Sobre la voluntad

I

Nunca me llevé muy bien con la caracterización de Andrew Sarris sobre el cine de Billy Wilder, esa donde lo acusa de cínico. Apenas unos párrafos le sirven para despachar sus películas como visualmente deficientes y estructuralmente pobres. Lo que más llama la atención de esas palabras es el modo en que se escandaliza por los chistes de intentos de suicidio en Sabrina y The Apartment. Para empezar, no son chistes: en ambos casos se trata de elementos dramáticos de la narración. En Sabrina es una de las primeras razones que llevan al personaje de Humphrey Bogart a fijarse en la joven que le da nombre al film (Audrey Hepburn). En The Apartment es la razón que lleva al personaje de Fred MacMurray a fijarse en su amante, protagonizada por Shirley MacLaine. En un caso es la reacción de una chiquilla ilusa; en el otro, la de una adulta ilusa y desesperada. En ambos son puntos de quiebre en la vida de dos personas ocasionados por el rechazo de quien aman, o creen amar. Y los dos están retratados con una gravedad y empatía admirables, que me hacen preguntarme qué fue lo que vio Sarris en estas películas como para adjudicarle a Wilder el mote de cínico con una vehemencia y convicción semejantes a las de Rivette cuando le marcó a fuego a Pontecorvo el mote de despreciable y abyecto. Un cínico filmaría el suicidio y la autolesión de forma sensacionalista, como Nolan en Oppenheimer o Larraín en Spencer. Incluso una película desesperada como El fuego fatuo de Malle o la versión libre de Joachim Trier en Oslo, 31 de agosto tienen más respeto que cinismo. Un cínico se regodearía en el dolor y no ofrecería una salida posible; nunca confiaría en sus personajes.

The Apartment

II

En un principio, hace mucho tiempo, este texto iba a tratarse exclusivamente sobre The Apartment. Se iba a centrar en el lugar que tienen el trabajo y la neurosis en la película, en diálogo con el ensayo Los empleados, del sociólogo alemán Siegfried Kracauer. La realidad es que, visto con cierta distancia, el texto iba a abarcar algunos puntos resumibles en pocos párrafos: la despersonalización del trabajo y la deshumanización de su espacio, la división extrema de tareas (¡la señorita Kubelik tiene que hacer un curso de ascensorista!), la idea de vivir para la empresa y algunos aspectos más que se me escapan ahora. Esos elementos engendrarían personajes sin otra ambición que el ascenso laboral, atrapados en un mundo de emociones vacuas, víctimas del consumismo y la frialdad empresarial de lo que pronto se empezaría a llamar modernidad y que seguimos viviendo hoy en día, quizás de forma aún más virulenta. Un Baxter que cena comida instantánea y se doblega ante las demandas de sus superiores, y una señorita Kubelik que sigue cayendo ante los besos alquilados de su jefe y amante. Personajes faltos de amor propio.

La desesperación y el autodesprecio de la señorita Kubelik, una persona que afirma sentirse tan rota como su espejo de mano, son tanto un refugio como un reflejo. Siempre sentí que esas enunciaciones de dolor estaban adelantadas a su época, muy en diálogo con las formas en las que se vive el malestar en la contemporaneidad, como la manifestación de las crisis en cortes de pelo erráticos y repentinos. La señorita Kubelik se siente incapaz de existir sin alguien más que la complete; se detesta lo suficiente como para creer que necesita la validación de otra persona para reafirmar su propio ser. Creer que alguien nos va a salvar del abismo, como lo hace el joven Jacques cuando rescata a Marthe de saltar del Pont Neuf en Cuatro noches de un soñador o como lo cree Leonard en Two Lovers (ambas inspiradas en el mismo relato de Dostoievski), es parte intrínseca de la falta de autoestima. En esta última, el personaje protagonizado por Joaquin Phoenix es capaz de abandonar todo lo que tiene con tal de dejar que alguien lo salve del precipicio al cual se arroja al principio de la película (un salto al mar al que sin embargo sobrevive). La inestabilidad y la idealización extrema del protagonista lo llevan a estar a punto de tirar por la borda su nuevo noviazgo con Sandra con tal de recibir apenas una caricia o respirar el mismo aire que su otra enamorada, Michelle, una mujer igual de inestable que él.

La falta de autoestima es un círculo vicioso. Lleva a aferrarse a lo primero que creemos que nos completa. El plano final de Two Lovers lo comprueba: Leonard, cargando una tristeza infinita, le entrega a Sandra el anillo de compromiso que iba a ser para Michelle, quien lo abandona por su novio. El gran problema de la falta de autoestima es creer que nunca se es suficiente, y eso implica la necesidad imperiosa de cargarle la responsabilidad del propio bienestar a otra persona. A veces parece que ni siquiera importa quién sea, con tal de tener a alguien al lado. Como si eso fuera suficiente para amar. El intento de suicidio de la señorita Kubelik tomándose un frasco de somníferos me resulta particularmente conmovedor. Siempre sentí que entendía ese dolor de no poder vivir sin alguien más, de no sentirse lo suficientemente bien como para vivir sin la complementación de otra persona. Es como si hubiéramos crecido con la misma idea del amor romántico, las mismas idealizaciones disneyficadas y hollywoodenses de que el amor es todo. Y que, cuando ese amor falta, la vida no vale la pena. En “Duk Koo Kim”, Mark Kozelek canta: I’d rather leave this world forever / than let life go the way it’s going (Prefiriría dejar este mundo para siempre / antes que dejar que la vida siga de esta manera).

Los cuidados de Baxter a la señorita Kubelik después de su intento de suicidio, escondiéndole las hojas de afeitar para evitar que se corte o tratando de animarla con juegos de cartas, que por otro lado muestran la humanidad del personaje por fuera de la lógica humillante del ascenso social que le ofrece el trabajo, me recordaron el amor y la comprensión de la gente que tengo alrededor. En situaciones donde el dolor resulta insoportable y se busca frenarlo como sea (incluso con más dolor), la compañía y el aprecio ajeno son el abrigo de una segunda piel cuando la propia se vuelve inhabitable. Algo que recuerda esa voluntad vital que el autodesprecio logra socavar (“No me gusto mucho a mí misma”, dice la señorita Kubelik). Son como los sorbos de café instantáneo que el médico alemán le da a Kubelik para que se despierte: formas, a veces bruscas, de volver a posicionarse en la realidad, de poner los pies sobre la tierra. Bajar de esa nube negra de odio y dolor que nubla la mente.

The Apartment

III

Un dolor que no deja ver horizontes, que llena el pecho y lleva a la desesperación, es el que irrumpe en la mente de Julie, en forma de fragmentos de canciones, en Bleu de Krzysztof Kieslowski. Recuerdos dolorosos que aparecen sin anunciarse, que anegan los ojos de lágrimas y se graban como heridas en la piel (Blue songs are like tattoos [Las canciones azules son como tatuajes], canta Joni Mitchell en otra “Blue”). Cuando suena el concierto que el esposo de Julie nunca llegó a terminar por su repentina muerte en un accidente automovilístico, la pantalla funde a negro. La oscuridad es total. Y así es preferible quedarse a veces, en la oscuridad, cuando nada puede aliviar el dolor. Porque hasta cuando parece que hay un poco de calma vuelven a sonar las mismas canciones. Vuelve el color azul. Vuelve a fundir la pantalla a negro. (Por qué / aún / de nuevo / vuelve el viejo dolor / me rompe el pecho / me parte en dos / me cubre de amargura, recitaba Idea Vilariño).

El azul puede tomar muchas formas, no solo canciones, aunque ahora no pueda siquiera escuchar una nota de Lana del Rey (You’ve got a flair / for the violentest kind of love / anywhere out there [Tenés talento / para el tipo de amor / más violento que hay])(1). El dolor se hace cuerpo en lugares, cosas, palabras y hasta gestos. En dibujos sin terminar, que miran con ojos inmóviles desde las páginas de un cuaderno, y en fotos borradas para nunca más ser vistas. If only I’d thought of the right words / I wouldn’t be breaking apart all my pictures of you (Si tan solo hubiera pensado en las palabras correctas / no estaría rompiendo todas mis fotos de vos), canta Robert Smith(2). Poco después del accidente, Julie intenta suicidarse con un frasco de pastillas en el hospital. No lo logra, porque tiene la garganta lastimada por el golpe. Sí pide perdón por intentar suicidarse, y por romper un ventanal para distraer la atención de las enfermeras. A Julie la carcome la culpa, no solo por haber sobrevivido al accidente automovilístico que mató a su esposo y su hija, sino también por los intentos de lastimarse. ¿Y cómo no va a tener culpa, si lo único que puede sentir es autodesprecio? Es irónico que el catolicismo castigue el suicidio como un pecado y a la vez sea tan culpógeno como para promover el autocastigo frente al pecado. Del mismo modo que la ley castiga el intento de suicidio como un crimen. La culpa por intentar lastimarse, o por efectivamente hacerlo, como en la escena en la que Julie se raspa los nudillos contra una pared rugosa, puede llegar a ser paralizante. Es un lugar en donde se conjugan el miedo y la vergüenza y que, a la vez, es extrañamente liberador; como si se rompiera una tensión superficial. Si bien esa liberación se demuele frente a los ojos de una madre preocupada, como los del personaje de Isabella Rossellini cuando mira a Leonard en Two Lovers, o con el roce involuntario de una lastimadura. 

Trois couleurs: Bleu

Julie permanece en la oscuridad durante gran parte de Bleu. Su dolor es tan grande que prefiere dejar ir todo lo que conocía. Vende su casa, se aleja de las personas que la quieren, destruye las partituras de su esposo. Asegura que el amor y la amistad son trampas. Julie no llora. Su ama de casa llora porque ella no puede llorar. Hay veces que el dolor va más allá del llanto. Que los sentimientos abruman tanto que lo único que se desea es no sentir. La libertad de no sentir es lo que busca la protagonista, y es la forma que tiene Kieslowski de referirse al primero de los tres lemas de la Revolución francesa, representados en los colores de la bandera de Francia. Como en La libertad, de Lisandro Alonso, el uso del término es polémico. ¿Qué tanta libertad hay en despojarse del sentimiento? ¿Qué tan libre se es en el abandono de algo de lo que nos hace humanos? La oscuridad se parece más a una cárcel. Y qué seductora parece la oscuridad a veces. Querer la oscuridad tiene algo de goce, de regodeo, una forma extraña y nociva de libertad. Es como si en la oscuridad nos pudiéramos liberar de todo, de ese dolor indecible que, a veces, significa vivir, y vivir con otros.

Pero lo que hace enorme a Bleu, y a todo el cine de Kieslowski, es que no trata sobre la depresión. No es una película sobre la desesperación ni sobre la muerte. Lo que la hace una película sobre la libertad es que trata sobre las segundas oportunidades, sobre el sacrificio que implica dejar algo atrás para que florezca otra cosa. Julie no puede evitar rodearse de gente que la quiere ni querer a esa gente, porque su voluntad vital es más fuerte. Por eso le entrega su antigua casa a la amante de su esposo, o va a socorrer a su amiga bailarina cuando ella necesita contención, o se entrega al amor que Olivier siempre sintió por ella, o finalmente llora en el plano final de la película, después de uno de los epílogos más hermosos jamás filmados. Lo que salva a Julie es su voluntad de vivir. Por eso no hay película más llena de amor y de esperanza. Es la libertad en tanto abrirse hacia los demás y dejarse interpelar por nuestra humanidad, aferrarse al dolor en lugar de dejar que nos encierre, reconocerlo y hacer algo con él. No hay nada más humano que eso.

IV

Estoy en un piso muy alto / rodeada y llena de vacío / Tengo que saltar, lo sé / ¿pero hacia afuera o hacia adentro?. Con ese poema inicia Ana Poliak La fe del volcán,  después de un plano de ella parada sobre un precipicio, a punto de saltar. Más adelante, una charla con su madre en un tren da a entender una crisis depresiva de su adolescencia, en la cual intentó asfixiarse dejando abierta la llave del gas (Querida mamá / ¿cuándo te morirás / para que yo pueda suicidarme / sin sentimiento de culpa?, dice Cristina Peri Rossi). Su madre dice que Poliak se había asegurado de hacer visible la hornalla sin fuego, como un pedido de auxilio. Pocas cosas deben ser más difíciles que enfrentarse a una madre en una situación como esa. “Para mí eras una chica feliz”, le dice. Constata ese miedo latente de que los padres nunca terminen de entendernos ni de conocernos del todo. A pesar de ese miedo, muchas veces aparecen como salvavidas, directa o indirectamente, conscientes de eso o sin siquiera darse cuenta, con una cachetada como la de la madre de Poliak o abriendo la puerta en el momento justo. Otras veces llegan tarde. O lo que hacen no es suficiente, como le pasa al ángel de Las alas del deseo

La fe del volcán es una película en donde se fusionan las esferas pública y privada. El prólogo confesional de Poliak deja su lugar a la historia entre Danilo, un afilador, y Anita, una aprendiz de peluquera, que deambulan por las calles porteñas en plena crisis de inicio de siglo, a punto de consumarse el estallido social. Lo que nos quiere decir Poliak es que, en momentos de crisis, ya sea sociales o íntimas, somos volcanes prestos a estallar, acumulando dolor y malestar hasta volver inhabitable el magma que nos compone. Las formas de salir adelante durante las crisis implican tomar la realidad (eso que Poliak se pregunta qué es) con las manos, ganar la batalla contra esa parte del yo que nos empuja hacia la muerte. 

En el final de la película, se puede leer una frase de “La canción de los sepulcros”, un capítulo de Así habló Zaratustra de Nietzsche, que reza: “Sé que hay en mí algo invulnerable, algo que hace saltar las piedras”. Hacer saltar las piedras es un ejercicio de voluntad vital, el impulso de continuar sobre las ruinas para construir algo nuevo. La fe del volcán reside en esa voluntad invulnerable, la que llevó a Poliak a hacerla como una forma de operar sobre la realidad, y la que hizo posible que se escriban estas páginas como una forma de sanación. Porque hace falta algo más que tiempo para que sanen las heridas. Por profundas que sean, el deseo de vivir es capaz de cerrarlas, aun si nos quedan cicatrices. En todas estas películas, la voluntad vital es un mensaje de esperanza frente a la desesperación: por algo en ellas se narran intentos y no suicidios; por algo los intentos no son las escenas finales. Cuando se está al borde del precipicio, sin saber qué hacer, no queda otra opción más que saltar hacia adentro y reafirmar la vitalidad. A veces es necesario tocar fondo para levantar vuelo, porque, como cierra el capítulo Nietzsche, “solo donde hay sepulcros hay resurrecciones”.

La fe del volcán

Notas

1  “Bel Air”, Lana del Rey.

2 “Pictures of You”, The Cure.

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