PLAY-DOC 2024: COMPETICIÓN GALICIA
Por la frente de Galicia
ya viene asomando el alba.
La Virgen mira hacia al mar
en las puertas de su casa.
Federico García Lorca, “Romance de Nuestra Señora de la Barca”
En Seis poemas galegos, Federico García Lorca homenajea a la comunidad autónoma de Galicia, un país con el que se había obsesionado fuertemente, llegando a incluir cantigas del folklore galaico al repertorio de melodías que cantaba para sus amigos. El poeta originario de Granada —un lugar que tuvo influencia cultural gallega, apreciable en el poemario de Lorca— describe a Galicia, a través de sus versos, como un sitio triste y nostálgico, evocando imágenes simbólicas del paisaje, las personas y la música propias del lugar.
Casi 90 años después de la publicación del libro, en 1935, esa atención por las imágenes evocativas, la naturaleza y las historias personales vuelve a aparecer en el cine gallego contemporáneo, muchas veces encasillado bajo el término de novo cinema galego. La realidad es que la etiqueta es muy amplia, al incluir desde cine experimental hasta películas industriales y de animación, como As Bestas y Unicorn Wars, y fue labrado desde espacios propios de la crítica y la programación de festivales por nombres como José Manuel Sande, Martin Pawley y Xurxo Chirro. Las críticas hacia el movimiento es que no es un movimiento como tal, porque no hay relación estilística ni personal entre películas y realizadores, sino un término paraguas que sirve para darle visibilidad al cine hecho en Galicia. Dentro o no de esta etiqueta, el Festival Play-Doc de Galicia 2024, en su vigésima edición, decidió incluir en su programación un conjunto de películas de directores con pocos estrenos en su haber (en su mayoría), y con un hilo conductor entre sí, que bien puede dividirse en dos temas: las imágenes de familia y las imágenes de la naturaleza.
Con mi arado abro los surcos
Probablemente el más célebre y veterano de los cineastas gallegos en competición sea Lois Patiño, cineasta ya establecido en el panorama internacional, con una obra extensa de documentales y ficción en formato largo y corto. El director se caracteriza por una mirada particular sobre la luz y el paisaje, en texturas saturadas y sombras inconcebibles que deforman lo conocido y vuelven extraplanetarios los paisajes del mundo, como las cimas nevadas de Montaña en sombra, donde las montañas parecen valles lunares cruzados por personas pequeñísimas, o el horror lovecraftiano —ominoso e inexplicable— de las costas marinas de Lúa vermella. Al volver casi fantástico y abstracto el orden natural, Patiño convierte en mito las tierras que filma, las torna germen de creación de historias milenarias y fantasmáticas, de posibilidades de sentido y nuevos caminos cinematográficos.
Quizás Lavadoiro sea la más política y figurativa de las películas de Patiño, haciendo tándem con la arquitecta y productora Ana Amado, como ya había hecho con el argentino Matías Piñeiro en Sycorax. La abstracción y el coqueteo con el fantástico dejan paso a una ética del trabajo: de los marroquíes volviéndose haces de luz entre las dunas de Fajr se pasa a un primer plano de las manos enrojecidas de las lavanderas gallegas, que friegan las sábanas contra las rocas que llegan a la punta más extrema del Mar Cantábrico. En Lavadoiro hay una dialéctica entre el trabajo manual, que se realiza cantando coplas, y la impasibilidad inmensa de la naturaleza. Es un cine ecológico en el sentido más primigenio del término: un cine de la relación entre el ser y el medio ambiente; no la naturaleza empequeñecendo a las personas, sino las personas modificando el medio a través del trabajo. La mitificación de la tierra aparece más presente que nunca en los versos finales que canta la lavandera sentada en las piedras, un mito que busca redimir el trabajo no pago que las mujeres gallegas llevan haciendo tradicionalmente.
Una visión similar del trabajo a la que tiene Lavadoiros es la de Area Erina en su Aurora, retrato de una mujer campesina del sur de Galicia. La realizadora acompaña a la mujer en sus jornadas de trabajo manual, conjugándolo con sus experiencias subjetivas que recita en un lenguaje gallego muy cerrado, y dialogando con ella. Como en Lavadoiro, el trabajo es de orden tradicional, como la mayor parte de las condiciones de vida de Aurora, que parece quedada en la etapa precapitalista. Esta alianza entre una ética del trabajo manual y conciencia personal tintan al documental de un espíritu materialista fenomenológico, con un particular interés en el orden natural que rodea a la mujer: las plantas que cosecha, los animales que la rodean, las piedras de las que está hecha su casa. La coalición entre paisaje y humanidad se da de una forma mucho más radical que en la película de Patiño y Amado; la mujer no doblega el paisaje al trabajo, sino que está en íntima consonancia con él. También entra en escena la labor del cineasta en las conversaciones que tiene Erina con Aurora: le pregunta qué hace, de qué vive, cómo funciona la cámara. Cuando es la directora la que opera la cámara, se acerca a la mujer con movimientos naturales y descoyuntados. Otras veces, la cámara se clava en el atril y la directora entra en escena trabajando junto con Aurora en plano fijo.
Los rasgos tradicionales de la vida de la señora se ven matizados por sus propios dichos: nunca quiso casarse, ni tener hijos. Lo que podría parecer, en principio, una aproximación exotista hacia una alteridad, o una mirada urbanita sobre la apacibilidad de la vida en el campo, se transforma en una relación afectuosa y recíproca entre ambas mujeres, mientras Aurora llora testimoniando que nunca pudo tener amigos por tener que cuidar a su madre postrada, que siempre tuvo que cocinar y cómo su padre golpeaba a sus hermanos. La denuncia hacia la vida supeditada al trabajo difumina esa mirada inicial que podría parecer romantizadora y se vuelve más grande, más consciente de los problemas que conlleva una vida de ese estilo. En las imágenes fantasmagóricas del final, un carrete de Super-8 filmado, presumiblemente, por la propia Aurora, resuenan los ecos de los espacios vacíos llenos de vegetación y piedras, los lugares donde la mujer habita y recorre, su propio mundo privado, la soledad del prado inhóspito, y cierran una película que resignifica (o en palabras de Kracauer, redime) la vida de la mujer al demostrar que ella vale la pena de ser filmada.
Un cine más ecologista que ecológico, en el sentido activista del término, es el de Salvaxe, salvaxe de Emilio Fonseca Martín, un director con visión ambientalista. En su nuevo largometraje documental, la relación con el paisaje no es antropocéntrica, sino que está construida desde el punto de vista de los animales. La intervención humana aparece como poco deseable al romper los ecosistemas y entornos naturales de los montes gallego-portugueses en los que un grupo de científicos estudia las manadas de lobos ibéricos que sobreviven a la caza, los incendios forestales y los autos de las rutas cercanas. La película plantea que el paisaje puede ser leído por los animales, y que desde la mirada humana se puede beber de esa dinámica para pensar el entorno y los circuitos que habitamos de una manera menos productivista y más natural. Hay un sentido de la aventura en la instalación de cámaras-trampa para poder captar a los animales en sus comportamientos naturales (los que llaman “planos imposibles”), acompañados por un recorrido sensorial por las inmensidades de los montes y bosques que tiemblan bajo la música ominosa que envuelve a la película.
Lo loable de su denuncia del extractivismo, la propiedad privada y el avance técnico por sobre la naturaleza queda desdibujado ante una visión un tanto primitivista en relación con el entorno. La capacidad de modificar la naturaleza, o sea el trabajo (la ciencia que los protagonistas practican es una muestra de esto), es lo que nos hace humanos, una categoría a la que el realizador no parece querer pertenecer. No se trataría de volver a lo prístino e intocado por las manos humanas sino a una relación sana y no productivista con el medioambiente, un vínculo recíproco de respeto mutuo que el antiespecismo radical de la película parece rechazar de cuajo, un desprecio por la actividad humana que algunos llaman ecofascismo.
La mirada sobre lo personal de Aurora se vuelve colectiva en Corre o vento, de Paula Fuentes y Guillermo Cabrera. En lugar de ser otro documental personal de archivo (la narradora muestra una foto de su abuelo en las montañas) es realmente un retrato de una aldea casi abandonada, de la que todos los jóvenes se fueron y solo quedan los ancianos, coroneles que no tienen quien les escriba, con la presencia de la muerte rondando, amenazante y desde las sombras, los parajes oscuros de vegetación. El verde de los montes choca con el gris de las fábricas y las minas en una dialéctica trabajo/naturaleza que se centra en la capacidad de la propia naturaleza de trabajarse a sí misma y en el lugar que tienen las personas en ese paisaje de piedras erosionadas que, si hablaran, guardarían la memoria. La iluminación fría y oscura vuelve los paisajes fantasmagóricos, aunque sin llegar a los niveles de abstracción y pictorialismo del cine de Patiño. Lo que sí comparte con él es la intención de crear un mito a partir de las imágenes y las palabras, del saber popular, de las leyendas y las canciones tocadas en acordeón. Esa mitificación fílmica queda como última memoria de una aldea que, pocos meses después, fue arrasada por un incendio forestal.
El cruce entre familia, historia personal y paisaje se da con más fuerza que nunca en O auto das ánimas, primera película dirigida por el director de fotografía Pablo Lago Dantas, en la que cuenta la historia de cómo se alejó de su familia y su pueblo para después volver y reencontrarse con ellos. Los montes neblinosos de Galicia y la atención a las texturas del zumbido de los insectos y los reflejos del agua dan un aura fantástica a un relato que se centra en el trabajo manual de los aguardenteiros, por un lado (a esta altura, queda clara la composición laboral primariamente rural de la comunidad autónoma), donde se filma la jornada laboral con sus cantigas populares propias de la cosecha de árboles frutales o el proceso de destilado del aguardiente, y la indagación del cineasta por los distintos miembros de su familia, por el otro, en el que hay un choque generacional y ético con respecto a la visión sobre la vida. En esas preguntas impostadas que le hace a sus padres y su abuela el director busca respuestas profundas sobre el sentido de la vida, además de imprimir una violencia simbólica sobre el estilo de vida tradicional que llevan y realizar cuestionamientos muy burdos y poco sutiles a los roles de género que ocuparon sus xadres en su crianza. A pesar de tratarse de su propia familia, Lago Dantas no se aproxima a ella con el respeto de Erina ni la mitificación de Patiño, sino que la filma como alteridad, como un urbanita ilustrado y posmoderno que tiene las respuestas ante las formas de vida tradicionales. Estas escenas más violentas se apaciguan cuando, en los entresijos, se permite la distensión con canciones, juegos de cartas y pintura.
De una premisa similar parte Os espazos en branco, de Hugo Arias, donde busca hacer un retrato de su tía fallecida, la poeta Xela Arias, una de las más importantes de la literatura gallega y de tradición familiar obrera y literaria. Combinando imágenes de archivo con extensas charlas con familiares, recorriendo sus recuerdos, los lugares que habitaba y la escuela en la que enseñaba, a la pregunta por la naturaleza de la memoria (“hecha de una materia más densa”) se le suman escenas oníricas y fantasmagóricas en espacios vacíos, a través de un doble juego de representación en el que una actriz interpreta a Xela. De esta manera, Arias construye una doble memoria fílmica, una actual y otra en el archivo, una que se guarda en el cine así como en la literatura, y así, quizás, lograr redimirse por no haber conocido a su tía lo suficiente.
Qué hacer con las imágenes
Los documentales de archivo personal parecen estar en su auge más alto a nivel global. En su tercer cortometraje, Viaxar aos teus recordos é buscar pelexa, el cineasta Daniel Pérez Silva busca realizar un homenaje a su familia, y especialmente a su madre, a través de este formato. Yuxtaponiendo en pantalla partida imágenes grabadas por su madre en cámara digital con imágenes actuales del propio cineasta, retrata a sus abuelos y padres mientras unos subtítulos funcionan como una carta que el director escribe a su familia. Lo que en un principio podría parecer una dialéctica entre el movimiento del pasado y la quietud del presente, rápidamente se transforma en una batalla entre lo orgánico y lo calculado: las imágenes del pasado son fluidas, con zooms y movimientos de cámara porque son grabadas in situ sin más intención que capturar el momento, mientras que las actuales se parecen más a los planos fijos contemplativos del cine festivalero, esa máquina de crear autores (no por nada, en su carta el director cita a Hong Sang-soo como tesorero de los recuerdos y las repeticiones) donde el cine de archivo personal ha hegemonizado las formas entre numerosos cineastas. Al final, las pretensiones elegiáticas de Pérez Silva acaban mancilladas por lo edulcorado de sus palabras y el ombliguismo como operación nostálgica, con un racconto de películas, discos y libros que lo acompañaron en la edición del cortometraje; frutilla del postre de una época de exposición narcisista y ostentosa en letterboxd, rateyourmusic y goodreads.
Si no todas las familias podían acceder al VHS como forma de registro de la vida cotidiana, al ser un medio con un claro sesgo de clase, en un escalón aún más exclusivo queda el Super-8 que se usa a modo de archivo familiar en Queimar cando morra de Inés Pintor (una operación prácticamente calcada a la de Hugo Amoedo en Pechar caixas, abrir caixas al retratar una mudanza a Bruselas). El breve documental no solo no tiene pudor en mostrar la vida privilegiada de su abuela recientemente fallecida, con viajes a Canarias y Tenerife y bodas anunciadas en la sección de sociedad de los periódicos(1), sino que se encuentran pocas ideas formales detrás de la decisión de utilizar el acervo fílmico de su familia para hacer una película. Por más que la directora busque imprimirle una emotividad a las palabras que narra mientras transcurren las imágenes, o los colores y el grano del Super-8 enamoren a más de un fetichista del formato, Queimar cando morra aparece como una pequeña isla en el archipiélago de los documentales de archivo familiares, incluso de aquellos que, de forma tímida, proponen algunos lineamientos para pensar las desigualdades de género. Como dice Milagros Porta en su “Diario del Gaumont #3“: “En el intento de reivindicar lo doméstico en tanto zona de conflicto y terreno en disputa, algunos documentales se repliegan sobre una esfera de intimidad signada por el privilegio y terminan reproduciendo en su forma algunos discursos que pretendían discutir. ¿Qué decisiones formales podrían desatar en el nivel de la experiencia estética el reconocimiento de un ser mujer (o un devenir mujer, o incluso un estar mujer) abierto y contradictorio?”. La tristeza de su abuela por su condición de mujer que evoca la directora es genuina en sí misma, pero la operación formal de Pintor parece alinearse más con la cita anterior que con un deseo de explorar en profundidad los sometimientos de género presentes en las familias. Lejos quedan la inmolación de Tatiana Mazú al abrir la herida de su propio abuso sexual y ponerlo en diálogo con la lucha obrera y feminista del pueblo homónimo en Río Turbio (2019) y la resignificación de las imágenes filmadas por Natalia Garayalde a los 12 años en Esquirlas (2020), cuando no era capaz de saber, como bien dice Chris Marker, qué era realmente el horror que estaba documentando.
Ese espíritu historizador y combativo sí aparece en 12 de Maio de 1937, de Mar Caldas, en donde la directora indaga su historia familiar en relación con la historia de España. Partiendo de fotos familiares de sus abuelos y padres, narra la vida de su abuelo José, obrero y concejal socialista, militante durante la fundación de la República, y luego encarcelado y fusilado por el franquismo. A través de una reciprocidad entre imágenes del pasado y del presente, como mostrar las paredes de piedra donde fusilaron a su abuelo, el balcón desde el que se proclamó la Segunda República o las calles de ese entonces y las actuales, nombradas a partir de traidores fascistas, Caldas explica la composición mayormente femenina de la clase obrera gallega, malpagada y maltratada, cómo funcionaban las escuelas del trabajo como lugares de formación de lxs trabajadorxs y espacio de encuentro colectivo, y la pérdida de autonomía y militarización que supuso el advenimiento del fascismo, que no solo implicó una amenaza a la identidad de clase —a través de la movilidad social descendente y la fractura de los espacios colectivos clasistas—, sino a la propia identidad nacional galeguista. Esta dicotomía temporal entre las imágenes da pie a la pregunta por la constitución de la memoria, siempre tan elusiva y volátil, desde un plano geográfico: cómo habitar los mismos lugares donde se derramó sangre obrera, cómo transitar las plazas y caminos en los que ocurrió la barbarie. El paredón en el que fusilaron a su abuelo está a solo 1500 metros de donde él mismo vivía, y pasa justo por debajo de la casa donde se crió la realizadora. La pregunta por cuál es la responsabilidad de las generaciones herederas con tal legado parece responderse en el propio documental, un ejercicio de memoria fílmica en el que las imágenes familiares no aparecen como una escenografía narcisista sino como un documento histórico que busca hacer visible las heridas sin cerrar del pasado, uno en el que las generaciones precedentes no tuvieron, ni siquiera, derecho al duelo.
Igual de interesante es el planteamiento de Xacio Baño en Non te vexo, uno de sus dos cortometrajes en competición. El director de Trote se aproxima al archivo desde un ángulo bien distinto a los documentales personales, en una clave farockiana, preguntándose el misterio que guarda el tiempo de las imágenes, su pasado, presente y futuro. En los subtítulos que acompañan el documental asegura: “Llevo un año obsesionado con la formación de imágenes. Ahora no sé qué hacer con todas ellas”. Partiendo de una pantalla en negro donde una voz le pide a otra que describa fotos, se abre una reflexión sobre la historia de la fotografía: cuando las imágenes eran escasas, eran más duraderas. Ahora que estamos llenas de ellas, duran cada vez menos. Baño asegura encontrar una respuesta a estos cuestionamientos en las fotos defectuosas, las que se generan en el instante en que se superpone la foto pasada con la subsiguiente. De allí que le resulta cada vez más difícil confiar en las imágenes, encontrar una verdad en lo estático. Por eso, al final del corto decide deformarlas, en una operación que hace ver lo poco que las imágenes realmente muestran. Por su parte, su otro corto, Platónico, platónica, sigue una línea similar en su búsqueda por la ontología de la imagen. Baño le pide a una inteligencia artificial que defina lo que es el amor y que después forme imágenes que lo representen. En su reflexión sobre la doble cara de las imágenes (“una imagen es solamente una imagen. Es más: una imagen también es otra imagen”, similar al “Ce n’est pas une image juste, c’est juste une image”(2) de Godard), sobre la multiplicidad de sentidos que puede surgir al observarlas, acaba filmando parejas de la mano como una forma más verdadera (acaso un tanto ingenua y simplista) de retratar el amor. La impugnación hacia las inteligencias artificiales como manufactureras de lo falso, si bien es un punto de partida loable e interesante, no deja de ser el mismo punto de llegada de un documental que no se esfuerza en profundizar y complejizar esas reflexiones en torno a la falsedad o verdad de las imágenes, cosa que sí sucede en Non te vexo.
Aunque no sea un documental de archivo, la esfera familiar vuelve a aparecer en Segunda, un retrato de una señora homónima dirigido por Anita Pico. El recorrido por la vida de la mujer se centra en una celebración de la misma, ya que afirma lo satisfecha que está con cómo es a su edad y que no cambiaría nada de lo que hizo para llegar a donde está. El documental está ordenado por tres atributos de los ciudadanos romanos (fidelidad, virtud y piedad), usados por la cineasta para homenajear la vida de Segunda. Constantemente aparecen frases de la mujer que podrían ser hilos conductores o disparadores hacia temas más grandes, como el rol de género que ocupaba en su matrimonio, afirmando que nació para ser una mujer de casa, recuerdos de la vida durante la dictadura franquista o una mirada particular sobre el trabajo —Segunda es una obrera de fábrica jubilada que en su niñez fue labradora de la tierra—. Sin embargo, la directora prefiere centrarse en el acervo de experiencias vitales de la protagonista, anclando el documental en la importancia del amor y la familia como pilares fundamentales de la vida.
Este conjunto de películas pueden, o no, conformar un movimiento cinematográfico. Las miradas compartidas sobre la historia del pueblo gallego en comparación con el presente, la reflexión sobre la memoria y las imágenes y una particular ética del trabajo manual, tratadas desde diversos frentes (desde el personal al sociohistórico, del fenomenológico al materialista), construyen un vínculo que da cuenta del interés de una generación de cineastas sobre estos temas. El montaje de la sección del festival no es aleatorio, y parece querer buscar un hilo conductor que logre aglutinar a estos realizadores, quizás con la intención de conformar un auténtico novo cinema galego. Más allá de cierta estandarización formal, esperable en este tipo de festivales, hay una audacia a la hora de hibridar el formato documental con el cine experimental, sobre todo al enfocarse en la relación con la tierra, la naturaleza y los rostros marcados por la historia. Si cantamos las coplas escritas por Lorca, quizás no encontremos en esta generación de cineastas tanta ruptura sino más bien una tradición particular en la mirada sobre una tierra que va desde los montes hasta las costas del Mar Cantábrico, allí donde navegue “un barco de plata fina / con el dolor de Galicia / Galicia trillada y queda / transida de tristes hierbas”(3).
Notas:
1 En esta entrevista, Pedro Costa habla del problema de clase a la hora de mantener un archivo, de cómo “no podemos costear nuestra memoria”, a través del precio creciente de las cámaras digitales y sus memorias externas.
2 “Esta no es una imagen justa, es, justamente, una imagen”.
3 Federico García Lorca, Canción de cuna para Rosalía de Castro, muerta.
Esta bien cargado de tonterías y prejuicios este texto.
Leer que se frivoliza con el concepto de ecofascismo a propósito de nuestra película Salvaxe, Salvaxe desde una revista argentina , y más en estos tiempos (mayo de 2024), nos indigna y nos alarma.
Salvaxe, Salvaxe no muestra desprecio por “la” actividad humana, sino que denuncia “algunas” actividades humanas relacionadas con la destrucción del medio ambiente y la aniquilación de las vidas no humanas. No entendemos dónde está la visión primitivista de la que habla el texto. Tampoco se dice en ningún momento nada sobre una vida más “natural” en la película. Ni se rechaza el uso de la tecnología, así sin más.
Nuestros trabajos, y Salvaxe, Salvaxe no es excepción, aborrecen del fascismo en todas sus formas. Para muestra un botón
https://www.cccb.org/es/multimedia/videos/soy-muro/229324
y otro
https://www.cccb.org/es/multimedia/videos/somos-plaga/227035
En la película no se les llama “planos imposibles” a los que obtienen las cámaras trampa, sino a los que , en algunos documentales de naturaleza, usan animales cautivos simulando que son salvajes, porque en el campo serían “imposibles” de filmar. Para nosotras eso sería ficción y no documental, por cierto.
La capacidad de modificar la naturaleza NO es lo que nos hace humanos. Todos los seres vivos modificamos la naturaleza. También los humanos, que somos parte de ella. Ni siquiera leer a Marx en diagonal es lo que nos hace humanos.
La composición laboral de Galicia no es primariamente rural desde hace décadas.
En nuestras creaciones rechazamos las miradas exotizantes y tradicionalistas hacia las realidades rurales, sean las gallegas o de cualquier otro lugar. Especialmente aquellas que miran con nostalgia a pasados que nunca existieron (y esto último lo aprendimos de Walter Benjamin).