Vino barato y terciopelo falso

1. El tirano y su imagen

En Un lugar llamado Dignidad (Matías Rojas Valencia, 2021) se retrata una breve visita de Lucía Hiriart (Paulina Urrutia) a Colonia Dignidad. Un lento travelling muestra a Hiriart junto a fotografías de los miembros de la Junta sostenidas por niños de la secta, con Pinochet al centro. A pesar de haber sido un visitante regular de Schäfer, el dictador está ausente de la escena. La marca de Pinochet en la película está designada por su ausencia. 

El año anterior se estrenó otra película asediada por la ausencia de Pinochet. Tengo miedo torero (Rodrigo Sepúlveda, 2020) es una adaptación de la famosa novela de Pedro Lemebel que, si bien se mantiene más o menos fiel a la historia principal del libro, excluye la otra mitad del texto: un relato satírico entre Pinochet e Hiriart en la previa al atentado del Frente Patriótico Manuel Rodríguez de 1986. Matar a Pinochet (2020), por su parte, se basa directamente en la preparación del atentado y la historia de sus guerrilleros. Con muchísima más cercanía argumental a la figura del tirano, también se evita convertirlo en personaje.

Si bien no abundan las versiones cinematográficas de Salvador Allende, contamos con versiones tempranas en Llueve sobre Santiago (Helvio Soto, 1975), o con biopics de corte más tradicional como Allende en su laberinto (Miguel Littín, 2014). Pinochet, en cambio, se encuentra fuera de campo en las ficciones de la dictadura. A veces aparece en imágenes de archivo, como huella de su omnipresencia televisiva durante la dictadura, pero casi nunca es caracterizado. 

A días de la conmemoración de los cincuenta años del golpe, se anunció que Pablo Larraín estrenaría una ficción de vampiros protagonizada por Pinochet. Pero no era su única caracterización ficticia. Estrenada en TVN el mismo día en que la película de Larraín llegaba a salas chilenas, la miniserie Los mil días de Allende incluye también su versión ficticia de Pinochet, interpretada por Daniel Alcaíno. Y, en una clave más cercana al Conde, Pinochet apareció unos meses antes como personaje cómico en la excéntrica sitcom falsa/exposición Golpe a golpe (Diego Cumplido, 2022).

A pesar de estos dos casos paralelos, se entiende que Larraín pueda afirmar en entrevistas —no sin cierto dejo de orgullo— que es la primera vez que Pinochet aparece como protagonista, e incluso como personaje de ficción, en la filmografía chilena. Esta ausencia de Pinochet como personaje representable explica en gran parte el resquemor inicial que suscitó el anuncio de la película. Como ha ocurrido a menudo con su cine, al ser uno de los directores que más se ha dedicado a revisar las consecuencias de la dictadura, el origen aristocrático y las conexiones políticas de sus padres posan cuestionamientos sobre el cineasta. 

En este marco, el punto álgido de la polémica de El conde vino con el anuncio de su fecha de estreno. Si bien el proyecto de “Pinochet vampiro” había levantado sospechas desde que se dio a conocer, el estreno en cines el 7 de septiembre, a cuatro días del 11, surgía como una movida comercial que encendió el debate desde bastante antes de poder ver la película. A pesar de no ser el único proyecto planificado para coincidir con los cincuenta años, la estrategia de marketing de El conde resultaba particularmente provocadora dentro de este contexto de exhibición. Como varios temieron, Santiago se llenó de recreaciones de la famosa fotografía de Chas Gerretsen en la que aparece Pinochet con lentes oscuros. En el afiche de Larraín, las gafas eran reemplazadas por unos lentes rosados, una especie de barbieficación de Pinochet, aprovechando el reciente fenómeno de la película de Greta Gerwig. En la estación de metro Baquedano, a unos pasos de distancia, se podían ver múltiples recreaciones de la imagen del dictador en un muro cercano a fotografías de desaparecidos acompañadas por el “¿Dónde están?”.

Frente a los reclamos de esta estrategia publicitaria, se armó rápidamente una especie de mesa-debate en torno a qué tanto se podía decir de la película de Larraín antes de su estreno. Ante quienes denunciaban el oportunismo de esta movida, se replicaba rápidamente que no se podía comentar demasiado antes de ver la película. A propósito de la filmografía de Larraín, algunos defensores pedían valorar la calidad cinematográfica de su trabajo más allá de este tipo de discusiones políticas. Como ya se puede ver en varias reseñas de El conde, se exigía que los comentarios fueran capaces de separar la disputa ideológica de la “calidad formal” de la película. Cuando algunos anuncian que se trata de una película “incómoda” hecha para levantar discusiones, al mismo tiempo se pide apreciarla por sus cualidades formales en abstracto. De alguna forma, se creó una dicotomía entre los comentarios que priorizan la apreciación cinematográfica y los que ponen el énfasis en la construcción ideológica. Esto es, por supuesto, un falso conflicto: como veremos más adelante, la luz de Edward Lachman y el uso permanente de travellings son parte integral de lo que la película puede decir. Incluso Christian Metz, el más famoso semiólogo del cine, afirmaba que la disección del objeto-película por fuera de su contexto sociopolítico era solo una ficción que aplicaba el analista. Es decir, en estos casos es realmente imposible separar el objeto del mundo, su lugar de enunciación y su estrategia de circulación. Cualquier lectura de El conde que trate de pensar la película desde un vacío histórico formalista se encuentra incompleta. 

Jaime Vadell, en una reciente entrevista con Luis Slimming, declaraba que no tenía idea de que el estreno de la película iba a coincidir tan exactamente con los cincuenta años, nadie del equipo se lo había mencionado. Sin embargo, bromeaba Vadell: “Fábula debe haber sacado esa cuenta. Porque Fábula saca cuenta de todo”. Un par de años antes, la productora  había utilizado imágenes del Estallido para promocionar Ema (2019), también de Larraín, cuya circulación en salas fue sorprendida por el inicio de la revuelta. Entonces, la circulación promocional de El conde se convierte en un elemento de lectura, sobre todo a partir de la propuesta disruptiva de crear el primer protagónico de Pinochet y empapelar Santiago con su imagen. 

2. El vampiro y la distancia

Tras las discusiones en torno a la fecha de estreno, se generó un debate más amplio en torno a la pertinencia de realizar una comedia sobre la figura de Pinochet. Si bien muchos comentarios apuntaron a los recientes casos de Jojo Rabbit (Taika Waititi, 2019) y Ha vuelto (David Wnendt, 2015), incluso acusando un gesto de imitación, no es exagerado pensar al proyecto de Larraín como una adaptación local del fenómeno de representación de Hitler, que se podría decir que ya tiene una larga tradición satírica. Además del famoso ejemplo del Adenoid Hynkel de Chaplin, podemos ver a Hitler como parte del repertorio de personajes recurrentes en las caricaturas de la época. Desde Der Fuehrer’s Face (Jack Kinney, 1942) de Disney hasta el Blitz Wolf (Tex Avery, 1942) de la MGM (cuyas “coincidencias con el cretino de Adolf Hitler son pura coincidencia”), la figura ridiculizada de Hitler en la animación se convirtió en un gesto recurrente en la propaganda cinematográfica estadounidense de los años cuarenta.

Más adelante, podemos encontrar versiones más densas y delirantes en las siete horas de Hitler, una película sobre Alemania (1977) de Syberberg, o versiones explotation de la militarización nazi en Ilsa, la loba de la SS (Don Edmonds, 1975) o Zombis Nazis (Tommy Wirkola, 2009), entre muchos otros casos. En “Fascinante fascismo”, el clásico ensayo de Susan Sontag, se constata que los cursos universitarios sobre estética nazi eran siempre los primeros en agotar sus cupos(1). Por lo tanto, no resulta del todo acertado invocar a Waititi para pensar en El conde; no sin al menos pensar que, a diferencia de Pinochet, la personificación de Hitler ha sido bastante común en la ficción cinematográfica. Tampoco se trata de que, como muchos han apuntado, Alemania se pueda “permitir” el humor porque existió una reparación. Por un lado, estas películas no estuvieron exentas de discusiones similares en su momento. Por otro, resulta absurdo pensar que la aplicación de un “Videla vampiro”, pensando en el muy citado caso de los juicios argentinos durante estos días, causaría una reacción de menor envergadura. 

Larraín ha comentado que la figura del vampiro funciona como una metáfora obvia de la inmortalidad y la impunidad, las dos características con las que define a su versión de Pinochet. Siguiendo esta línea, en palabras del director, el vampiro y el blanco y negro también funcionan como estrategia para bloquear cualquier tipo de empatía hacia el Pinochet interpretado por Vadell. Sin embargo, y esto Larraín bien lo sabe, el vampiro está lejos de ser históricamente una figura de distancia. Excluyendo las bases excéntricas de un Nosferatu (F. W. Murnau, 1922), el vampiro cinematográfico ha sido fascinante, atractivo, en ocasiones incluso sexy. Desde los Drácula de Lugosi, Christopher Lee y Gary Oldman, pasando por el ídolo teen de Robert Pattinson en la saga Crepúsculo (2008-2012), el vampiro y su sensual método de conversión han generado en el público más fascinación que temor. 

La presentación del Pinochet de El conde, en cambio, es decadente y tediosa. Un lento cenital se acerca al cuerpo cansado del tirano, quien después recibe masajes en la sien de parte de su esposa Lucía Hiriart (Gloria Münchmeyer). Hasta este punto, la representación de Pinochet podría compartir más con el Hitler de Moloch (Aleksandr Sokurov, 1999), una versión aburrida y desmitificada que contradice los ejemplos citados anteriormente. Sin embargo, a medida que habla, nos encontramos con el Vadell en clave pícara que conocemos de otras películas y telenovelas, más cercano a un Compadre Mocho que a la caracterización clásica del déspota.

Poco después, una voz en inglés empieza a guiar la narración para describir los antecedentes de este sujeto. Es aquí donde la película adquiere un rasgo de juego histórico que plantea un Pinochet atemporal que va más allá de la historia de Chile. Este gesto definirá parte de la película y su cualidad vampírica: se trata de un ente contrarrevolucionario que actúo en Chile como ya había actuado antes en otras partes. En dos momentos diferentes se citan operaciones anteriores: “Haití, Rusia, Argelia”, primero, y “anarquistas republicanos, esclavos libres”, después. Es decir, dentro de los planes de este Pinochet, el lugar de Chile es una especie de “última parada” de diferentes operaciones históricas.

Como el narrador omnipresente en las escenas del mal de “Sympathy for the Devil” de los Rolling Stones —que a su vez adapta a Bulgakov—, la eternidad de este Pinochet es la de la continuidad histórica del mal. Para resumir esta particularidad, la película recurre al formato de las origin story actuales, una especie de síntesis excesivamente elíptica que explica los eventos que dan forma al comportamiento general de un personaje y su transformación en héroe o villano. Pinochet aparece primero en Francia, mientras una voz arquetípica de la narración británica mitifica la maldad del Conde a partir de su observación de la decapitación de María Antonieta. Una vez que aparece la monja de Luchsinger como ente “externo” en la mansión patagónica de Pinochet, la película combina este formato de explicación elíptica con el del universo cerrado y las interrogaciones de El club (2015), sin duda la película de Larraín más cercana a El conde a nivel estructural. 

No es el único aspecto formal que la película comparte con las películas de superhéroes: el reencuentro amplificado con el uniforme “icónico” y su capa, o el universo “expandido” que supone el giro de la aparición de Margaret Thatcher, sugieren una narración enfocada en la exploración de mundos, el nuevo paradigma que Oliver Pérez Latorre ha sugerido que domina el mainstream de la ficción actual(2). Por otro lado, también está el tratamiento estilizado de la luz que, como señalan la mayoría de las reseñas, hace guiños a Murnau y Dreyer. El conde, en gran parte, se compone formalmente de este tipo de oposiciones: una narración y dramaturgia de vocación camp que nunca termina de desarrollarse debido a la “elegancia” formal.

En este juego de oposiciones, el uso de la música es clave. La película empieza y termina con una música militar estridente, incluyendo el “Adiós al séptimo de la línea”, cuya vieja melodía quedó vinculada al imaginario de la dictadura. El gesto no solo acompaña la condición militar de Pinochet, también genera un contraste con el resto de la música de la película. Suenan Strauss y Arvo Pärt —un habitual de Larraín— junto a Rosita Serrano y la cacofonía militar. La música de cámara no solo dota a los lentos travellings de un añadido elegante, también sirve para sugerir una comparación con el ruido de las marchas. En estas comparaciones se esconde buena parte del humor de la película. Cuando Pinochet e Hiriart bailan una marcha como si se tratara de un baile de salón, el contraste entre la incorrección estética del dictador y su esposa y la elegancia formal de El conde se hacen evidentes.

3. El militar y su clase

Quienes argumentan que hay que pensar El conde más allá del origen de su realizador deciden ignorar que buena parte de los gags de la película son comentarios de clase. En las últimas películas de Larraín se cifran elementos de clase baja como una especie de escape contradictorio para sus personajes: el reggaetón en Ema (2019) y, sobre todo, el escape de la Princesa Diana para comer una hamburguesa en Burger King como forma de liberación final en Spencer (2021). En El conde, se podría decir que estos signos actúan al revés, como una especie de condena de clase a la familia Pinochet. A pesar de sus millones y de las estafas realizadas para acumularlos, la película va sumando chistes que los caracterizan por su falta de gusto y adecuación al estilo de la vida millonaria: las bebidas Fruna, la cena de completos con cuchillo y tenedor y la fealdad de la música aparecen como contradicciones sígnicas a la mansión patagónica y los lentos movimientos de cámara. 

Larraín ha explicitado que la observación que da origen a la película era constatar que la derecha y el pinochetismo se ofendieron mucho más ante el Caso Riggs que ante la evidencia de violaciones a los derechos humanos. En su escala valórica, la condición de ladrón pesaba mucho más que la de asesino. Este es un chiste repetido en la película y, podríamos decir, el núcleo del elemento satírico. Si la película remite tanto a El club es por los interrogatorios que la monja/exorcista realiza a cada miembro de la familia Pinochet, siempre en planos frontales. La diferencia entre la presentación de ambas películas está en el hermetismo de los personajes: si los sacerdotes de El club tratan de ocultar todo el tiempo la verdad, los hijos e hijas de Pinochet se presentan explícitamente como chupasangres codiciosos.

En el brillante documental Pinochet y sus tres generales (José María Berzosa, 2004) se entrevista a Pinochet y los miembros de la Junta a partir de temáticas que van mucho más allá de su rol político. Sus afinidades artísticas, particularmente, convierten a la película en una especie de comedia involuntaria sobre unos militares desclasados que tratan de impresionar a los periodistas extranjeros con su buen gusto. Entre varias referencias literarias y de música clásica, los cuatro hacen el ridículo ante su incapacidad de sostener la erudición que tratan de demostrar. Como contraste, la película de Berzosa incluye entrevistas con pobladores y archivo de las quemas de libros que niegan esta declaración de amor por la cultura.

La película de Larraín se suma a esta representación del arribismo militar. La familia Pinochet conforma una especie de clan cómico cuya ambición da paso a la ambigua participación del personaje de Luchsinger como interrogadora. Sin embargo, la caracterización de Pinochet y su familia como new rich no devela nunca un sistema económico ni una instalación más profunda de esta filosofía vital. Pinochet y sus hijos son retratados desde la codicia y el amor desmedido por el dinero, pero no se establece la instalación de un engranaje que los convierta socialmente en “héroes de la codicia”, como indica el diálogo final que Larraín ha destacado en entrevistas. Por todo esto, es difícil considerar a la película una especie de traición de clase o gesto de rebeldía familiar, como algunas lecturas han planteado. Al contrario: se podría decir que El conde consigue separar con claridad a la élite criolla del dictador y sus modales. Por un designio de clase, El conde caracteriza a Pinochet e Hiriart desde cierto desprecio oculto por su falta de elegancia. El dinero no hace a la clase, como la película se encarga de dejar en claro en varias escenas. Pueden tener millones y entrar a lista de ricos del país, pero el gusto por la falta de gusto que caracteriza a eventos como la Parada Militar no va a desaparecer nunca. 

Si bien juzgar el cine de Larraín desde los pecados familiares resulta absurdo, no lo es considerar una lectura de clase en una película cuya acumulación de signos se basa en el histórico roteo solapado a la clase militar. Mientras pasan los créditos, la marcha militar se vuelve particularmente insoportable, una contradicción abierta a la utilización de Pärt y la cámara sobre dolly que dominan el resto de la película. En ese sentido, así como al pinochetismo le interesó más desligarse del Caso Riggs que de las torturas, la estrategia de denigración de El conde también se sustenta principalmente sobre la observación de clase. 

Esto, sobre todo, permite levantar preguntas ante el reclamo contra la impunidad realizado por Larraín al recibir el premio de guion en Venecia y repetido en varias entrevistas. Se trata, considerando la construcción de la película, de un alegato de impunidad dirigido contra un hombre muerto y su familia. No existen alcances reales a los cientos de personajes vivos que apoyaron y facilitaron el régimen de muerte, ni a su continuidad e impunidad actuales. El uso del apellido “Krassnoff” funciona como otro guiño histórico; poco tiene que ver con el torturador vivo y su lugar en la actualidad. El Pinochet eterno y su origin story magnifican la importancia del dictador y su legado, obviando que este legado es, sobre todo, un asunto de los vivos. 


Notas:

1  Susan Sontag. Bajo el signo de Saturno. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2007.

2 Oliver Pérez Latorre. El análisis videolúdico. Análisis de la significación del videojuego. Barcelona, Laertes, 2012. (pp. 218-226)

One Comment

  • Más latosa que la película! Y bla bla bla! En su citación de nombres (name dropping) le faltó mencionar a PPP, Fellini, y Klaus Kinski…

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