serían un minimalismo y un maximalismo feministas. La respuesta arriesgada por Lucía es esta dupla: Lovers and Lollipops (Engel y Orkin, 1956) y Freak Orlando (Ottinger, 1981). De la segunda seguro podés hablar mejor vos, porque era trasnoche y, como sabés, dormité unos minutos. Sin dudas llegué a notar el efecto que tuvo: ese exilio de espectadores de diversas edades y orígenes le dio a la película el calibre de una interpelación. Nuestro maximalismo es queer, es incómodo y gritón, pareciera decir Freak Orlando. Estalla en colores y texturas, pero no te confundas, porque eso no implica que la estadía sea llevadera. Nuestro maximalismo está hecho de siglos de opresión y de sus efectos en los cuerpos, ahora desbordados, excedidos de la lógica y la norma. Nuestro maximalismo es político. 

Ayer leía en El giro autobiográfico de Alberto Giordano que “no es a partir de la amplitud de los temas (mayor, menor o mínima, ya sea que comprometan las esferas pública, privada o íntima), sino a partir de la intensidad con que la escritura sobre cualquier tema imagina posibilidades de vida que hay que pensar el nervio político de las experiencias literarias”. Creo que, saltando de la literatura al cine, se podría decir algo parecido sobre este doble programa. Si la estructura narrativa descuajeringada y proliferante de Freak Orlando es una de sus políticas, en tanto despliega mundos posibles donde se abren, con mejor o peor suerte, diversas posibilidades de vida para su protagonista, cierto repliegue sobre la intimidad podría ser la estrategia —contraria, pero igual de efectiva— de la que disponen Engel y Orkin en Lovers and Lollipops. Peggy, una niña que si mal no recuerdo Lucía Salas describió como terrorista de lo doméstico o terrorista del puertas adentro, tiene que lidiar con el nuevo vínculo entre su madre Ann y Larry, un tipo con el que recién empieza a salir. El minimalismo está dado, antes que nada, por la focalización, que durante largas secuencias prioriza la mirada bajita de Peggy. Más allá del tono realista, hay un extrañamiento del mundo que está dado por esa articulación alrededor de sus necesidades y preocupaciones: la intensidad dramática, pero también la imaginación que desarticula los modos de vida hiperregulados de las amas de casa de los cincuenta para arriesgar puntos de fuga posibles, está ahí. Es difícil tomar una visión infantil del mundo para exprimir la potencia crítica que radica en ella, y Lovers and Lollipops lo consigue con una economía de recursos que fortalece su impacto, sin desmedro del verosímil, con la ternura como estandarte —además del humor: cómo nos reímos en esa sala—. La película es alternativamente bálsamo y herida.


Álvaro

Es interesante que Lucía haya programado, y que vos elijas detenerte en, una película de Engel y Orkin, de quienes casualmente estoy viendo toda su breve filmografía para un texto sobre el lugar que ocupa el mumblecore en la historia del cine independiente norteamericano. A partir de Little Fugitive, y en una obra que consiste en dos largometrajes en el caso de ella y algunos largos y cortos más en el de él, la pareja buscó con fascinación captar el ritmo de las calles neoyorquinas, algo que solo podían lograr sacando las cámaras al aire libre, construyendo relatos como excusa para atrapar acciones cotidianas y furtivas: el día a día de una metrópolis que en el cine industrial solía ser retratada desde la magia impoluta de los estudios de filmación. Tras Lovers and Lollipops, Engel siguió filmando y Orkin volvió a su amor original, la fotografía. Una parte considerable de su obra consiste en deslumbrantes fotos a color del Central Park y las calles aledañas tomadas desde la ventana de su departamento. Tanto la vida doméstica como las aventuras callejeras empalidecen sin su reverso; una afirmación válida para mi vida diaria y, creo, también, para el cine que más disfruto.

Pocos meses después de Lovers and Lollipops se estrenó en los cines norteamericanos Más grande que la vida, de Nicholas Ray. Las dos películas tratan sobre familias, pero con el foco puesto en lugares diferentes. En la de Engel y Orkin se intenta construir una familia alejada de la estructura tradicional; en la de Ray, una familia tipo es destruida desde su interior, corroída por los trastornos del padre, quien, para afrontar una enfermedad mortal, toma una droga con severos efectos secundarios. Más grande que la vida no fue programada en la Semana de la Cinefilia, pero es una película que se me viene a la cabeza cada vez que alguien nombra el minimalismo, el maximalismo y todo eso que está en el medio, o las tensiones posibles en los claroscuros —más ricas, y distintas, que una balanza bien equilibrada—. Breve paréntesis: Más grande que la vida, en realidad, es una traducción literal que no se corresponde con ninguno de sus títulos en español. En Argentina, por ejemplo, le pusieron Delirio de locura, un espanto reiterativo. Así como no es raro que se confunda minimalismo con falsa delicadeza, tampoco es infrecuente que el maximalismo caiga en la grandilocuencia, una huella de pereza equivalente al abuso de silencios y tiempos muertos. Fin del paréntesis.

Bigger Than Life (Nicholas Ray, 1956)

Más grande que la vida es, como Lovers and Lollipops, una película doméstica. También es una película de monstruos, sobre una bestia que crece, y es padecida, en la cotidianeidad del hogar. El maestro interpretado por James Mason es consumido gradualmente por la locura de su droga medicinal, de la cual se vuelve adicto, arrastrando a su familia en la mutación. En pocos días, el docente amable que prefiere hacer horas extras trabajando como operador telefónico para taxis antes que buscar “algo a su altura” —como dicen varios personajes, incluida su esposa— se convierte en un déspota. En una escena particularmente siniestra, en la que intenta enseñarle matemática a su hijo mediante la aplicación del castigo y el terror, su sombra se agiganta en la pared del estudio. Mason sigue siendo Mason, sin cambios físicos de ninguna clase, pero Ray lo hace parecer un gigante. El cineasta, que tiene que mantener este cambio dentro de los límites del más absoluto realismo, despliega recursos mínimos para expresar el crecimiento. Más grande que la vida es, simultáneamente, la película hogareña más bestial y la película fantástica más sutil.

En los últimos segundos de su presentación a la Semana de la Cinefilia, José Miccio comentó, al pasar, que programó Alligator, de Lewis Teague, como ejemplo de película minimalista. José, que no fue uno de los programadores de la selección oficial, y por lo tanto no tenía que cumplir con la exigencia curatorial, no proyectó su película maximalista, The Fabelmans: la analizó en su discurso de bienvenida. Ni vos ni yo estuvimos ahí para ver Alligator en el Cineclub, y no sé qué habrá dicho José al presentarla en cuanto a su probable minimalismo. Sí sé que Teague se hace cargo de la ardua tradición de crear monstruos con recursos mínimos, sugiriendo lo más posible y mostrando lo menos. Es una tradición que tiene exponentes hoy célebres, como Jacques Tourneur, pero que encuentra su costado más asequible y generoso en cineastas posteriores, como Teague, Larry Cohen (otro viejo conocido de la Semana Cinefilia: en 2022, Miccio programó God Told Me To) o René Cardona Jr. Desde el pantano, asumen el riesgo de sorprender con una artillería humilde que juega a ser arsenal. Al caimán del título lo conocemos primero mediante fragmentos: una víctima mutilada, un relato, un dibujo. Cuando logramos verlo de cerca, entendemos que su fragmentación —una parte del hocico, una subjetiva, un rugido— es igual de inexacta que esa narración dislocada, de ritmo quebrado y un sinfín de personajes, que se fue construyendo alrededor de su presencia. El panorama completo, total, impecable, parece decir Teague, no existe. Podemos, en todo caso, hacer abordajes parciales, enfocarnos obsesivamente en ciertos objetos o momentos, de forma más o menos caprichosa. En Cyclone, una película que ojalá algún día veamos en el Cineclub Municipal, Cardona Jr. hace algo parecido, menos preocupado por el colosal fenómeno meteorológico que por retratar la experiencia de cada uno de los personajes atrapados en un barco durante un ciclón, deteniéndose en sus rostros sufrientes.

Es común que logremos llegar a un remanso recién cuando el ardor baja. Como estas palabras, escritas mucho después del frenesí cordobés, o el Jimmy Ringo de Gregory Peck en The Gunfighter, que tras años de ser un pistolero invencible solo anhela vivir lejos de todo, en paz y en familia. Si hasta Bruce Chatwin, amante como nadie de los viajes y el nomadismo, optó por asentarse en un lugar fijo durante los últimos años de su vida. Estaba contento; decía que en su hogar podía escuchar música, leer en la cama, tomar notas y “darle de comer a cuatro amigos”(1). Pero lo verdaderamente difícil es la reflexión en el caos, ese segundo de introspección que puede impulsar todo o implosionarlo, pero que inyecta de sentido a la experiencia. Con este palabrerío quiero decir que extraño aquellos pocos días en que convivieron, con minutos de diferencia, una película enorme de John Frankenheimer compartida en la oscuridad por decenas de cuerpos acalorados, una charla de Paula Félix-Didier sobre la figura de Víctor Iturralde —quien merece unas líneas aparte: ya llegarán— y meriendas de apuntes y miradas cómplices. Thurston Moore, guitarrista y cantante de Sonic Youth, escribió alguna vez que “como cualquier otro regalo, un mix tape también pone al otro en un compromiso”(2). La Semana de la Cinefilia es un gran mix tape colectivo, y acá estamos nosotros, comprometidos, poniendo en juego nuestros recuerdos.

Alligator (Lewis Teague, 1980)

Notas:

1 En el texto “Un lugar donde colgar el sombrero” (1984), disponible en el libro recopilatorio Anatomía de la inquietud (Anaya & Mario Muchnik, Barcelona, 1996).

2 En uno de los artículos del fanzine Arte y cultura del cassette, editado en Argentina por Firpo Casa Editora (La Plata, 2022).

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