Cuántas fronteras tendremos que cruzar hasta llegar a casa (22º DocBsAs #1)

Entre el 24 y el 28 de agosto se llevó a cabo, en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín y la Sala Mario Soffici de la DAC, la 22º Muestra Internacional de Cine documental, mejor conocida como Doc Buenos Aires. Con este texto de Santiago Damiani damos por iniciada una cobertura integral de la muestra, que también contará con artículos sobre la retrospectiva de la obra de Gerd Roscher, el foco de Yulia Lokshina, el nuevo film de Sylvain George, el homenaje a Jean-Louis Comolli y la sección general Planos de todo el mundo.


22º DOC BUENOS AIRES: RETROSPECTIVA MARTÍN SOLÁ

El cine de Martín Solá, realizador documental nacido en Argentina, puede pensarse en clave de desplazamiento. Por un lado, el desplazamiento del cineasta del centro de la escena documental de nuestro país, razón aludida por el programador del DOC Buenos Aires, Roger Koza, para hacer una proyección retrospectiva de todos sus films en el marco de esta vigésima segunda edición. Por otro, el viaje que el propio Solá efectúa a la hora de filmar sus películas: todas están realizadas en tierras ajenas al cineasta, desperdigadas por distintos continentes e incluso fuera de ellos. Pero, más especialmente, ya que ordena la temática de su filmografía, está el desplazamiento que sufren sus personajes, como polvo en el viento de los sucesos históricos o coyunturas políticas en las que se encuentran inmersos. Es por esto que las rutas y caminos son una constante para el cineasta: en Mensajero (2011) un trabajador golondrina atraviesa esas rutas de empleo en empleo, alejándose cada vez más de la calidez de su pueblo. En las tierras jujeñas se están gestando los preparativos para la procesión de San Cayetano, y Rodrigo, el protagonista, cumple la tarea de entregar los mensajes sobre la organización del evento a cada casa del poblado. 

Mensajero

Los interiores de la película se filman oscurecidos y en silencio, casi con una iluminación expresionista, en contraste con la luminosidad de los grandes planos generales del paisaje exterior en donde, entre testimonios y algarabía, se esboza la idiosincrasia de la creencia popular, acaso una idea de comunidad: pibxs que peregrinan charlando, rezan por los megáfonos, tocan el bombo, comparten una olla popular o ríen mientras arman las carpas donde pasarán la noche. “Se la bancan, tienen mucha fe”, comenta un amigo de Rodrigo, conversando con él. La fila de personas que serpentea los montes termina engullida por la niebla, que se apodera del plano arremolinándose en el cielo y desperdigando la luz del sol. Aquello tan firme y cognoscible es reemplazado por lo evanescente, y es a partir de ahí que Rodrigo abandona su comunidad y se embarca en el viaje hacia las salinas, donde lo espera una nueva oportunidad de trabajo, tan volátil como la anterior. Solá captura y denuncia las condiciones de ese trabajo estacional a destajo, donde lxs trabajadorxs deben llevar su propia cama y comida, mientras propone una salida posible en el plano final del film: luego de una tormenta que baña las salinas, una fina capa de agua se extiende sobre el terreno, donde el cielo se refleja como en un espejo. La tierra será el paraíso.

Caja cerrada (2008) nos sitúa en medio de esa ruta infinita que es el mar, en un barco pesquero. La oscuridad envolvente hace que las fronteras de la embarcación parezcan contener todo lo conocido por sus tripulantes, como una cápsula en el espacio: donde terminan, termina el mundo, lo tangible y lo certero. Esa dislocación se interrumpe a partir de un vínculo con el mundo exterior, con las sardinas desplazadas del mar y capturadas por las redes del barco. La película da un giro y se detiene en los peces arrojados a un piso hecho de cajones de madera, donde agonizan con su aleteo ensordecedor: el patetismo de sus movimientos se apodera de la forma de la película. Los peces son acomodados sin la más mínima delicadeza en cajones apilados, como si los hubieran encerrado en una Ciudad Potemkin, mientras esperan ser llevados a las pescaderías en las mismas cajas donde murieron. Silenciosamente, Solá muestra el trasfondo de la industria pesquera, que no suele estar en el centro de las denuncias y discusiones usuales del activismo por los animales, quizás por la inexpresividad de los ojos de los peces, quizás por el gesto naturalmente triste de sus bocas, aunque no por eso menos cruel.

Varias señales nos indican que estamos en el Mar Balear: un escudo del Barcelona en el barco, las cajas con inscripciones en catalán o, más evidentemente, una imagen de radar que, al inicio del film, nos ubica en ese punto geográfico. Pero las pocas palabras que se escuchan en los momentos de ocio de lxs marinerxs, cuyos rostros barbudos y manos curtidas Solá filma con detenimiento, no son en catalán ni en español. Lxs trabajadorxs son mayormente marroquíes que, con cierta gracia anecdótica típica de las conversaciones en el trabajo, comentan sus condiciones laborales funestas (“En Mauritania no había muelle, teníamos que bajar del barco metidos en las redes”, “¿Como si fueran mercadería?”), así como las limitadas oportunidades laborales en Europa, horizonte de esperanza tan lejano y tan hostil a la vez. “Cómo puede ser que todos los metros de Europa los hayan construido los marroquíes, si en Marruecos ni siquiera hay metro”, se preguntan. “¡Ni tenemos centímetro, qué vamos a tener metro!”, comentan entre risas sardónicas. Solá culmina el film con un plano del cielo, como si fuera una hendija de esperanza para escapar de esas cajas cerradas. Pero los peces no pueden volar, y las personas tampoco.

Una poética que tensiona oscuridad y luz; lo que se oculta contra lo que se revela. Muchas imágenes del cine de Solá tienen una preeminencia total de la oscuridad, y los destellos de luz parecieran luchar por interrumpirla. En Hamdan (2013), el sonido precede a la imagen: primero se oye, sobre la pantalla en negro, la voz de la persona que da nombre al film, un militante del partido palestino Al-Fatah que estuvo preso quince años por participar en un atentado por la liberación de su pueblo. Luego emerge su rostro en primerísimo primer plano, rompiendo cualquier abstracción a la que pudiera conducir la oscuridad (qué puede ser más figurativo que un rostro humano). La cámara del director recorre las calles de la ciudad, las habitaciones derruidas de las casas y los pasillos penumbrosos de las cárceles donde estuvo Hamdan, mientras intenta captar las fuentes de luz que sacarían esos espacios de la oscuridad y el olvido. La ausencia de imágenes de archivo es suplida por travellings sobre los lugares donde ocurrió lo inenarrable, ahora vacíos. La voz de Hamdan relata las vejaciones y torturas que las autoridades israelíes ejercieron sobre él y continúan ejerciendo sobre toda la nación de Palestina. Como dice el protagonista, él nunca salió de la cárcel; la ocupación israelí y el continuo desplazamiento y genocidio al que someten a su población torna a su país en una cárcel a cielo abierto.

El film de 2021 de Solá se centra en Metok, una monja tibetana —de quien toma el nombre— radicada en un monasterio en la India, donde también estudia medicina. Al recibir una carta de su familia pidiéndole asistencia para una habitante de su aldea que está a punto de parir, Metok buscará cruzar de la India hacia el Tíbet, misión peligrosa no solo por las cuevas y montañas del Himalaya sino también por el conflicto con el gobierno chino respecto a la autonomía y estatus político de la región. Esta es quizás la más convencional de las películas de Solá, hilada por el inicio, desarrollo y final del viaje, con la promesa tácita de presenciar el nacimiento. Sin embargo, vuelve a estar presente el juego con la luz. Apenas una linterna ilumina la oscuridad penetrante de la cueva que cruzan Metok y un ayudante local. Cuando esta se apaga, la voz de su acompañante continúa relatando la dificultad de cruzar hacia su patria por los encarcelamientos políticos que efectúa el gobierno de China, explicitando la situación de exilio y desarraigo de gran parte de la población tibetana. 

“Lucha, fe y amor” es el nombre que eligió el director para su trilogía, que se completa con Hamdan y La familia chechena. En las tres películas, estas palabras no están escindidas en su significado, sino que son diferentes formas de nombrar la resistencia de estos pueblos desplazados y ocupados por el expansionismo de las potencias rusas, chinas y sionistas. Solá no opone la lucha armada palestina con el pacifismo contemplativo del budismo, sino que las complementa; pone el ojo sobre el amor familiar de la madre de Hamdan cuando relata la experiencia de visitar a su hijo en la cárcel, o el de la familia de Metok reencontrándose con ella mientras preparan la comida(1).

Los cambios de registro en el cine de Martín Solá no se dan por giros narrativos tanto como formales, de intensidad: una dialéctica entre la quietud y el movimiento. Esto no viene dado por un trabajo frenético de montaje —como sucede en una de las mejores propuestas documentales del último tiempo: El fulgor, de Martín Farina (será cosa de Martines)—, sino por la propia cinética interna y la fisicidad de los planos: los ya mencionados peces agonizantes, el traqueteo de un colectivo que recorre las calles de tierra palestinas, la corrida entre campanas del monasterio budista o los remolinos de niebla sobre los montes jujeños. En La familia chechena (2015), sin contexto y con la pantalla aún en negro, se oyen cánticos al son de un ritmo que podría ser una canción de Gojira o Meshuggah, hasta que unas manos cargadas de historia irrumpen en plano haciendo palmas. Es la primera de las tres danzas sagradas del Islam Sufi, conocidas como Zikr, que ordenan al film en su inicio, centro y final, y que Solá filma inmiscuido en el mar de cuerpos que hacen rondas y tocan panderetas para congraciar a Dios, convirtiéndolas en un puro goce sensorial. La segunda es la más física e impactante de todas: una especie de baile sin moverse del lugar, con un ritmo marcado por la respiración agitada y constante de sus participantes. Solá literalmente pega la cámara a los cuellos y espaldas transpiradas en ese trance de agotamiento trascendental que no dista demasiado de un pogo (otra danza, a su manera, sagrada), al punto de casi captar el aire disparado por las narices y las bocas. Es una concepción de la fe como entrega, en el sentido literal; una entrega física: en un momento, la cámara se queda con un hombre que rompe en llanto mientras practica la danza (quien no haya llorado de emoción en un pogo no tiene alma). De la misma forma, es una entrega el tiempo que pasa Hamdan como preso político de las autoridades sionistas, la peregrinación por San Cayetano en Mensajero o la reclusión en un monasterio budista en la India de Metok. La tercera de las danzas es la más meliflua, con preeminencia de cantos melódicos, y la primera en la que participan mujeres. Cuando las palmas cesan, Solá posa su cámara en las bocas, que entonan un canto sostenido que parece suspender todo a su alrededor, a partir del cual se puede trazar el origen islámico del cante jondo flamenco (y que me hizo pensar, mientras veía el film en la Sala Lugones, que en ese mismísimo momento me estaba perdiendo el recital de Rosalía).

La familia chechena

Los intersticios de estas secuencias se completan con momentos de plena quietud, que contribuyen a trazar el paisaje histórico y político del largometraje. Sobre la pantalla en negro, la voz de Abubakar narra la dura experiencia que tuvo que vivir su familia (y, con ella, toda la nación de Chechenia) a partir de los conflictos étnicos, religiosos y geopolíticos que desembocaron en las dos guerras contra Rusia —finalizadas con el gobierno ruso ocupando el territorio, independizado luego de la caída del muro—, y su forma de sobrellevar la situación a partir de una entrega a los preceptos del Islam. Con la misma suavidad y atención que la Caperucita Roja de Tatiana Mazú, Solá le regala un largo plano fijo a la madre de Abubakar que, en lugar de la lucha contra el franquismo, rememora los horrores del exilio de chechenos en trenes a Siberia por parte del régimen de Stalin en el 44.

El travelling —cuestión moral— al final de la película, con ecos de News from Home, filma la capital Grozny desde un auto, en un gesto idéntico al final de Hamdan con el muro de Gaza y a las imágenes de la peregrinación religiosa en Mensajero(2). Solá nos ubica en tiempo y lugar porque las imágenes pertenecen al mundo; por más abstractas o poéticas que puedan llegar a ser, no flotan en una bóveda de cristal. Materialidad y abstracción se dan la mano en el cine de Martín Solá, quien se vale de esa dualidad para generar nuevas posibilidades de sentido mediante el artificio del cine, y entiende que los hechos estéticos que filma son también hechos políticos, indisociables de la historia de la cual emergen y de los sujetos que los protagonizan.


Notas:

1 En esta escena son notorios los gestos que dan cuenta del choque cultural en la región, contrastando la sabiduría milenaria tibetana a la que alude la conversación con una mochila de la película Frozen en el fondo del plano.

Que guarda otra similitud con el film de Akerman: los rostros mirando y saludando a la cámara, al igual que el auto desviando su ruta por la presencia de la misma en el film de la directora belga, hacen al cineasta partícipe activo de lo que está filmando.

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