FestiFreak #18 / Fanzines – Tercera parte

Llegamos al final de la compilación de fanzines del FestiFreak #18 con cinco artículos que, igual que en los casos anteriores, forman un arco ecléctico; desde “una de las películas más complejas de los años del cine clásico [argentino]” hasta “una especie de Duel australiana”, pasando por un gran hit canadiense de los noventa, el film más opresivo de Leonardo Favio —proyectado en el FestiFreak en un corte más breve que el original, realizado en el año 2004— y la inmensa Tiempo de revancha, thriller combativo que merece ser revisitado en estos días oscuros.


Una selva de mentira

Álvaro Bretal

(sobre Exotica, de Atom Egoyan)

Un hombre de saco y corbata visita un bar de Toronto donde bailan mujeres con poca ropa. El lugar es artificialmente elegante, con palmeras y Leonard Cohen sonando de fondo. De todas las muchachas, el hombre siempre elige a la misma: se llama Christina y se viste de colegiala. Antes de visitar a Christina, con quien apenas habla y a quien jamás toca, pasa a buscar a su sobrina y la deja sola en su casa, para que practique piano y flauta. A veces el hombre dice que su sobrina está trabajando de niñera, pero no es cierto: antes en el hogar vivía una niña, su hija, pero ya no.

Otro hombre llega a Canadá después de un viaje; trae escondidos unos huevos valiosos, a los que trata con toda la delicadeza del mundo. En cierto punto descubrimos que dentro de esos huevos se gestan loros fascinantes y carísimos. El local en el que cría las aves ilegales tiene un aspecto penoso, pero las peceras refulgen como carteles de neón. Atom Egoyan evidencia, así, la máxima estética que rige su película: visualmente, todo deberá ser llamativo, impactante, casi publicitario. El objetivo es la sensualidad absoluta. No por nada la película fue vendida como erótica, cuando en verdad todo resulta un poco triste, incluyendo las peceras y las muchachas que bailan en el bar.

Los personajes de este relato están casi todos rotos; cargan traumas, sufrimientos, secretos, dolores misteriosos incluso para ellos mismos. Es evidente que hay un hilo que conecta todo, un hecho denso que de a poco se irá develando. Una filmación en VHS repetida en loop, con un ruido visual que quiebra la pulcritud del resto del film, parece esconder un indicio.

También hay un DJ que está obsesionado con Christina y no puede soportar la conexión −misteriosa; todo es misterioso− que ella tiene con el hombre de saco y corbata. El DJ, que parece un tipo relajado pero tiene un costado oscuro, es también el encargado de presentar, ante una pila de CD, un micrófono y un loro de mentira, a las muchachas que bailan en el bar. Cada vez que le toca presentar a Christina se paraliza, perturbado. El vínculo entre ambos también parece esconder un pasado.

Cada tanto, Egoyan quiebra el presente nocturno de tormentas, visitas a la ópera y canciones de Leonard Cohen con planos diurnos, muy impactantes, de personas caminando por un prado. Están buscando algo. Un cadáver, tal vez, o un poco de calor entre tanta fachada.

Christina, bailando, se adentra más y más en el laberinto. “Me parece que, para la mayoría de las personas, el sexo reside más en la imaginación y la fantasía que en el cuerpo”, dijo alguna vez Egoyan. El cuerpo de Christina, eso sí, no es cualquier cuerpo. Lo sabe el hombre de saco y corbata y lo sabe el DJ; lo sabe también el espectador. Ella trata de liberarse de las ataduras. La pregunta es cómo llegó a estar tan atada, acorralada por obsesos, danzando entre palmeras y luces de neón.

Cuatro personajes intentan encontrar calidez en un bar donde bailan mujeres con poca ropa. El lugar es ligeramente decadente, con cuevas de cartón pintado y sexualidad fría; es el corazón de un thriller sin armas, un thriller espiritual. El lugar se llama Exotica.


Rosaura a las 10, la multiplicidad estilística

Agustín Durruty

(sobre Rosaura a las 10, de Mario Soffici)

Clásico absoluto del cine argentino, Rosaura a las 10 es una de las películas más complejas de los años del cine clásico. En principio, el film de Mario Soffici narra la historia del romance secreto entre el tímido e inseguro Camilo Canegato, uno de los huéspedes de la pensión La Madrileña, y la joven y hermosa Rosaura, una mujer enigmática con la que Camilo se comunica por medio de cartas. El descubrimiento del romance por parte de los demás inquilinos y de la dueña de la pensión, Doña Milagros, genera cierto revuelo, así como una serie de interrogantes en torno a la identidad de la misteriosa joven: ¿cómo es posible que un hombre como Camilo tenga una relación con una mujer como Rosaura?

Sin embargo, esta trama —que podría corresponder a una película típica de los años treinta o cuarenta— funciona como disparador de un relato que muta y se fragmenta para atravesar las múltiples capas de una historia caleidoscópica y en constante reescritura. La comedia costumbrista de enredos da pie a una enrevesada trama policial cuando un crimen obliga a diversos personajes a brindar sus testimonios. Ordenada en una estructura de flashbacks, la película está subdividida en los relatos de los personajes y sus distintos puntos de vista sobre una historia en la que los roles de víctima-victimario se van invirtiendo. Cada segmento está marcado por los límites de conocimiento y las marcas psicológicas de los personajes, con la ironía de que las instancias que vendrían a revelar el misterio son las más alteradas por subjetividades inestables que ponen en duda toda veracidad.

Pero lo más interesante es que estas derivas imprevistas de la trama dan lugar a una desenfrenada multiplicidad estilística, en una película que parece contener en sí misma los trayectos del cine argentino en las décadas previas y las tendencias entre las que se debatía a fines de los años cincuenta: la comedia costumbrista influenciada por el sainete y ambientada en conventillos, el regreso a cierto criollismo, el cine aburguesado de los años cuarenta, el drama con reminiscencias expresionistas y, también, el cine realista, en las escenas de ambiente gangsteril y prostibulario. Así, el primer segmento, relatado por Milagros, es un relato convencional según los estándares canónicos; el de Camilo, más afectado por sus impresiones subjetivas y su desequilibrio psicológico, atrae una saturación formal y disruptiva (similar a la de La casa del ángel); y, finalmente, el de Rosaura, de mayor impronta testimonial, presenta un realismo despojado de todo manierismo. 

A medida que la primacía de las adaptaciones de obras prestigiosas de la literatura universal entraba en declive, películas como La casa del ángel, El jefe y Rosaura a las 10 se volvieron claves para intentar explicar uno de los períodos más complejos de la historia del cine argentino. Entre la caída del sistema de estudios y la emergencia del cine moderno, estos films daban cuenta de un cine que, aún producido dentro de la industria, tomaba decisiones formales e incorporaba rasgos temáticos que resquebrajaban los modelos clásicos. En el caso de la película de Soffici, lo que la hace moderna no son tanto las características intrínsecas de cada segmento, sino su convivencia conflictiva. Toda esta serie de dualidades hacen a un film complejo que, en su final circular, procura mantener abiertos los interrogantes subyacentes a sus diversas capas narrativas, entre el impulso clasicista y el rupturista. ¿Cuál es realmente el eje central de la historia? ¿la fábula o su desmitificación?


Perejil, Fernández

Blas Martín

(sobre El dependiente, de Leonardo Favio)

Fernández nadie es y nada tiene. Trabaja desde niño en la ferretería de Don Vila, ese rectángulo de salón que oficia de negocio. A Fernández no lo define su actualidad, tampoco su historia. Lo define la espera: desde que comenzó a trabajar, espera la muerte de Don Vila para reemplazarlo como encargado de la ferretería. Añora, también, poder ser miembro del Rotary Club, como su patrón. Probablemente no sepa qué dones implica esa membresía, pero la sombra que proyecta el viejo es el molde máximo al que sabe aspirar. Hay, sin embargo, algo que rompe el tempo de esa espera, algo que le reclamará celeridad: la señorita Plasini. Fernández repite, día a día, su paso por el templo espiritista donde la viuda de Plasini es casera. Allí, sobre sus portales de chapa, despojada de toda vitalidad, como un busto o una flor de plástico, está la señorita Plasini, un amor prohibido solo por su propia y pudorosa moralidad. La mira una, otra y otra vez desde el volante de la chatita con la que hace los encargos de Don Vila. Hasta que decide romper, al fin, el loop de su existencia: se acerca, tímidamente, a entablar una conversación. La adrenalina, sin embargo, dura poco. Superado el primer acercamiento, la repetición se vuelve a instalar, y todas las noches Fernández pasa al patio de la viuda de Plasini y su hija. Se le dice que tome asiento; toma té, escucha la radio, dice hasta mañana. A la salida se cuida de no ser visto, no vaya a ser cosa. Cada noche que pasa y cada día que llega, su deseo (o más bien, el de Plasini a través suyo) por la muerte de Don Vila crece. Cuando ese día llega, no hay respiro para el padecimiento del protagonista. En una breve sucesión de planos, Fernández corre angustiado, se realiza el funeral en la ferretería y vemos el después, en el que Favio nos muestra el irremediable destino de Fernández, el de dependiente, ahora de su mujer, que demanda de su marido tanto como su difunto patrón, y al que somete con menor sutilidad. Comprobación de carácter final para el señor Fernández: segundo momento en que toma las riendas de su propia historia, esta vez para terminarla. 

Favio compone con El dependiente su película más particular. Aunque se la suele ubicar como cierre de una primera trilogía en tanto conjunto de similitudes estéticas, intuyo que esa clasificación responde más a un fenómeno biográfico que a una familiaridad entre esos tres primeros largometrajes(1). Si la distancia con sus épicas y su filmografía posterior es evidente, no lo es tanto la línea que une a El dependiente con Crónica de un niño solo (1965) o Este el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza, y unas pocas cosas más… (1966). Ese hilo podría hallarse en el devenir fatídico de sus personajes: tanto Polín como Aniceto hacen lo que pueden con lo que tienen –que es nada– y con lo que son según su origen de clase. En uno y otro vive una fuerza que los mueve a ellos y a sus historias: el deseo. De salir, de escapar, de fumarse un puchito a escondidas, de ir a la milonga a ver qué pasa. En función de ese deseo, deciden y actúan. Eso activará, a su vez, la narrativa de cada película. Ahí está la distancia con El dependiente: aquí, el verbo, la acción, es reemplazada por la repetición. El desarrollo de los personajes está más bien velado: opera por dentro, con sutileza. Están descentrados, sin que emerja de ellos el arquetipo del loco o el desequilibrado(2). El señor Fernández es el protagonista apático de un relato sin héroes ni mártires. De hecho, el único personaje con nombre propio es Estanislao, el hermano de la señorita Plasini al que ella y su madre mantienen oculto. Fernández no toma decisiones: es mandado por Don Vila, su patrón, por la viuda de Plasini –que lo interpela para que pida la mano de su hija–, por la señorita Plasini y su urgencia de huir de casa. Solo en dos momentos decide. En uno, abre el segundo acto; en otro, acaba con todo: su vida, la de su esposa, y la película, que se funde con un traveling estupendo desde el sótano de la ferretería hacia las calles del pequeño pueblo.


Tiempo de revancha: la imagen (des)comunal

Nuria Silva

(sobre Tiempo de revancha, de Adolfo Aristarain)

Un pequeño Papá Noel de juguete ocupa el primer plano de la película. La extrañeza de su movimiento autómata reside en la repetición pero también en una especie de falta de correspondencia entre la intención y la forma: en la mano derecha lleva una pluma con la que simula escribir una carta, pero el brazo se mueve de arriba hacia abajo, como si estuviera apuñalando la hoja. Sobre la imagen, se oye un coro de niños que entona un villancico tan obsoleto como toda la parafernalia invernal navideña que completa el cuadro de un diciembre acalorado y engañosamente feliz. Todo parece fuera de lugar. El nombre de Federico Luppi aparece en pantalla sobre la imagen de aquel Papá Noel y así anticipa a Pedro Bengoa, un héroe disfrazado de obediente que dinamitará al gigante desde adentro, más literal que metafóricamente. Algo así como lo que habrá significado estrenar un policial negro de clara denuncia social en tiempos de dictadura, trampeando la censura y asegurando, finalmente, un éxito de taquilla en una época paupérrima para nuestra industria cinematográfica. 

¿Y quién es Pedro Bengoa? Un dinamitero con pasado como líder sindical que busca reinsertarse en el campo laboral tras haber limpiado cualquier antecedente que pueda comprometerlo, empujado por una situación económica agobiante. ¿Y cuál es el gigante al que se deberá enfrentar? La TULSACO, una multinacional dedicada a la minería que se aprovecha del estado nefasto en que se encuentra la clase trabajadora para arremeter contra sus derechos, en gran parte gracias a la ausencia (y complicidad) de un Estado que criminaliza la protesta social, persiguiendo y asesinando con impunidad. Pero el trabajo no es peligroso si se lo sabe hacer, le dice Bengoa, palabras más, palabras menos, a uno de los ceos de la compañía, interpretado por Rodolfo Ranni. Para dejarlos todavía más tranquilos, remarca que la política es para los políticos y que a él sólo le importa que le paguen bien.

En su primer día de trabajo, Bengoa se reencuentra con un ex compañero sindicalista, Di Toro (Ulises Dumont), quien le advierte que la situación entre los empleados y la compañía se encuentra en un punto límite pero que mejor quedarse en el molde. La puntuación musical dice lo contrario; las notas atacadas de Emilio Kauderer elevan la intriga del montaje a un nivel prácticamente claustrofóbico. Nada va a quedar como está, nadie va a salir ileso, ni agachar la cabeza va a impedir que la cosa estalle. La presión adquiere la forma de un plan: Di Toro le propone a Bengoa provocar un accidente para iniciar una demanda fraudulenta a la empresa, con la ayuda de Larsen (Julio de Grazia) un abogado —“un chanta”— que tiene como as bajo la manga la posibilidad de extorsionar a TULSACO con pruebas de diversas irregularidades que comprometerían su permanencia. Sobre el ritmo preciso y ajustado de un thriller clásico de oficio, Aristarain empuña una serie de decisiones formales punzantes en las que resulta imposible soslayar el carácter magnicida del escenario político de la época. Unos pocos planos alcanzan para señalar la muerte, la paranoia, la bronca, la necesidad de dar pelea. Los enunciados se tensionan hasta que toda alegoría o desplazamiento termina por irritarse en la más salvaje literalidad. Si el plan resultara exitoso no estaríamos hablando de una película negra, pero para Aristarain el fracaso de una salida individualista solo puede significar un triunfo colectivo. Y al silencio forzado de la época le respondió con la estridencia de una imagen final y (des)comunal.


Persiguiendo a Hitchcock

Bruno Androvetto

(sobre Roadgames, de Richard Franklin)

Después de explorar delirantemente las fantasías sexuales más comunes del hombre en Fantasm (1976) y de alucinar con un asesino en serie que mata desde una cama de hospital pese a estar en coma (Patrick, 1978), el australiano Richard Franklin se aboca a un ejercicio de estilo más profundo y contundente con Roadgames, en la que un camionero comienza a perseguir a un supuesto asesino por el desierto australiano. Dicho así, uno creería que, roles al margen, estamos ante una especie de Duel australiana. En realidad, se parece más a La ventana indiscreta, pero con la cabina del camión en reemplazo de la habitación que otrora ocupase James Stewart y con una Jamie Lee Curtis menos pasiva en lugar de la circunstancial Grace Kelly.

Como Hitchcock, Franklin utiliza el montaje a favor de una construcción paranoide (espejos, vidrios, reflejos, voces internas, pensamientos, la radio, etc.) que se las arregla para mantener vivo el suspenso sin que la trama, en tanto suma de información, nos vaya acercando a “la verdad”. Y, como Hitchcock, Franklin se divierte. 

Por eso, Roadgames no se vale solamente del suspense para sostener su narrativa, sino que gana fluidez a fuerza de vincular a los personajes con su propio pasado (esbozado con sutileza, pero con suficiente peso como para que importe) y, de alguna manera, con el paisaje. Quiero decir que, como cierta tradición australiana, la película le da al paisaje un papel preponderante. Esas rutas que parecen extenderse hasta la eternidad, ese sol que pega en todo lo ancho de la tierra y ese desierto que irrita los ojos a través de la pantalla están ahí para alimentar la dimensión palpable de la película. Para darle carne, para agregarle ritmo, para que se sienta viva. Y para que sus personajes, aunque aislados, formen parte del mismo universo.

Hay, también, algo de “el hombre y su trabajo” en este tipo de cine que no nos permite separar al personaje de la forma en que se gana la vida. Dicho políticamente: nada nos ofrece la tranquilidad de aislar al sujeto de su condición de proletario. El hombre y su oficio son uno y el personaje se nutre más de eso que de sus circunstancias. Por más que al comienzo de la película —y más tarde también— Quid (Stacey Keach) se preocupe por marcar la diferencia (“Soy un hombre que maneja un camión, no un camionero”), su forma de comportarse está sujeta a un oficio que conoce al derecho y al revés. Y por más que John Wayne corra por su sangre, camionero se queda. En eso la película se detiene desde los diálogos hasta la edición, mostrando siempre brevemente, pero con detalle, los menesteres de su trabajo. Esta decisión, que enriquece el paisaje consiguiendo intimidad en la inmensidad, se transforma de alguna manera en el ritmo narrativo de la película. Así las cosas: huir de un lugar es poner el camión a punto y tomarse el tiempo necesario; llegar de un lugar a otro es recorrer el camino que los separa; poder ver lo que sucede en otro vehículo implica acercarse, maniobrar y estirar el cogote. Por todo esto, el manejo del género que hace Franklin —que le valdría, al año siguiente, el llamado de Hollywood para comandar Psycho II— tiende a un uso pausado de sus recursos en pos de una película más global, capaz de admitir lecturas sociales, políticas, cinéfilas y casuales que se alejan de cualquier solemnidad explícita: sus personajes operan desde la tensión de existir en un mismo mapa, pero el señalamiento se diluye justo antes de que la soga se corte. Aunque se haya filmado y estrenado en 1981 —y aunque actúe Jamie Lee Curtis—, Roadgames es una película de los 70. Se puede ver en el grano fotográfico de su edición en blu-ray —y podrán apreciarlo con mayor autenticidad en su proyección en 35 mm— y también en lo crepuscular de sus personajes. El horizonte de este John Wayne venido a menos no es la salvación de sí mismo ni de los otros: es la acción producto de la inacción, la forma que tiene el cuerpo de rechazar lo insustancial.


Notas:

1 El dependiente se estrenó en 1969. Un año antes, Favio había tenido su primer éxito musical con el álbum Fuiste mía un verano, lo que lo llevó a volcarse decididamente a esa faceta y volver a estrenar un largometraje recién cuatro años después, con Juan Moreira. Sus tres largos anteriores habían sido estrenados en un lapso de cinco años.

2 El único personaje descentrado en su superficie es el de la viuda de Plasini, cuyo comportamiento frenético es acompañado por movimientos de cámara acordes. En este sentido, en la última edición de la película, cuarenta años después de su estreno, Favio retira algunas escenas, como la de Fernández entrando al centro de espiritismo, que mostraba a la congregación en estado de trance. 

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