Nuestras fronteras. Una conversación con Yaela Gottlieb

Al cine hay que aproximársele con un buen puñado de dudas y certezas, interrogándolo y aseverando sobre él, afirmando y cuestionando. Incluso si esas certezas acaban siendo puestas en duda, o si nuestras preguntas nunca admiten respuestas. Yaela Gottlieb lo tiene claro. Por eso su primer largometraje, No hay regreso a casa, se titula a partir de una certeza: la de la dislocación geográfica que la rodea. Ella, peruana y radicada en Argentina, vuelve su cámara hacia una situación compleja: su padre Robert nació en Rumania, vivió unos años en Israel y se asentó durante más de cincuenta años en Perú. Hijo del siglo más violento y convulsionado de la historia de la humanidad, de los genocidios y las guerras mundiales, de las ocupaciones territoriales y la descolonización, con una madre sobreviviente de Auschwitz, Robert participó de la Guerra de los Seis Días y hoy se declara un ferviente sionista. La distancia con su hija, abocada a la causa por la liberación palestina, configura la película en un diálogo intergeneracional y una búsqueda por la identidad: ¿cómo es que la historia nos atraviesa y nos toca?, ¿dónde nos posiciona en el mundo?

Gottlieb se acerca desde la curiosidad y la apertura, pero sin claudicar su postura política en ningún momento. Es capaz de reconocer su conocimiento limitado sobre semejante cuestión y plantear una serie de preguntas a su padre, hechas con la más genuina preocupación, con el interés y hasta el enojo de quien tiene como tarea política comprender a los sujetos del mundo a través de sus condicionantes históricos, cuestionar los discursos imperantes y pensar cómo se hacen carne en las personas que los proclaman, los reproducen y los sufren. Al ponerse a ella misma en escena, su propia realidad familiar con tal intimidad y cercanía; al abrirse a preguntas y situaciones que pueden ser dolorosas, Yaela hace un acto de inmolación. Como lo hicieron Tatiana Mazú en Río Turbio, deteniéndose sobre la herida de su propio abuso en el seno de la ciudad donde se gesta el conflicto obrero, o Sebastián Zanzottera con Fuego en el mar, donde se preguntaba por la responsabilidad de la industria petrolera en la temprana muerte de su padre, incorporando desde mensajes de WhatsApp y creaciones digitales en 3D hasta imágenes de ciudades en Google Earth, estas películas entienden que es preferible inmolarse, arriesgarse al dolor y enfrentarse a él, antes que vivir desposeídos de las imágenes del mundo. El punto de partida personal no es un capricho narcisista ni la mirada hacia el pasado un lamento nostálgico, sino que son los materiales y elementos a mano desde los cuales interrogar la historia para preguntar y aseverar sobre el presente, volcar la rabia política en nuevos pliegues de la imagen o nuevas formas geométricas —como diría el crítico Tomás Guarnaccia— para así comprender y transformar el estado de cosas.

No hay regreso a casa es una película que borra fronteras en varios sentidos. A través del encuentro y el afecto acorta distancias políticas entre dos generaciones tensionadas, aun cuando la persona querida diga algo doloroso o su propio chauvinismo marque los límites. También permite explorar el mundo desde sus herramientas digitales, transitando las calles del pueblo rumano donde nació el padre de Gottlieb por Google Earth o hablando con él desde Perú por una videollamada. Pero el gesto más audaz y político de la película es su verdadero carácter transnacional. Leí un comentario en el Instagram del FestiFreak que se quejaba de que se la llamara una producción “argentino-peruana”, acotando que deberían estar invertidos los lugares, al haber sido principalmente financiada en Perú. Yo me pregunto, ¿hay acaso alguna película en la que importe menos esa etiqueta? El cine de Yaela Gottlieb es uno realmente internacionalista, no en el sentido de las películas de países periféricos destinadas a festivales, que se ven obligadas a pedir financiamiento en todo el mundo para poder existir, sino por una vocación política y fraternal de unir pueblos mediante el afecto y la cooperación (Yaela misma se reconoce más argentina que peruana).

Pasamos de las imágenes de guerra a la guerra de imágenes. En su cortometraje ¿Dónde está Marie Anne? Gottlieb no asevera, sino que pregunta. Un océano de imágenes publicitarias antiguas transcurre a toda velocidad, vendiendo el sueño que proponía la industria cultural en la argentina de los tardíos 70 y tempranos 80, esa realidad compuesta de representaciones. Ante tal aceleración inherente a la contemporaneidad, Yaela se detiene y busca, en clave farockiana, develar esa imagen invertida, de falsa consciencia, que nos muestra la publicidad. Las olas dejan de crecer y la película se ralentiza. La síntesis del proceso dialéctico del film es una publicidad de Windsor donde se ve a Marie Anne Erize, actriz y militante montonera desaparecida el 15 de octubre de 1976 por las juntas militares durante la última dictadura. 

En sintonía con el espíritu de su largometraje, entrevisté para Taipei a Yaela Gottlieb mediante una videollamada, ella en Lima y yo en Buenos Aires. Viajamos, a modo de trotamundos, por los distintos rincones de su cine, intentando comprender en profundidad el proceso de gestación de esta nueva generación de cineastas rabiosxs, que levantan el puño y operan tanto sobre las imágenes como sobre el mundo; que no temen inmolarse; que preguntan, cuestionan, niegan y afirman. Para terminar, antes de leer todas las preguntas que le hice a Yaela, déjenme hacer una afirmación que, en palabras de José Miccio, puede resultar un tanto irresponsable: acá está el futuro.


Santiago Damiani: Cuando llegaste a la Argentina en el 2014, ¿viniste con la idea de estudiar cine?

Yaela Gottlieb: No, quería irme de Lima un tiempo. Estudié Comunicaciones y trabajé mientras estudiaba. Quería tomarme un año sabático, ahorré bastante plata (tenía un buen trabajo acá) y con eso me tomé un año en Argentina. Tenía un amigo peruano en la FUC y, sin ser consciente de lo que era y de lo que significaba, había visto que el plan de estudios del primer año era de estudios generales, como Historia del Arte, Historia del Cine, Panorama y Literatura, y quería tener ese acercamiento. No sé si fue en el lugar correcto, fue medio azaroso llegar ahí. Después me gustó la Universidad y me quedé a seguir estudiando, pero en principio no fue para estudiar, sino para tener otra experiencia cultural. En Argentina siempre me dio la impresión de que hay otro acercamiento que en Perú, que es más difícil. En realidad quería estudiar la Maestría en Cine Documental, pero me parecía demasiado para mis 21 años.

¿Y allá en Perú alguna vez consideraste estudiar o hacer cine? ¿Hay opciones para estudiar allá?

Estudié Comunicaciones y me especialicé en Audiovisual, pero en mi Universidad no estaba la opción de cine, era más para hacer televisión. De hecho, acá entré a trabajar en televisión. Pero hoy lo pienso en retrospectiva y hacía algo… no parecido, pero sí que se asemejaba más a este universo. Eran pequeños reportajes de historias pintorescas. Entonces hacía como un “retrato de Santi”, que ponele que era un niño que jugaba al golf en el cerro de Puno, entonces iba a Puno y te filmaba (risas). Ese era mi trabajo. Después, cuando se puso más exigente, y querían algo más de la inmediatez… ahí lo dejé. Pero no, no había pensado estudiar cine porque acá… El otro día lo hablaba, en Mar del Plata vi Trenque Lauquen, ¿tú la viste?

Lamentablemente no, tengo muchas ganas.

Bueno, es increíble esa película, es ficción y está hecha… es una película que se puede hacer, no tiene un presupuesto gigante. Estaba ahí con Nicolás Carrasco, que es peruano y también crítico, y le decía: “¿Por qué en Perú no se hace un Trenque Lauquen? ¿Por qué no hay un Trenque Lauquen hoy, habiendo plata para hacer cine?”. Y me decía: “Bueno, es que en Perú no hay un [Leonardo] Favio, no existe una tradición”. Hay hijos malos, más aún sin esa referencia —ese es mi diagnóstico hoy— y viniendo de una familia en la que nadie se dedica al arte ni al cine… O sea, para que tengas una idea, mis papás no fueron a la universidad siquiera; soy primera generación. No existe en el imaginario colectivo dedicarse al arte ni al cine.

Me llamó la atención lo que decías de la FUC, porque me parece que la estética de tu cine rompe un poco con lo que se espera o con la estética más imperante, incluso a nivel político, de ahí. Me parece que tus películas están más alineadas, tanto a nivel temático, estético o de influencias, con, por ejemplo, lxs chicxs de Antes Muerto Cine o el cine de Pablo Martín Weber que con una película como Los territorios de Iván Granovsky, que, si bien toca temas similares, está en las antípodas de No hay regreso a casa.

Es que hay un canon que se sigue en la FUC, aunque no en todas las materias. Justo trabajé en Técnicas Audiovisuales, que es una materia más de la línea que sigue Azul Aizenberg y las películas que postea en Ver y Poder. Ahí veíamos ese tipo de cine. Entonces no es toda la FUC, pero sí hay cierto canon que… tú ves las películas que entran al sistema de festivales y responden a ese canon. Lo que sí está sucediendo acá en Perú (y por eso también quise venir a conocer a la gente que hace cine acá) es que, con la aparición de nuevas tecnologías, hay gente haciendo películas muy radicales. Estaba Transcinema y estaba el Festival de Cine Radical en Bolivia; son festivales que proyectan películas quizás más parecidas estéticamente a la mía, como más rotas, de alguna manera, más frágiles, que es la única manera que encontramos de hacer películas en Latinoamérica. No me quedaba otra que hacer la mía con los recursos que tengo, y los recursos que tengo son pobres, y bueno: yo no soy pobre, pero mi país sí; entonces hagamos cine así. Y acá en Transcinema… quizás yo puedo reconocer que tengo algo de influencia de eso, de que se milita mucho un tipo de cine más radical (no digo que el mío lo sea), más deforme, con el que te lanzas a hacer.

Cuando pasaron No hay regreso a casa en el FestiFreak comentabas que, en un principio, no la pensaste como una película, sino que se fue gestando. ¿Podés contarme sobre eso? ¿Cuándo empezaste a ver una película en lo que hacías?

Yo ya había hecho dos cortos que no se vieron, los tengo guardados. Eran de ficción, con otro esquema, y me había gustado mucho el proceso; disfruté mucho el rodaje, pero no me gustaba tanto lo que había salido. Un poco por inexperiencia, hoy lo pienso así. Entonces cada vez que iba a Perú, cada vez que volvía, filmaba cosas. Mi papá, que no vivía en la casa donde yo siempre me quedo, que es la de mi mamá, venía a visitarme, y grabarlo era también mi manera de pasar tiempo con él. Apenas me había comprado una cámara, un trípode, un kit básico, y probaba cosas con él. Ahí me di cuenta de que a él le gustaba mucho la cámara, no tenía ningún problema con eso, y hablaba. En ese hablar, en un mismo plano decía cosas muy tiernas, cariñosas, y después cosas muy duras, hasta con violencia. A mí me flasheaba ese personaje que surgía, y fui grabándolo, acumulando material. 

Después fui a ese viaje que se narra en la película, el viaje que te pagan a Israel, el Taglit. Como cuento ahí, yo no tuve educación judía y ni sabía lo que era Shabbat. Después en Argentina había tantos judíos que yo no lo podía creer. Once me volaba la cabeza. Pero acá la comunidad es muy chiquita y está solo en un distrito, en San Isidro, que es como el San Isidro de Argentina (risas). De hecho acá no conozco ningún judío. Entonces justo viajé con un grupo de argentinos, muchos eran presidentes de sus Centros de Estudiantes, muy dispuestos a interpelar (yo más dispuesta a escuchar, porque no tenía idea), y volví con preguntas para mi papá. Ahí se transforma. Y empiezo a filmar con una intuición, pero sin tener en claro que eso era una película o un corto; era un archivo. 

En tercer año de la FUC teníamos que filmar bastante. En un momento en que nadie filmaba —muy loco—, Alejo [Moguillansky] y Malena [Solarz], que eran mis profes en ese momento, tiraron la consigna de: “Bueno, pongamos un tópico y traigan material de eso”. Un día tiraron, como tópico, religión. Yo monté unos fragmentitos de él, con algunos planos, algún pasaje con fotos, algo chiquito. Ahí ya me gustaba el cine de ensayo, pero no estaba segura porque era un material precario, hasta sin sonido. Fueron ellos quienes empujaron la película. Después de eso nos juntamos a seguir los proyectos que habíamos empezado en Dirección III. Yo era una pésima alumna que no llevaba material, al nivel de que me retaran y me dijeran: “Dale, esto seguilo”, y yo tenía muchas dudas de qué hacer… Creo que también ahí se ve algo del tono. Probamos muchas cosas y otras fueron apareciendo, se fue moldeando mucho en ese taller y a partir de la vida misma. De pronto yo me encontraba sin trabajo, lo contaba y me decían que eso era una línea narrativa que me podía servir, y que me filmara, entonces desde ese momento filmaba mi vida. Tengo muchas horas de material.

No hay regreso a casa

¿Y cuánto tiempo duró el rodaje? Por lo que contás parece que es algo que se extendió en el tiempo. ¿Cuándo decidiste que la película estaba lista?

Fue mucho tiempo, desde el 2017 al 2019 casi. Yo iba filmando por intuición momentos que me podían servir y los iba editando. En un momento Alejo me dijo: “Basta, tienes que pasar al guion”, porque había muchos disparadores, pero ninguno desarrollado. Entonces pasé al guion a partir de una transcripción real de conversaciones y escenas que habían sucedido. Lo escribí inventando algunas escenas, por supuesto, y las que no estaban realizadas las fui a buscar en un viaje que hice con tres amigos argentinos: les pagué el pasaje para que vinieran a filmar con sus equipos e hicimos un rodaje más propiamente dicho en el 2018. Después, en el 2019, cuando editamos todo ese primer armado en base al guion, lo edité con Luis Garay, quien en ese entonces era mi roommate. Era la primera experiencia de los dos. Editamos un armado de dos horas que era muy deforme, muy malo, y ahí pensamos que hacía falta alguien con más experiencia. Entonces buscamos al Indio [Miguel de Zuviría], que me gustaba porque era contemporáneo a mí; tiene mi edad, pero más experiencia. Y me parecía lindo ese hacer con alguien. Ahí nos juntamos a editar un año, y en ese año hubo otro rodaje más formal, de tres o cuatro días. La terminamos en pandemia porque no quería seguir extendiéndola, por una cuestión mía. Y creo que estuvo bien, porque hay partes que, incluso después, regrabamos, como la escena final del Skype, que regrabamos cada uno por su parte para que a mí se me viera más grande. La escena está guionada en base a una conversación real, pero se grabó a lo último para que a mí se me viera más adulta. No es la vida y nada más, hubo una construcción y una pluma.

A la hora de narrar con las herramientas que tenías, me interesó cómo te adelantaste a cierta estética que se adoptó forzosamente a partir de la pandemia: la imagen de monitor o incluso las videollamadas, que en tu caso eran marcadas más por la distancia que por el encierro.

Era la manera de comunicarme con mi padre, y tengo muchxs amigxs extranjerxs que se comunican así. En general creo que todxs lxs migrantxs tienen ese dispositivo incorporado. No era tan habitual reunirnos. Después, con la pandemia, cuando se volvió habitual, estaba como: “¿Qué va a pasar con mi película?, ¿va a ser una más de la pandemia?”. Por eso también quería terminarla rápido, no quería que pasara tiempo y fuera otra película con Zoom. Pero al principio ese elemento no era casual, sino que queríamos que denotara un tipo de vínculo, de acá y de allá y de ningún lugar. Nos interesaba ideológicamente.

Recién hablabas de lo político. Con respecto a tu identidad antisionista, de abogar por la causa palestina, ¿cómo la fuiste construyendo, de dónde surgió? Más teniendo en cuenta la crianza que debe haberte dado tu padre.

En verdad, en relación a la crianza, no tuve educación judía; no tuve ninguna consciencia de qué era Israel, sinceramente. Pero porque en Perú no se problematiza como en Argentina. En realidad, viendo películas de Avi Mograbi, me pregunté: “¿Qué pasa acá?”. Después, cuando viajé a Argentina, descubrí que cada quien tiene una posición al respecto. En el medio de la película fui leyendo bastantes cosas, pero después decidimos que eso no se iba a trasladar a la película necesariamente, creo que no está, y a mí me daba mucho pudor, porque pensaba: “¿Quién soy yo para decir algo sobre esto?”. Nunca fui a Palestina, y hay gente que estudia muchos años como para yo bajar línea. No quería que la película tuviera una tesis ni que se construya para sostenerla; prefería que fuera encontrando su camino. Y el camino fue plantear el contexto, las discusiones. 

Después, desde mi lado, más que antisionismo para mí es antinacionalismo en general. A mí me flasheaba cómo él, habiendo vivido cuatro años en Israel (eso fue otro disparador de la película), diecisiete en Rumania y más de cincuenta en Perú, podía identificarse tanto con Israel. Eso me volaba la cabeza. Hoy lo puedo entender, pero en ese momento iba más por el lado del nacionalismo que del sionismo. Creo que hoy mi postura va por fuera de la película. Incluso hay muchas cosas en la película que sacamos, hay silencios construidos, pero también porque no quería tapar ese lugar, quería que fuese una película que escuchara y, bueno, después cada quién pensará lo que le parezca. 

Esas escenas me hacían acordar mucho a Caperucita roja, donde la abuela de Tatiana Mazú decía cosas que eran medio barbaridades(1). Vos lo dejás pasar, no querés discutir…

Sí, son dos generaciones con epistemes en tensión. Él también es de otra época, entonces hay cosas que nunca se van a encontrar, que nunca se van a reconciliar, pero a fuerza del afecto logran escucharse. Y también hay que entender que Robert no es un represor. Yo lo entiendo como una víctima de cierta narrativa que construye el Estado de Israel y que opera sobre los cuerpos de sus habitantes, y que, en su caso, al haber estado en una guerra (la Guerra de los Seis Días), opera mucho más fuerte, es difícil de romper. Cuando lo entendí, también me quedé más tranquila con que la película tampoco fuera a confrontar desde ese lado con una posición más sólida de mi parte, porque no quería eso.

Con respecto a ¿Dónde está Marie Anne?, ¿cómo llegaste a esas imágenes de archivo que se ven en el corto, y a la historia que tienen detrás?

Fue a partir de una convocatoria del Instituto Di Tella: nos entregaron varios archivos para utilizar libremente y yo empecé a probar cosas, a googlear sobre cada publicidad que había entre el material. Ponía “Cigarrillos Winston” y el año, “Siam Di Tella”, etcétera. Ahí llego a “Jockey Club 1979” y me aparece la historia de Marie Anne Erize Tisseau, montonera desaparecida en la dictadura cívico-militar. Empecé a leer un montón de cosas y me sorprendió, porque no conocía esa historia. Le pregunté a muchos amigos si conocían sobre ella y me decían que no. Decidí que quería volver a traerla; no contar toda su historia, porque era imposible con el material que tenía (en un momento, igual, lo pensé: buscar a sus amigas, hacer algo, pero tampoco había tanta información). Yo ya venía trabajando con el montaje de esas publicidades, que era muy difícil, porque es un material muy tirano, en tanto no tienes posibilidad de corte, porque las publicidades son muy rápidas y van a las chapas; no tenía posibilidad de extender el tiempo del plano. Entonces no quedaba otra que hacer algo rápido. Ahí apareció el corto.

En ¿Dónde está Marie Anne? hay una idea un poco farockiana de cómo las imágenes engañan, de cierta forma, como un ocultamiento, y vos buscás develar eso que no se puede ver.

Sí, la imagen de dos caras de [Jean-Louis] Comolli, que dice que toda imagen tiene un significado que, de acuerdo al tiempo y a quién se le acerque, puede cambiar, que hay algo oculto en esas imágenes. Y qué pasa con su resignificación. Cuando lo mostré estuvo bueno que [en la muestra del Instituto Di Tella] veías el mismo material en cinco trabajos distintos, y una chica me habló del valor documental de la publicidad. Yo, al principio, escribí la sinopsis con la idea de que, a partir de esa construcción de ficción, donde la publicidad —leí en un texto de [Alain] Bergala— promete la vida perfecta y promete una ilusión o un deseo, a la vez oculta todo lo que sucedía en la dictadura. Entonces ahí tomé ese material e hice un recorte para utilizar principalmente publicidades estrenadas en la época de la dictadura. Fue más formal el trabajo, más formalista, digamos. Pero sí, es lo que dices de [Harun] Farocki, o de Comolli, esta idea del espejo de dos caras, la imagen que se va resignificando con el tiempo o que tiene un sentido oculto.

Es interesante también porque en la proyección del CCK la pasaron junto a Responsabilidad empresarial, de Jonathan Perel, que también conjuga el pasado, o lo que ya no está, y cómo interrogar la historia desde la distancia.

Está el ejemplo que cita, creo que es [Georges] Didi-Huberman, o Comolli también, de las fotos de los aviones de guerra volando sobre los campos de concentración previo a que se descubrieran; al verlas los aviadores piensan que es gente tomando sol, y después cuando se devela la información se dan cuenta que eran cadáveres. Entonces está esta relectura a partir de la distancia temporal. No vi Responsabilidad empresarial, pero me imagino que ahí, con más información, la imagen también cobra otras capas. En mi corto ese movimiento sucede hacia el final, porque al principio tampoco entiendes qué está pasando.

Recién mencionabas algunas escenas pensadas previamente o guionadas en No hay regreso a casa. Me interesaba particularmente esa escena central, que es casi un relato de ficción, en la que está tu papá relatando un sueño vinculado a la guerra, con imágenes de archivo. Y también lo que comentabas en la proyección de la película en el FestiFreak, que al principio no gustó tanto en el equipo. ¿Podés contarme todo ese proceso?

Sí, Robert me había contado ese sueño por WhatsApp, pero no por la película, sino hace tiempo. A mí me flasheó cómo opera esto hasta en el inconsciente, me parecía que en ese sueño sintetizaba mucho lo que él veía como una vida posible, la idea de que su vida es mediocre porque no siguió en la guerra. Y a su edad veía también cierto arrepentimiento. Me pareció muy fuerte, muy humano, tener ese tipo de imaginario. Yo escribí una escena en la que él me lo contaba y no quedó tan bien, porque me lo contaba en un sillón, como una charla más. Entonces usamos el audio y unas imágenes que filmamos para salir un poco de la casa. La propuesta inicial de la peli era no salir de la casa, porque él no sale, y queríamos que algo de eso apareciera, pero en un momento César [Guardia Alemañi] me propuso que saliéramos un rato porque se estaba asfixiando. Salimos cerca y lo filmamos, y nos quedaron esas imágenes. A Paloma [Torras], la productora, no le gustó nunca el sueño, pero para mí era muy importante sostenerlo, entonces el consenso fue meterle imágenes de archivo —esas imágenes de soldados y tal—, que funcionaron. Tampoco fue una gran discusión, fue la única objeción que hizo Pali (risas).

¿Y Robert cómo reaccionó a la película terminada?

Es curioso, porque en mi imaginario siempre estaba el “bueno, se la voy a mostrar acá en la tele, juntxs, y voy a estar ahí para responder preguntas”, en un ambiente más contenido. Después cuando vino la pandemia yo no podía viajar a Perú. Al toque entró en el festival de Lima y queríamos pasar la peli ahí. Al final se la tuve que pasar por WhatsApp, y teníamos mucho miedo; le dijimos que se iba a pasar en un festival que encima tiene llegada a la comunidad judía, entonces capaz alguien lo conocía, amigos de mis hermanas o alguien, y estaba bueno que lo supiera. Ahí le mandé un link de Vimeo. Después de dos horas me mandó un audio de dos minutos y medio diciendo que veía muchos errores de montaje, cortes raros; que había partes en las que no coincidía el audio con la imagen y que después me pasaba bien los tiempos que correspondían. Decía: “En tal escena estamos acá y pasa a tal lado”. Fue rarísimo. Yo se lo mandé al Indio y él me dijo: “Ah, me está corrigiendo”. Y eso fue todo. Recién mañana voy a verlo, porque en ese momento no lo vi, no estuvimos en el mismo espacio. Y hablando por teléfono siempre me dice que le sorprende que la película se pase. Todavía no comprende bien, pero está contento al final de cuentas de que él haya servido. Cuando hace poco me pagaron por el Festival de Segovia no lo podía creer.

Hay una línea narrativa un poco detectivesca a partir de las preguntas que vos vas planteando, una idea de investigación, sobre todo con la posibilidad de que él haya sido agente del Mossad. ¿Eso lo planeaste o se fue dando orgánicamente?

Fue pensado, las conversaciones sucedieron para la misma película o antes. Entonces yo me acordaba, por ejemplo, de esa secuencia del Mossad, que fue una conversación real pero de hace siete, ocho años. Y cuando me acordé fue como: “Esto me puede dar algo”, por esa línea más detectivesca, más policial, o de otro orden que me venía bien. Ahí pasé al guion y se construyó. Pero lo bueno es que, a la hora de grabar, yo le preguntaba si se acordaba de tal cosa y Robert lo repetía. Toda esa línea del trabajo, del Mossad, la búsqueda a partir de las preguntas, por ejemplo, fue construida porque narrativamente nos servía para estructurar la película, pero a partir de cosas que en realidad habían sucedido. Él nos dio, de alguna manera, las ideas; nosotros simplemente las amoldamos.

Hablemos de la experiencia de estos últimos meses. Estuviste proyectando tus películas en varios festivales: DocBA, FICValdivia, FestiFreak, Viña. No sé si habías tenido ya la oportunidad de estrenar en Argentina. 

La película se estrenó el año pasado en el Festival de Lima. Como es peruana, fue un estreno nacional online, pero hubo bastante buena recepción del público, y eso fue lindo. Me llegaron bastantes mensajes de Instagram y de algunxs críticxs de Latinoamérica; ahí fue el primer acercamiento con la película. Pero no podía estrenarla en Argentina, porque la había mandado a Mar del Plata, al BAFICI, y nada… y me ponía triste porque en Perú pasó por todos los lugares, no hubo festival en el que no haya estado, e incluso ganamos varios premios. Pero bueno, en casa (hoy, al menos, mi casa es Argentina) no la pude pasar. Después de Lima la película estuvo en el Festival Internacional de Cine Documental de Navarra Punto de Vista, un festival que me encanta. Ahí viajé y conocí a los programadores: Lucía Salas, Manuel Asín, Pablo García Canga, gente muy cinéfila. Ahí en Punto de Vista estaba Roger Koza de jurado y tuvo que ver la película. Cuando salimos de la función estaba indignado porque no se había visto en Argentina, y me dijo: “Lo solucionamos: Cosquín, DocBA”, y me pareció genial. Yo trabajé en el DocBA hace mucho tiempo y fue mi primer acercamiento a otro tipo de cine. Después está Cosquín, que es de esos festivales caracterizados por un público muy entusiasta, también con gente muy cinéfila. De ahí pasé al FestiFreak, donde ya había proyectado un corto en el 2020, entonces me alegraba que estuviera en un festival que banco hace tiempo. Y ya, después, en Ecuador en EDOC; justo lugares que son chiquitos, pero que tienen cierto perfil. 

Festivales que buscan películas con una identidad genuina, que les interesa para marcar cierta visión del cine.

Claro. Con la película queríamos probar cosas, sinceramente, y había algo del tono que me interesaba, había algo de lo lúdico, del humor en un tema tan denso… A mí me gusta el cine en primera persona y vi muchas películas que me encantan, pero quería probar qué pasaba con el humor. Había visto Nobody’s Business de Alan Berliner, que también enfrenta al padre de una manera muy graciosa, el padre es muy gracioso. Entonces también quería ver qué pasaba con eso. Quizás era un riesgo, porque la película me parecía muy deforme en un punto. Pero, para ser una película que se hizo con muy poco dinero y con un grupo chiquito, con esas cámaras, con esa realidad de producción, estoy contenta con el resultado.

No hay regreso a casa

Notas:

1 En Taipei puede leerse una entrevista de Santiago Damiani a Tatiana Mazú donde se explaya sobre Caperucita roja. (N. de los E.)

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