Ojalá fuera lo inaudito. Liviandad, vacilación y extrañamiento en el cine argentino contemporáneo

DOSSIER #1: RELATOS DOMESTICADOS

El año es 2014. En un momento de contraofensiva del conservadurismo después de la década kirchnerista, lejos del minimalismo narrativo de sus primeras películas, Lisandro Alonso estrenaba Jauja, drama de época donde el escenario de la llamada Campaña del Desierto en pleno siglo XIX no implicaba una fidelidad a los sucesos históricos, sino un merodeo a través de una pampa ensoñada, vista desde los ojos de los gringos. Solo tres años después, Lucrecia Martel volvía a enrarecer el pasado nacional con Zama, situada, por su parte, en aquel siglo XVIII donde transcurría la novela homónima de Antonio Di Benedetto, tomando como protagonista a un funcionario de la Corona española con la identidad hecha pedazos en la espera de un traslado a Europa cada vez menos probable. 

Zama y Jauja inauguraban una actitud novedosa para dos directores insignia de lo que había sido el paradigma del realismo en el Nuevo Cine Argentino de los 90: en paralelismo consciente o inconsciente con la coyuntura recrudecida por lo que las derechas nacionales llamaron “la grieta”, que concluiría con el ascenso al gobierno de Mauricio Macri mediante la coalición Cambiemos, ambas películas tomaban distintos momentos históricos de disputas por el territorio como la cancha de un enfrentamiento de racionalidades en tensión que producían imaginarios inestables. Con la profundidad de campo como aliada, en Zama los sujetos históricamente desplazados pululaban por los márgenes del plano en un intento de redistribución de lo sensible y, en particular, de lo audible. Si su protagonista era un funcionario atado a una tierra que no es suya, Jauja a su vez perseguía a un capitán en busca de una tierra mitológica cada vez más inalcanzable. A diferencia de otras películas del momento, como El almuerzo o Kóblic, que ejercitaban un revisionismo reaccionario de la historia argentina (en particular, de la dictadura del 76) a partir de regímenes de representación naturalistas, estas películas retrocedían todavía más en el tiempo, en clara disputa contra los modos dominantes de representación. Con ellas, además de dialogar con el “ciclo folclórico-histórico” que atraviesa la historia de nuestro cine, Lucrecia Martel y Lisandro Alonso rasguñaban la cáscara de un huevo que estaba eclosionando: el de la actitud fantástica en el cine argentino contemporáneo.

¿Por qué dos figuras tan relevantes elegían, con pocos años de diferencia, modos de representación antirrealistas? ¿Qué hay de síntoma o premonición en una coincidencia tan notoria entre cineastas de una generación fundamental para el cine del siglo XXI? ¿Por qué el acercamiento a una forma atenuada del fantástico coincide con la intención de narrar la historia y, a la vez, con el giro a una estructura de producción internacionalizada, contando con el financiamiento de un número importante de países? ¿Cómo se da esa relación con la propia historia atravesada por intermediarios ajenos? Zama y Jauja todavía abren preguntas que, si bien este texto no se propone responder, pueden funcionar como marco para entender una serie de problemas que se harían visibles en otras películas posteriores: el alejamiento del realismo, la intención de trabajar con géneros sin inscribirse hasta el fondo en ellos o la emergencia y consolidación del international style.

La invasión zombie

Iván Bustinduy, cineasta y colega de Taipei, le dice a Infobae en una entrevista a propósito de su último trabajo con el cine fantástico: “Creo que mi interés en explorar este género tiene que ver con una manera de escaparme de cierta forma de concebir el realismo en el cine independiente argentino, que es dominante”(1). La afirmación sería cierta de haber sido dicha hace unos diez años: hay mucho escrito sobre el lugar predominante del realismo en el NCA y post-NCA. En cuanto a la marginalidad del fantástico a nivel histórico, Fernando Varea puntualiza: “Que en el país donde se gestaron La invención de Morel y El eternauta no hayan surgido suficientes (o suficientemente buenas) piezas de cine fantástico resulta significativo. La falta de medios no parece una excusa convincente ante la evidencia de tantas obras maestras del género realizadas con escaso presupuesto, en otras partes del mundo y en distintas épocas”(2)

Hoy la situación es diferente. Después de un siglo de cine argentino donde la abundante tradición literaria del género encontraba escasa resonancia, es posible que nunca antes se hayan hecho tantas películas enmarcadas en la ficción imaginativa. Circularon en el BARS y el (ahora inexistente) Blood Window, pero también en festivales internacionales. Tienen presupuestos irrisorios, como T.R.A.P, o importantes, como la propia Jauja. Las hacen tanto operaprimistas como cineastas de renombre. La prensa reconoce su emergencia: Diego Brodersen proponía en 2018 que el cine de terror y fantástico atravesaba su mejor momento, y, un año después, en una entrevista con Tiempo Argentino, el director del festival de Sitges hablaba de una ola del cine fantástico argentino(3).

T.R.A.P. (La Banca)

Cualquier lectura de esta índole necesita, antes que nada, tocar el piso firme de alguna definición. Lo más sencillo sería recurrir a Tsvetan Todorov y entender lo fantástico como género donde, en la interrupción del curso del realismo por un suceso inexplicable dentro de la lógica del mundo construido, irrumpe la vacilación, que vendría a ser el péndulo entre la estabilización por vías de una explicación racional (la locura, el sueño) y la aceptación de un orden nuevo con otras lógicas de funcionamiento. “Tanto la incredulidad total como la fe absoluta nos llevarían fuera de lo fantástico”, resume Todorov en un libro fundacional, Introducción a la literatura fantástica

En el ámbito del cine se fue imponiendo el uso del término anglosajón fantasy para hablar de películas que coinciden con esa fe absoluta, es decir, con la postulación de universos no coincidentes con las normas del realismo. Magos, dragones y hechizos asoman en esta concepción del género. No es la única: hay tradiciones cinematográficas que prefieren el temblor de la vacilación. En la historia del cine argentino, honran esta concepción del género películas tan disímiles como El crimen de Oribe, La mano en la trampa o El poder de las tinieblas

En varios cortometrajes previos a la constitución del Nuevo Cine Argentino, algunos dirigidos por cineastas que después iban a formar parte del ciclo, ciertos elementos del género estaban muy presentes. Hablo de La espera de Bielinsky, Arden los juegos de Mosquera, Ford Falcon, buen estado de González Asturias, Testigos en cadena de Spiner o incluso No te la llevarás, maldito de una Martel todavía estudiante universitaria. Agustín Durruty me señaló que se podrían pensar esos cortos como un lazo entre lo fantástico en el cine de los 80 y en el post-NCA. Pero se puede ir todavía más lejos y encontrar semillas de vacilación fantástica en el mismo Nuevo Cine Argentino: climas enrarecidos, momentos donde el realismo excede sus contornos. Es interesante pensar la sutileza voluntaria de los extrañamientos microscópicos en el NCA por oposición a las películas de los 80 de las que renegaban estos cineastas jóvenes(4): si Eliseo Subiela insistía con lo maravilloso y Alejandro Doria con las alegorías, los realizadores nuevos venían a hacer un cine de excesos controlados. En algún momento la crítica empezó a decirles zombies a los jóvenes abúlicos o deprimidos que deambulaban sin motivaciones ni objetivos claros en sus películas. Gonzalo Aguilar usa bastante esa metáfora en Otros mundos. Un ensayo sobre el nuevo cine argentino, libro canónico a propósito del ciclo, tan reverenciado como discutido. Puede ser un punto de partida para la lectura en clave fantástica de la historia del cine argentino reciente: los zombies invadieron las pantallas.

En ese sentido no es menor que Silvia Schwarzböck, cuando hablaba de cineastas “no realistas” en un ensayo en Kilómetro 111, haya nombrado la repetición de acontecimientos como parte de un código desplazado de la estética del realismo en películas de Juan Villegas o Martín Rejtman. De una forma parecida pero muchos años después, en la repetición cíclica de algunas líneas de diálogo Zama clava una bandera de su negociación con el plano de lo imaginario. Repetir es ampliar, zoomear, complejizar, pero también enrarecer. El desarreglo de los sentidos de don Diego de Zama se encarna ahí, en esos procedimientos mínimos. Desde su mirada alucinada, la racionalidad colonial se muerde la cola y da vueltas sobre sí misma. 

Sin ser estrictamente fantásticas, en tanto caminan por la orilla del volcán de lo siniestro, todas las películas de Lucrecia Martel se quedan vacilando en los bordes de lo legible, lo comprensible y lo comunicable. Operan por sugestión y elipsis: raspan la superficie del naturalismo y, con sutileza, proponen la posibilidad de algo más. Digamos que ajenizan. Corriéndose de la dicotomía entre realismo y antirrealismo, el crítico australiano Adrian Martin piensa ese tránsito en las orillas en términos de “liviandad”:

Cuando hablo sobre los efectos de la liviandad, estoy evocando una situación más fluida. Podemos pasar fluidamente desde la ficción representada al documental, o de la vida de vigilia al sueño, del presente al pasado, casi de manera subrepticia, sin saberlo al principio. Ese movimiento puede suceder como un movimiento dentro de una escena, incluso dentro de una toma, pero dentro del flujo del film y en su trama. Tantos cineastas hoy, incluyendo Lucrecia Martel, Lisandro Alonso, Angela Schanelec, Marco Bellocchio y Miguel Gomes, están trabajando con esta intuición fluida(5).

Es probable que esa actitud haya marcado a toda una generación de cineastas que durante la última década han realizado sus óperas primas. El caso de la Familia sumergida de María Alché es elocuente, pero no aislado. Es en esta seguidilla de películas recientes en donde me interesa enfocarme: no en las que se inscriben en un cine de género vinculado con lo bizarro y el terror, a veces orgullosamente clase B, sino en las que saludan lo monstruoso sin dejar de considerarse autorales, con pretensiones en los festivales internacionales de prestigio. El tipo de películas que Diego Curubeto interrogó en “El extraño caso del cine de género que también es cine for export”. De hecho, es interesante que una nota de Ayi Turzi en Haciendo cine haya usado el mismo término para acercarse a la otra corriente de cine fantástico-maravilloso reciente: en “Fantástico for export: el cine de género argentino, fronteras afuera” sin embargo valora positivamente la distribución globalizada de nuestro cine de género(6). Como si no hubiera nada problemático en someterse estética y narrativamente ya sea a monopolios de la distribución en plataformas tipo Amazon Prime Video como a los laberintos interminables de escritura en laboratorios especializados y venta de películas en instancias de pitch, esa palabra titilante que en una de sus posibles acepciones podría traducirse como afinación y que, casualmente, produce exactamente eso: películas afinadas, de una prolijidad apabullante, que atraviesan sus distintas instancias de producción sin hacer ruidos que descerrajen lo tolerable. 

Zama (Martel)

Un cine de centauros

Pongámosle un nombre a este extraño caso de cine de género que también es de autor. Llamémoslo cine de centauros. Las patas de caballo, guiadas por los bajos instintos del cine clase B, tentadas por el barro de los gestos artificiosos, preceden una cabeza y un torso humanos que se inclinan hacia la prudencia de la sofisticación, con una sensibilidad entrenada para la sencillez de recursos. 

Muere, monstruo, muere (2018) es un centauro. Seleccionada en el Festival de Cannes para ser exhibida en la sección Un Certain Regard, la película de Alejandro Fadel pone muchísimo esfuerzo en la ejecución de ideas formales y narrativas de lucidez indiscutible y procura mantener el objeto de suspenso en un fuera de campo permanente, pero no resiste la tentación del monstruo. Cuando se exhibió en el Cine Gaumont hace un par de meses, la audiencia no pudo evitar algunas risas con el bicho estrambótico que irrumpe en las últimas escenas. Es que hay un efecto ridículo en el desborde hacia lo grotesco después de secuencias y secuencias de contención (no descarto, desde ya, que haya sido voluntario). Se la suele clasificar como película de terror, pero el ya mencionado peso en el fuera de campo que abarca casi la totalidad de la película instala su derrotero en los vaivenes de una vacilación fantástica recién resuelta hacia el tramo final. Hay, de nuevo, sugestión y elipsis, esta vez llevadas al extremo en función del tejido de una trama de alegorías y símbolos. De hecho, el retorno de lo alegórico después de su rechazo por parte de la generación de los 90 tiene acá un exponente importante. 

Muere, monstruo, muere (Fadel)

La negociación entre el esteticismo cuidado y las ganas de que corra sangre tiene efectos desconcertantes. A lo largo de toda la película hay motos. Conducidas quién sabe por quién, dirigidas quién sabe hacia dónde. Lucecitas móviles que decoran las secuencias nocturnas y aportan con su economía visual a la construcción de un clima ominoso pero no invasivo ni desbordante. Parecen existir solo para eso: su razón de ser no tiene justificación narrativa alguna. Ese tipo de berretines gratuitos son un peligro frecuente en el cine de centauros. Matar a la bestia (2021), tres años posterior a Muere, monstruo muere, está plagada de ellos. Hay algunos vasos comunicantes entre la ópera prima de Agustina San Martín y la película de Alejandro Fadel: ambos están cautivados por la potencia de las alegorías, que vehiculizan para insertarse de distintas maneras en la discusión de los feminismos contemporáneos —impulsados esos mismos años por la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito y las manifestaciones del colectivo Ni Una Menos— acerca de la violencia ejercida sobre los cuerpos de mujeres y disidencias. Pero, en la intención de intervenir, Matar a la bestia pone por encima el torso humano y subordina las piernas de caballo; es decir, entiende el género fantástico como un reservorio de gestos, no como una tradición con la que dialogar genealógicamente. Hay un foco en la creación de atmósferas y climas a través de una mirada esteticista de la puesta en escena, donde el tratamiento del género (fantástico, terror) y los conflictos de su protagonista (la violencia vivida en el pasado con un hermano que nunca aparece, o la sexualidad reprimida que empieza a manifestarse) parecieran ser excusas para embellecer un paisaje de frontera hasta el exotismo y tantear un extrañamiento amparado en una higiene visual y un énfasis en el diseño sonoro que terminan por diluirse en el escaso peso narrativo que cobran los sucesos. ¿Temor de recaer en el realismo mágico en tanto marca latinoamericana hipercodificada y demodé?

“Ojalá fuera lo inaudito, pero es solo un niño abajo de una caja”. Cuando Lucrecia Martel pone esa frase en la boca de uno de los personajes de Zama, que mira el movimiento misterioso de una caja de cartón en medio de un patio, tal vez esté ironizando sobre su trabajo con lo fantástico. En algunas de estas películas hay una ansiedad de invocar lo inaudito que saca imágenes de la galera para producir una vacilación que no se termina de producir a nivel dramático. Ojalá fuera lo inaudito, pero es una moto cruzando la ruta de noche. Ojalá fuera lo inaudito, pero es una chica pintándose los labios en una habitación de hotel.

Panorama y conclusión

Agustina San Martín no es la única directora joven que se acerca al género. Directores como Leo Basilico, Nicolás Longinotti, Pablo Rodríguez Pandolfi, con Los inventados, o Sol Berruezo Pichon-Riviére, con Nuestros días más felices, salpican el fantástico con una serie de búsquedas relacionadas con la comedia y el suspenso. La primera película teje, mediante ritmos pausados y derivas intimistas, una filiación con las tendencias de un Nuevo Cine Argentino que no termina de morir. La segunda prefiere un trabajo más explícito con el maravilloso, en una estética rococó sobrecargada, al borde de lo camp, que a su manera remite al cine de los ochenta. Curiosamente, ambas películas desarrollan distintas formas de aislamiento. En Los inventados, el protagonista, Lucas, acude a una residencia de actuación en una quinta alejada de la ciudad, donde, junto con otros cuatro actores, tiene que inventarse un personaje que interpretará hasta el final de la escapada. Leónidas, en Nuestros días más felices, mientras lidia en una casita costera con la conversión de su madre Ágatha en una nena de siete años, cierra el triángulo de su confinamiento con la llegada de Elisa, su hermana, que no hace sino complicar las cosas. ¿Variantes de la “casa tomada”, ese tópico del fantástico argentino popularizado por Cortázar donde los contextos histórico-políticos complejos suscitan fantasías de encierro? ¿Remedos de un cine pospandémico que se pregunta por la identidad en ámbitos cada vez más circunscritos a la mismidad de los círculos íntimos? 

Nuestros días más felices (Berruezo Pichon-Riviére)

La camada entrerriana tiene su propia forma de abordar el género. Eduardo Crespo, Iván Fund y Maximiliano Schonfeld vienen retornando a sus territorios de origen para pensar las modulaciones del fantástico en el encuentro con los ritmos de vida locales. Vendrán lluvias suaves, de Fund, atiende los modos de estar en el mundo de los niños, en términos éticos, en el contexto de un pequeño pueblo que está convirtiéndose en ciudad por obra de los adultos, contaminación ambiental mediante. En ella, el apocalipsis es evocado en el título, que no solo referencia un poema de Sara Tesdale, sino también un cuento de Ray Bradbury, ambos sobre el fin del mundo. La cercanía establecida con textualidades (literarias y cinematográficas) vinculadas a determinados géneros se manifiesta, sin embargo, de formas muy sutiles: en tanto opera por sustracción de elementos para trabajar con una columna básica de inscripciones genéricas al fantástico y la road movie, el diseño minimalista de la narración en Vendrán lluvias suaves no renuncia a un arco de evolución dramático más o menos claro ni se desliga de una voluntad de construir un relato, pero disminuye la intensidad dramática a su mínimo indispensable hasta asentarse en un registro casi exclusivamente observacional. Palabras similares se podrían decir sobre Nosotros nunca moriremos (2020), película de Eduardo Crespo que también mezcla vacilación fantástica y destellos de ciencia ficción, y sobre Amigas en un camino de campo (2023), donde el cordobés Santiago Loza, de una camada anterior a los otros cineastas, focaliza la vacilación en un único objeto desconocido que irrumpe en un mundo por lo demás realista (en este caso, las sierras de Villa Ventana). Hay ahí una construcción de poéticas personales donde sin embargo no deja de ser importante el rol de fondos internacionales de financiamiento como el Hubert Bals Fund, cuya problematización ha sido abordada por Miriam Ross en un texto que recuperamos recientemente en Taipei. Tal vez Crespo (con Tan cerca como pueda) y Fund (con Me perdí hace una semana) hayan tenido que lidiar con todo lo que implica ser hijos del Hubert Bals, que venía de haber financiado algunas de las películas que constituirían el Nuevo Cine Argentino esperando que representaran “una cultura de minorías o de la marginalidad, algo distintivo y otro respecto a los modos de existencia occidentales en los que el fondo está situado”.

Al principio del ensayo establecí el giro en las carreras de Alonso y Martel como clave para leer la última década, asumiendo la contradicción entre la búsqueda de una vacilación fantástica situada en la historia de nuestro territorio y la necesidad de satisfacer los intereses del Fondo Estético Internacional, como le diría Iván Zgaib(7). En este panorama de películas con destellos de inteligencia que conviven con resquicios problemáticos, el cine de centauros que encuentro más vital es aquel donde las piernas de caballo no llevan al coqueteo con lo monstruoso, sino a verdaderos excesos donde la imagen se desborda a sí misma, y donde la cabeza humana no aboca su racionalidad en la delicadeza calculada, sino en la inserción genealógica dentro de ciertas tradiciones cinematográficas y en la reflexión acerca de lo fantástico desde su vínculo con el pasado histórico y el presente político. La mayoría de estas películas excede el género o lo entrecruza con otros, preservando la vacilación; cuando algo similar empezó a darse en la literatura lo llamaron new weird o nueva literatura de lo extraño, un género de ficción especulativa que tiene un presente riquísimo en la narrativa argentina, con Ricardo Romero, Flor Canosa, Yamila Begné, Kike Ferrari, Juan Mattio, Marina Yuszczuk y Dolores Reyes entre sus representantes. Sin ánimo de reenviar una categoría literaria al cine y con todas las precauciones del caso, creo que películas tan distintas como Historia de lo oculto (Cristian Ponce), Lxs desobedientes (Nadir Medina), Ciudad oculta (Francisco Bouzas) El perro que no calla (Ana Katz) o El apego (Javier Diment) practican una actitud weird a la hora de abordar el fantástico, el terror o la ciencia ficción, con intuiciones alrededor de algunos hilos políticos que nos trajeron a donde estamos, metiéndose de lleno en lo inaudito, sin miedo al conflicto ni al exceso. Frente a los vaivenes del capital internacional y la tendencia a la homogeneización estética, pero también frente a un presente absolutamente vacilante en la política argentina que empuja los límites de la imaginación antirrealista, algo es indudable: el futuro del cine de género radica en el coraje y la desobediencia.


Notas

1  “Un cortometraje del argentino Iván Bustinduy participará en el Festival de Palm Springs”. Infobae, junio de 2023.

2  En Espacio Cine, abril de 2019.

3  Diego Brodersen, “Alguien te está asustando”, en Página/12, abril de 2018; Mike Hostench (entrevistado por Juan Pablo Cinelli), “Argentina ya es una potencia en materia de cine fantástico y de terror”, en Tiempo Argentino, abril de 2019.

4  Esto sin caer en la generalidad de entender los ochenta como un bloque de cemento seco y macizo, sin casi cineastas de interés. De hecho, hay un trabajo brillante con lo alegórico en películas como Habeas corpus de Jorge Acha o Las veredas de Saturno de Hugo Santiago.

5  Adrian Martin, “La liviandad y el cine”, con traducción y transcripción de Miguel Ángel Gutiérrez, en Oropel, agosto de 2023.

6  Ayi Turzi, “Fantástico for export: el cine de género argentino, fronteras afuera”, en Haciendo cine, febrero de 2021.

7  Zgaib introduce la idea de un Fondo Estético Internacional en “Fantasías de laboratorio”, una crítica a Chico ventana también quisiera tener un submarino que en varios sentidos instruyó a este ensayo.

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