El fantasma de la censura

Algunas semanas atrás, el director Goyo Anchou difundió por sus redes sociales que, cuando les ofreció junto con otro director una propuesta de exhibición de películas no comerciales, los programadores de un centro cultural dependiente de la Secretaría de Cultura de la Nación se vieron obligados a exponer una lista de temas vedados por el gobierno nacional. El listado incluía películas con contenido feminista, LGBTQ+, críticas a la dictadura, defensas al gobierno anterior e incluso con la participación de la actriz y cantante Lali Espósito (quien ha manifestado en varias ocasiones su rechazo a Milei y ha recibido agravios personales públicos por parte del propio presidente). La noticia provocó un escándalo y repudio inmediato en la comunidad cinematográfica (para encontrar un acontecimiento similar deberíamos remontarnos a los micrófonos apagados en el 33° Festival de Mar del Plata en 2018). A pesar del sucesivo rebrote de expresiones reaccionarias y retrógradas, quienes conformamos el equipo editorial de Taipei creíamos que la conformación de listas negras estaba circunscrita al pasado. Para expresar nuestro más rotundo rechazo al incipiente avance de un código de censura que nos retrotrae a épocas oscuras, presentamos una serie de textos cortos sobre cinco películas que abordan cada uno de los puntos prohibidos.

Firman: Álvaro Bretal, Agustín Durruty, Milagros Porta, Santiago Damiani y Juana Tenenbaum


UNA CON CONTENIDO FEMINISTA

El hilo de Ariadna en el centro del laberinto

Milagros Porta

(Sobre Caperucita roja, Tatiana Mazú, 2019)

Si no pocos documentales desde el primer Ni Una Menos para acá —¡casi una década!— pensaron los feminismos con inquietud y sensibilidad, menos son los que articularon críticamente género, clase y trabajo en el marco de la actual crisis de cuidado y reproducción social. De cara a su generación de teóricos y activistas, en su libro Capitalismo caníbal Nancy Fraser señalaba la escasez de proyectos contrahegemónicos con una perspectiva integradora, y reclamaba que la crítica al capitalismo financiarizado atendiera los múltiples ejes de desigualdad, entre los que se incluyen nacionalidad/raza-etnia, religión, sexualidad y clase. ¿Cómo aunar esos distintos frentes de crítica en el cine?

Tatiana Mazú ensaya una respuesta posible. A la espera de su última película Todo documento de civilización  —galardonada en FIDMarseille y elegida como apertura de la próxima edición del DOC Buenos Aires— reviso uno de sus primeros documentales, Caperucita roja, donde la tradición del documental subjetivo se encuentra con el enrarecimiento fantástico de los cuentos de hadas para hablar sobre las mujeres de una familia atravesada por los movimientos de emancipación. Mientras las manos de la abuela enhebran los hilos que van a coser una caperuza, su voz en susurros enhebra canciones populares, cuentos infantiles, refranes, coplas y memorias. Claro que las nietas tienen su propia música: canciones revolucionarias de la Guerra Civil, cánticos de manifestación en una plaza llena. El discurso de la película se construye en las discusiones suaves pero frontales de la abuela con Tatiana y Sofía, que entretejen, como quien no quiere la cosa, maltrato laboral, derechos civiles, interrupción voluntaria del embarazo, educación sexual integral, acoso callejero, desinformación, femicidios y muchos otros temas enriquecidos en el inevitable choque de perspectivas que implica la brecha generacional.

No es un secreto que la ropa fascina a Tatiana Mazú. Sin ir más lejos, es evidente en su trabajo como vestuarista en Ciudad oculta de Francisco Bouzas, pero también en la puesta de sus propias películas. Caperucita roja gravita alrededor del oficio de costurera de la abuela: explora las connotaciones políticas de un trabajo abrumadoramente feminizado y precarizado, pero también revisa las posibilidades estéticas que esa labor de manos, agujas y tijeras le regala al cine. En un momento, la abuela empieza a escribir un manuscrito sobre sus memorias: en Caperucita roja las mujeres cosen una tela con otra, una palabra con otra, una lucha con otra y, por supuesto, un plano con otro.


UNA LGBTQ+

The resurrection

Agustín Durruty

(Sobre ¡Homofobia!, Goyo Anchou, 2024)

Como “lado B” de Heterofobia (2015), el nuevo acto de resistencia audiovisual de Goyo Anchou es una especie de fábula moderna en torno al estereotipo del hombre heterosexual homofóbico, reprimido y misógino, en este caso un vendedor de libros y estudiante de cine (la película está filmada parcialmente en la FUC, donde Anchou había militado el cine guerrilla como docente, a medida que le daba forma al underground de los 2000 junto a directorxs como Lucía Seles, que por entonces firmaba como Rocío Fernándes). La herida de su masculinidad —al enterarse de que su novia lo engañó con su mejor amigo, interpretado por el ex Okupas Franco Tirri— desata un monólogo interior en el que brotan todos sus prejuicios y su resentimiento, como también el fino límite que lo separa del deseo de tener sexo con hombres, que se va volviendo obsesivo hasta que finalmente se concreta.

Lo curioso —aquello que hace que, por ejemplo, la palabra más recurrente para describir la película en las reseñas de Letterboxd sea “rara”— es la forma, tanto a nivel visual como sonoro: por un lado, el doblaje asincrónico de los diálogos —a la vez naturalistas y caricaturescos, con el objetivo de burlarse de esa figura violenta y amenazante, pero también de desnudarla— y, por otro, el singular uso de la pantalla dividida. Los planos que narran la historia se suceden como pequeños subplanos yuxtapuestos sobre la imagen de un paisaje urbano visto a través de una ventana, desde donde en los primeros minutos escuchamos una presentación del director en off donde habla de su crisis emocional durante la realización del film. Es decir, toda la película se ve, fragmentada, sobre ese plano fijo, espacio de enunciación de la primera persona. La idea de que “hacer una película en estas circunstancias […] es un acto de fe, que es lo opuesto a la desesperación” —que recuerda a la situación desesperada de Ana Poliak al comienzo de La fe del volcán— enmarca visual, emocional e inmutablemente cada escena de la ficción, acompañada siempre por fragmentos de distintas versiones de la Pasión de Jesucristo del cine mudo (Hatot-Lumière, Zecca-Nonguet) y por animaciones de las fotografías de caballos en movimiento de Muybridge, entre otras citas. Inmutablemente, decía, salvo por el movimiento lumínico, que registra la entrada del amanecer, de manera gradual pero persistente, hasta que la sobreexposición sumerge el plano en una blancura enceguecedora, una esperanzada luminosidad (momento en que, con la resurrección, culmina el irónico paralelismo bíblico).

Anchou defiende los textos que acompañan a las películas como parte fundamental de la experiencia de un cine radical. Así es como, en este caso, el texto está integrado a la película, con la presentación a modo de prólogo y con un epílogo titulado “Manifiesto en forma de mandala”, que hace de charla posterior a la proyección de la película en sala y que coloca la rareza de su cine en una tradición, la del formalismo vanguardista de los años veinte: en el espiralado epílogo giran fragmentos del Ballet mecánico de Léger y de Los nibelungos de Lang, pero también de Tire dié, estableciendo un lazo con el latinoamericanismo de los sesenta. Si su película anterior, El triunfo de Sodoma, dialogaba con La hora de los hornos, su manifiesto “Por un cine de la urgencia” estaba inspirado en Birri. La estética de la precariedad, siguiendo sus palabras, no se funda en “circunstancias que nosotros hayamos elegido, [sino] en las que estamos envueltos existencialmente” para así “hacer de los obstáculos un estímulo”, convirtiéndose tanto en un gesto de subversión como de acompañamiento emocional colectivo en medio de la ofensiva reaccionaria. La reciente censura del cine de Goyo Anchou de alguna manera reafirma su lugar marginal y no asimilable a los lineamientos ideológicos imperantes en este momento.


UNA CON CRÍTICAS A LA DICTADURA

La naturaleza de lo indecible

Santiago Damiani

(Sobre El juicio, Ulises de la Orden, 2023)

La ausencia es una de las maneras más propagadas durante el siglo XX y lo que va del XXI para referirse en el cine a uno de los mayores crímenes de la humanidad: la shoá. Ante la ausencia de imágenes de las cámaras de gas de los campos de exterminio —ese pecado original que Godard le adjudica al cine: el haber llegado demasiado tarde para documentar el horror absoluto— se plantearon dos grandes posibilidades: la representación y la no-representación. Lo decible y lo indecible.

Cuando el horror ya no necesita esconderse en la clandestinidad y se vuelve régimen de explicitud; cuando el bando victimario grita lo indecible a viva voz, cuestiona abiertamente las cifras de nuestros desaparecidos y reivindica los métodos de tortura, desaparición y asesinato a la población civil por parte del Estado; cuando el negacionismo y la censura son la pauta oficial, ya no alcanza seguir mitificando el horror como irrepresentable, sino que es preciso decir y mostrar. Ahí está una película como El juicio (2023) de Ulises de la Orden, que utiliza el valor incontestable de la palabra, mediante horas y horas de testimonios declarados durante el Juicio a las Juntas, como arma contra el olvido y el oscurantismo. La compaginación de imágenes muestra lo que está oculto, encuentra una nueva verdad reordenando lo existente para develar lo invisible. 

La línea narrativa que encuentran el director junto con el montajista Alberto Ponce se adelanta a la censura impulsada por el actual gobierno y es, acaso sin proponérselo, la mejor respuesta posible a la doble condición de irrepresentabilidad que se quiere imprimir sobre la dictadura como tema: no es solo irrepresentable por dolorosa, sino que se la busca olvidar y reprimir así como se prohibieron libros en la dictadura, porque los represores sabían que un elefante ocupa mucho espacio. El juicio dice lo indecible y, así, muestra lo que había estado prohibido a los ojos de las víctimas, pero también a los ojos de quienes reivindican a los victimarios.


UNA KIRCHNERISTA

No es necesario soñar con Europa

Juana Tenenbaum

(Sobre Francia, Adrián Caetano, 2009)

A veces la potencia volitiva, eso que mueve a las personas a hacer cosas de manera intencionada, admite una sola cosa: no voy a aplazar la recompensa. A veces, también, la actitud aborrece y repugna la voluntad antes de siquiera escucharla. Copia este mismo mecanismo en el resto de las voluntades, elimina su potencialidad y fragmenta las partes. 

Mientras el mundo solitario da vueltas, alguien —o algo— sobrepasa a los personajes de Francia, que se balancean entre el quiebre y la reconstrucción constante. Las tensiones y peleas entre Cristina (Natalia Oreiro) y Carlos (Lautara Delgado), una expareja de jóvenes porteños de clase media trabajadora, afecta a Mariana (Milagros Caetano), su única hija, quien a los doce años enfrenta dificultades de comportamiento y aprendizaje en la escuela. La familia transforma el mundo inmutable pero desorganizado, transitándolo con mayor o menor intensidad, mientras las miradas —entre dudas, preguntas, decisiones, gritos y más dudas— se cruzan hasta concentrarse todas en el mismo punto: Mariana, o Gloria, como también se hace llamar la niña. 

Gracias a la fuerza centrífuga y ficticia, no todo siempre es disgusto o lejanía. En Francia, la actitud no aborrece ni las voluntades propias, ni las ajenas, sino que las conduce. Padre e hija pintan la mancha de humedad del techo de la casa, Cristina consigue un trabajo en blanco en una fábrica y Mariana luce con entusiasmo un nuevo guardapolvo en el comienzo del ciclo escolar. La misma voluntad que se presenta como alcanzable encuentra lo que desea. La ilusión se materializa en el propio país: no es necesario soñar con Europa(s); el diálogo y la comprensión personal demuestran ser la base de la resolución de los conflictos, tal vez retratando, finalmente, la voluntad de una época.


UNA CON LALI ESPÓSITO

La revancha de los trolls

Francisco Guerrero

(Sobre Permitidos y El gerente, Ariel Winograd, 2016 y 2022)

Un aparente código de censura cultural propulsado por el oficialismo circuló por las redes, sin nombres precisos que lo aten a una decisión institucional ni a fuentes directas: no es un comunicado, ni un decreto, y estoy seguro de que muchos lo leímos o escuchamos como la cita anónima de personas cuyo nombre no puede ser dicho por cuestiones laborales. En todo caso, bastó una captura de Instagram o un tuit anclado en un diario online. 

El código tendría una serie de cinco puntos, ordenados estratégicamente: nada de contenido LGBT, feminista, critíca a la última dictadura militar, defensa del gobierno kirchnerista anterior o películas con Lali Espósito. Es estupendo el orden, porque deja lo más absurdo y específico para el final, como el remate de un chiste, para que lo verdaderamente insensato pierda relevancia. Es la misma operación que representan los “Fin” al término de cada tuit del vocero presidencial. 

No es que Lali Espósito sea la voz narradora de La hora de los hornos como para justificar su presencia en un hipotético código de censura que la ubica junto a la subversión LGBT o la crítica al Proceso, sino que el ensañamiento con Lali pareciera deberse más a una revancha incel que finalmente tiene una voz oficial. De Lali en el cine hay suficiente con su actuación desaforada en Permitidos, donde grita a viva voz, después de casi morir en un accidente automovilístico, que no se puede andar por la calle sin que carteles de mujeres hermosas interrumpan la visión de quien maneja. Alrededor de ella, unas personas deciden grabarla y subir el video a las redes.

Años después, el mismo director, Winograd, presenta en El gerente a un Sbaraglia que dirige con su hijo una central de trolls en Twitter que ayudan a que una campaña de marketing triunfe. El joven incentiva la actividad diciéndole al resto: “tuiteen, dale. ¿Estamos trabajando o qué? Con toda, eh, puteen”. A través de esas dos películas, separadas por poco más de cinco años, el hecho virtual se transforma de un mero espectáculo a casi una iconografía del odio, que encuentra su eco en una actualidad donde las palabras pasan como si nada; todo es un chiste o está dispuesto para que así lo parezca: nada es grave porque ocurre en Twitter y no en la realidad física. Para tomar solo algunas noticias del último mes, valen lo mismo un meme, un código de censura a la cultura, un documento que releva un puesto de trabajo, una esvástica, un ajuste, un recorte, un asesinato o una visita a los represores.

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