Todas las luces de neón no alcanzan para iluminar lo que está muerto

I

En una posible historia del nihilismo cinematográfico habría que reservarle un lugar especial a una rareza llamada The Savage Eye (El ojo salvaje, 1959)(1). Con una estructura que, hablando mal y pronto, podríamos llamar docuficción, se puede sintetizar así: una mujer llega a una ciudad sin nombre tras divorciarse de su marido y, a medida que entabla una serie de diálogos con una voz masculina que se presenta ante ella como “tu ángel, tu doble, ese vil soñador: tu conciencia, tu dios, tu fantasma”, y que en los créditos figura simplemente como “El poeta”, va perdiendo toda clase de empatía y adquiriendo una tremenda saña para diseccionar el mundo que la rodea. Se trata de una voz amable, que se le aparece a la protagonista recién cuando el film comienza, es decir, cuando llega a la ciudad sin nombre.

La ciudad anónima es Los Angeles. Se sabe que The Savage Eye fue filmada allí, pero si no tuviéramos el dato concreto, igual no lo necesitaríamos: esas palmeras cansadas y esos cielos sospechosamente despejados no se pueden confundir. Tampoco es que seamos muy perspicaces: Los Angeles es, por razones obvias, una de las ciudades más filmadas en la historia del cine(2). Rara vez, sin embargo, fue mostrada con tanto asco. Viejitas que se pasan la tarde en la peluquería, señoras obsesionadas con comprar ropa, strippers, alcohólicos, ludópatas, gimnastas y boxeadores desfilan ante nuestros ojos mientras Judith (interpretada por Barbara Baxley) nos cuenta que son todos unos mediocres con vidas fallidas, y que ella prefiere mantenerse al margen, observar con sorna, y jamás, pero jamás de los jamases, perpetuar la especie.

¿Hijos?

Muertos.

¡Muertos! ¿Cómo?

Lo habitual: forro, aborto espontáneo, equivocación, cuchillo.(3)

Este no es, ciertamente, un diálogo típico de la era dorada del Hollywood clásico. Ni siquiera en esos años de ocaso, en los que a la industria le resultaba cada vez más necesario abordar temas de interés para un público joven más abierto y progresista que la generación de sus padres. No, Shirley McLaine no dice cosas así en The Children’s Hour. Entonces: ¿qué es este objeto? ¿De dónde salió? ¿Quién lo hizo? 

Empecemos por la estructura: los camarógrafos de The Savage Eye filmaron una cantidad de material crudo en las calles, comercios, bares, hospitales e iglesias de Los Angeles, y encima de eso se construyó una ligera estructura ficcional, en la cual Judith camina por la ciudad mientras dialoga con ella misma, se da cuenta de aquello que se esconde tras la fachada de la cotidianeidad, y realiza alguna que otra actividad rutinaria, como salir a comer con una cita ocasional o meterse en una cabina telefónica para llamar a su exmarido. 

Continuemos por otra rareza (al menos en el contexto): The Savage Eye es una obra colectiva. Fue dirigida, escrita, producida y montada por tres personas: Ben Maddow, guionista de más de una película relevante de los 40 y 50 (sin ir muy lejos: Johnny Guitar, The Asphalt Jungle, Intruder in the Dust); Joseph Strick, quien en la década siguiente dirigiría adaptaciones cinematográficas de Trópico de cáncer de Henry Miller y Ulises de James Joyce; y Sidney Meyers, director y coguionista de otra inusual “docuficción” de los 40: The Quiet One(4), fotografiada por Helen Levitt —camarógrafa de The Savage Eye— y con narración escrita por James Agee, sobre la desoladora vida de un niño negro huérfano. Lo cierto es que, por fuera del trabajo documental de Meyers, conocer los antecedentes de sus tres creadores no nos ayuda demasiado a descifrar el misterio. También podemos decir que uno de sus camarógrafos es Haskell Wexler, quien más adelante fotografiaría películas de gran evocación bucólica, como Days of Heaven, Bound for Glory y The Secret of Roan Inish, y dirigiría otro cruce curioso entre ficción y documental: Medium Cool, uno de los films políticos clave de la Estados Unidos de fines de los 60. Pero seguimos estancados.

Digamos lo siguiente: el corazón de The Savage Eye está más cerca de las fotos que Weegee sacaba en la Nueva York de los 30 y 40 que de cualquier película realizada en Estados Unidos por aquellos años. De hecho, no le faltan accidentes de tránsito, cadáveres e incendios; todo capturado furtivamente por sus tres camarógrafos: Wexler, Levitt y Jack Couffer. O, por qué no, cerca de cierta literatura beat de la época: el desencanto fatal con el estilo de vida norteamericano, la crítica mordaz a sus usos y costumbres, tenían en escritores como Allen Ginsberg o Jack Kerouac a sus representantes más icónicos. Pero, si pocos años después Kerouac y Ginsberg iban a funcionar como puentes para que la generación hippie descubra a los grandes americanos naturalistas del siglo XIX y, junto a ellos, a sus reivindicaciones de regreso a las raíces y rechazo a las grandes ciudades, la protagonista de The Savage Eye decide, al comienzo del film, mudarse a una de las ciudades más brutales del país, aunque eso tenga como consecuencia que trague odio hasta ahogarse en su propia bilis.

II

Si la estructura que superpone ficción sobre documental resulta avanzada y experimental, y en el International Dictionary of Films and Filmmakers se dice que su estudio sobre la crisis existencial de una mujer que atraviesa problemas de pareja “anticipó, si no influyó, a películas como The Misfits, Red Desert y Juliet of the Spirits(5), no es tan frecuente leer conexiones entre The Savage Eye, el cine mondo y el terror. Y sin embargo ahí están.

Por un lado: el mondo nace como tal en 1962, gracias a la famosa Mondo Cane (Jacopetti / Cavara / Prosperi), con la pretensión de mostrar el “salvajismo” de países no-occidentales, muchos recientemente descolonizados o en pleno proceso de descolonización y, tras un largo periplo europeo durante los 60 y 70, termina desembocando, advenimiento del VHS mediante, en documentales recopilatorios donde la mirada —ya no europea, ahora norteamericana— vuelve sobre sí misma y nos muestra el horror de nuestras propias ciudades: la violencia en la esquina, los tiroteos desde coches, los puntazos de callejón, las cárceles, el impacto televisivo y todo lo shocking que las urbes puedan ofrecer. Ese es el origen de la infame Faces of Death (1978) y sus secuelas, pero también de un film un poco más serio —y, por lo tanto, más perturbador— como The Killing of America (1982). Para esta altura, la del pasaje del mondo “antropológico” al post-mondo “sociológico” (muchas comillas por aquí), ya estamos a las puertas del reaganismo, y The Killing of America dialoga tanto con sus antepasados italianos de mediados de los 60 como con los slashers contemporáneos. En The Savage Eye, claro, no se recopila material filmado previamente, y el reinado televisivo, tan central en las mondo gore de la era VHS, todavía parece más un sueño que una pesadilla: los televisores solo aparecen en una peluquería o tras una vidriera, siempre en un rol estrictamente secundario. Sí prefigura, sin embargo, esa mirada feroz y fragmentaria de la decadencia de lo mundano, que suele empujarnos hacia la alienación aunque no siempre tenga carácter voluntariamente conservador.

Al margen de los documentales de guerra, no hay muchas películas previas a The Savage Eye que muestren la muerte verdadera.

La conexión con el cine de terror moderno es todavía más evidente. No solo porque esta tradición de la ciudad como el infierno tiene sucesoras lejanas en Maniac (otro infravalorado ensayo mugriento sobre la locura y la soledad) o Henry: Portrait of a Serial Killer —vía películas de los 70 como Death Wish, Taxi Driver, Hardcore— sino también porque gran parte de los tópicos relevantes del horror post Night of the Living Dead, o sea del horror moderno, ya aparecen aquí, insertados en la lógica de la vida diaria, naturalizados, casi invisibilizados: zombies, posesos, maniquíes, hospitales blanquísimos, procedimientos quirúrgicos(6), incomunicación humana, obsesión insana con las mascotas, decadencia física disfrazada a cualquier precio. Pero Judith no es una asesina; su rechazo social discurre por dentro. Los crímenes diarios y múltiples se llevan a cabo, en todo caso, fuera de plano.

En The Savage Eye lo monstruoso se integra en lo cotidiano a tal punto que podemos escuchar un diálogo como el siguiente:

Dime, Judith…

¿Qué?

¿Quiénes son ellos?

Gente común y corriente: peluqueros en su día de franco, operarios entre turnos, mujeres entre maridos, plomeros, vendedores, falsificadores, asesinos.

La malicia de la película es tal que, pudiendo sugerir que transcurre exclusivamente en la mente de la protagonista, nos recuerda una y otra vez que lo suyo es la veracidad documental. La distancia entre las reacciones dramáticas de Judith y la frescura de todos los demás “personajes” constata que el juego psicológico, la historia de la divorciada reciente, son la parte menos preocupante de lo que estamos viendo — o, en todo caso, un porcentaje ínfimo del horror. Judith al menos ve; los otros flotan entre muecas y trompadas, gestos vacuos y una grisura de pueblo chico expandido a la enésima potencia. Hasta la violencia prefabricada del boxeo es mejor que el bingo entre extraños y las charlas de peluquería. En The Savage Eye vemos el asco y lo asqueroso, todo a la vez.

Ni siquiera los vehículos motorizados, que durante algún tiempo fueron sinónimo de liberación en el cine norteamericano (pienso, claro, en películas de fines de los 60 y comienzos de los 70 como Easy Rider, Two-Lane Blacktop o Vanishing Point) tienen aquí un acento positivo: lo demuestran los heridos por accidentes —algo de verdad entre tanto plástico— y también aquella escena en la que Judith está dentro de su coche, en un lavadero, atrapada con su cabeza, como encerrada. Faltan todavía muchos años para que en el cine los autos empiecen a ser identificados automáticamente con la muerte; para los asesinatos de parejas que curten estacionadas en los bosques de los slashers de los 80, para el insoportable primer crimen de Lo squartatore di New York, para Christine, para el erotismo metálico de Crash, y hasta faltan seis para el peligro alegre, pero peligro al fin, de una película sobre carreras de autos como Red Line 7000. The Savage Eye se mete hasta con la libertad del western: justo antes de la escena del lavadero, un caballo mecánico, de esos que solo existen para entretenimiento de los niños, nos sonríe de costado, sugiriendo que para fines de los 50 la preocupación moral de las películas del Oeste ya era pura nostalgia vacía.

El único género clásico con el que The Savage Eye parece dialogar positivamente es el noir. No solo por su fascinación con lo urbano y sus recovecos, sino también por su carácter moral: ambos se rigen por la duda constante, la paranoia del peligro inminente, el temor a las sombras; ambos tienen como protagonistas a fracasados anónimos; en ambos priman los tipos sospechosos de sombrero y mirada elusiva. Como el noir, The Savage Eye es lo más cercano a una sinfonía urbana que puede ofrecer la cultura estadounidense de mediados del siglo XX. Una diferencia: la estilización de la ciudad, los claroscuros, las raíces expresionistas —marcas estilísticas de los noir, retomadas luego por los neo-noir a partir de los 70— son reemplazadas aquí por desprolijidad voyeurista, por cámaras en constante movimiento, voraces, que desean atraparlo todo. The Savage Eye parece saber que se encuentra a las puertas de la modernidad cinematográfica.

III

“El sol es como un bloque de piedra”, dice Judith en cierto momento, mientras entra a un bar. El plano está tomado desde adentro del local, y es imposible no tener la sensación de que, en realidad, afuera está nublado. Lo que podría ser interpretado como un error tiene, de hecho, bastante sentido. Si en los westerns el sol crudo, directo, puro, tenía que tener un correlato en su impacto sensorial, crudo también, sobre los personajes (y por eso, entonces, la transpiración, los palpables días sin bañarse, el pelo sucio perceptible bajo los sombreros), en The Savage Eye el sol lejano, ajeno, que molesta al reflejarse en el asfalto y en las chapas de los autos, casi no tiene vinculación con el mundo de los humanos; no necesitamos sentirlo. Es más: si Judith nos dice que el sol está matando, tenemos que creerle: la película transcurre en gran medida en su cabeza, y lo que ocurra por fuera de ella está ubicado en un segundo nivel. La ciudad y la estructura del film son artificios; la naturaleza también. Aquí hay una diferencia con los films mondo posteriores: donde estos buscarían documentar la realidad de una forma pretendidamente pura, real, The Savage Eye se hace cargo de su carácter híbrido y se permite tensar la cuerda, con honestidad, hasta las últimas consecuencias.

Incluso los animales salvajes están domesticados en la Los Angeles de The Savage Eye. Los planos de mujeres mimando monos y leopardos hacen estallar por los aires a la expresión “jungla de cemento”. Pero claro, ¿quién puede garantizarnos que esos animales están, efectivamente, domesticados? ¿Quién puede asegurar que, un segundo después, no van a estar atacando a sus mimadoras? En 1959, al cine aún le quedaba una larga historia futura de domesticación animal. Algunos casos famosos bastan para dar cuenta de ello: los films mondo donde los vemos en su hábitat natural, muchas veces marcándole el terreno a los humanos invasores (la muerte por leones de un turista/fotógrafo en Ultime grida dalla savana de Antonio Climati y Mario Morra es uno de los ejemplos más conocidos); Roar de Noel Marshall, para cuya filmación el director y su familia (las actrices Tippi Hedren y Melanie Griffith) convivieron durante varios años con cerca de cien felinos salvajes; o Grizzly Man de Werner Herzog, que narra la muerte de Timothy Treadwell tras intentar convivir con osos pardos en su hábitat natural. En estos casos nos movemos entre el intento optimista de domesticación (¡Roar es una comedia!) y la certeza —algunas veces más cínica, otras más melancólica— de su imposibilidad. Lo de The Savage Eye es distinto: los planos son pocos, pero alcanzan para percibir cierta esperanza decadente en la posibilidad de dominación; en su calma tensa late el futuro de la domesticación cinematográfica.

Tampoco hay tanta distancia entre estos animales y el caballo mecánico: la naturaleza ya fue sometida, ahora la violencia es ejercida contra otros humanos. Allí entra el boxeo, por supuesto, pero también otros actos más sutiles: desde el amante de Judith presionándola para que lo bese, hasta los hombres —todos hombres— que apoyan sus manos sobre las mujeres —todas mujeres— para curarlas/exorcizarlas, en la perturbadora secuencia de la iglesia. Podemos dar un paso más y referir a la agresividad de las máquinas de ejercicio y los aparatos de peluquería, y ni hablar de los accidentes de tránsito: los humanos sometimos a la naturaleza, ahora son las máquinas las que nos someten a nosotros. La relación entre humanos y animales es llevada al límite de la representación en la secuencia de la mujer que, en un parque de diversiones, camina en una rueda como un hamster. Como en el noir y en el mondo, aquí todo está embebido de violencia.

IV

La pregunta que subsiste es: ¿hay algo de piedad en The Savage Eye? ¿Hay aire? Queda, por un lado, la huida de la ciudad maldita. Accidente mediante, Judith logra escapar —no sabemos si por un tiempo o definitivamente— y en los últimos planos la podemos ver recostada tomando sol, y luego en una playa. La felicidad, sin embargo, es incompleta: la playa está sucia, repleta de botellas. Allí también, parecen decirnos los realizadores, llegaron el hombre y su maldad. En cuanto a la piedad, o al menos cierto margen para el goce: son los planos de drags, travestis, hombres con vestidos y plumas, los que muestran una alegría que parece auténtica: regocijo, descontrol feliz, máscaras honestas. En ese momento, Judith (se) dice: “Estos masoquistas, solitarios, estos desdichados, son todos más fuertes que yo”, para más tarde admitir: “Vivo en esta jaula, el animal soy yo”.

De nuevo: ella es la vara para medir el mundo (lo bello y lo horrendo del mundo). Desde su mirada, la fiesta nocturna es violencia contenida, la antesala del horror. Sin embargo, en la pulseada fundamental del film, la observación en carne viva del pulso urbano es tan potente que triunfa por sobre el psicologismo. Imagen mata voice over. Y las imágenes, mal que le pese a Judith, muy cada tanto encuentran algo de alegría; en los drags, sí, y también en la bailarina de striptease y su sonrisa. La expresión clave, ojo, es “muy cada tanto”. Si en The Savage Eye hasta lo festivo se nos aparece como decadente es porque, en definitiva, los bailes parecen excusas para sostener una sensación de constante vitalidad. Terminar la fiesta, oh pecado, equivaldría a tomarse un tiempo para reflexionar y meditar y, como escribió Baudrillard: “El terror americano es que las luces se apaguen”(7).

Judith, esa bonita máquina de odio, es la flâneuse que Los Angeles merece.

Notas:

1 Si bien suele considerarse a 1960 como su año de estreno, la primera proyección pública de The Savage Eye ocurrió el 25 de agosto de 1959, en el Festival Internacional de Cine de Edimburgo. 

2 Es difícil eludir la referencia a Los Angeles Plays Itself, el grandioso poema cinematográfico de Thom Andersen compuesto por fragmentos de otras películas filmadas allí.

3 No se trata de un error de los subtítulos. El diálogo original es: – Children? / – Killed. / – Killed! How? / – The usual way: rubber, miscarriage, misconception, the knife

4 Esta nota es un llamado a ver y estudiar con más frecuencia al cine norteamericano que se hacía por fuera de los grandes estudios durante los 40 y 50; películas que solían tener un fuerte contenido crítico contra la supuesta moral y valores americanos (The Savage Eye; The Well, de Leo C. Popkin y Russell Rouse) o que directamente proponían relatos y personajes inimaginables en el cine de estudios (The Quiet One; The Salt of the Earth, de Herbert J. Biberman).

5 Tom Pendergast, Sara Pendergast, International Directory of Films and Filmmakers 4: Writers and Production Artists, St. James Press, p. 544.

6 Puede leerse un poco más sobre los procedimientos quirúrgicos en el cine en este texto de Ezequiel Iván Duarte, en el cual incluso —ya que hablamos de cine de terror— traza un vínculo con The Exorcist.

7 Jean Baudrillard, América, Barcelona, Anagrama, p. 71

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