Resplandores de luz (Jacques Rancière)

La versión original de este artículo fue publicada originalmente en Trafic, 86, POL, Paris, 2013, pp. 70-73. Agradecemos a Sylvain George y a Jacques Rancière por facilitarnos el original en francés y darnos el permiso para la presente traducción, realizada por Miguel Savransky.


¿Cómo pensar la política de las películas de Sylvain George? Por un lado, nos muestran, bien de cerca, la condición y el combate de una categoría muy determinada de individuos: los migrantes procedentes del centro de África y de Asia, ocupados en atravesar la última etapa de su periplo: los treinta y cuatro kilómetros de agua que separan Calais de Dover. Los vemos lavarse en el borde del canal, hacer cola para la distribución de alimentos, preparar y compartir sus comidas en campamentos improvisados, acechar detrás de los árboles la parada de los camiones debajo de los cuales será posible colarse, intentar por la noche trepar las rejas para tener acceso a la zona donde esos mismos camiones esperan para embarcar. Escuchamos también a algunos de ellos contar sus historias, expresar sus dolores y sus aspiraciones y eventualmente su visión del estado del mundo. Percibimos que, para mostrarnos todo esto, el cineasta tuvo que involucrarse en su vida cotidiana y ganarse su confianza lo suficiente como para poder seguirlos con su cámara, incluso en sus intentos de burlar la vigilancia policial. Pero quien admire la precisión de su investigación podría también irritarse por el tiempo que dedica a captar espectáculos fugitivos que evidentemente no nos enseñan nada sobre la inmigración: reflejos en el agua sucia de un puerto, el juego de la luz en una orilla, el viento en los árboles, un jardín bajo la nieve con sus arbustos inclinados y sus estatuas carcomidas por la humedad. Tampoco puede dejar de interrogarse por la estructura de las películas: no adoptan ni la forma de un reportaje que alterna documentos y explicaciones, ni la de una película de ficción que sigue el destino de una persona o de un grupo de personas hasta el éxito o el fracaso de su empresa. Sus episodios son construidos como un montón de pequeños poemas en prosa, cerrados sobre sí mismos, que se comunican con los otros no a través de los vínculos de causa y efecto, sino de los de las resonancias y las tonalidades y culminan de buen grado en una figura cinematográfica igualmente inapropiada para la demostración dialéctica y la creación de una dinámica militante: fundidos a negro que los aíslan unos de otros al tiempo que acentúan su ritmo de olas que rompen continuamente contra la misma orilla.

Asumamos como hipótesis que no se trata de la coexistencia de dos aspiraciones contradictorias del mismo cineasta —por un lado, el compromiso con la lucha de los oprimidos, por otro, una sensibilidad “estética” hacia el juego formal de luces, sombras y reflejos—, que la política misma de la película reside en su manera de manifestar la riqueza de los despojados, convirtiéndolos en actores de este teatro de luces y sombras. Si hay una política en la película, no puede, en efecto, consistir en un ir y venir entre la denuncia del sistema económico mundial y la cotidianidad de los jóvenes eritreos, afganos o ghaneses que rondan en la jungla y alrededor del puerto. Quienes, en Nigeria o Afganistán, conocieron la miseria económica o la opresión política y atravesaron mares y desiertos para escapar de ellas, quienes sufrieron la ley de los contrabandistas en Libia o Turquía, los controles de policía en Italia o Grecia y conocieron diversos trabajos ilegales por el camino, antes de pasar su tiempo aquí observando los camiones que pueden traer la salvación y los coches de policía que están ahí para impedirlo, no necesitan que les expliquen la dura ley del mundo globalizado. En una barraca de la jungla, la lección de geopolítica del joven afgano muestra bastante bien que no tiene nada que aprender de nosotros sobre este tema. 

Si no responden a la figura de víctimas abatidas de la opresión, los migrantes de Calais tampoco representan al colectivo que lucha por sus derechos. Son individuos que pueden estar unidos por su origen o el camino seguido, pero cuyo problema es cruzar individualmente. Incluso el juego de escondidas que juegan con la policía es ajeno a la lucha de esos militantes que hacen vigilia por la noche para protegerlos y cuyas consignas estigmatizan a las fuerzas del orden. Su problema no es denunciar a la policía, sino evadir su atención. Dos de ellos, por cierto, se lanzan a una discusión escolástica en regla para saber si correr para escapar de ella significa huir —la actitud del cobarde— o esconderse —la virtud del hábil—. La política de Les Éclats o de Qu’ils reposent en révolte tampoco puede, por lo tanto, tomar prestada la forma clásica de un relato de lucha. Desde luego, no es que la violencia del orden sea olvidada por el cineasta. Pero a él le importa mostrar la violencia tranquila de un orden global —la ronda de los coches de policía, la luz enceguecedora de faroles y faros giratorios, la cuidadosa ejecución de consignas oficiales— más que los palazos. Frente a esto, su política nos mostrará no la clásica oposición de una violencia a otra, sino la manera en que los individuos, fuera de toda “educación militante”, ponen sus comportamientos y sus pensamientos a la altura de esta violencia instituida.

Así pues, es ante todo su manera de estar allí lo que la cámara se ocupa de recalificar, mostrando que la condición y los modos de estos migrantes no son los de una vida desnuda, desarmada por la miseria padecida y la violencia del exilio. Luchar por la supervivencia no es sólo una condición, es también un arte. Por un lado, es un arte de hacer: un arte de centinelas que, detrás de la cortina de follaje que los oculta, saben que sólo dispondrán de unos segundos para aprovechar la parada de los camiones, juzgar el espacio que les deja la disposición de los ejes y deslizarse discretamente en ese espacio; un arte de gimnastas que tienen que trepar muy rápido por un alambrado que está a plena luz y encontrar, del otro lado, el asidero adecuado que permitirá balancear el cuerpo; un arte de humoristas que con su mala suerte acompañada de una sonrisa cómplice distienden la tensión que la cámara acumuló sobre un pie atascado en lo alto del alambrado, semejante a la que pudimos experimentar en otros tiempos cuando Cary Grant o James Stewart, perseguidos o perseguidores, buscaban apoyo en una roca por encima de un precipicio.

Pero este arte de hacer no es simplemente el de los ingeniosos. Y adquiere toda su violencia cuando la cámara, que nos ha mostrado un fuego de leña, se desplaza al hilo de hierro al rojo vivo en cuyo extremo se calienta un tornillo sobre el que posan los dedos en pequeños toques, mientras los migrantes nos explican lo que están haciendo: volver sus huellas dactilares ilegibles para evitar que se sepa en qué país de Europa esas huellas fueron tomadas y a qué país puede remitirse entonces la tarea de devolverlos a su punto de partida. Es también, si se quiere, un arte del cuerpo que nos muestra en primer plano su resultado: estas manos alteradas-mutiladas que los vuelven inidentificables, pero al precio de negar en cierto modo su humanidad. Corresponde entonces a la palabra relevar el trabajo de las manos para recordar la trágica violencia del propio juego. El riesgo no es sólo el del fracaso, tras el cual se intenta de nuevo. Es el sentido mismo de lo que se busca al otro lado de la Mancha lo que está en juego. Uno de ellos lo recuerda elocuentemente: los que vinieron de tan lejos no se fueron sólo para “salvar su vida”, sino también para “disfrutar la vida” y “saber qué pasa en el mundo”. No son simples buscadores de empleo, conscientes de los sacrificios que deben aceptar para alcanzar su objetivo. “Disfrutar la vida” y “conocer el mundo” son algo más que objetivos prácticos que exigen un cálculo racional de beneficios y costos. Son ese acceso a una humanidad plena que el orden existente les niega, pero en la que de todas formas decidieron participar. Asimismo, otro nos cuenta que no perdió la vida cruzando el Sáhara y el Mediterráneo. De hecho, el relato de la travesía de Libia hasta Lampedusa, con esas “serpientes gigantes” que atacan el barco o esa pierna firmemente sujeta, última esperanza de alguien a punto de hundirse, transforma al migrante en héroe épico. En cambio, es aquí que se pierde la vida, frente a estos alambrados mezquinos, estos faros enceguecedores y estos perros de patrulla que vuelven equivalentes e igualmente miserables la vida por la que se lucha y la muerte a la que se arriesga.

Estos relatos de viaje épicos, estos lamentos (I am losing my life) [estoy perdiendo mi vida] o estas tenaces esperanzas (we will be happy some day) [algún día seremos felices], estas acusaciones violentas o estos análisis pacientes, la cámara los registra de una manera que no es ni la que se espera para un documental ni la que se usa para los diálogos ficcionales. Estos jóvenes no se enfrentan a un entrevistador o un compañero. Están por completo en lo que dicen. Asimismo, la cámara excede eso que se llama ordinariamente el primer plano, para rodear su rostro, o incluso sólo una parte de su rostro, en un ligero contrapicado, como si se tratara no sólo de dar solemnidad a lo que dicen, sino de sorprender el trabajo mismo del pensamiento o de la memoria. Porque este arte de la palabra épico y trágico es a la vez el complemento y la transfiguración del arte de hacer de hombres hábiles para franquear los obstáculos. Aquí se afirma la política paradójica de estas olas que parecen sucederse sin término. Qu’ils reposent en révolte terminaba con el desmantelamiento de la jungla y el encierro de un joven migrante bajo una sábana del centro de internamiento que era también una mortaja. Les Éclats reabre la historia y termina en una orilla donde rompen las mismas olas. El cineasta no nos informa sobre el final del viaje. No cree útil decir que casi todos acaban llegando a Inglaterra, y sólo evoca indirectamente el papel de los contrabandistas, haciendo resonar aquí y allá el nombre de un joven afgano asesinado por haber contravenido sus exigencias. Su política es ante todo mostrar la capacidad de los individuos y de las pequeñas comunidades que allí se encuentran para comportarse como sujetos de una historia y como copartícipes de un mundo común. 

El cine no sólo es el testigo de ello, sino también el actor. Y quizá para eso sirven esos planos “superfluos” de vuelos de gaviotas, de reflejos en las orillas, de juegos de luz en el agua, del viento en los árboles, de chorros de agua en jardines públicos o de rostros de piedra bajo la nieve. No son simplemente el escenario de su existencia errática. Son el mundo sensible en el que participan, o más bien en el que el cine les hace participar: el mundo apto para recibir su astucia o el coraje de sus intentos, pero también su manera cotidiana de estar juntos, de compartir un lugar o una comida, de hacer comunidad. Y es sin duda significativo que, antes de dar la palabra a los más elocuentes de entre ellos, la cámara haya girado tan a menudo en silencio a su alrededor como para ofrecer a su aventura los recursos más antiguos del cine: la magia de los juego de sombras y reflejos que magnifica toda escena insignificante filmada, la multiplicidad de matices de luz y color que ofrece la aparente monotonía del blanco y negro. El cine no sólo da testimonio de la lucha de estos migrantes. También le ofrece el mundo sensible que le responde: un mundo donde no sólo están las carpas improvisadas, el frío, el hambre y las rejas, sino también su transmutación en espectáculos siempre cambiantes, en movimientos y en brillos, en sombras y reflejos. Esta es la política más profunda de las películas de Sylvain George: no mostrar simplemente la capacidad de los “condenados de la tierra” para vivir y pensar a la altura de la violencia que sufren, sino también hacerles habitar por adelantado ese mundo que se les niega, el mundo en el que todos tienen acceso a todo, incluso por lo tanto a lo superfluo y al artificio. 

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