Naruse, el plano compartido (Jacques Rancière, 2001)

La versión original de este artículo, “Naruse, le plan partagé”, fue publicada originalmente en el número 556 de la revista Cahiers du cinéma, n°556 (abril/2001).

Traducción: Miguel Savransky


Dos niñas, un gato, un caballo, dos actores. Tal podría ser la ecuación del cine de Naruse, la figuración de esta igualdad —de razones y situaciones, de planos y de los que ocupan el plano— que le da su estilo tan particular.

Comencemos por las niñas, y por este episodio extraordinario de Sinceridad. La pequeña Nobuko se enteró de que su padre, Kei, estuvo comprometido en otro tiempo con Utatsa, la madre de su amiga Tomiko. Pasado el trauma inicial, ellas se divierten imaginando qué habría pasado si Kei no hubiera sacrificado su amor por el atractivo de un casamiento por dinero. No habría existido ninguna de las dos, sino otra persona que habría sido a medias una, a medias la otra. Las niñas sueñan. La cámara no sueña. Ella dispone los sueños en espacios y en figuras. Pues se ha acercado a los rostros y encuadra ahora, separados por el vacío central, dos mitades de rostros que ocupan los dos bordes de la imagen: dos semicírculos semejantes que vacilan entre el cuadro abstracto (Composición con medias figuras) y la ilustración de una canción infantil (“Manzana reineta y manzana api”). Este plano compartido podría resumir la dramaturgia de las películas de Naruse, la manera en que la fábula se traduce en la distribución de los planos y el reparto de la imagen.

Sinceridad

Se sabe que la trama, en Naruse, está marcada por la desgracia. Pero es necesario precisar su naturaleza. No es solamente el hecho de las vidas perdidas: amores sacrificados al dinero o a la convención, vidas quebradas o desorientadas por la guerra, la servidumbre femenina de esposas, sirvientas o geishas. Es sobre todo que estas desgracias están sometidas a una gran ley de equivalencia. Esto debe entenderse en dos sentidos: en primer lugar, una desgracia no se intercambia en general sino por otra, más íntima. El espectador de Tormento espera ver a Reiko, la valiente viuda, luchar en vano para salvar el pequeño negocio familiar, amenazado por los grandes supermercados, y sacar a su joven cuñado de una vida de delincuencia. Pero su desgracia irá completamente en otra dirección. La revolución del comercio permitirá transformar el pequeño almacén en un gran supermercado, y a sus cuñadas echarla de la nueva empresa. La errática vida del joven Shoji revelará ser la consecuencia de un apasionado amor por Reiko, doce años mayor que él. Y este amor imposible terminará en una muerte de la que no se sabrá si es un accidente o un suicidio. Este pasaje de desdicha en desdicha a través de la dicha está más allá de toda inversión aristotélica. Nunca hay un golpe de efecto en Naruse: sólo equivalencias y sustituciones. Tomiko y Nobuko están en lugar del hijo que habrían tenido Kei y Utatsa. Estos no se reencontrarán más que para un episodio accidental. Y el conflicto irresoluble se arreglará por intermedio de las idas y vueltas de una muñeca. El intercambio de niños, un elemento importante de la dramaturgia de Naruse, tendrá un tipo de violencia completamente distinto en Hikinige, donde la madre del niño atropellado quiere vengarse matando al hijo de la conductora, sin llegar a superar la mirada del niño rico, por completo semejante al suyo. Y finalmente, la que le arrebató a su hijo le robará también su venganza.

Pero la equivalencia quiere decir otra cosa: no hay ninguna razón fundamental para que las cosas sean de otra manera que como son. No hay razón para pensar que todo iría bien si Keiko se rebelara y aceptara reconocer su propio amor por Shoji. Las viudas de Nubes de verano o Cuando una mujer sube la escalera que aceptan nuevos amores se encuentran solas al final, una al trazar su surco en el arrozal, la otra al subir la escalera del bar. Tampoco hay ninguna razón decisiva para lamentar la elección de Kei o la resignación de Utatsa. Los matrimonios por amor de El almuerzo o de Anzukko no son más felices que los matrimonios arreglados. Y los pequeños puños de Tomiko, masajeando a su madre, agradecen y castigan a la vez ese deseo contrariado que le ha valido la vida. Una película de Naruse nunca decide entre los mundos y las lógicas que opone. Su estructura siempre se asemeja al viaje que conduce a Kumiko, en ¡Esposa! ¡Sé como una rosa!, a la segunda pareja de su padre. Ella viene oficialmente para pedirle a éste que asista a su boda, secretamente para romper la pareja adúltera. La vista del segundo hogar la hará renunciar a este segundo objetivo. El padre la seguirá entonces para cumplir con sus obligaciones y regresará para reunirse con la que se ha vuelto su verdadera familia. No hay ninguna razón para aprobar o para desaprobar a los que buscan su dicha en otra parte en vez de a las que permanecen obstinadamente fieles a los muertos o a los infieles. Irónicamente, la velada en el hogar ilegítimo va a estar consagrada a la revisión de una lección moral sobre los deberes de la familia, recitada en el tono de la más profunda convicción por el hijo adúltero. 

Pero no es la vanidad de todos los fines y un retorno schopenhaueriano a la nada de la voluntad lo que la dramaturgia naruseana opone al nudo aristotélico de las acciones. Es más bien una ley de la igualdad generalizada. Si ningún episodio conlleva la decisión, si ninguna elección es privilegiada, ningún plano entonces constriñe al plano siguiente. Ninguna fatalidad se cumple ni se revierte, nada se desanuda porque nada está anudado verdaderamente. Esta ley afecta espectacularmente los finales de las películas, casi siempre en movimiento hacia un futuro indeterminado, a veces hacia un futuro ya pasado, como en Hideko, cobradora de autobús, donde la joven declama alegremente la perorata de guía que debe salvar su autobús, sin saber que éste ya fue vendido. Añadamos: sin que eso tenga importancia. No más importancia que el globo, perdido por los niños de al lado, que reconcilia en el plano final —¿por cuánto tiempo?— a la desunida pareja de Lluvia repentina. Pero la ley vale también para todas las secuencias: ningún plano está supuesto por el que lo precede. Es aquí que entra en juego el gato: el que se estira en El almuerzo o El relámpago, indiferente a cualquier drama familiar, y más aún el que pasa sobre la pared en A la deriva. La casa de las geishas va a la deriva y tiene problemas con la policía. Para ganar un aliado, la patrona invitó al policía de paso. Le pide a la criada que vaya discretamente a pedir fideos en el restaurante de la parte de atrás. En el momento en que el plato pasa por encima de la pequeña pared, aparece el gato, andando decididamente en su dirección. Se espera un episodio tragicómico: los fideos derramados, el policía alarmado… Pero nada de esto ocurre. La cámara encadena simplemente las actividades del día siguiente. Tal vez un símbolo del plano naruseano. Éste puede estar unido al siguiente por un clásico fundido-encadenado o conectarse repentinamente con un episodio que nada anunciaba. Puede transportarnos sin transición al pasado o, al revés, traducir el desvío de la memoria o del deseo mediante procedimientos vistosos: desenfoques que introducen un flashback (Tres hermanas de corazón puro) o sobreexposición de escenas imaginadas (Hikinige). Pero conserva siempre algo de la despreocupación del gato que se despierta o pasa, descuidado de lo que precedió y de lo que seguirá. Esta indiferencia del gato está en el corazón de las secuencias más dramáticas de Naruse: así, cuando el niño al que la falsa criada de Hikinige busca hacer atropellar por venganza se mantiene imperturbable entre dos flujos de coches, oponiendo su seguro instinto de pequeño animal al proyecto criminal tanto como a la angustia de verlo triunfar. La invulnerabilidad del niño-gato es, en definitiva, la del plano que lleva a su única igualdad y a su renacimiento perpetuo a las diversas apatías ficcionales: abulia de los hombres que no quieren perder ni a la mujer ni a la amante, resignación de las mujeres que no se atreven a seguir su deseo, nihilismo de los jóvenes que no “pidieron nacer”. 

A la deriva

La gran cuestión, el gran éxito de los personajes es entonces saber, como las chicas de Sinceridad, compartir este plano de igualdad definido por la equivalencia de razones contrarias. Esto puede coincidir con el cuadro visual del plano y utilizar a ese efecto el cuadro de la casa tradicional con sus tensiones inversas de promiscuidad, que prohíbe cualquier secreto, y de escalonamiento en profundidad donde se distribuyen las actividades que se oponen, se concilian o se ignoran. Pero esas sabias distribuciones de personajes y acciones no son una cuestión de virtuosidad “formal”.

Ellas definen un plano de coexistencia en el que cada uno debe aprender a encontrar alojamiento: así en ¡Esposa! ¡Sé como una rosa!, donde la visitante, al principio aislada en el piso donde vienen a saludarla, poco a poco se integra visualmente al espacio de la familia ilegítima. El reparto puede también definirse por la relación de dos planos simétricos, como en La voz de la montaña, donde el suegro y la nuera están unidos a la distancia por la vela con la que cada uno de ellos, durante la tormenta, inspecciona las posibles filtraciones de agua, o por la intimidad distante del campo y el fuera de campo: así, Reiko, tras la declaración de amor de su cuñado, tiembla al escucharlo bajar la escalera y pasar contra el panel que los separa: miedo de que él entre, deseo secreto de que lo haga, vergüenza con respecto a este deseo. Un personaje tumbado, un personaje de pie, tal es la célula del plano naruseano: maridos cascarrabias o jóvenes desocupados junto a una madre o una mujer que se pone a trabajar; solicitud de un cuerpo tumbado por otro que el tormento mantiene de pie, o de un cuerpo arrodillado a la cabecera de un cuerpo sufriente: como en la habitación de hotel de Nubes dispersas, donde Mishima, afectado por la fiebre, es el objeto de cuidados de la señora Eda, y donde todo está dicho por el juego de manos que se ocupan de preparar el hielo antes de abandonarse en las manos del enfermo. Ese reparto precario sigue siendo la dicha esencial de aquellos a los que siempre terminará por separar un tren o un barco.

La perseverancia del plano se gana así con la simple ética de la resignación. Hay que aprender a aguantar —a quedarse y a comportarse bien— el tiempo que haga falta. La virtud cívica es entonces idéntica a la del actor. Actores itinerantes: esta película “menor” contiene quizás la poética y la moral del realizador. Hay que decir que los actores son poco habituales. Su personaje: el del caballo. Uno hace de las patas delanteras, el otro de las traseras. Ellos aseguran que se necesitan diez años de estudio. Y no cesan de perfeccionarse observando durante horas a los verdaderos caballos. Esta dicha mimética es perturbada cuando la cabeza de cartón del caballo, dañada y mal reparada, viene a oponer su ridículo a su ciencia. Entonces ellos hacen huelga por la dignidad del actor. Su patrón encuentra la solución: contratar un verdadero caballo sabio. Los espectadores están dispuestos a preferir el real a la copia, incluso aceptando que no sepa comportarse y haga pis en el escenario. Pero los actores no lo entienden de esta manera. Piafando y relinchando mejor por estudio que el verdadero por naturaleza, ellos sabrán al final ponerlo en fuga. La mímesis es ante todo una moral: poner en su lugar a la naturaleza, sus necesidades y sus dolores. “No quiero que me compadezcan”, dice Michyo en El almuerzo. Pero, ¿quién sentirá compasión por Setsuko Hara? La kathársis es eso. Purificar la compasión cuando la probabilidad de la desdicha ya ha purificado el temor, es a través de este programa que este cine moderno, sin nudo ni desenlace, reencuentra la vieja moral de la mímesis.

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