Sade, sargento del sexo. Una entrevista a Michel Foucault

A diferencia de otros intelectuales francófonos como Deleuze o Rancière, con quienes supo compartir alguna que otra escena teórica o política, difícilmente se podría considerar a Foucault un cinéfilo con todas las letras. Sus «dichos y escritos» sobre cine son más bien escasos y puntuales, dedicados a ciertas películas, cineastas y problemáticas que concitaron su interés de una manera un tanto vicarial e inespecífica, sin mayores elaboraciones o consideraciones pormenorizadas sobre el cine en sí mismo. Se trata simplemente de tentativas de abordaje de un ámbito del arte, la cultura y el pensamiento ‒entre otros posibles‒ que permiten relanzar transversalmente el trabajo crítico sobre las formas históricamente determinadas de percepción y enunciación que nos constituyen como sujetos.

En esta breve entrevista, no publicada en castellano previamente en su versión completa, Foucault es interrogado por el crítico Gérard Dupont de la revista Cinematographe(1) sobre distintas cuestiones que giran principalmente alrededor de la relación entre cine y sadismo. Ese tenue hilo disparador invita al filósofo a discurrir acerca de la (im)posibilidad de transponer Sade al cine y a reconceptualizar su figura como un sargento del sexo, acaso el máximo exponente de un erotismo disciplinario transido de una visión anatómica de los cuerpos asociada a una serie de saberes sobre el hombre de raigambre médica y biologicista. Esta caracterización conlleva un desplazamiento y una ruptura con la perspectiva de análisis que el propio Foucault sostuvo anteriormente en varios textos a lo largo de los años ’60 en donde la obra de Sade emergía como un emblema del quiasmo entre literatura (esa invención moderna tan reciente) y transgresión. Este tejido argumental le permite asimismo articular algunas breves consideraciones sobre la lógica y dinámica de poder en los campos de concentración, a contramano de la pretensión de películas de aquellos tiempos como Saló, o los 120 días de Sodoma de Pier Paolo Pasolini (1975) y El portero de noche de Liliana Cavani (1974) que ensayaban una reflexión crítica sobre el fascismo sugiriendo una continuidad entre la obra de muerte planificada y una perversidad sexual desatada, llevada al paroxismo. Foucault también aprovecha la ocasión para hablar con entusiasmo del cine de Werner Schroeter, que había conocido hace poco y le había impactado fuertemente (en relación con este punto, se puede consultar la bellísima conversación que tuvo lugar entre ambos unos años después, registrada por Gérard Courant). En las películas del cineasta alemán, Foucault encuentra un erotismo no-sadeano, más libertario e imprevisible ‒hoy podríamos decir queer‒, consagrado a explorar las partes «menores» del cuerpo ‒devenido paisaje‒, subvertir las jerarquías orgánicas, descentrar la genitalidad y cuestionar el dominio del sexo-rey como instancia decisiva de la identidad de los sujetos. Se adivinan ya aquí, en ciernes, buena parte de los debates suscitados en la arena pública tras la aparición de La voluntad de saber, el primer volumen del proyecto de una Historia de la sexualidad que vería la luz unos meses después, donde la promesa de liberación sexual es concebida como una astucia del dispositivo de sexualidad moderno para retenernos entre sus redes.

Introducción y traducción: Miguel Savransky

Der Tod der Maria Malibran (Schroeter, 1972)

Gérard Dupont: Cuando va al cine, ¿se ve impactado por el sadismo de ciertas películas recientes, que transcurren en un hospital o, como en el último [Pier Paolo] Pasolini, en una falsa prisión?

Michel Foucault: Me impactó ‒al menos hasta estos últimos tiempos‒ la ausencia de sadismo y la ausencia de Sade. Las dos cosas no son por cierto equivalentes. Puede haber Sade sin sadismo y sadismo sin Sade. Pero dejemos de lado el problema del sadismo que es más delicado, y quedémonos en Sade. Creo que no hay nada más alérgico al cine que la obra de Sade. Entre las numerosas razones, en primer lugar ésta: la meticulosidad, el ritual, la forma de ceremonia rigurosa que adoptan todas las escenas de Sade, excluyen todo lo que podría ser juego suplementario de la cámara. La menor adición, la menor supresión, el más pequeño ornamento son insoportables. No una fantasía abierta, sino una reglamentación cuidadosamente programada. Ni bien alguna cosa falta o viene en sobreimpresión, todo se arruina. No hay lugar para una imagen. Los blancos no deben ser llenados más que por los deseos y los cuerpos.

En la primera parte de El topo, de [Alejandro] Jodorowsky, hay una orgía sanguinaria, un recorte de cuerpos bastante significativo. El sadismo en el cine, ¿no es en primer lugar la manera de tratar a los actores y sus cuerpos? En particular, ¿las mujeres en el cine no son (mal) tratadas como los apéndices de un cuerpo masculino?

La manera que se tiene de tratar el cuerpo en el cine contemporáneo es una cosa muy nueva. Miren los besos, los rostros, los labios, las mejillas, los párpados, los dientes, en una película como La muerte de María Malibrán de Werner Schroeter. Llamar a eso sadismo me parece completamente falso, salvo por el desvío de un vago psicoanálisis en el que se trataría del objeto parcial, del cuerpo fragmentado, de la vagina dentada. Hay que volver a un freudismo de bastante baja calidad para rebajar al sadismo esta manera de hacer cantar a los cuerpos y sus prodigios. Hacer de un rostro, de un pómulo, de los labios, de una expresión de los ojos, hacer lo que hace Schroeter, no tiene nada que ver con el sadismo. Se trata de una multiplicación, de un rebrote del cuerpo, una exaltación en cierto modo autónoma de sus menores partes, de las menores posibilidades de un fragmento del cuerpo. Hay aquí una anarquización del cuerpo, donde las jerarquías, las localizaciones y las denominaciones, la organicidad, si usted quiere, están en vías de deshacerse. Mientras que, en el sadismo, es efectivamente el órgano en tanto tal el que es objeto del ensañamiento. Tienes un ojo que mira, te lo arranco. Tienes una lengua que tomé entre mis labios y mordí, te la voy a cortar. Con esos ojos, no podrás ver más; con esa lengua, no podrás comer ni hablar más. El cuerpo en Sade es fuertemente orgánico todavía, anclado en esta jerarquía, siendo la diferencia, por supuesto, que la jerarquía no se organiza, como en la vieja fábula, a partir de la cabeza, sino a partir del sexo.

Mientras que, en ciertas películas contemporáneas, la manera que se tiene de hacer escapar al cuerpo de sí mismo es de un tipo completamente diferente. Se trata justamente de desmantelar esta organicidad: no es más una lengua, es una cosa completamente diferente de una lengua que sale de una boca, no es el órgano de la boca profanado y destinado al placer de un otro. Es una cosa «innominable», «inutilizable», fuera de todos los programas del deseo; es el cuerpo vuelto enteramente plástico por el placer: una cosa que se abre, que se tensa, que palpita, que late, que se extiende. En La muerte de María Malibrán, la manera en que las dos mujeres se abrazan, ¿qué es? Dunas, una caravana en el desierto, una flor voraz que se adelanta, mandíbulas de insecto, una anfractuosidad al ras de la hierba. Antisadismo de todo eso. Para la ciencia cruel del deseo, no hay nada que hacer con estos pseudópodos informes que son los movimientos lentos del placer-dolor.

¿Ha visto en Nueva York esos films llamados películas snuff (en argot americano, to snuff: matar) donde una mujer es cortada en pedazos?

No, pero parecería, creo, que la mujer viva es verdaderamente cortada.

Es puramente visual, sin ninguna palabra. Un medio frío en comparación con el cine, un medio caliente. Nada de literatura sobre la cuestión del cuerpo: es solamente un cuerpo a punto de morir.

Eso ya no es cine. Eso forma parte de circuitos eróticos privados, solamente hechos para encender el deseo. No se trata sino de estar, como dicen los americanos, turned on [excitado], con esa cualidad propia del encenderse que no se debe más que a las imágenes, pero que no es menor que la que se debe a la realidad, sino otra.

¿La cámara no es el amo que trata al cuerpo del actor como una víctima? Pienso en las caídas sucesivas de Marilyn Monroe a los pies de Tony Curtis en Una Eva y dos Adanes [Billy Wilder, 1959]. La actriz seguramente debió vivir eso como una secuencia sádica.

La relación entre el actor y la cámara de la que usted habla a propósito de esa película me parece todavía muy tradicional. La encontramos en el teatro: el actor que retoma sobre sí el sacrificio del héroe y lo lleva a cabo hasta en su propio cuerpo. Lo que me parece novedoso en el cine del que ya hablé, es este descubrimiento-exploración del cuerpo que se hace a partir de la cámara. Imagino que la toma de vistas debe ser en estas películas de una gran intensidad. Se trata de un encuentro a la vez calculado y aleatorio entre los cuerpos y la cámara, descubriendo alguna cosa, haciendo levantar un ángulo, un volumen, una curva, siguiendo un rastro, una línea, eventualmente una ondulación. Y luego, bruscamente, el cuerpo se des-organiza, deviene un paisaje, una caravana, una tormenta, una montaña de arena, etc. Es lo contrario del sadismo, que recortaba la unidad. Lo que hace la cámara con Schroeter no es detallar el cuerpo para el deseo, es hacer levantar el cuerpo como una masa y de ahí hacer nacer imágenes que son imágenes de placer e imágenes para el placer. En el punto del encuentro siempre imprevisto de la cámara (y de su placer) con el cuerpo (y las pulsaciones de su propio placer) nacen esas imágenes, placeres de múltiples entradas.

El sadismo era anatómicamente sabio y, si causaba estragos, era en el interior de un manual de anatomía muy razonable. Nada de locura orgánica en Sade. Querer retranscribir a Sade, ese anatomista meticuloso, en imágenes precisas, no funciona. O Sade desaparece, o se hace un cine de papá.

Un cine de papá en sentido propio, ya que se tiende recientemente a asociar, en nombre de un relanzamiento retro, fascismo y sadismo. Así, Liliana Cavani en El portero de noche y Pasolini en Saló. Ahora bien, esta representación no es la historia. Visten los cuerpos con viejos atuendos que representan la época. Querrían hacernos creer que los secuaces de [Henrich] Himmler corresponden al Duque, al Obispo, a la Excelencia del texto de Sade.

Es un error histórico total. El nazismo no fue inventado por las grandes locuras eróticas del siglo XX, sino por los pequeños burgueses más siniestros, aburridos y asquerosos que se pueda imaginar. Himmler era vagamente agrónomo, y se había casado con una enfermera. Es necesario comprender que los campos de concentración nacieron de la imaginación conjunta de una enfermera de hospital y de un criador de pollos. Hospital más corral: he aquí la fantasía que se encontraba detrás de los campos de concentración. Allí se mataron a millones de personas, así que no digo esto para disminuir la condena que debe cargar sobre la empresa, sino justamente para desencantarla de todos los valores eróticos que han querido sobreimprimirle. 

Los nazis eran empleadas domésticas en el mal sentido de la palabra. Trabajaban con trapos y escobas, queriendo purgar a la sociedad de todo aquello que consideraban secreciones, suciedades, desechos: sifilíticos, homosexuales, judíos, los de sangre impura, negros, locos. Es el infecto sueño pequeño burgués de la propiedad racial lo que subtiende el sueño nazi. Eros está ausente.

Dicho esto, no es imposible que, de una manera local, haya habido, en el interior de esta estructura, relaciones eróticas que hayan anudado, en el enfrentamiento cuerpo a cuerpo, al verdugo con el supliciado. Pero era accidental.

El problema que se plantea es el de saber por qué hoy en día nos imaginamos tener acceso a ciertas fantasías eróticas a través del nazismo. ¿Por qué esas botas, esos cascos, esas águilas, con los que se apasionan tan a menudo, y sobre todo en los Estados Unidos? ¿No es la incapacidad de vivir realmente ese gran encantamiento del cuerpo desorganizado lo que nos hace rebajarnos hacia un sadismo meticuloso, disciplinario, anatómico? ¿El único vocabulario que poseemos para retranscribir ese gran placer del cuerpo en explosión será esta triste fábula de un reciente apocalipsis político?, ¿no poder pensar la intensidad del presente sino como el fin del mundo en un campo de concentración? ¡Vea qué pobre es nuestro tesoro de imágenes! Y cuán urgente es fabricar uno nuevo en lugar de llorar con los quejosos de la «alienación» y de vilipendiar el «espectáculo».

Sade es visto un poco por los directores como la criada, el portero de noche, el limpiador de vidrios. Es la cuestión, en el final de la película de Pasolini, de ver los suplicios a través de un cristal. El limpiador de vidrios ve a través del cristal lo que sucede en un patio lejano, medieval. 

Usted sabe, yo no estoy a favor de la sacralización absoluta de Sade. Después de todo, estaría bastante dispuesto a admitir que Sade ha formulado el erotismo propio de una sociedad disciplinaria, una sociedad reglamentaria, anatómica, jerarquizada, con su tiempo cuidadosamente distribuido, sus espacios cuadriculados, sus obediencias y sus vigilancias.

Se trata de salir de esto y del erotismo de Sade. Hay que inventar con el cuerpo, con sus elementos, sus superficies, sus volúmenes, sus espesuras, un erotismo no disciplinario: el del cuerpo en estado volátil y difuso, con sus encuentros azarosos y sus placeres sin cálculo. Y lo que me molesta es que se utilice en las películas recientes un cierto número de elementos que resucitan a través del tema del nazismo un erotismo de tipo disciplinario. Tal vez haya sido el de Sade. Tanto peor entonces para la sacralización literaria de Sade, tanto peor para Sade: él nos aburre, es un disciplinario, un sargento del sexo, un agente contable de cogidas y de sus equivalentes.


Notas:

1 La entrevista fue publicada originalmente en Cinematographe, nº 16, diciembre de 1975-enero de 1976, pp. 3-5.

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