La carrera de Andrés Di Tella comenzó en la década de los ochenta, años en los que trabajó en films de Alberto Fischerman y se dedicó, también, al periodismo y la publicidad. Luego de realizar varias películas de temáticas estrictamente políticas (Desaparición forzada de personas, para Amnistía Internacional, Prohibido, Montoneros, una historia), su obra fue moviéndose hacia terrenos cada vez más íntimos y personales. En esa línea realizó documentales como La televisión y yo, Fotografías y el reciente Ficción privada. A raíz de la edición de su segundo libro, Cuadernos (Entropía, 2020), lo entrevistamos para Taipei, con la intención de recorrer su obra.
Milagros Porta: ¿Podrías contar de dónde surge la preocupación por filmar documentales sobre tu propia familia? Sobre todo La televisión y yo, que es el primero, después de haber filmado un documental sobre Macedonio [Fernández] y tres sobre la violencia política en los 70.
Andrés Di Tella: Ja, dónde surge… Ayer un crítico y programador publicó un tuit que decía: “Paremos de hacer documentales familiares por diez años”. Quizás sea por eso: parecería que está mal, y a mí me interesa lo que se supone que está mal, lo que “no se hace”. Porque nadie dice: “Paremos de hacer documentales sobre esquimales durante diez años”. Para mí sería negocio si no se hacen más documentales familiares, porque yo ya hice los míos. Espero no tener que hacer otro más, pero nunca se sabe.
Yo creo que el primer impulso viene un poco de la literatura. O sea, como lector, ¿no? Yo soy un lector enfermizo. De hecho, leo mucho más de lo que veo películas. Les voy a mostrar… [muestra un libro del escritor V. S. Naipaul]. Naipaul era un escritor de familia hindú, nacido en Trinidad, que a los dieciocho años se fue a estudiar a Inglaterra y terminó convirtiéndose en un periodista y escritor bastante famoso. Pero cuando lo leí me impactó esa especie de “no pertenecer” de Naipaul. Inclusive fue a estudiar a Oxford, donde yo también estudié. Y así encontré muchas resonancias con mi propia experiencia. El hecho de ser un poco despreciado por el color de piel, de venir de un país que no… o sea, en Inglaterra nadie sabía nada de Trinidad, y tampoco de la Argentina, y nadie sentía la obligación de saber nada. Es un poco la situación colonial. O peor: sabían apenas dos o tres cosas, y pensaban que con eso sabían. Y esa es una actitud que al día de hoy se mantiene, del primer mundo, de Europa occidental, hacia el resto del mundo. Y ese conflicto que vivió Naipaul es algo que tiene mucho que ver con la familia.
Pero la familia me pareció siempre una cosa llena de aristas interesantes, incluso en términos de dramaturgia. No existe relación familiar sin conflicto. Bueno, me interesan las historias familiares, no solo la propia. También creo que utilicé La televisión y yo como pretexto para empezar a hablar con mi padre, particularmente de la familia, de la relación de él con su padre, que es un poco el foco ahí. Creo que, en el fondo, esa película fue motivada por la muerte de mi madre, que justo ocurrió cuando estaba por hacerla, aunque ella ni aparezca en la historia. La televisión y yo es una película que me llevó muchos años, entre otras cosas porque en el medio dejé la película inconclusa para armar el BAFICI, en el que estuve trabajando dos o tres años. Recién después de un tiempo pude retomarla. Y al volver a encarar la película después de dos o tres años, me di cuenta de que esa historia que yo estaba contando no era sólo sobre los orígenes de la televisión en la Argentina y sobre quién había sido el que trajo la televisión a la Argentina, el empresario Jaime Yankelevich, quien tenía en ese momento Radio Belgrano. En esa época la radio era como hoy es quizás la televisión. Me interesaba en particular la relación que Yankelevich tenía con Perón… En fin, esa mezcla de vidas familiares, política, intereses empresariales… Eso me parecía rico. Pero me di cuenta de que mi interés por Yankelevich y esa familia, por sus conflictos, por lo no dicho, por lo que se cuenta como leyenda familiar y lo que no se cuenta… ese interés era, en buena medida, porque me hacía pensar en mi propia familia. Entonces, cuando retomo el proyecto, cambia completamente y se vuelve La televisión y yo en un sentido más pleno del yo. En la primera encarnación del proyecto, yo era simplemente el narrador. Y de pronto me dije: bueno, pero todo esto que yo estoy pensando, estas asociaciones que tengo en la cabeza cuando hablo de Jaime Yankelevich, las tengo que completar para el espectador. Y ahí es donde tomo un poco ese influjo de la literatura de un Naipaul, o de escritores como Hanif Kureishi o Jamaica Kincaid, sobre todo la tradición inglesa o anglo, y también cierta literatura del inmigrante, o del hijo o la hija de inmigrantes. La historia familiar ahí cobra un sentido político también. Además a mí me venía interesando hace mucho la literatura autobiográfica, los diarios… Por ejemplo, el otro día encontré en mi biblioteca este librito de André Gide, un escritor que hoy está completamente olvidado. Pero yo lo estudié en la facultad, y fue muy importante a principios del siglo XX. Él tenía una novela, que era como una novela total, que se llamaba Les Faux-monnayeurs, traducida como Los monederos falsos —pero en realidad está mal traducida, porque el título debería ser Los falsificadores de moneda o simplemente Los falsificadores. En esa novela hay un personaje escritor, que tiene un diario, incluido en la novela. Y obviamente es un alter ego del autor, de André Gide. Pero además, Gide publicó después este librito, Le journal des Faux-monnayeurs, que es el diario de Los falsificadores, donde cuenta el proceso de escritura de la novela y cómo toma elementos de su propia vida. Por otra parte, Gide también tenía un diario, que publicó y que fue uno de los primeros diarios importantes del siglo XX. Gide era homosexual… y en ese diario había una especie de coming out. Sin ser gay, yo tomo ese elemento de que en la narrativa —ya sea literaria o cinematográfica— el uso del “yo” tiene que tener algo de coming out, tiene que revelar algo un poco oculto, mostrar alguna cosa que no sea fácil, que sea un poco incómoda para el propio autor. Creo que eso además genera algo a su vez en el espectador o en el lector, como una cierta incomodidad, que empieza a remover también sus propios sentimientos en relación a su propia vida o a su propia familia. Confieso que casi me interesa más el Journal des faux-monnayeurs que Les Faux-monnayeurs. Esa es una especie de vicio que yo tengo. Por ejemplo, hay otro libro que tengo por ahí, de Thomas Mann, que es algo así como Cómo escribí el Doktor Faustus. Y yo no leí el Doktor Faustus, pero leí Cómo escribí el Doktor Faustus. A veces me interesa más lo lateral que el objeto principal. Las obras menores, que aparentemente no hacen más que comentar la obra mayor, me resultan más próximas, más inspiradoras.
Álvaro Bretal: Bueno, igual hay tiempo para leer Doktor Faustus…
ADT: Podría seguir y seguir y seguir con este tema. Porque otro elemento en este descubrimiento de la primera persona es que yo en algún sentido me choqué contra los límites del documental más convencional. O sea, yo tuve la experiencia al hacer una película llamada Prohibido, un documental sobre las experiencias de escritores, periodistas, intelectuales y artistas durante la dictadura, en la que muchas veces era más interesante lo que me contaban fuera de cámara que el supuesto “testimonio”. Todas las dificultades para hacer la película terminaban resultando más interesantes que lo que efectivamente conseguía… Por ejemplo, para mí era muy importante obtener testimonios de las personas que hubieran de alguna manera colaborado desde el mundo cultural con la dictadura, que por supuesto había muchísimas. Ni siquiera se trataba necesariamente de personas condenables, o sea, también se trataba de sobrevivir. Yo quería ponerme en los zapatos de la persona que tiene que decidir, resolver ese dilema. Y fue dificilísimo, porque nadie quería hablar de eso. Por ejemplo, estuve a punto de conseguir una entrevista con Mariano Grondona, pero para charlar, no para grabar. Grondona había sido un periodista muy importante en la televisión de la dictadura, pero en aquel momento, en los 90, había incluso hecho una especie de mea culpa. Después de todas las idas y vueltas y negociaciones telefónicas con él… finalmente se arrepiente y, para sacarme de encima -yo era un poco insistente- me deja un mensaje muy enojado, casi una amenaza, de que no lo moleste más. A mí ni se me ocurrió en ese momento usar ese mensaje que tenía en el teléfono, o contar esa pequeña historia lateral de mi investigación. Pero hubiera sido válido. Todo eso creo que hubiera sido muy elocuente acerca de la vigencia del miedo, de cierto tabú alrededor de la verdad de lo que fue vivir la dictadura. Hubiera sido una forma de contar la verdad, o en todo caso, de hablar de las dificultades de los individuos y de la sociedad para admitir la verdad… No el cuentito de que había unos militares que aterrizaron en un ovni y la inocente sociedad argentina no tuvo nada que ver. Entonces ahí sentí que realmente hubiera sido un buen recurso tener una narrativa en primera persona, para poder contar yo mismo esas cosas que me estaban pasando, darle voz a lo que nadie quería contar. En ese momento no supe hacerlo. Esas dos cosas —por un lado esta posibilidad de reflexionar sobre el propio proceso de realización del documental; por otro lado todo lo que les acabo de contar de lo que faltaba en La televisión y yo, que tuve que reponer, lo que yo tenía en la cabeza pero no estaba en la película— me llevaron a hablar en primera persona y hablar de mi familia.
AB: Acá aparece esta cuestión del fracaso de la empresa de hacer una película. Lo que comentás en relación a [Nick] Broomfield en Cuadernos y demás. Qué pasa cuando todo empieza a fallar.
Nos parece que hay un juego interesante entre 327 cuadernos, al reflexionar sobre la relevancia del diario íntimo como laboratorio de experimentos o experiencias, y luego la decisión de publicar tus propios diarios, bajo el nombre de Cuadernos. Nos interesaba saber si la realización de ese documental, 327 cuadernos, repercutió en tu práctica de escritura cotidiana o tuvo algún impacto…
ADT: Sí. Te diría más: desde que lo conocí a Ricardo, él tuvo un impacto muy grande sobre mi manera de entender la literatura, por supuesto, pero también el cine, y en términos más amplios, la narrativa. De hecho, más de una vez le he mostrado películas en proceso y él siempre me ha dicho cosas muy útiles. Y fue por esa relación de amistad y de trabajo compartido, también, que él accedió a que yo lo filmara. Había mucha confianza también. Cuando era muy chico, y estaba leyendo a André Gide en la universidad en Inglaterra, me cayó un libro que me mandó mi amigo Daniel Link cuando yo estaba en Inglaterra [muestra un ejemplar de Respiración artificial]: “Oxford, octubre 1981”, anoté. Piglia era un escritor desconocido para mí. Lo abro, empiezo a leer… “¿Hay una historia?”, es lo primero que pone. Y digo, “¿cómo va a empezar el libro así?” Entonces, eso ya fue una influencia, la primera oración suya que leí. ¿Cómo el tipo está empezando una novela y no sabe si hay una historia? Se trata de contar la historia y, a la vez, reflexionar sobre el hecho de estar contando esa historia, qué implica. También, dicho de paso, es una historia recontra familiar, cosa que no se tiene muy en cuenta a veces al pensar en Piglia. Él tiene toda una cosa muy autobiográfica, de su familia, del tío, de la madre. Por lo que yo sé, muchas de esas historias las pone en las novelas tal cual. Inclusive en otras novelas, aunque por ahí tienen nombres cambiados y eso, Ricardo también se basa mucho en elementos familiares, reales. De hecho, los problemas que tuvo con Plata quemada tuvieron que ver precisamente con eso: los juicios que le hicieron los descendientes o parientes de los personajes de la novela, que nombra con nombre y apellido pero, a la vez, se permite inventar muchas cosas. Eso también fue una influencia. Y por supuesto ver cómo trabajaba los diarios de cerca también me dio cierta libertad para mi propio trabajo. Por ejemplo, acá en el libro [Cuadernos] no hay fechas, el orden es totalmente a-cronológico. Son como piezas sueltas que terminan formando un todo, donde lo que menos importa es cuándo escribí cada una… Primero eran muchas más; después, con la ayuda de Gonzalo Castro y Sebastián Martínez Daniell, que fueron los editores del libro y tuvieron un rol muy importante… ellos me ayudaron a darle una estructura y encontrar un tono. Yo lo tenía dividido en secciones, era un poco más formal. Y ahí terminé de decidirme por sacar todo eso y empezar de una forma más autobiográfica. O sea, siempre poniendo cosas que ya existían en los cuadernos, pero que por ahí en un primer momento había descartado. Y sacando otras que me gustaban pero que terminaban poniendo un énfasis que no era bueno. El libro fue escrito, en algún sentido, sin pensar que estaba escribiendo un libro. De hecho hay cosas que anoté en el cuaderno hace años, sin saber por qué. Creo que empecé, sin saberlo, desde que empecé a llevar a los chicos al colegio temprano y después me iba a tomar un café con un cuaderno y me ponía a escribir algo. Siempre supe de la existencia de los míticos cuadernos de Ricardo, cuya existencia algunos ponían en duda. Pero sí, ver la libertad con la que Piglia de pronto le asigna toda su vida a un personaje de ficción… A mí me pareció rarísimo que hiciera eso. Pero entiendo. Lo cuenta en 327 cuadernos, cuando todavía no había tomado esa decisión, que para él era fuerte, porque entonces todo lo que era verdad —y casi todo lo que está en el libro creo que es verdad, o por lo menos es un registro, es real— se ponía en duda. Él decía que eso le interesaba, ese efecto que tenía sobre el lector, que lo hacía preguntarse: “¿qué es esto?”. Y eso es algo que en general a mí me interesa mucho también, cuando leo un libro o cuando veo una película; cuando tengo esa sensación -“¿Qué es esto?”-, eso es lo que más me gusta.
MP: Tomando esta idea del registro, que aparece mucho en 327 cuadernos —pero también aparece con frecuencia en otras películas, por ejemplo en Montoneros, una historia, cuando Ana se pregunta qué registro va a quedar de los sucesos histórico-políticos que le tocaron vivir—, nos interesaba preguntarte qué importancia tiene para vos la idea de un registro cuando trabajás un proyecto cinematográfico.
ADT: Bueno, el documental es medio eso, ¿no? Sin embargo hay algo raro que le sucede al registro, con el tiempo. Creo que eso es algo increíble: cómo lo que uno mismo registró en un momento, pensando que registraba una cosa, el tiempo termina revelando que registró otra cosa. Y te doy un ejemplo: en Ficción privada hay un material, que no es estrictamente la escena tal cual estaba montada, pero es el mismo material. Es un material tomado de La televisión y yo, donde visitamos la vieja fábrica de SIAM con mi padre. Y cuando filmamos eso… o sea, la idea era que estábamos filmando lo que había dejado de existir, o que había desaparecido o había muerto, y solo quedaba una ruina: era la fábrica SIAM, y el proyecto de mi abuelo, y mi padre decía: “Bueno, siento como si esto fuera, de alguna manera, un hijo abandonado”. Era fuerte que dijera eso, porque él le había dado la espalda a su rol en la empresa. Pero no sé cuántos años después, veinte años después, con mi padre muerto, para mí esa escena habla de otra cosa. Habla, básicamente, de que él no está más, y de que él es un fantasma, que ronda un escenario fantasmal.
AB: Sí, es algo que pasa mucho con las fotos. Es muy chocante.
ADT: Es impresionante, y uno siempre se lamenta: “Ay, por qué no filmé…”. Yo, por ejemplo, tengo ese material que incluyo también en Ficción privada, que filmé cuando volví a la Argentina en 1983, antes de las elecciones; filmé un poco por el centro, por la calle Corrientes, y hay un plano muy lindo de la calle Corrientes, donde se ve el Bar La Paz, y [ahora] digo: “Ay, por qué no filmé más…”. Porque no, porque en ese momento estaba haciendo un corto, y quería esa especie de momento urbano para… había una voz en off de Borges, nada menos; lo había grabado yo mismo. Ese es un corto que dejé ahí, medio sin terminar, nunca se lo mostré a nadie porque me daba vergüenza. Pero ese plano de la calle Corrientes ahora me parece de lo más hermoso que filmé en mi vida.
AB: Pero es algo que pasa mucho: uno muchas veces no registra porque no parece relevante en el momento. Solamente con el tiempo… Y con la escritura pasa algo parecido. Cuántas veces uno no escribe cosas que le ocurrieron, pensando: ¿qué relevancia puede tener dejar registro de esto para dentro de cinco años o cinco meses? Y muchas veces sí tiene relevancia.
ADT: Bueno, eso sí lo descubrí hace un tiempo. Por eso empecé a escribir más sistemáticamente estos cuadernos. Yo por ahí antes escribía en forma de ideas sueltas en un cuaderno suelto, pero hace cosa de diez, doce años, empecé a escribir todos los días, con la confianza de que, a veces, simplemente describir algo de ese momento puede tener sentido… Eso es algo genial del cuaderno, empezás a escribir sin saber qué vas a escribir. Yo a veces me pregunto “¿por qué estoy escribiendo esta boludez?”, porque realmente: “Llevé a Lola al colegio, estoy tomando…”. Pero entonces trato de al menos registrar algo… Eso creo que también lo aprendí de Piglia, registrar algo de la atmósfera del lugar, algo que sirva para evocar el lugar… una imagen, colocar una imagen. No sé, está lloviendo, miro por la ventana, y de pronto aparece un paraguas rojo que estalla. O tratar de describir cómo entra la luz en el café, a través de la vibración de las hojas de un árbol, y cómo eso desparrama luces y sombras sobre la mesa. Ese tipo de imágenes son las que, después de rescatarlas para el libro, siento que le dan a cada entrada como una sensación un poco más táctil, sensorial, la sensación de un lugar concreto, de… no sé, como que te anclan en una cierta realidad. Inclusive es como un momento donde también a veces el lector se puede llegar a preguntar: “¿Por qué estoy leyendo esto?”. Pero eso generó quizás una pregunta o un momento de duda donde también el lector puede entrar. Yo creo que eso es muy importante en la narrativa, ya sea cine o literatura. Yo hablo de literatura como si supiera (risas). Pero se trata de generar esos espacios, básicamente, a través de imágenes y sonidos, que dan como un respiro. Y es por ahí donde los lectores pueden tener acceso, como si el universo del libro se abriera y ellos pudieran entrar.
AB: A su vez, a mí me parece que en el caso de Cuadernos, o de este tipo de escritura en general, lo interesante es que eso no funciona en un nivel secundario, como muchas veces pasa en las novelas o, en el caso del cine, en las películas más —digamos— narrativas. A veces en una película esos pequeños momentos más evocativos, como pasajes de transición o cosas así, son los más interesantes. Y a mí me parece que, tanto en tu cine como en Cuadernos, eso tiene una relevancia, un lugar preponderante.
ADT: Y yo creo que cada vez más. O sea, estoy aprendiendo cada vez más a valorar eso. Creo que antes me agarraba un poco de ansiedad narrativa. Yo no hago un cine contemplativo. O sea, no hago Béla Tarr ni hago [Andréi] Tarkovski ni [James] Benning. No sé, me gusta ese cine, pero soy un poco más ansioso, me preocupa más el espectador… Quiero contar historias. Este libro tiene, por cierto, esa característica de diario o cuaderno de apuntes. Pero creo que en el fondo es como si fuera una colección de historias, de short stories. Está el eje mío más autobiográfico, familiar, pero después son toda una serie de cuentos. Es decir, it happens to be real... sucede que son cuentos de cosas reales, o sea: personas que yo he conocido, o a veces no he conocido pero que me he enterado de sus historias, o he leído sus biografías. Pero yo tengo un instinto que es el de contar. Y a veces ese instinto para contar se puede llegar a pelear con esto del hacer pausas para dejar entrar al espectador o al lector (ahora tengo que hablar así: de mis lectores y mis espectadores). Yo no suelo ver mis películas una vez que las termino, pero alguna vez que en alguna retrospectiva me tocó asistir al comienzo o al final de una película, me asombró lo rápido que iban mis viejas películas. Veo, no sé, Montoneros, una historia, y me asombra: pa pa pa pa: no para. A pesar de que tiene momentos de pausa, que están en función básicamente de la emoción que se produce. Pero, bueno, Montoneros, una historia es una película ultra-narrativa. De hecho mucha gente me dice que es mi mejor película, lo cual es deprimente, porque la hice hace treinta años (risas).
AB: Uno quiere pensar que aprendió cosas, y la gente te dice que no.
ADT: No, no: ¡desaprendí! Pero sí, por supuesto que también involucra a las personas de otra manera esa narrativa, y eso siempre me interesa: que la historia, o las escenas que estoy hilando y que cuentan una historia o arman un desarrollo, involucren al espectador emocionalmente. Eso siempre me interesó, porque me interesa a mí como experiencia de espectador. Pero creo que cada vez valoro más el poder de la escena, o de la simple sucesión de planos, en el sentido exclusivo de imagen, sonido, clima, atmósfera, fuera de un relato más directo, y cómo eso te afecta de una forma más sutil, o como sumatoria de pequeños detalles que igual producen una emoción profunda. Es muy difícil el montaje: darse cuenta cuándo una pausa está de más, cuándo es necesaria… Por eso es tan difícil y lleva tanto tiempo el montaje de las películas que hago. En ese sentido, tuve la suerte de contar con buenos montajistas, como Valeria Racioppi, que me acompañó en las últimas, que es realmente sensacional. Ella tiene un sentido muy intuitivo, creo, que yo también comparto, de cuándo parar, cuándo acelerar, los cambios de ritmo, que no sea no todo igual. Muchas veces eso implica que algunas de las mejores escenas, o las escenas que a uno más le gustan o más aprecia, queden afuera, porque no obedecen a esa composición, a ese tira y afloje entre narración, contemplación…
MP: Por otro lado en Cuadernos vos decís sobre tus entrevistas que son como verdaderas conversaciones, y que a través de los años empezaste a montarlas para que esa interacción se fuera colando más. Pensaba en esto cuando decías recién lo de pensar lo emocional en el clima y las imágenes. ¿Esa mirada sobre el rol que cumplen las entrevistas en tus películas impacta cuando las filmás?
ADT: Sí. De hecho creo que llegué a ser muy buen entrevistador. Bueno, también yo trabajé bastante en televisión, en Estados Unidos, en Inglaterra, y creo que desarrollé bastante esa capacidad como entrevistador de, básicamente, saber callarme. Eso es algo increíble. Porque estás hablando con alguien, y el simple hecho de callarte la boca… que es medio antinatural, porque en una conversación normal hay algo que creo que los lingüistas llaman la condición fática del lenguaje. Es decir: “Bueno, acá estamos conversando…”, cómo mantener viva, caliente, la situación misma de la conversación. Y esto es lo contrario: callarse. Entonces el interlocutor a veces se ve obligado a tapar el silencio, y lo tapa con cualquier cosa que le sale, que no era lo que tenía previsto decir; o sea, se sale del guión. De todos modos últimamente cultivo cada vez menos la entrevista en mis películas.
AB: En el libro nombrás a Coutinho, y el tema del silencio en sus entrevistas es impresionante: la emocionalidad generalmente aflora en esos momentos, cuando hay silencios.
ADT: Bueno, en realidad el cine de Coutinho se parece muy poco al mío, pero para mí fue una influencia enorme. Por entender esto: él decía, con todas las letras, que no hay realmente entrevista: hay escena, y lo que hay es encuentro. Lo que registra el documental es el encuentro entre una cámara o un equipo de filmación, y las personas que están delante de la cámara. Es un encuentro. No es un registro solo de las personas que están delante de la cámara. Él insistía mucho en eso.
Después, me encanta que Coutinho se ponía a sí mismo reglas absurdas. Primero, en cada película, cada vez usar menos elementos. Es decir, no usar más movimientos de cámara, no usar más zoom, no usar más escenas de relleno (el manual del documental dice que, si vas a hacer una entrevista con alguien, vos aparte lo filmás preparando un café o caminando, mucho caminando, jaja). Y él empezó a hacer cada vez menos de eso, y al final era solo la persona, inclusive en un escenario vacío, hablando. Con él, siempre hablando con él, donde las intervenciones de Coutinho eran tan importantes como las del “entrevistado”. Y después se ponía reglas como: no alterar el orden cronológico del rodaje. No se podía alterar. Porque uno muchas veces genera material, y después hacés lo que querés, como yo hice con el libro. Lo que escribiste hace diez años va después de lo que escribiste hace tres meses. Pero a él le parecía que esas limitaciones lo ayudaban a hacer la película; si no, no sabía por dónde empezar.
Otra regla de Coutinho que me encanta es: “evitar los contrastes”. O sea, en general en el documental uno busca los contrastes, ¿no? Fulano dice “blanco”, y ahora quiero a alguien que diga “negro”. Y eso genera chispas. Pero para Coutinho eso era hacer trampa, porque la vida no es así. Entonces —y esto referido a Edificio Master, que es una gran película—, si hay una persona blanca no puede después venir una negra y que eso sea en sí mismo un contraste y digamos: “ah, al blanco le gusta esto, al negro lo contrario”. Ese montaje de contrastes hace que las personas se conviertan en “representantes”, cuyos dichos solo dependen del contraste con el representante de otra categoría. Lo que dice el negro solo tiene sentido en función de lo que dijo el blanco. Eso es muy del género documental. Pero a Coutinho solo le interesaban los individuos.
Bueno, trabajaba con toda una serie de reglas así, es bastante increíble, me parece muy interesante como método. No como “deber ser”, sino como un método, como un camino posible. Porque, realmente, el problema del documental es que podés hacer cualquier cosa. A mí esa es justamente una de las cosas que me atrajo al documental: sentí que era un territorio bastante libre. Esta es una idea muy simplificada, y creo que las cosas han ido cambiando mucho, pero en el documental podés hacer cualquier cosa. Podés contar una historia, o no. En una película de ficción es más difícil no contar una historia. Y, aparte, un poco la tenés que imaginar de antemano, mientras que en el documental no: vos salís, filmás lo que sea, y después te las arreglás, le das el material a Valeria y… (risas).
AB: Y que ella se maneje…
ADT: No, no, yo no hago eso, es un chiste. Pero sí es verdad lo de la libertad. Pero entonces uno necesita, a veces, reglas para empezar a proceder, y después se empieza a armar algo de acuerdo a esas reglas, que empieza a tener cierta lógica. Negarse a hacer ciertas cosas también es muy importante. Pero insisto, no por una cuestión de ética —que también puede haber en algún caso—, sino básicamente como método, como método que te permite avanzar, te permite construir algo. Después lo podés destruir, ¿no? Yo muchas veces construyo algo en el montaje, y después trato de romperlo un poco, a ver qué resiste, qué no, dejarlo medio roto.
AB: Bueno, hace unos años le habían hecho a muchos cineastas esa pregunta de “si tuvieras un presupuesto ilimitado, ¿qué filmarías?”. Y muchos decían que lo peor que te puede pasar es tener un presupuesto ilimitado.
ADT: Bueno, no, no estoy de acuerdo (risas).
AB: Claro, la necesidad de tener ciertas imposiciones internas o externas, digamos.
ADT: Sí, mejor que sean internas.
AB: Mejor que sean internas, sí. Bueno, lo de Coutinho da para mucho. Porque aparte me acordaba de Las canciones, por ejemplo: pasa algo que permite alumbrar los pequeños espacios de construcción… construcciones del formato documental que están muy aceptadas, donde en Las canciones es absolutamente natural que la gente entre caminando desde atrás y se siente en la silla —resulta muy extraño viéndolo en el documental. Uno está acostumbrado a que abre plano y ya tenés a la persona sentada. Y Coutinho hace que entre, digamos. Y ahí te permite revisar todas esas construcciones que uno da muy por sentadas.
ADT: Sí, sí. Yo creo que él siempre, sin subrayarlo, tenía esa cuestión de señalar que estaban filmando, no asumir ninguna ilusión de transparencia. En Edificio Master, por ejemplo, al principio hay un plano del equipo de filmación entrando por un pasillo. Después no sé si hay mucho más, pero con eso alcanza… Bueno, por supuesto está siempre la voz de él, ¿no? Pero es como que hace alusión siempre al hecho de que esto es una película. Y tiene que ver con esta idea de que vos como espectador tengas presente que esto es un encuentro.
MP: Tal cual.
AB: Después había un tema que a mí particularmente me parecía interesante en tus películas que es el tema de los formatos: siempre son muy ricas, en el sentido de que siempre aparecen filmaciones en video, fotografías, material de archivo de distinto tipo y demás, que es, digamos, una de las distintas formas en que el pasado se hace presente en las películas. ¿Es un interés particular tuyo que surge ya desde los proyectos de las películas?, ¿a priori te interesa trabajar con diversos formatos? ¿O es algo que aparece por necesidad de los temas que trabajás?
ADT: Sí, la necesidad tiene cara de hereje. No, me parece que sí surge por necesidad, pero a la vez yo un poco lo tengo en cuenta. En 327 cuadernos hay una escena que no está filmada, que es la primera vez que Ricardo me muestra los cuadernos, y me da uno en las manos, entonces siento que es como el santo grial, viste, porque más de uno decía que no existían. Y lo primero que pasa es que abro el cuaderno y se caen un montón de papelitos al piso. Un papelón. Pero a partir de ahí yo vi que en los cuadernos él guardaba cosas —primero un poco accidentalmente, y después creo que ya más deliberadamente—, como una especie de archivo personal de cosas que a él le despertaban recuerdos. Al final de la película aparecen algunos de los más vistosos. Por ejemplo, había un recibo de una guardería de muebles, de la época de la dictadura, y… claro, vos ves eso y, bueno, no es nada. Pero a él le disparaba todo un recuerdo, todo un episodio en el que vinieron a buscarlo y él justo se escapó por la puerta de atrás… toda una especie de aventura. Después, unos amigos o compañeros de él, meses después, fueron a ese departamento, sacaron los muebles y los guardaron a su nombre para que él, después, en algún momento, los pudiera recuperar. Entonces se quedó con el recibo. Yo pensé en un momento: “bueno, estaría bueno hacer la película toda con esos papelitos, como único material de archivo”. Pero en realidad no había tanto, y no era tan vistoso. Es decir, yo agarré todo lo más vistoso y lo puse al final de la película, pero no había tanto. Entonces dije: “no, la película no se va a sostener con esto, necesita otra vida”. Ahí pensé… bueno, material de archivo.
De casualidad me enteré que acababan de recuperar de unos volquetes, en la basura, una cantidad de latas que contenían descartes de un noticiero. Porque creo que hasta el año ‘82, los exteriores de los noticieros se filmaban en 16mm reversible, o sea que no hay negativo, y eso rápidamente se procesaba, se cortaba un minuto, o distintas tomas cortas de ese material, y lo emitían esa noche. Después, lo que no habían usado se guardaba en las latas, hasta que años después lo tiraron a la basura. Entonces ese material eran descartes. Pero estoy seguro de que es más interesante que lo que se emitió, porque de pronto hay planos más largos —un plano de dos minutos, tres minutos enteros—; me imagino que el material editado eran todos planos de diez segundos o menos. Eso me pareció que era una analogía, en algún sentido, de los papelitos, inclusive del diario mismo. Como si el diario fueran los descartes de la novela del escritor. Por un lado está eso; después, yo tenía la idea de que… bueno, Piglia no tenía nada, nada de material fílmico en la familia, y poquísimas fotografías. Esta ausencia, que también es un límite, una carencia, me obligó a encontrar alguna solución. Entonces dije, “voy a buscar material casero de películas familiares que me pueda servir para evocar ciertos momentos”, y encontré una cosa increíble —soy como el conejo del meme que dice “tenemos”: encontramos…—; en realidad, Andrés Levinson, que es el que hizo la búsqueda de archivo, encontró una mudanza de una familia de fines de los años ‘50, que es cuando se muda Ricardo y su familia de Adrogué, donde él nació y se crió, a Mar del Plata. Es un poco una especie de exilio del padre, que era médico, peronista, y estuvo preso. Cuando lo sueltan, en Adrogué, que era un pueblo chico, medio que le hacen el vacío, y se tiene que ir. Ese es como el relato de iniciación, o mito de origen, del escritor Ricardo Piglia, que en ese momento se pone a llenar los primeros cuadernos. Y de pronto apareció este material increíble, que parecía estar ilustrando eso. Es decir: el espectador puede llegar a pensar que la familia de Ricardo filmó ese momento. Pero no es la familia de Ricardo, es de una familia anónima. Es un material perdido, es decir, encontrado.
Después, progresivamente, a lo largo de la película, el material de archivo va perdiendo anclaje en la realidad concreta de lo que está contando Ricardo, o de lo que aparece en los diarios, y empieza a tomar vuelo, cobrar una dimensión metafórica, hasta esa filmación que hizo un tipo, un milico, de un ejercicio en el que tiraban perros en paracaídas en la Antártida. Y Ricardo no estuvo ahí, en la Antártida, con los perros paracaidistas… (risas) Pero en ese momento de la película es como que pega. [El material] está hablando de un clima emocional, además de ser muy bello. Entonces, toda esta larga respuesta es para explicar que sí, las cosas surgen de una necesidad, no son planificadas, pero por ahí de alguna manera yo sé que algo inesperado va a pasar, y en el medio estoy esperando que pase para ver qué se me ocurre, qué solución encuentro. Pero son casualidades.
MP: Está bueno esto que decís de este material que encontraste de otra familia o esas raíces más metafóricas, porque me recuerda, en Cuadernos, cuando hablaste del proceso de montaje de Fotografías, por ejemplo, y te preguntás cómo contar lo que no está filmado.
ADT: Bueno, esa es una de las cosas más difíciles que existen. Hablaste antes de registro, pero uno de los grandes desafíos del documental es cómo filmar lo que no está registrado, cómo evocarlo. Cómo filmar la ausencia, en algún sentido, y evocar la presencia. Por eso yo creo que, curiosamente, el documental tiene algo de fantasmagórico, ¿no? Quizás el cine lo tiene, también. La idea de que estamos viendo, en la pantalla, personas que no están ahí, que por ahí inclusive están muertas… Pero nosotros reaccionamos como si esas personas estuvieran vivas, como si estuvieran ahí, presentes. Les están pasando cosas y nos preocupamos o nos emocionamos o nos da miedo. Y además, ni hablar de todo lo que nos pasa con esas imágenes de esas personas en términos más subjetivos, de proyectar nuestra propia vida en esas imágenes, identificarnos. Todo eso es una fantasmagoría.
AB: Hablamos un poco del montaje, de los formatos… Hay otra cuestión que nos parecía interesante que tiene que ver con el sonido. Yo fui enganchando en Cuadernos varias referencias al sonido en distintas películas y en distintos cineastas: en [Alberto] Fischerman, en [Lucrecia] Martel, en [José] Val del Omar… y cuando hablás de Val del Omar, en esa entrada del cuaderno, decís: “nunca pude experimentar todo lo que hubiera querido en la banda sonora de mis películas”. Considerando que esa entrada del cuaderno parece ser más o menos de hace unos diez años, ¿creés que pudiste concretar esa preocupación por el sonido o por la banda sonora en películas posteriores?
ADT: Sí, probablemente. Creo que cada vez le presto más atención a la potencialidad expresiva del sonido. Igual, siempre sueño con hacer cosas que no llego a hacer, muchas veces por cuestiones presupuestarias, y a veces por cuestiones de método, que nunca termino de resolver. Y esto sí tiene que ver, a veces, con trabajar con muy bajo presupuesto, de forma un poco artesanal. Por ejemplo, creo que Lucrecia Martel en algún sentido descubrió el sonido, porque en La Ciénaga… Obviamente había algo en ella que la llevaba para ahí, y creo que ella también ha dicho que La Ciénaga puntualmente nace del recuerdo de la música, en algún sentido, de los cuentos que le contaban cuando era chica, a la hora de la siesta. No tanto las historias en sí, sino esas voces, esa música, ese clima. Creo que con La Ciénaga le salieron distintos fondos, del Instituto Sundance, de la televisión japonesa, y después apareció otro fondo de Francia que… bueno, ya tenía casi completa la financiación de la película, pero tenía este dinero de Francia que tenía que gastar con una compañía francesa. Entonces tuvieron como tres meses en Francia para hacer la edición y la mezcla de sonido de La Ciénaga, y ahí ella pudo empezar a probar cosas. En general uno llega a la mezcla y tenés unos días, y tenés que resolver, y ya toda la producción llega con la lengua afuera, con los caballos cansados. Entonces no es el momento de ponerse a experimentar, probar cosas, sino más o menos lograr que la cosa suene bien. Eso es una limitación. Yo siempre pensé: “qué lindo sería…”.
Otro cineasta amigo, José Luis Guerín, dice que él lo que hace a veces es: después de filmar, hace un “rodaje de sonido” con la sonidista. Se pasan dos o tres semanas en las mismas locaciones donde estuvieron filmando, pero solamente para buscar sonidos, para no depender de las famosas bibliotecas de sonido. Y ahí aparecen muchas ideas. Porque el sonido también es, fundamentalmente, la forma de trabajar el fuera de campo, que es una de las cosas básicas del lenguaje cinematográfico. Lo que no se ve es tanto o más importante que lo que se ve. Esto lo sabían perfectamente los directores de cine de terror clásico: si no mostrás al monstruo, te da más miedo que si lo mostrás. Mejor mostrar la cara de la chica asustada. O no, o simplemente la cara, sin que ni siquiera esté asustada. Es como que el fuera de cuadro y los ruidos generan en el espectador algo indefinible que de otro modo sería obvio. En ese sentido, el sonido me parece que es clave, mucho más de lo que se cree.
Yo no estudié cine, entonces empecé a filmar haciendo muchas torpezas… qué sé yo, empecé como periodista, y no tenía mucha idea de ciertas cosas específicas del lenguaje del cine, si bien era un espectador de cine, de hecho era muy cinéfilo, más que ahora. Pero el sonido es siempre el pariente pobre del cine. Muchas veces se empieza un proyecto y hay una persona que va a hacer el sonido directo o la dirección de sonido, pero esa persona no necesariamente está involucrada en el proyecto de entrada. Y, sobre todo, no participa del montaje. Para mí sería muy útil que el sonidista empiece a trabajar en el montaje, pero por cuestiones económicas, financieras, de cómo se arma una producción con pocos recursos, eso casi nunca es posible. Pero a mí me parece que sería fundamental, porque entonces uno también estaría editando con una idea de sonido más desarrollada, usando plenamente el sonido. Digamos: yo sé que esto es así, entonces en el montaje tratamos de hacer alguna especie de maqueta-borrador del sonido. Pero no es lo mismo, no tenemos los mismos recursos. A mí me gustaría, sí, hacer una película donde, desde la producción, sea cincuenta por ciento imagen, cincuenta por ciento sonido. Es más: cincuenta y uno por ciento sonido.
MP: Por un lado hablamos ya de las limitaciones o del fracaso del documental. Y [queríamos] preguntarte si tuviste algún proyecto cinematográfico puntual que haya fracasado al punto de no ser continuado.
ADT: El otro día justo pasé por donde quedaba antiguamente Página/12, y me acordé de que iba ahí a hablar con Fernando Sokolowicz, que era el director en esa época de Página/12, en los años noventa. Íbamos a hacer con él una serie documental. En esa época —es increíble pensarlo ahora— había muy pocos documentales, así que teníamos todo el campo libre (risas). Nadie había hecho un documental sobre nada, prácticamente. Entonces la idea era hacer documentales sobre ciertos temas relacionados con la política, en algún caso, o la sociedad. Y el primero que empezamos a hacer, de hecho, era una biografía de Perón.
Yo ya había hecho Montoneros, una historia, que a él le gustó mucho, entonces empezamos a filmar ese documental sobre Perón. Y entrevistamos a un par de personas: a Jorge Antonio, que era como una especie de financista de Perón, un personaje bastante misterioso, que lo conoció muy bien, y en la mala. Fuimos también al Riachuelo, ahí en Avellaneda, con Cipriano Reyes. Cipriano Reyes era un viejo sindicalista, fue uno de los constructores del 17 de octubre; tiene un libro que se llama Yo hice el 17 de octubre. Pero después cayó en desgracia.
Bueno, hablamos con mucha gente y llegamos a hacer una semana de rodaje, pero después no sé qué pasó, de pronto Sokolowicz nunca más me atendió el teléfono. No sé que pasó. O sea, no es que vio el material ni nada. No sé, cambió de idea, sin avisar… Al final abandonamos el proyecto. Pero el otro día un amigo me decía que tendría que volver a mirar ese material. Yo lo dejé como un fracaso total, porque con eso no hacíamos una película ni en broma. Eran dos charlas con dos viejos. Pero quizás ahora, así como yo utilicé materiales descartados en Ficción privada, y creo que le dan como cierta potencia por este valor agregado que le da el tiempo al material registrado, capaz… Entonces ese es un proyecto que quedó inconcluso. Después hubo muchas ideas, muchos proyectos que también quedaron inconclusos, por supuesto, pero en una instancia anterior, de guión o proyecto. Uno siempre anda con diez ideas dando vueltas. Pero esa fue la única película que empecé a filmar y no terminé.
AB: También en La televisión y yo decís: “Ahora se me ocurre que tendría que hacer un documental sobre mi propia familia”, y años más tarde hacés documentales sobre tu familia. ¿Tenés algunos otros proyectos o preocupaciones vinculadas con tu familia o con tu identidad que te gustaría trabajar en películas futuras? ¿O es como una especie de ciclo cerrado con Ficción privada, o…?
ADT: Eso quisieran (risas).
AB: Personas que no vamos a nombrar.
MP: Por diez años…
ADT: Yo dentro de diez años tengo un proyecto (risas). No, es como una broma que tenemos a veces con los amigos, con Valeria Racioppi por ejemplo, y con Gema Juarez Allen, mi productora. Yo en 327 Cuadernos les dije: “bueno, esta película se va a hacer sólo con la voz de Piglia, o sea, yo no voy a estar”. Por circunstancias fuera de nuestro poder, por la enfermedad de Ricardo, me vi obligado a asumir la voz narrativa. Y en Ficción privada también, iba a leer esa carta que yo le escribí a mi padre, que está al final, pero nada más. La historia la tenían que contar las cartas que se escribieron mis padres cuando eran jóvenes. Pero después me di cuenta de que las cartas solas no se entendían. Necesitaban un marco narrativo. Y, de vuelta, una cierta exposición personal, qué me pasaba a mí con esas cartas, una cierta reflexión sobre esos materiales. Muchas veces pasa eso. Digo: “no voy a hacer tal cosa…”, y la termino haciendo. Pero también es la libertad del documental, ¿no? La libertad del artista, se podría decir. Si me sirve usar la primera persona, ¿por qué no la voy a usar? O sea, ¿por qué voy a estar haciéndole caso a Twitter? Yo creo que para un artista el peso del “qué dirán” es fuerte. Y creo que sacarse de encima ese temor es una de las cosas más difíciles para un artista. Entonces, ahora, en este proyecto en el que estoy trabajando, sobre la pampa… y, sí, seguramente voy a hablar en primera persona, I’m sorry.
Cuánto va a entrar en la película de mi familia… algo quizás vaya a entrar, pero no sé, es un recurso que sé que tengo. Al mismo tiempo, no es gratis. Sé que, si lo hago, tiene que ser en serio. No puede ser simplemente, “ah, es un narrador en primera persona”. Tengo que entregar mi “libra de carne”.
AB: Sí, lo de Twitter es… digo, si uno va a andar prestando atención a todo lo que se dice… Y aparte son generalmente comentarios muy al pasar.
ADT: No, por supuesto. El que tuiteó eso lo hizo en broma. Digamos, se supone que es una especie de cita a [Luis] Barrionuevo: “Tenemos que dejar de robar por lo menos dos años”. Pero yo empiezo a escuchar bastante eso, dicho en serio. Lo empiezo a escuchar bastante, de programadores, de críticos: “¡oh no, otra película familiar…!”. O sea que hay algo ahí que está pasando, que ese tweet inocente refleja. Y hay algo represivo detrás de eso para mí. Algo está pasando con esas historias familiares en primera persona —que, bueno, puede ser que haya muchas, y algunas por ahí no son tan interesantes. Aunque yo creo que si sacamos un promedio, en general… yo veo bastantes películas y leo muchos proyectos también, es parte de mi trabajo, y en general las historias personales y familiares son mucho más interesantes que las otras. Eso da un poco de bronca, también. Como hablamos al principio, hacer películas o escribir usando formas autobiográficas o hablando de la familia es movilizador para el que lo hace pero, sobre todo, para el espectador. Hablar de la familia genera en las lectoras o espectadores sus propias reacciones. Entonces, cuando ves una “película familiar” se ponen en juego también tus propias contradicciones respecto de la familia, y esas emociones complicadas que todos tenemos respecto de nuestras familias, y que a veces preferiríamos no tener que pensar en eso. Yo quisiera que el tuitero nos cuente acerca de su familia. ¿Por qué no nos cuenta? ¿Se está autocensurando? ¿Qué está ocultando? Nunca habla de su familia. Toda esa gente que no habla nunca de su familia, ¿qué les pasa? (risas).
AB: Es más sospechoso que… (risas)
ADT: Medio enfermizo me parece. Negarse a hablar de la familia. No hablar en primera persona. Se puede dar vuelta la taba también.
AB: Sí, también son movimientos de la crítica cinematográfica bastante problemáticos, ¿no? Este supuesto distanciamiento, una especie de voz que habla sobre cine pero muchas veces sin asumir ningún tipo de subjetividad. Pero aparte, lo que pasa en Twitter, más allá de la opinión que pueda tener uno de la plataforma, [es que] no hay mucho espacio para la argumentación. Yo noté con mucha claridad el año pasado en Mar del Plata, por ejemplo, la cantidad de películas familiares autobiográficas que había, pero hay muchas más cosas para decir o pensar en relación a eso que la queja de: “che, basta de hacerlas”.
MP: Total.
ADT: Está claro que es un chiste, pero… Después agrega, como excusa: “bueno, justo vi una película familiar terrible”. Bueno, pero entonces nombrá a la película terrible, argumentá con ejemplos. Porque, si no, terminás haciendo una generalización donde yo me siento involucrado. Me siento aludido, cuestionado, como una especie de censura. Es como si se invirtiera la carga de la prueba. Porque además, insisto: más allá del chiste este, es un tipo de comentario que yo vengo escuchando bastante. Es como que hay una… ¿cómo se dice cuando hay una reacción? Hay una palabra en inglés… Backlash.
Fotografías 3 y 8: Milagros Porta.