El éxito de Argentina, 1985 podría leerse en contraposición a las premisas de La cordillera, la película anterior de Santiago Mitre. Ambas están enfocadas en el mundo de la política, protagonizadas por Ricardo Darín y ligadas al “cine comercial”, pero las discontinuidades entre una y otra son mayores a las que podría parecer en primera instancia. El propio título de la nueva película, con su referencialidad ineludible, parece responder a las abstracciones de la anterior, que diseminaban su principal problema —ya presente en el primer largometraje del director, El estudiante—: la anulación del impulso realista y desmitificador por la elusión y subrepresentación de las características verídicas del mundo representado, dilema ante el cual improvisaba un giro fantástico para sortear el encierro en su propio laberinto de omisiones. La revelación del detrás de escena de una maqueta vacía, que da la impresión de no transcurrir en ningún lado, queda totalmente fuera de cuestión en “la película sobre el Juicio a las Juntas”.
Otra de las claves de su popularidad probablemente sea la doble filiación de la película con el “cine de calidad” del streaming —que le dio origen, y ante cuya circulación exclusiva logró anteponerse el estreno en salas— y con la impronta de la tradición local del “cine testimonial”, que esquiva la insipidez en la que recaen muchas producciones híbridas. Por un lado, el film de Mitre descansa en una serie de vicios actuales: las amenas secuencias de montaje, a modo de resumen, de uso extendido en las series; la búsqueda del chiste fácil para combatir la solemnidad, recurso utilizado hasta el cansancio, por ejemplo, en las películas de Marvel Studios (cuya directora de producción, Victoria Alonso, participa también como productora en el film de Mitre), y la inclusión efectista de hits musicales de la época, a tono con el cine de la nostalgia y la fetichización del pasado. Por otro lado, aunque el film padezca cierto didactismo (reflejado, como se señala en una reseña de Iván Lezcano, en la sugerencia de explicación del gesto neroniano), uno de sus logros es el de ahuyentar viejos fantasmas en torno al “cine declamativo” (contra todo pronóstico, considerando que sus guionistas, Mitre y Mariano Llinás, pertenecen a las generaciones que se erigieron sobre el entierro del satanizado cine de los ochenta y su “acartonamiento”): sin ir más lejos, el clímax de la película corresponde a un discurso, el célebre alegato del fiscal Julio Strassera, que contiene las palabras más conmovedoras de la película: Nunca Más.
Sin embargo, Argentina, 1985 poco se diferenciaría de una hipotética película oficial sobre el tema realizada en los años ochenta (aunque, paradójicamente, es probable que hubiera tenido un impacto más disruptivo al calor de los hechos), no tanto por sus modos como por su previsible tratamiento de los sucesos representados, confeccionada como postal para los manuales de historia. No cabe duda de que una mayor perspectiva, y el propio transcurrir de los años, propician la indagación de zonas y problemáticas antes inexploradas. Ya en 1987, el documental Juan, como si nada hubiera sucedido —de ínfima circulación en ese entonces, revalorizado muchos años después—, al desentrañar el caso de Juan Herman, detenido-desaparecido en la ciudad de Bariloche, inspeccionaba los claroscuros de la restitución democrática y concluía con el advenimiento de las leyes de impunidad durante el alfonsinismo, planteando una mirada alternativa a la épica de “la primera vez en la historia universal que un tribunal civil condenó a una dictadura militar”, como dice una de las placas finales del film de Mitre. ¿Qué nuevas perspectivas sobre el Juicio nos aportaron estas últimas cuatro décadas? Por poner un ejemplo, en un artículo dedicado a Argentina, 1985, Martín Rodríguez —quien junto a Federico Scigliano formó el equipo de investigación de la película— plantea que “la democracia nace con una fuerza ficticia para la sociedad: ‘no sabíamos’. La democracia es el indulto permanente de la sociedad a sí misma”.
El “fenómeno sin precedentes” de Argentina, 1985 supone un éxito que, sin embargo, de ninguna manera implica un consenso, a medida que suscita adhesiones y rechazos desde distintos puntos del arco ideológico, de izquierda a derecha, tal como se ha expresado en redes sociales y sitios de crítica de cine. Como punto de partida, hay un valor extrínseco a la película en sí, con implicancias mayores a que pueda “gustar o no gustar”. Allí se cuentan los reclamos de que la película muestra “un solo lado” de la historia (Pablo Racioppi, codirector de las películas El Olimpo vacío y El diálogo, alude al “álbum de omisiones” de los roles de Alfonsín y la CONADEP, y a una “reafirmación del relato K”; el jurista Roberto Gargarella se refiere a la “clamorosa presencia de ciertas ausencias”, cuestionando la decisión de darle más protagonismo a Tróccoli que a Alfonsín(1)), pero también es recurrente su defensa como embanderamiento frente a posturas de ultraderecha y a la necesidad de volver a combatir viejos demonios (Es necesario cantar de nuevo una vez más), radicalizando una voluntad de intervención política poco manifiesta textualmente en el film: la “película del consenso”, como la ha llamado Nicolás Prividera, se vuelve así un candente objeto de polémica acaso sin proponérselo, con un pico de resonancia fuera de la sala.
Uno de los ejemplos de este modo de recepción se encuentra en la entrevista brindada por Darín a Carlos Pagni —el periodista y analista político más importante del diario La Nación—, que por sí misma da cuenta de cómo el impacto de la película trasciende la sección de Espectáculos. Allí, Pagni destaca “el enigma eterno del destino individual que, guiado por el torrente colectivo, asigna a un hombre, si se quiere, gris, la dimensión del héroe, por el solo hecho de cumplir con su deber”: de estas palabras no solo se desprende la interpretación del camino del héroe cívico y de la épica republicana del héroe solitario, en la estela del Hollywood clásico, sino su “impactante intervención sobre el presente”, con un “mensaje extraordinariamente optimista” que pone en primer plano la ética del personaje, remitiendo menos al enfrentamiento contra los brotes filofascistas que a polémicos casos políticos de corrupción.
Ese optimismo, podríamos agregar, se funda en una idea tan simple como potente: que es posible convencer al adversario; y puede leerse a contraluz de una película tan canónica —y desprestigiada en el ámbito cinéfilo— como La historia oficial. Dos charlas telefónicas abren un abismo entre las concepciones de ambas películas. El potencial iluminador del Juicio, en Argentina, 1985, sobrepasa las expectativas de los propios protagonistas. Las palabras de la madre del fiscal adjunto Luis Moreno Ocampo generan gran conmoción porque tienen el peso del reconocimiento de una verdad, y reflejan la aspiración de la propia película de reafirmar el consenso democrático. En la charla del personaje de Héctor Alterio con su hija apropiada en la película de Luis Puenzo, en cambio, no se vislumbra ningún tipo de reconciliación, sino que se confirma una ruptura irreversible; la consecución de la verdad, en este caso, requiere del conflicto. El acto de reconocimiento es el del personaje de Norma Aleandro: el arco de transformación de su personaje, de la ignorancia a la asunción del conflicto, es la trama central de la película. Por eso, como señala Pamela Gionco(2), en el cine del retorno de la democracia fue clave la presencia de los medios masivos de comunicación: las noticias en la radio, la televisión y los diarios iban de la mano con un despertar del letargo, la recuperación de la conciencia o la vuelta del exilio. En Argentina, 1985 no hay un despertar, a diferencia de películas como Volver o Pubis angelical, ni una metáfora médica, como en Darse cuenta. La película de Mitre ya no viene a suplir una falta ni a ilustrar lo que no era visible, pero tampoco a ahondar en el conocimiento de ese período: es una recapitulación, de la revelación a la re-presentación.
En su réplica a Gargarella, Mariano Llinás argumenta que una de las claves del tratamiento ficcional de la historia tuvo que ver con que “la construcción del Juicio a las Juntas (que, como nadie ignora, no sólo incluyó a Strassera y a Moreno Ocampo, sino también la decisiva influencia del dramaturgo Carlos Somigliana) incluyó en su cara más pública determinados elementos propios de lo que podríamos llamar la estrategia cinematográfica”. Por su parte, Moreno Ocampo remarca el carácter dramático del juicio en sí: “el juicio es un drama que permitió que gente como mi vieja cambiara de opinión”(3). En esta línea, “el histórico Juicio cumplió la función simbólica de ser ‘la puesta en escena más elocuente del poder del Estado de derecho’”(4). La imagen icónica de esa puesta en escena es la televisada: los testigos declarando de espaldas. La reconstrucción ficcional nos habilita una mirada frontal, una anulación de ese distanciamiento para introducir la ubicuidad de la mirada omnisciente. Pero algo que esas imágenes históricas enseñan es que no es necesario mostrar todo: la fuerza de los testimonios radicaba en las palabras; la de las imágenes, no en la expresión del rostro, sino en el acto de hablar, de prestarse a declarar en el juicio y contar la propia experiencia. La irreflexiva necesidad de mostrar, en contraposición a los registros históricos, da la sensación de un excedente (al que se suman la música incidental y los leves paneos “antiestáticos”). A su vez, la ficción puede expandir ese universo visual, pero no desvincularse; así, hay un juego de retroalimentación entre la puesta en escena y el archivo, homogeneizados en una gama de imágenes que, a la vez que incorporan el documento, se mimetizan con él, volviéndose indistinguibles.
La inmediata canonización de La historia oficial, coronada con el premio Óscar, acaso la haya vuelto el emblema de una aproximación institucional y correcta, a pesar de la proximidad temporal con una imagen de consenso radicalmente opuesta, patente en una película como La fiesta de todos (apenas seis años anterior), film de propaganda de la dictadura con clima celebratorio, que mostraba una serie de viñetas de personajes típicos y figuras de la cultura como despreocupados espectadores del mundial de fútbol, incluyendo a un joven Darín, de cuya presencia se desprende la dimensión de los convulsivos cambios que se atravesaron desde aquellos años (así como podría establecerse un contraste entre los jóvenes detrás de la película militante Argentina, mayo de 1969, que documentaba el Cordobazo, y la nueva generación despolitizada que entra en escena para conformar el grupo de colaboradores de Strassera en el film de Mitre). Si La historia oficial apuntaba a los conflictos internos y a la autointerrogación, en Argentina, 1985 los bandos están más nítidamente divididos, acaso por la mirada en perspectiva después de cuatro décadas. La figura antagonista no es tanto la de los genocidas, ni su abogado defensor, como el conjunto de fuerzas que se oponen a que el juicio se concrete, por eso los momentos más impactantes son aquellos que dan cuenta de un “estado de cosas” al que los fiscales deben enfrentarse con el objetivo de ganar el sentido común de la población: las amenazas, las fuerzas conservadoras de Bruzzo y Tróccoli, el programa de Neustadt, la poca predisposición del encargado de seguridad a retirar de la sala a un presunto miembro de los servicios de inteligencia. Ahí entra en juego la desconfianza de las Madres cuando escuchan el nombre de Strassera —“un personaje de pasado más bien gris oscuro, cabría decir”, en palabras de Gargarella— por su pasividad durante los años de la dictadura. Cuando la transferencia del juicio al tribunal civil parece inminente, Silvia, la esposa del fiscal, le pregunta a su marido si tiene miedo “de no poder hacer nada… otra vez”. En esta línea, es clave (aunque lateral en términos dramáticos) el momento en que Moreno Ocampo, en medio de una discusión, le reprocha a Strassera su falta de accionar durante el Proceso: una faceta opaca del personaje que la película asume aun a riesgo de afectar su caracterización heroica. La confrontación de Moreno Ocampo revela una culpa en el protagonista, a la par de una desautorización del cuestionamiento por parte de alguien, un joven, que no tuvo que enfrentar el dilema de actuar o no actuar durante la dictadura.
Cuando Strassera visita por última vez a su amigo y mentor, Alberto Muchnik, que agoniza en el hospital, le dice —ante su insistencia y sin saber aún la sentencia de los jueces— que todos los militares recibieron cadena perpetua. Hay un tono de alivio en la escena, más que de celebración. Y de melancolía. Aunque gran parte de lo que el protagonista dice finalmente se cumple, ese anhelo, esa mentira piadosa, no deja de dar la impresión de una deuda, de algo irresuelto: el gesto triste del fiscal señala una dimensión del conflicto aún abierta y fuera de campo, una sensación amarga de algo no concluido ni reparado, apaciguado por la reconciliación maternal y por la secuencia de créditos y placas finales (“A pesar de las leyes de impunidad que marcaron los años siguientes, el reclamo de Memoria, Verdad y Justicia no se detuvo”). Hay algo de eso que no llega a concretarse, no solo porque no haya habido cadena perpetua para todos los acusados, o por las leyes de impunidad, sino porque hubo derrotas de mayor alcance y hondura, aunque menos traumáticas, en la sociedad argentina. Ese ánimo dubitativo se expande a la siguiente escena: antes de que la charla con su hijo le haga cambiar de parecer, Strassera se muestra pesimista con la noticia de las sentencias obtenidas; allí subyace la pregunta que se podría sintetizar en un “¿ganamos o no?”.
A pesar de que la pregunta sobre si es posible convencer al enemigo se salda de manera positiva, podríamos preguntarnos si el verdadero protagonismo, más que el del apoyo moral e incondicional de la familia de Strassera, no era el de la conflictiva familia del joven Moreno Ocampo, que remite a la indagación de los sectores de poder y de la complicidad civil en Azor, también coguionada por Llinás (al igual que, para tender otros puentes con películas contemporáneas, la escena en que el equipo del fiscal ingresa a escondidas a una fábrica para obtener el testimonio de los trabajadores remite a los planos furtivos y distantes de las fábricas que entregaban a sus empleados en Responsabilidad empresarial; así como la secuencia de persecución y paranoia de Moreno Ocampo seguido por posibles agentes en la calle nocturna se asemeja a las atmósferas de La larga noche de Francisco Sanctis). Por eso la confrontación del fiscal adjunto con su tío Coronel guarda mayor tensión dramática que las sucesivas amenazas que irrumpen en la pacífica y reconfortante casa del protagonista, descartadas con chistes o diluidas en el avance de la trama. No obstante, la centralidad de una historia familiar como esa hubiera atentado contra el espíritu optimista señalado por Pagni, en un enfoque confrontativo más que reconciliatorio (“si el retrato derretido de Mitre no hubiera devorado la política: ¿estaríamos todos aplaudiendo cuando se prenden las luces?”, se pregunta Iván Zgaib al final de su crítica de la película).
Por otro lado, aunque denostado desde hace décadas, el cine de los ochenta intervenía directamente en el presente, no solo al plasmar los conflictos silenciados durante la dictadura(5), sino al incorporar discusiones políticas de actualidad, produciendo escenas icónicas de discusiones en el núcleo familiar en las que parecía ponerse en juego el destino del país entero (“¿Y esta otra guerra, la guerra que ganaste vos con los de tu bando, quién la perdió? […] Los pibes como los míos, porque ellos van a pagar los dólares que se afanaron”, decía el personaje de Hugo Arana en La historia oficial; “Acá hay cuatro o cinco que tienen la guita y todos los demás vivimos de las sobras. […] Después te dejan patalear hasta que les conviene, pero si llegás a molestarlos, cuando te querés acordar tenés las botas encima…”, exclamaba el de Patricio Contreras en Made in Argentina). Se trata de una tradición que podría remontarse hasta Así es la vida (1939) —donde la épica familiar tampoco estaba desligada de la política, a partir del conflicto provocado por los ideales del novio socialista de una de las hijas— y que llega, al menos, hasta El hijo de la novia (2001). Juan José Campanella, uno de los directores con mayor arraigo en las tradiciones del cine local —que celebró enfáticamente la película de Mitre—, tampoco supo dar continuidad a esa línea luego de la emergencia del kirchnerismo, al abocarse a filmar una película de animación y una remake, o un relato que transcurría en el pasado (El secreto de sus ojos, suerte de ajuste de cuentas con el rol del peronismo en los años setenta, que en varios sentidos podría contarse como antecedente de Argentina, 1985). El cine posterior a los 2000, en su enfrentamiento a las tradiciones más arraigadas, no pudo, no quiso o no supo volver a ese modo de narrar la historia en tiempo presente. Las distancias entre Argentina, 1985 y La cordillera parecen dar cuenta de ese problema, señalan esa vacancia; más allá de la filmografía de Mitre en particular, la pregunta es cómo volver a filmar el presente en el cine popular-masivo.
Notas:
1 Ante la que Mariano Llinás formula su réplica más acertada: “Me atrevo a decir que para quienes hicimos el film la puesta en escena funciona en el sentido contrario: el pudor que transmite esa figura apenas sugerida, esa voz llana y cordial que sólo atina a decir vaguedades y que cierra el encuentro diciendo ‘no tengo ninguna indicación que darle’ nos permite entrever el peso de una figura histórica y, tal vez, una forma de ejercer el poder”.
2 “Gritando el silencio. Representaciones ficcionales de la última dictadura militar argentina”, Pamela Gionco, en Una historia del cine político y social en Argentina (1969-2009) (Ana Laura Lusnich y Pablo Piedras, editores), 2011.
3 “Luis Moreno Ocampo: ‘Durante el Juicio a las Juntas no tuve pesadillas. Pero con La historia oficial lloré toda la película”, Infobae, 11 de septiembre de 2022.
4 Palabras de Inés González Bombal citadas por Gionco, p. 514.
5 Gionco, p. 510.