5° FICER: Espacio

Disyuntiva difícil la del cinéfilx viajerx: en un mismo fin de semana hubo que optar entre la retrospectiva completa de Hugo del Carril, organizada en Córdoba en el Cineclub Municipal homónimo por La vida útil, y la quinta edición del Festival Internacional de Cine de Entre Ríos, mejor conocido como FICER. Para ser justos, en lugar de tirar una moneda o soñar con clonaciones y hologramas improbables, resolvimos viajar al festival que nos hubiera invitado primero. Terminamos en un micro de larga distancia hacia Paraná. 

En el ecosistema nacional de circulación y exhibición cinematográfica, el FICER tal vez sea un festival menor. Por su juventud —lleva solo cinco ediciones—, por el lastre de “lo provincial” en la cultura argentina —naturalizamos que la gente viaje a Buenos Aires para BAFICI o Mar del Plata, pero, a excepción de un grupito de entusiastas, pocas veces se avistan especímenes porteños en festivales de otras provincias—, pero también, antes que nada, por la reivindicación necesaria de lo menor como potencia del habla de la minoría en el contexto de la lengua dominante, tanto en el sentido de acento y dialecto como en el de gramática audiovisual. Desde su eslogan, “Un lugar para vernos”, el FICER decide hablarle a los propios: entiende la tradición litoraleña como espacio a habitar. En tanto política cultural, cuenta con subsedes distribuidas en distintas localidades del territorio entrerriano, y organiza sus distintas secciones en forma de círculos concéntricos: desde el “Cine por entrerrianxs”, pasando por el “Panorama regional” —con estrenos de Formosa, Santa Fe, Misiones y Corrientes, además del rescate notable de Zoo, un cortometraje experimental estrenado en 1969 del chaqueño Jorge Castillo— hasta llegar a las secciones tradicionales de “Cine nacional” y “Cine internacional”.

Evidencia del anclaje del festival en tiempo y espacio es la sección “40 años de democracia”, donde, en medio de estrenos como Tres cosas básicas o Crónicas del exilio, se proyectó Juan, como si nada hubiera sucedido con un público considerable, teniendo en cuenta el horario de mediatarde. Pero aclaremos rápido una cosa: en FICER, la preocupación por lo propio no deviene ensimismamiento. Eduardo Crespo en el rol de programador artístico lleva adelante una cacería de aerolitos del cine internacional que acaso no vayan a proyectarse otra vez en Argentina. El logro está en que, después de cuatro días pivoteando entre el Centro Provincial de Convenciones y La Vieja Usina, una se vaya del festival con la sensación de que películas italianas y belgas dialogan secretamente con los ritmos, las playas y la tranquilidad siestera de Entre Ríos.

Es el caso de Gigi, la legge, cuarto largometraje del italiano Alessandro Comodin. Crespo presentó la película enfocado en los reenvíos entre el temperamento pueblerino de la película y el de los distintos barrios entrerrianos. Desde el prejuicio, una se esperaría un pacing estirado y una ausencia de peripecia. Giggi, la legge traiciona las expectativas desde la primera escena: estamos ante una comedia de personaje que no tiene miedo de caminar por los bordes del realismo, así como el oficial Gigi rodea las vías del tren, orillea las casas desde su patrulla o se mete entre los matorrales para investigar quién sabe qué misterio. Es que este es un relato de bordes: ¿hasta dónde puedo llegar con mi autito de policía en un pueblo donde en apariencia nunca pasa nada?, ¿hasta dónde puedo llegar con esta chica que acabo de conocer a través de mi walkie talkie?, ¿hasta dónde llega el misterio de los suicidios masivos?, ¿dónde termina este matorral y empieza algo distinto?

Con todas las letras, Gigi se come la película. Se ganó con honores un lugar privilegiado en nuestro álbum de europeos inimputables, al lado de los Monteiros y los Morettis: Gigi es un João Vuvu de pueblo. Interpretado por el tío del director, tiene un carisma que opera de contrapunto del tono ominoso que a veces invade las escenas. La mano del cineasta João Nicolau, por su parte, es notable en las decisiones de montaje, que multiplican sentidos y prefieren ante todo la ambigüedad. Un intercambio con Álvaro post función: “Es parecida a Technoboss, ¿no es cierto?”. “Es que el director, Nicolau, editó Gigi, la legge”. Lo que se dice amigazos: ahora descubro que, además, Comodin editó Technoboss.

Hace poco más de diez años, Iván Fund estrenaba Me perdí hace una semana, retrato de cuatro personajes cuyas vidas se entrecruzan algo azarosamente en bares, livings y caminatas. El FICER decidió traer la película al presente, como parte de la sección “Cine por entrerrianxs”. Si se quiere corroborar el paralelismo que propuso Crespo entre pueblos de provincia de distintas latitudes, sería cosa de jugar a las diez diferencias entre Giggi, la legge y el largometraje de Fund, proyectado días después. La narración del vagabundeo y la falta de horizontes dramáticos claros emparenta las dos películas, que además coinciden en buscar lo lírico y lo extraño entre baldíos y casas de techos bajos. Hasta ahí llegan las semejanzas. Me perdí hace una semana no busca personajes carismáticos, sino, recordando a Mário de Andrade, “héroes sin ningún carácter”; no espera la emergencia del humor (que igual encuentra formas de colarse en la pantalla, más que nada en las secuencias protagonizadas por el tarotista del pueblo), sino de algún destello de sentido no planificado. Destellos que a veces emergen y a veces no. Mientras tanto, como quien escucha el comentario de un cineasta grabado en el Blu-ray de una película, acá el campo sonoro habilita la circulación de metadiscursividad documental sobre la ficción, a través de las voces en off de los actores y actrices. Eva Bianco cuenta que la instancia de filmar siempre es buena, aunque la película resulte mala. Yasmin Malanca dice que sus peleas con Juan Nanio en la diégesis rimaban con las peleas entre ellos de la vida real. Así, la película interesa menos como proyecto finalizado (donde habría un número de problemas para señalarle) que como documento de una experimentación. 

Parece una constante, en las películas de esta edición del FICER, el intento de asediar un espacio. Que la cuenten los lugares, parece decir el festival. “Un lugar para vernos”, sí, pero también: “Para vernos en un lugar”. Algunos promueven la estadía, con costumbres y rutinas arraigadas. Otros, lugares de paso, nos ahuyentan, mientras, más que encontrarnos, nos saludamos o nos despedimos. En su última película, Gustavo Fontán, enfocado en el ir y venir de los micros de la terminal de La Falda, sin embargo no filma despedidas. Sabe que están latiendo en el fuera de campo, y no las necesita. Porque, gracias a las historias de amor que cuentan pasajeros anónimos en off, La terminal evoca un afecto que hace pensar en el melodrama. En la historia del cine existe una saturación de escenas donde alguien se sube a un tren o un colectivo, ya sea por deseo o desencanto. ¿Dónde si no educamos la mirada para ver terminales y asociarlas con el amor perdido? La música que encuentra el sonidista Atilio Sanchez en los pasillos de la terminal, los artistas callejeros, los tangos y las canciones de Leonardo Favio confirman esa especie de argentinidad melodramática que circula como un anacronismo en espacios de tránsito. 

La búsqueda perceptiva habitual en el cine de Fontán, de vidrios que refractan la luz del sol y bancos a la sombra, con algunos planos desenfocados que tratan de ver en los objetos una verdad escondida por la tiranía de la nitidez, acá está tensionada por algo en apariencia tan meloso como lo es la pregunta por el amor. En un contrapunto virtuoso por lo inesperado, La terminal nunca llega a ser cursi: las voces en off de los pasajeros bajan a tierra las imágenes. La cristalización de lo que es el amor según el inconsciente colectivo negocia con un campo sensorial abierto y fantasmático. 

Si para Marc Augé los no-lugares son espacios donde las personas se vuelven anónimas, Gustavo Fontán fija la cámara en personas sin nombre hasta encontrarles singularidades y, por si fuera poco, les pide que relaten el amor, es decir, la intimidad: así los dignifica. Tal vez por eso la fotografía de Ezequiel Salinas se obsesiona con activar los márgenes del plano, eso que suele ser el fondo en cualquier composición visual, pero que acá se llena de valijas, de pies, de colectivos. El margen es el centro, sin dejar de ser margen: tal parece ser el ars poetica, principio constructivo que encierra una política del cine.

Algunas películas incitan dispersión. Otras, introspección. La terminal es del segundo tipo. En sus micros hay mucha gente sola. Ensimismada. Trabajadores forzados al viaje cotidiano, jóvenes que visitan a sus seres queridos. Todas esas cabezas que miran celulares o se apoyan contra la ventanilla riman con las cabezas de quienes las miramos en la sala de cine. Por eso, repito, introspección: el pacto que propone la película implica formar parte de los pasillos de la terminal y entregarse a la atención nerviosa del tiempo que transcurre hasta que llegue el micro (¿será por eso el énfasis, en distintas escenas, en la máquina de meter monedas para mover una garra y sacar relojes?). Porque, después de todo, de un lado y del otro de la pantalla hay espectadores en silencio, sentados en butacas, a la espera de algo. La terminal te pide que mires hasta el último detalle de un lugar cotidiano para que, en un mismo movimiento, mires a los demás y te mires a vos. 

Hay algo inquietante en la noción de lugares de tránsito. “Lugares donde una no está”, diría la poeta Laura Wittner. “Un sitio es un agua / Un agua sin novedad”, contestaría Spinetta (y espero que musicalicen la lectura con ese temazo). Una variante un poco inesperada de esta noción en el mundo contemporáneo podría darse en algunos videojuegos inmersivos. Se me ocurre llamarlos casi-lugares: no terminan de existir, pero cuando se los invoca retornan, tan semejantes a sí mismos que producen desconfianza. En el documental We Met in Virtual Reality, proyectado uno de los primeros días del festival, el británico Joe Hunting trata de entender uno de estos casi-lugares, el videojuego online masivo de realidad virtual VRChat. Parece un chiste leerla en serie con la película de Fontán, y un poco lo es, pero en ambas ciertamente hay una voluntad de acercarse a la gente que habita estos espacios con frecuencia. El interés principal de la película está en el hecho de que transcurre en su totalidad dentro del videojuego. Pasado el asombro de los primeros minutos, We Met in Virtual Reality deja ver dos problemas fundamentales: el optimismo y la reiteración. Donde Fontán renueva sus acercamientos a través de procedimientos que favorecen la apertura de sentidos, Hunting sella su discurso audiovisual con puras afirmaciones. La realidad virtual ayuda a la gente, hace que nazcan vínculos nuevos, posibilita que personas tímidas salgan del ostracismo. Qué linda mi realidad virtual. Así por una hora y media, donde los mismos personajes repiten las mismas acciones —dar clases de baile, enseñar lenguaje de señas, maravillarse por distintos paisajes de píxeles— sin cuestionarse nunca qué hacen ahí. 

Tal vez la investigación más radical de un espacio acotado que haya iluminado las pantallas del FICER sea la que hace de manera oblicua El juicio. A partir de la filmación de las noventa jornadas del juicio a las juntas militares de la última dictadura cívico eclesiástico militar empresarial, Ulises de la Orden compone un documental de montaje que no solo es pedagógico (en el mejor sentido del término) por su modo de agrupar las tensiones y problemáticas del juicio en 18 capítulos a través de manchas temáticas que otorgan al discurso una enorme claridad sin perder contundencia, sino también profundamente político. Durante las tres horas de película el recinto se metamorfosea para volverse casa del horror, cementerio, confesionario, asamblea, lugar de enfrentamientos y de alianzas macabras, pero también de escucha, memoria y justicia. En los detalles, El juicio encuentra índices y metonimias. El crucifijo en la pared mientras se habla de complicidad eclesiástica en la dictadura, la biblia en manos de Videla, los distintos gestos del fiscal Strassera: el mundo de horrores de la última dictadura está ahí, explícito hasta el espanto gracias a los cortes y reencuadres virtuosos que confían en el vínculo entre imagen y verdad. La que probablemente esté entre las mejores películas del año pone en práctica, también, el ejercicio de agotar las posibilidades narrativas de un evento y un lugar, con limitaciones evidentes —como el hecho de que las cámaras solo hayan filmado a lxs testimoniantes de espaldas— que la película convierte en potencias —¿por qué necesitaríamos ver tantas caras en una película sobre el desenmascaramiento de lo irrepresentable?—. Como dijeron colegas como Candelaria Carreño o Fernando Varea, se trata de una película que a su vez desenmascara continuidades entre la posdictadura y el presente, entremezcladas sin pudor en el pantano discursivo de la ultraderecha que actualmente disputa la presidencia.

Hay que saber quiénes fuimos para entender a dónde vamos y, en el mejor de los casos, torcer el rumbo. “Un archivo del pasado y una película que plantea un punto de partida”, anuncia la gacetilla de El juicio. Deformo una vez más el eslogan de FICER: “Vernos para hacer un lugar”.

El juicio

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