Jean-Luc Godard murió el 13 de septiembre de 2022, en la tranquilidad de su apartada casa en Rolle (Suiza), mediante un procedimiento de suicidio asistido. Film annonce du film qui n’existera jamais: “Drôles de guerres” (2023), su primera película póstuma —otras dos obras de ultratumba se estrenaron en el Festival de Cannes en mayo de 2024—, es un collage sobrio y minimalista que consiste fundamentalmente en el escaneo digital del cuaderno confeccionado a mano por Godard a lo largo de varios meses como guión visual tentativo para una película finalmente abortada, una transposición o adaptación cinematográfica de la novela Faux Passeports (1937) del poeta belga Charles Plisnier, expulsado del Partido Comunista por “desviación” trotskista.
“Film annonce du film qui n’existera jamais”
Godard componía collages artesanales en hojas de papel blanco tamaño A5 dispuestas en un atril de madera sobre su mesa de trabajo, poniendo en relación diferentes materiales desplazados e intervenidos —fotos, fotogramas, dibujos, pinturas, recortes de libros— junto con escritura caligráfica y brochadas de pintura en rojo y negro. La superficie de la hoja oficiaba de mesa blanca donde se daban cita la máquina de coser y el paraguas, espacio vacío donde se producía un choque entre heterogéneos (en muchos casos, con el logo impreso de Canon visible en el dorso del papel fotográfico). Godard las numeró y dispuso en orden sucesivo, conformando un cuaderno-constelación de acontecimientos históricos, pensamientos filosóficos, retazos de artes y reflexiones sobre el cine y las imágenes. Si en el inicio de Le livre d’image (2018), la voz de Godard enunciaba —citando a Denis de Rougemont— que “la verdadera condición del hombre es pensar con sus manos”, aquí las huellas del trabajo manual están siempre a la vista, palpables e indisimuladas en los recortes y reencuadres de textos e imágenes, en el trazado de líneas, arabescos y figuras abstractas, en el uso de pegamento, en las borraduras y tachaduras. Cada página del cuaderno era de alguna manera el germen de una escena de la película, un punto de partida, boceto o esquema provisorio de una obra más vasta por venir, finalmente anonadada por la proximidad de la muerte.
Godard le entregó el cuaderno a Fabrice Aragno, su habitual colaborador en las últimas dos décadas, junto con instrucciones bien precisas para el montaje de las páginas. Cada plano de la película es una hoja del cuaderno, inmóvil y estática, que dura entre 20 y 50 segundos. Luego, le envío las referencias sonoras —dos pasajes musicales de cuartetos de cuerdas de Dmitri Shostakóvich y Béla Bartók y varios extractos de palabras provenientes de su propia filmografía, en particular de Notre musique (2004)— y una cronología trazada a mano con indicaciones para establecer una relación disyuntiva con el armado visual previo. El potencial de avance, trailer o anticipo del cuaderno devino una película autónoma de veinte minutos que evoca la ruina del otro proyecto, partiendo de una premisa estructural: la equivalencia entre la página en blanco del libro, la tela en blanco del lienzo y la pantalla en blanco del cine. En efecto, la poética del cine de Godard es heredera de la literatura y la pintura, a la vez inseparable e irreductible a ellas. A lo largo de su infatigable derrotero artístico, su práctica y concepción del guión cinematográfico se radicalizó cada vez más, diciendo “adiós al lenguaje” y cortando amarras tanto con el tratamiento literario de la imagen como con el desarrollo de una trama como encadenamiento narrativo, de manera tal que la posibilidad misma de una película como adaptación de un libro supone necesariamente una traición, un conflicto irreductible entre lo visible y lo decible, entre el cine y la literatura. Por otra parte, a lo largo de las últimas dos décadas de trabajo en video y digital, Godard exploró cada vez con mayor fuerza las posibilidades expresivas y plásticas del color autonomizadas de su función representativa, tomando el plano como tela y superficie de inscripción múltiple en la que es posible la intervención cromática de todos los materiales, algo que Le livre d’image, su último largometraje, llevó hasta el extremo y que aquí se retoma a su manera, por ejemplo, en los planos 1 y 40, ambos compuestos por una maraña de trazos negros y rojos superpuestos en una tachadura enigmática de gran relieve, contraste cromático y efecto de profundidad, alineada con los experimentos en 3D previos de Les trois désastres (2013) y Adieu au langage (2014).
No es la primera vez que Godard hace una película acerca del proceso de escritura del guión o a modo de comentario de una película propia. Tampoco es la primera vez que hace del trailer o anuncio de una película propia una obra en sí misma —el ejemplo más notorio y extremo de esto son los seis trailers hechos para Film Socialisme (2010)—. La diferencia es que esa otra película no existirá jamás y que la razón de su imposibilidad involucra la finitud de la propia vida del artista. Pese a haber sido concebida y realizada en forma autoconsciente como una obra póstuma ante la inminencia de la muerte, la dimensión autobiográfica no ocupa el centro de la escena ni imprime un tono luctuoso de despedida al conjunto. En el plano 14, junto a la fotografía reencuadrada de una mujer judía con la estrella de David como marca identificatoria y unos trazos en negro con dos pequeños detalles en rojo que tienen la apariencia de un ideograma ininteligible, se lee un fragmento impreso de un poema: “es asunto de ustedes / y no mío / reinar sobre la ausencia”. Tal como señala Brenez en su brillante y reciente compilación de estudios y documentos Jean-Luc Godard. Écrits politiques sur le cinéma et autres arts filmiques (2023): “El esbozo y la imagen faltante pertenecen ambos al repertorio de formas de pedagogía crítica desarrolladas por la obra de Godard”(1). En efecto, hay en Godard una reflexión y un trabajo de largo aliento sobre el “esbozo” como forma poética y ensayo del pensamiento de carácter necesariamente fragmentario y no-totalizable, que rehúye al orden definitivo del acabamiento como estatuto de la obra artística, cuestiona las jerarquías institucionalmente codificadas en el campo del arte entre distintos tipos de formas sensibles y se abre a un juego indefinido de variaciones posibles o efectivas por vía de diferentes operaciones de montaje. En esta ocasión, el vacío de la pantalla en blanco (algo que sucede en tres ocasiones, una silente y dos en disyunción sonora con palabras que vienen de lejos) rompe la cadena de representaciones, permite reforzar el plano sonoro, abre un tiempo para la reflexión y reserva un lugar para imágenes que aún no existen. No es tanto la angustia de los comienzos como el vértigo ante el recomienzo incesante, la virtualidad de posibles aún desconocidos.
“Drôles de guerres”
En una primera aproximación, la expresión francesa drôle de guerre se podría traducir como “guerra rara” o “extraña” —en el sentido de una guerra en la que no sucede lo que usualmente se esperaría que suceda—, pero su uso remite a un acontecimiento histórico bien preciso: la ausencia de operaciones militares de las tropas inglesas y francesas en la primera fase de la Segunda Guerra Mundial, entre 1939 y 1940. No se trata de un aspecto “gracioso” (drôle) sino del “como si” o simulacro de la guerra. La traducción al inglés del propio Godard, phony wars, añade cierto matiz de falsedad, farsa e hipocresía. La película se instala de entrada bajo el signo traumático de ese acontecimiento histórico desde su pantalla inicial de presentación, con el título escrito en rojo y negro a mano junto a un fotograma reencuadrado del cuerpo de Anna Magnani abatido por el fuego fascista en Roma, città aperta (Roberto Rossellini, 1945) y el gesto conjunto de su rostro y su mano repetido en un escorzo ampliado como detalle patético y emotivo. Pero Godard pluraliza el sintagma, lo arranca de ese contexto y expande su sentido de modo espectral, trazando una cartografía histórica del siglo XX y del presente con epicentro en Europa (pero que también incluye las luchas por la liberación de países como Argelia y Palestina), que nos enfrenta a la vez a la catástrofe (los horrores del fascismo, la guerra, el colonialismo y la voluntad de exterminio) y a la posibilidad de salvación (las vidas militantes, las prácticas revolucionarias y las formas de resistencia que les hicieron frente como focos utópicos con un potencial rabiosamente disruptivo).
La relación del presente con el pasado en la poética de Godard (que en muchos aspectos dialoga con la concepción benjaminiana de la historia) no sólo implica un rescate y una contra-memoria crítica de la dominación perpetuada bajo la coartada civilizatoria, sino también una inquietud por la chispa y energía de las luchas revolucionarias, más allás de sus límites, fracasos y eventuales desenlaces trágicos. Tal como se cifra en el fragmento sonoro extraído de Notre musique con la cita de Antonia Birnbaum: “Hay que arreglárselas con poco. Cuando la casa ya está en llamas, es absurdo querer salvar los muebles. Si queda una oportunidad, es la de los vencidos”. En el plano 9, el fantasma de Mayo del 68 comparece para ser interrogado en la imagen de un joven de espaldas en el momento preciso en que acaba de arrojar una piedra y su brazo permanece aún suspendido por el impulso, con la inscripción “mais, 68” debajo entre paréntesis, en un juego de palabras entre mai (“mayo”) y mais (“pero”) que resalta su potencia política de contrariedad e irrupción. ¿La última insurrección aplastada? En todo caso, el retorno a la memoria de esa derrota está al servicio de relanzar la inquietud por el presente.
La novela de Plisnier relata en sus distintos capítulos las intensas trayectorias vitales de una serie de militantes socialistas a lo largo de la década de 1920, atravesadas por los lazos de solidaridad internacionalista, el pasaje a la clandestinidad y la represión en regímenes políticos de signo opuesto y las purgas estalinistas en el seno de la Unión Soviética. La urdimbre es ficcional, pero surge de una experiencia y un vínculo directo con esa generación de luchadores y luchadoras. En un registro sonoro que oficia de presentación del proyecto ante la productora Saint Laurent, Godard dice —con su postrera y cavernosa voz— que lo que más le interesa de la escritura de Plisnier no es su dimensión narrativa ni su fidelidad histórica, sino su faceta de pintor y retratista. De ahí la importancia del cuerpo, la figura, el rostro y la mirada, especialmente de dos mujeres, las actrices Nade Dieu y Sarah Adler. Si bien en ese extracto Godard menciona varios personajes, el proyecto de la película se concentra fundamentalmente en dos: uno femenino, Carlotta, como figura principal, y uno masculino, Iégor, como figura secundaria. El plano 13 pone en evidencia que Carlotta fue sometida a tortura. La escena consta de cuatro elementos visuales (en un determinado momento, irrumpe la música de Shostakóvich): un pasaje recortado de un libro de Sartre que sentencia: “la tortura es una vana furia, nacida del miedo”; un dibujo cubista de Godard del rostro de una mujer con trazos rojos y blancos sobre fondo negro que superpone dos efigies o perfiles distintos, con el nombre “Carlotta” manuscrito dos veces; una imagen ficcional de un hombre tapándose los ojos y lanzando un grito; y un fragmento de Conrad: “estaba escrito que fuera leal a la pesadilla de mi decisión”.
Carlotta se presta al juego del doble y la remake, de la diferencia y la repetición. En el plano 20 aparece manuscrito en la pantalla un paradójico esquema general de la película, dividido en seis partes o capítulos dispuestos en orden sucesivo a lo largo de los renglones de la página, con un título o indicación tentativa en el centro (el primero y el segundo llevan por nombre “Carlotta²” y “Carlotta¹”, respectivamente; mientras que el sexto, una suerte de cierre o epílogo, también se llama “Carlotta¹”), una duración estimada en el costado izquierdo y las palabras “adaptación / cine” en el derecho (el título del tercer capítulo es “traición”). Ese desdoblamiento y desfondamiento estructural de la identidad de Carlotta se apoya en la recurrencia de imágenes de esas dos mujeres (Dieu y Adler) a través de varias fotografías, extractos sonoros de palabras y una secuencia de cinco planos visuales procedentes de Notre musique, donde encarnan a sus personajes protagónicos. Dieu interpreta a Olga Brodsky, una mujer judía de origen ruso —una personalidad compuesta a partir de Camus y Dostoievski como referencias principales— que plantea el suicidio como problema ético y político y termina siendo masacrada por las fuerzas armadas israelíes bajo la presunción de “terrorista” por llevar unos bolsos “sospechosos” llenos de libros. Adler interpreta a Judith Lerner, una periodista israelí disidente y pacifista, que entrevista a distintos escritores en un encuentro literario en Sarajevo y a quien uno de sus interlocutores compara elogiosamente con Hannah Arendt. Este casting imaginario de la película por venir prescinde del rodaje y retorna sobre materiales del propio archivo, operando desplazamientos y reencadenamientos de sentido a partir de nuevas ideas, relaciones y procedimientos. De alguna manera, Olga/Dieu y Judith/Adler son Carlotta¹ y Carlotta².
No son las únicas. A lo largo de la película también vemos: una clásica foto de la fotógrafa Gerda Taro descansando sobre una baliza con una boina bolchevique (la primera mujer fotoperiodista que cubrió un frente de guerra y murió al hacerlo, más conocida por el alias Robert Capa compartido junto con su pareja Endre Friedmann); un reencuadre de una fotografía de Simone Weil pintada de azul, con su nombre manuscrito arriba junto al sintagma “el azul del cielo” (el título de la novela póstuma de Bataille, donde Weil había sido tomada como modelo para el personaje Lazare y era descrita como una mujer fea, buena, inteligente y una militante política); y una ilustración reencuadrada e intervenida cromáticamente de una mujer trabajadora pobre con el puño en alto del pintor anarquista italiano Flavio Costantini (extraída del artículo “La solidaridad obrera” de la enciclopedia Io e gli altri de la década de 1970). En definitiva, Carlotta está mucho más cerca de ser el “personaje conceptual” de la mujer militante sujeto a múltiples estrategias figurativas que de remitir a un sujeto empírico determinado, una persona de carne y hueso o un carácter ficcional con un espesor psicológico fuertemente individualizado. En el plano final se superponen en diagonal dos copias —con una escala ligeramente distinta— del dibujo del (doble) rostro femenino con la palabra “Carlotta” escrita encima, en un juego de colores, texturas y relieves (fondo negro y trazos rojos y blancos) en sintonía con previas exploraciones formales en el terreno del 3D.
Concepciones de la imagen y del montaje en pugna
En dos análisis distintos que forman parte de El destino de las imágenes (2011) y La fábula cinematográfica (2018) enfocados en las Histoire(s) du cinéma (1988-1998), Rancière sostiene que en la poética de Godard coexisten en tensión dos concepciones o funciones diferentes de la “imagen” características del régimen estético del arte: por un lado, la imagen ostensiva —asociada al ícono y la archisemejanza— como pura presencia sensible en su muda materialidad singular; por otro, la imagen como elemento sujeto a un proceso de metamorfosis infinito en su propia materialidad (pasible de una descomposición y una recomposición virtualmente ilimitadas) y como signo que se liga a otros componentes visuales, sonoros y discursivos (dichos o escritos) en un encadenamiento de significaciones. La imagen como presencia pura implica una ruptura con la narrativización y una suspensión del sentido. La ontología del cine como arte de lo real defendida por André Bazin a partir de un tipo de análisis fundado en la especificidad de las tecnologías analógicas de producción de imágenes signó a toda una generación de cineastas y críticos de la Nouvelle Vague, y Godard no fue la excepción. Incluso hay en él un imperativo moral del cine como testimonio y memoria secular, una reivindicación de su dimensión documental irreductible, capaz de captar directamente la luz y el rostro de “lo real” en el encuentro singular entre la cámara y los sujetos filmados. En Drôles de guerres, esta dimensión de la imagen cinematográfica se manifiesta, por ejemplo, en el plano 7: en su centro hay un escorzo reencuadrado y virado al rojo de una pintura de una figura femenina con el rostro y las manos entrelazadas en un gesto de súplica, con la frase manuscrita en rojo “las noticias de España eran malas” recortada y pegada encima en la parte inferior del costado izquierdo (en una obvia referencia a la derrota de las fuerzas revolucionarias republicanas y la victoria del ejército fascista del franquismo en la Guerra Civil); un poco más a la izquierda, escrito a mano en negro, se lee en perpendicular: “la cámara no es más que un viejo epidiascopio cuántico”. En efecto, aunque aquí el elemento visual principal proviene de la pintura y no del cine, la cámara se presenta ante todo como un aparato capaz de capturar un micromovimiento, una vibración de la materia o un detalle singular y conferirle una eternidad imaginaria como fotograma.
Por el contrario, la imagen como signo establece una continuidad a través de una serie de elementos heterogéneos relacionados en una frase-imagen que narra de alguna manera una historia. Si algo caracteriza al arte de Godard son sus prácticas de montaje: operaciones como el corte irracional, la disyunción audiovisual, la metamorfosis de la imagen y la parataxis conforman una gran mezcla caótica de lo visible y lo decible que rompe con la correspondencia constitutiva del régimen representativo del arte y transgrede las fronteras de las disciplinas artísticas. En las Historie(s) du cinéma, esta otra modalidad de la imagen se planteaba recurrentemente a partir de la libre variación de unos versos de Paul Reverdy: “una imagen / no es fuerte / porque sea brutal o fantástica / sino porque la asociación / de las ideas es lejana / lejana, y exacta (…) / si hay alguna verdad / en la boca de los poetas / yo viviré”. En Drôles de guerres, esta prioridad conferida al montaje se evidencia, por ejemplo, en el plano 8, donde la pantalla/página reúne un extracto del rostro de Le Garçon au gilet rouge de Cézanne, la famosa foto de Gerda Taro ya mencionada, un reencuadre de un fotograma de una película de terror con Béla Lugosi como Drácula abalanzándose sobre el cuello blanco de una mujer dormida, un recorte de un poema impreso (“el más efímero / de los instantes / posee / un ilustre / pasado”) y la frase “intrincaciones de todas las páginas” escrita en puño y letra. O también en el plano 12, que conjuga tres elementos: la palabra “signo” caligrafiada, una imagen en diagonal de dos loros con el color rojo saturado hasta lo irreal al estilo de Adieu au langage y un largo texto manuscrito en negro —debajo suyo, como un palimpsesto, se lee en rojo y entre paréntesis: “descartes”— que establece algunas de las premisas disparadoras de la película: “Esto es un guión (de hecho, la simple adaptación cinematográfica de un viejo texto novelesco) que se distancia de la de un Carné o de un De Palma, porque se trata de no tener más confianza en los millones de dictados del alfabeto, para devolver su libertad a las incesantes metamorfosis y metáforas de un lenguaje necesario y verdadero, retornando a los lugares de rodajes pasados, a la vez que teniendo en cuenta el tiempo actual”.
Las Historie(s) du cinéma proponían entender el temprano predominio narrativo en la historia del cine como una traición de su verdadera esencia poética: el poder de conmoción sensible del ícono. Pero paradójicamente, para formular semejante acusación, Godard ponía en juego la potencia metamórfica de la imagen como elemento maleable sujeto al fraseo continuo del montaje. Podemos extrapolar estas observaciones de Rancière como un comentario preciso del plano 11 de Drôles de guerres, compuesto por dos imágenes ubicadas arriba y abajo en lados opuestos, ligeramente superpuestas en diagonal en el centro, cada una de ellas con una inscripción textual encima: a la izquierda, un fotograma signado por la fotogenia de Lillian Gish, iluminada como una criatura lírica en una pose angelical, extraído de Broken Blossoms (D. W. Griffith, 1919), con las palabras “del otro cine” sobreimpresas; a la derecha, una imagen del rostro de un hombre detrás del objetivo de una cámara (el gesto de mirar y apuntar se confunde con el uso de un arma de fuego), con las palabras “de su traición”. El cine fue traicionado muy pronto, en su propia infancia: Griffith fue uno de los grandes creadores del primer plano como imagen-afección y rostridad, pero también fue de alguna manera el pionero de Hollywood como industria de la ficción que puso el cine al servicio de un dispositivo representativo y narrativo imperialista.
En el régimen estético del arte, la frase-imagen o “montaje” (entendido como operación estética en sentido general, allende cualquier especificidad disciplinaria, incluida la del medio cinematográfico) une y separa lo visible y lo decible, en tanto heterogéneos, de modo singular. Pero hay dos polos o modos opuestos de establecer una medida común entre heterogéneos: el dialéctico y el simbólico. El dialéctico plantea el choque como rechazo violento y conflictivo de una medida, emergencia de otro orden y contraste entre mundos. El simbólico encadena los elementos diferenciales en una co-pertenencia mediante un proceso de metaforización al infinito que conserva un carácter misterioso. En ambos casos, la frase-imagen asume funciones de continuidad y ruptura, pero en el primero el acento está puesto en la división y en el segundo en la reunión. Se trata de dos lógicas heterogéneas pero no necesariamente excluyentes, que pueden incluso confundirse y volverse indiscernibles. La trayectoria de Godard está signada de modo ejemplar por la oscilación y mezcla entre estos dos tipos opuestos de operaciones de montaje. Hablando en términos muy esquemáticos y generales, hacia fines de los años sesenta y durante la década de los setenta el modo de montaje dominante en el cine de Godard era el dialéctico, mientras que a partir de los ochenta, y en las Historie(s) du cinéma en particular, adquiere preeminencia la continuidad metafórica de la vertiente simbolista. Los análisis de Rancière concluyen allí, pero a lo largo de las dos siguientes décadas de trabajo, Godard retomó y cultivó también el modo dialéctico y su potencia estético-política de división en películas como Film Socialisme, Le livre d’images y este trailer imposible que es Drôles de guerres, dándole mayor espesor y centralidad a las luchas históricas como conflicto entre mundos del que surgen chispazos intempestivos y utópicos de otras formas de vida posibles. En todo caso, ambas lógicas se hibridan en cada película de manera singular a través del montaje, y le dan lugar a escenas de disenso dialéctico y comunidad simbólica.
Notas
1 P. 161; la traducción es mía.