El presente texto es una respuesta al artículo de Iván Bustinduy “El problema de la observación de la naturaleza”, que a su vez proponía entablar un diálogo crítico con “Muerto el cine aún nos queda vasto mundo”, también de Flores. La pregunta por “cómo estimular en los estudiantes [de cine] una sensibilidad en el más amplio de los sentidos” constituye una preocupación no menor del texto de Cristhian, si bien, entendemos, el reclamo o la pregunta desde el campo de la crítica no son suficientes por sí solos. La docencia en el cine, con frecuencia invisibilizada en el mundo de la crítica cinematográfica, es un tema particularmente significativo para los editores de Taipei. Es por esta razón que hace poco inauguramos la sección “Archivo docente”, cuya finalidad es entrevistar a distintos docentes de cine para poder conocer, lejos de generalidades y abstracciones, cuáles son sus estrategias, objetivos y prácticas cotidianas.
Los editores
La publicación en este mismo sitio de “El problema de la observación de la naturaleza”, de Iván Bustinduy, es para mí una no muy cálida pero impostergable bienvenida al mundo de la crítica cinematográfica. Por primera vez, un texto de mi autoría dejó de ser un mensaje en una botella perdida en el mar para ser recolectado por alguien que, desde la orilla opuesta de la pantalla, lo relanza en otra dirección. Tarde o temprano iba a pasar, supongo, y podría haber sido peor.
Lo único que tal vez sea necesario aclarar, en tanto posición analítica a priori, es que no soy de quienes creen que el cine haya muerto. Intento cada día confiar en que no, porque eso significaría que nos han quitado el juguete justo cuando algunos recién empezábamos a disfrutarlo, y sólo nos quedaría contemplarlo en el museo. Que así lo sientan mis queridos Víctor Erice y Martin Scorsese, que vieron cómo se erigía y hasta aportaron algunos ladrillos al castillo del cine, me parece lógico. Yo me siento inhabilitado para la nostalgia de un siglo al que llegué tarde, e intento habitar el que me toca recolectando desesperadamente fragmentos de la Historia para no vivir en el más puro presente. El título de mi texto, “Muerto el cine aún nos queda vasto mundo”, respondía a la optimista postulación de que, si el cine estuviera ya muerto (como dicen agoreros de hoy y de siempre), no todo estaría perdido, porque la potencialidad cinematográfica del mundo precede a la invención de la técnica del mismo modo que el deseo humano de volar es anterior a la creación de los aviones.
No sólo no considero haber emprendido una reescritura de la historia del cine, sino que fácticamente no podría haberlo hecho y sólo intentarlo hubiera sido ridículo: no tengo ni la capacidad, ni la autoridad, ni el bagaje teórico, ni suficiente diversidad en un corpus empírico, para ensayar algo así hoy y en la acotada extensión de un arrebato. Tampoco pensaba en rastrear “una tradición más allá de la narrativa” por varias razones, algunas de las cuales están bien identificadas el texto de Iván, como el hecho de haber recurrido a ejemplos narrativos en los cuales destacaba procedimientos que conciernen a distintas áreas de la realización; pero principalmente porque no contraponía narración a lo que él llama observación, cosa de la que hablaré más adelante. Y sobre todo porque reducir al cine a la existencia de sólo dos tradiciones, sea oriental y occidental, comercial y artística, una narrativa y otra más allá de ella, o cualquier otra dualidad, sería empobrecerlo.
Hay, sí, un hilo secreto que une a cineastas tan dispares como César González y Hong Sang-soo, o a Kelly Reichardt y James Benning con Abbas Kiarostami, a la luz del sentido del texto. También podría haber mencionado en su lugar a otros y otras, a Claire Denis, a Lucrecia Martel, a Tsai Ming-liang, y se imaginarán qué tradición tan extraña, qué mapeo desprolijo, qué reescritura irresponsable de la historia del cine hubiera resultado. Hay dos puntas no evidenciadas pero sí dadas a entrever para un lector atento: todos pertenecen al llamado “cine moderno”; y todos tienen, a mi entender, inquietudes vitales respecto de su oficio que exceden a sus películas, al mismo tiempo que las expresan. Para usar términos tal vez demasiado caros pero no por eso vacíos de sentido, llamémosle, si se me permite, alguna forma de humanismo.
Esas dos características, modernidad y humanismo, nos conducen a un punto preciso en el mapa, a un tiempo específico y a un apellido célebre: Italia, 1945, Rossellini. Y, ya que en mi texto original citaba a André Bazin como clave de lectura, no está de más la reincidencia aquí. Es él quien se preguntaba: “el neorrealismo, ¿no es más un humanismo que un estilo de puesta en escena? ¿Y ese mismo estilo, no se define esencialmente por un desaparecer ante la cámara?”(1). Algo que, por supuesto, luego va a justificar: “El neorrealismo es una descripción global de la realidad por una conciencia global. Entiendo con esto que el neorrealismo se opone a las estéticas realistas que le han precedido y especialmente al naturalismo y al verismo en cuanto que su realismo no se refiere tanto a la elección de los temas como a una toma de conciencia. Si se quiere, lo que es realista en Paisa es la resistencia italiana, pero lo que es neorrealista es la puesta en escena de Rossellini, su presentación a la vez elíptica y sintética de los acontecimientos. (…) Esto no significa, sin embargo, que el neorrealismo se reduzca a yo no sé qué documentarismo objetivo; todo lo contrario, a Rossellini le gusta decir que el fundamento de su concepción de la puesta en escena es el amor, no sólo de sus personajes, sino de la realidad en cuanto tal, y es justamente ese amor el que le prohíbe disociar lo que la realidad ha unido: el personaje y su decorado.”(2)
Resulta increíble leer en esa cita la aclaración respecto del “documentarismo objetivo” y comprobar la resonancia casi exacta, prácticamente literal, con la frase donde Iván remarca que “un supuesto valor que el objeto poseería antes de ser filmado elimina de la ecuación la importancia de todo aquello situado más allá del objeto”, y no resulta extraña, en esta línea de pensamiento, la acusación de que “se trata de una mirada que valoriza al elemento natural más allá del por qué se lo filma, más allá de su utilización narrativa, más allá de su función”. Habría sido absolutamente pertinente si estuviera planteando como salida una observación objetiva de la naturaleza, pero no era esa la postulación.
El texto hablaba de sólo algunos de los tantos cineastas que, aún con todas las diferencias formales que puedan tener con respecto a Rossellini, y sin ni siquiera ser continuadores de una tradición, a mi entender son hijos e hijas de ese gesto iniciático que tanto se le reconoce al maestro italiano, ese salir a la calle a filmar una realidad concreta mediante los mecanismos de la ficción; una realidad que no estaba planteada desde una observación objetiva, ni mucho menos documental, pero que contenía en cada plano, en cada escena, en cada fragmento narrativo, más elementos de lo real de los que el cine, rodado principalmente en estudios, conocía hasta ese momento. ¿No es esa integración de otros elementos a la narración, acaso, uno de los rasgos que distingue en la historiografía al cine moderno? Reichardt, César González, Benning y Hong Sang-soo son sólo algunos de sus exponentes, y ninguno plantea en sus procedimientos formales una distinción entre el observar la naturaleza y observar al ser humano; ni mucho menos una renuncia a la narración: en todos ellos hay una correspondencia total e indisociable entre los seres humanos y aquello que los rodea en el espacio del plano tanto visual como sonoro; y una voluntad narrativa aun cuando se tensionan sus límites. Para decirlo nuevamente en términos de Bazin, ninguno de ellos disuelve lo que la realidad y la consciencia del artista han unido.
Sin embargo, de los citados en el texto, quizá quien mejor represente ese doble gesto de Rossellini, de un nuevo humanismo para un nuevo cine, sea Abbas Kiarostami. Era él el centro neurálgico de la cuestión. Como su colega lo hiciera con la Alemania de posguerra, el maestro iraní fue con su hijo a ver qué había pasado con los niños protagonistas de su película ¿Dónde está la casa de mi amigo? tras el terremoto que asoló la ciudad de Koker en 1990. Dos años después tomó la decisión de hacer una ficción que contara ese día, aunque –y quizá exactamente por eso– ni en la realidad ni en la ficción los haya encontrado. Como Rossellini, por otra parte, Kiarostami también recurrió a actores no profesionales con la intención de encontrar en sus caras expresiones distintas, emociones distintas. ¿Por qué será que se vuelve una y otra vez a buscar algo con la cámara en los rostros de las personas que no han sido entrenadas para actuar? Claro que no alcanza con esta ética para hacer una gran película, y su dominio de la puesta en escena es absoluto, pero sin esa inquietud vital a priori, no hubiera existido Y la vida continúa.
Tal vez ahora haya quedado más claro que no planteaba una separación ni de los elementos que constituyen el lenguaje cinematográfico entre ellos; ni distinguía cine narrativo y cine observacional, en tanto todos los ejemplos respondían al cine narrativo moderno. Quizá la confusión fundamental que dio origen a todo lo demás es el curioso reemplazo de la palabra “mundo” enunciada desde el propio título de mi texto, por la palabra “naturaleza” entendida ésta como paisaje en el texto de Iván.
El fragmento textual que más revela sus preocupaciones –que evidentemente precedían a mi texto y ciertamente podrían haber prescindido de él– es aquel donde enuncia categóricamente que “si el eje del cine fuera filmar la naturaleza, sin pensar en las implicancias de cada plano en términos dramáticos (…) la cámara estaría obligada a la mera observación pasiva de fenómenos naturales, de ciudades vistas desde afuera, a la captura de diálogos, situaciones y personajes, sin intervención ni intención alguna. Todos los planos tendrían el mismo valor, sin importar el modo en que son usados, sin importar la estructura dramática de la película”. Yo no podría estar más de acuerdo en este punto, sobre todo en un momento en el que efectivamente hay obras que recurren a la contemplación de una naturaleza retocada digitalmente y reforzada con música incidental, para colmo de males, como truco para falsear emociones. Es una discusión y una batalla que, sin lugar a dudas, tenemos que dar.
Hay que discutir el lugar que se le da hoy al lenguaje cinematográfico, al valor de los planos, al montaje, al sonido, a la iluminación. Por supuesto que hay que debatir el problema de la observación de la naturaleza, que parece justificarlo todo en la belleza, que se utiliza para ocultar el conformismo político y, de paso, ganar premios. Desde ya que es imprescindible que los y las estudiantes de cine vean películas de todas las épocas, y vayan hacia “atrás” cuando todo invita a ir desenfrenadamente hacia “adelante”, imponiéndonos también una idea de progreso en la propia categorización. Pero también cabría preguntarse, ya que en el fondo había consejos a estudiantes de cine, ¿qué más se está enseñando cuando se enseña cine? ¿Cómo estimular en los estudiantes una sensibilidad en el más amplio de los sentidos?
Hay algo de lo que estoy absolutamente seguro, y es que de ninguna manera salir a filmar el mundo es sinónimo de salir a filmar colinas, bosques o pájaros en sí mismos, separados de la narración o del contexto de sus obras. Cuando mencioné a Kelly Reichardt destaqué la restitución de la sensibilidad hacia lo natural, entendiendo que allí también anida una respuesta política a un modelo de vida que arrasa con la tierra y con todo lo que ella contiene. Cuando destaqué a César González lo hacía evidenciando no sólo una preocupación estética por los efectos de la lluvia en el lugar que filma, sino sobre todo la contribución de su arte a la reivindicación de los perjudicados en la lucha de clases. Y cuando me referí a Abbas Kiarostami puse el foco en su ética como cineasta, en tanto su estética llama a un compromiso con la comunidad que se filma. La naturaleza, cuando no es paisaje, es también el ser humano y todo lo que él ha creado. Hablé de los trenes y de los rostros. Hablé del paso del tiempo. El mundo es el conjunto de todas las cosas, dentro de las cuales está el cine, y hay algunas que no han sido filmadas todavía. ¿Se está formando hoy, en las escuelas, a quien tendrá el gesto de Rossellini?
Notas:
1 Bazin, A., ¿Qué es el cine?, p. 55.
2 Bazin, A., op. cit., 261-262.
Gracias por compartir este texto, su encomiable posición y sus sugerentes refexiones. Dialogar e interpelar al ejercicio del cine con preguntas tales como “¿Qué más se está enseñando cuando se enseña cine? ¿Cómo estimular en los estudiantes una sensibilidad en el más amplio de los sentidos?”, son esenciales para cimbrar al cine, despertarlo, porque el cine no ha muerto; más bien la profusión de contenidos vacuos y la univoca necesidad de ganancias lo han ahogado, lo han escondido, lo han higienizado; el arte verdadero (problemática etiqueta) siempre debe recobrar su poder y su importancia, es uno de los preceptos ineludibles de su accionar.