A comienzos de 2022, el Cineclub TYÖ (General Roca, Río Negro) invitó a Álvaro Bretal a programar un ciclo de cuatro películas con temática libre. Los únicos requisitos eran que la selección fuera acompañada por uno o más textos y que las películas pudieran conseguirse en buena calidad. El ciclo se proyectó entre el 4 y el 25 de julio y consistió en cuatro largometrajes de países y épocas diferentes en los cuales el mar tiene un peso significativo. Cada proyección fue acompañada por un corto del documentalista italiano Vittorio De Seta. Meses después, en el marco de un ciclo colectivo de verano, Álvaro fue nuevamente invitado por el cineclub. La idea, esta vez, era seleccionar una película que tuviera relación con lo estival. La elección fue Big Wednesday, tercer largo de John Milius, también vinculado con lo marítimo y descartado en su momento del ciclo original.
Estos son los textos escritos por Álvaro para el ciclo de julio (una presentación y un artículo breve por largometraje) y el que acompaña la proyección de Big Wednesday, que se llevará a cabo este lunes 6 de febrero de 2023. Los textos fueron publicados originalmente en las redes del cineclub. En Taipei los presentamos con ligeras modificaciones.
Presentación
La aventura marítima es una parte significativa de la literatura de aventuras del siglo XIX y comienzos del XX. Como piratas, náufragos o pescadores, incontables niños han soñado con las profundidades del océano —la superficie, bella como es, no tendría el menor impacto si no fuera por la certeza de que abajo de ella yace un misterio insondable—. Bien entrado el siglo pasado surgió una nueva maravilla: en la década del 40, avances tecnológicos permitieron bucear durante extensiones de tiempo impensables pocos años atrás. En el océano sin límites un ser humano corre peligro constante, y eso no cambió demasiado con el nacimiento de la inmersión extendida; al contrario, el peligro se diversificó, cobrando formas nuevas e impensadas. Mar y aventura, entonces, siempre fueron de la mano. No resulta muy distinto en el mundo adulto. Es recurrente la figura del oficinista aburrido, harto de su rutina gris, que sueña con embarcarse hacia la nada; estilo de vida que imaginamos como un sacudón de adrenalina incesante con un cariz existencial.
También en el cine la aventura marítima ha caído en desuso. Si varias décadas atrás, en lo que hoy conocemos como el período clásico del cine norteamericano, el mar se abría al menos a dos amplios territorios, el cine bélico y el de piratas, con el correr del tiempo se acotó a poco más que las catástrofes y ese arpón de corto alcance que es el horror marino. Todo esto, por supuesto, implica matices y excepciones; desde una sorprendente y bastante sólida aventura reciente como All Is Lost (J. C. Chandor, 2013) hasta el hecho de que algunos films de piratas tienen poco y nada de agua (incluyendo a uno de los mejores: The Pirate, de Vincente Minnelli). Fuera de Estados Unidos, directores muy distintos han realizado películas rodeadas de mar, desde Jean Epstein hasta Luchino Visconti, pasando por Luis Alcoriza y Kon Ichikawa. Rara vez amarrados a géneros específicos, estos films tienden a enfatizar cierto carácter íntimo o humano, dependiendo menos de una grandilocuencia visual sin la cual géneros como el cine catástrofe difícilmente podrían existir.
La invitación, en todo caso, es a experimentar lo tumultuoso y adrenalínico del océano desde cuatro perspectivas marcadamente diferentes. La consigna autoimpuesta, sin embargo, fue que los films seleccionados transcurrieran mayormente en el agua, descartando aquellos en los cuales el mar tiene un carácter menos material que metafórico o se manifiesta tan solo en un segmento aislado (algunos minutos intensos de I Know Where I’m Going! de la dupla Powell/Pressburger, las olas hermosas y pesadillescas de Big Wednesday de John Milius, la ballena de Pinocho). En la búsqueda residió una certeza: si ver una película proyectada en pantalla de cine es siempre una experiencia impar, el mar filmado es capaz de transmitir un impacto físico, palpable, que jamás podría alcanzarse en la calidez insulsa del hogar. Anhelamos, así, un objetivo noble aunque riesgoso: la magnificación de la aventura, la sensación de riesgo llevada a sus límites.
Cuatro films, entonces: dos aventuras al pie de la letra (una de militares, otra de pescadores), una curiosa película romántica dirigida por uno de los secretos mejor guardados del cine soviético y un documental de cámara desatada y azarosa. Como obsequio y bienvenida, cada película es precedida por un cortometraje documental de Vittorio De Seta; retratos líricos de la vida y el trabajo en las costas de Sicilia durante la década del 50.
Master and Commander: The Far Side of the World (Peter Weir, 2003) + Lu tempu di li pisci spata (Vittorio De Seta, 1955)
Adaptación de las novelas de Patrick O’Brian sobre el marino británico Jack Aubrey (cuya primera entrega, publicada en 1969, se llama, justamente, Master and Commander), el anteúltimo film de Peter Weir se encuentra impulsado por una obsesión. En este caso no se trata de una ballena blanca, sino del Acheron, un barco francés envuelto en fantasmagorías, mucho más grande y populoso que aquel en el que viajan los protagonistas. La obsesión, tema recurrente en la filmografía de Weir, estructura gran parte del relato: no solo construye tensiones en la relación entre el capitán Aubrey y su íntimo amigo, el cirujano y naturalista Stephen Maturin; también organiza el drama. A diferencia de tantas películas de aventuras marítimas donde el clima es un factor determinante por razones dramáticas (una tormenta puede detonar el caos absoluto), aquí solo es significativo en tanto facilita o dificulta el acercamiento al Acheron, fin último de Aubrey —y, por extensión, de su tripulación—. Las dos bestias, imponentes, amenazantes, danzan el baile del gato y el ratón en los océanos Pacífico y Atlántico. Gran parte del encanto, de hecho, reside en el espacio que separa el misterio denso de sus navíos de un dinamismo narrativo capaz de sintetizar todos los tópicos del cine de aventuras marinas, respetados pero reformulados con frescura. El enamoramiento nostálgico —hoy diríamos, tal vez, retro— por aquel mundo perdido de marinos, piratas y exploraciones inciertas está vaciado de inocencia: desde la presencia fantasmal del barco francés hasta los cuerpos moribundos perdiéndose en la noche de altamar, Master and Commander contiene numerosas pinceladas de horror. Romántica y neblinosa, con un mar de brea y el ímpetu de nuevos mundos por descubrir, es una producción descomunal que, si bien no funcionó en taquilla como se esperaba, resulta ser una de las grandes aventuras clásicas del cine contemporáneo.
By the Bluest of Seas (Boris Barnet y Samad Mardanin, 1936) + Isole di fuoco (Vittorio De Seta, 1955)
Mitad marítimo y mitad costero, U samogo sinego morya (By the Bluest of Seas), el segundo largometraje sonoro de Boris Barnet, es una combinación genérica por momentos desconcertante, que se sitúa bastante lejos de la categoría de “comedia romántica” donde suelen encasillarla. El marco es una trama simple: dos hombres, Alyosha y Yussuf, naufragan a orillas del Mar Caspio, en Azerbaiyán, donde se enamoran de una chica llamada Mariya, lo cual da lugar a una serie de confrontaciones entre los amigos. En los márgenes del relato romántico de aire relajado, entre algunos chispazos cómicos, nacen claves dramáticas y musicales, e incluso un clima fantástico suave, difícil de asir. Los jóvenes son bienvenidos por una comunidad de pescadores bondadosos, y ese carácter idílico resulta ideal para potenciar los sufrimientos del desamor. Si bien se distancia ligeramente de la propuesta global del ciclo, con sus escenas en la playa y en la casilla donde se llevan a cabo los encuentros de la granja colectiva Luces del Comunismo, el mar es el núcleo consistente y regular de By the Bluest of Seas: la relación que sostiene con el trío protagónico es simbiótica; sus movimientos marcan los vaivenes tonales del relato. Sin embargo, más allá de esta multiplicidad, una melancolía constante encapsula el film de Barnet, potenciada por la perspectiva humana —misteriosa, ajena, distante— con la que se observa siempre al mar, ya sea desde la orilla o la cubierta del barco; una fascinación poética presente en casi todos los cortos de inicios del cine donde el mar tiene un lugar relevante, desde Rough Sea at Dover (Birt Acres, 1895) y Surf at Monterey (James H. White, 1897) hasta el más famoso The Unchanging Sea (1910) de D. W. Griffith.
Leviathan (Lucien Castaing-Taylor y Véréna Paravel, 2012) + Pescherecci (Vittorio De Seta, 1958)
Una cámara atrapada en un barco lanzado al mar. Si el precepto que guió esta selección era trabajar con películas que transcurrieran exclusivamente en el agua, el primer largometraje dirigido en conjunto por los antropólogos-cineastas Lucien Castaing-Taylor y Véréna Paravel lo cumple a rajatabla. Tras unas breves citas del Libro de Job (entre ellas, “Él hace hervir como una olla el mar profundo y lo vuelve como una olla de ungüento”), nos sumergimos de lleno en el océano nocturno. Sangre, olas, cadenas, herrumbres: todo en Leviathan grita violencia y, sin embargo, resulta insoportablemente natural, como si ese barco pesquero y la muerte que desata no tuvieran más opción que estar ahí. Paravel y Castaing-Taylor no pontifican: prefieren, más bien, mostrar con toda crudeza cómo las mantarrayas son despedazadas en segundos, el filo de las cuchillas abriéndose paso entre la carne con la misma facilidad con que el barco atraviesa el mar. Filmado cerca de las costas de Nantucket, en las mismas aguas de Moby Dick, el documental encuentra belleza en lo tenebroso. Pero, a diferencia de cierto horror cinematográfico que se constituye a partir de lo estático, de aquello que está al acecho, el universo del barco pesquero es puro movimiento: redes, peces, cadenas, cuerpos humanos: todos danzan al ritmo de los vaivenes del océano. Las cámaras, salvajes, transmiten un caos de información, y con frecuencia nos lleva algunos segundos comprender qué estamos viendo. En el clímax, gaviotas, cámara y olas, cada una con ritmo y movimiento específicos, entran en tensión generando imágenes difíciles de asimilar. No se trata de abstracción: la pesadilla reside en la perspectiva. Lejos de los documentales que construyen su identidad en el distanciamiento, el maximalismo de Leviathan es a la vez fascinante y repulsivo, una bestia tan inaccesible como aquella que le da nombre.
Captains Courageous (Victor Fleming, 1937) + Contadini del mare (Vittorio De Seta, 1955)
La última película del ciclo tarda un rato largo en meterse al mar. Captains Courageous, adaptación de la novela de Rudyard Kipling, nos invita, durante sus primeros veinticinco minutos, a conocer a su protagonista, un niño rico que cree que puede mover el mundo a través del dinero. Empujado por accidente a un barco pesquero, Harvey (Freddie Bartholomew) se ve envuelto en una aventura que, como todo coming-of-age, esconde un cuento moral. En un principio, el niño rico y sus nuevos compañeros de embarcación se rechazan mutuamente (aparece, incluso, algo que también está en otros films marinos, como A High Wind in Jamaica, de Alexander Mackendrick: hombres de mar interpretando la presencia de niños como signo de mala fortuna). La narración, clásica y firme, se encarga de ir poniendo las cosas en su lugar. Es innegable: las cosas, con frecuencia, se acomodan de un modo pastel, excesivamente sentimental. En cierto punto, la película parece librar una batalla interna entre las miradas cándidas de personajes paternalistas y las olas salvajes del Pacífico. Sin embargo, el vínculo entre el joven Harvey y el bondadoso portugués interpretado por Spencer Tracy resulta lo suficientemente honesto, y el núcleo de Captains Courageous se mantiene equilibrado: las escenas filmadas al aire libre, tanto en cubierta como en botes pequeños, transmiten toda la energía de la navegación en altamar, con felices destellos de salvajismo. Entregados a un viento implacable, los personajes llegan a encontrarse en auténtico peligro. Cuando todo pasa y el riesgo se esfuma, las huellas persisten en Harvey, haciéndose eco de las palabras perdidas de un personaje de la novela de Kipling: “Lo que necesito es la sensación de que vamos andando”. La diferencia es que, ahora, el vil metal es reemplazado por un cálido espíritu de aventura.
Blues de olas amargas. Sobre Big Wednesday (John Milius, 1978)
Las olas se enredan sobre sí mismas con la misma fuerza que hace siglos. Cambian las figuras que se posan sobre ellas, los hombres que pretenden dominarlas despreciando el hecho de que hay poco que hacer ante el agua salvaje y su violencia. La naturaleza ignora nuestras demostraciones de poderío, nuestros divertimentos a escala humana. Es un poco bochornoso. En Big Wednesday las imágenes lo expresan bien: los tipos son ínfimos, las olas gigantescas; la relación entre unos y otras es humillante. Dudo que John Milius, cineasta duro pero comprensivo, tuviera la intención de humillar a nadie. Es, más bien, algo inherente a cualquier idea honesta del hombre ante la naturaleza. En las películas de montañas hay tiempo para sostenerse un rato en el aire, mientras se habla para amar o morir. El surf ni siquiera tiene eso: todo es veloz, inmediato, el mundo se viene encima en segundos.
Milius estrenó su tercer largometraje en 1978, año marcado por las primeras películas norteamericanas que abordaron negativamente la guerra de Vietnam y sus secuelas. En Big Wednesday la guerra es parte del paisaje. En “Miedo a las películas”, un artículo sobre algunos estrenos de 1978, Pauline Kael expresaba preocupación por el lugar cada vez menor de la violencia y el sexo en el cine. En Estados Unidos, decía, iba ganando la cobardía, la necesidad de ser falsamente poético antes que visceral. Milius, famoso por haber dirigido y guionado películas sobre hombres aguerridos, opta acá por la nostalgia autobiográfica. En los doce años de Big Wednesday (1962-1974) hay lugar para amistades, viajes, romances, velorios y fiestas demenciales (Gary Busey felizmente untado con salsa y metido adentro de un horno, besos furtivos, música hawaiana, peleas excesivas con cuerpos hercúleos volando por los aires). Ciertas picardías inocentes se muestran como el pan de cada día para un joven de la época. Inesperado: Milius jugando a ser Kipling. Lo que prima es una mirada cálida de lo cotidiano, un canto tierno al yanqui promedio.
Con los años, los fracasos se acumulan como latas de cerveza. El éxito es siempre pasajero; lo que persiste es la remembranza del triunfo, más y más lejana. Incluso Matt, el gran surfista de su generación, queda relegado al olvido con el correr del tiempo. Y eso que los años que transcurren no son tantos: diez son suficientes para dejar de ser alguien. La propia película expresa lo que ocurre en su interior; hoy cuesta imaginar un relato tan nostálgico ambientado solo cinco o diez años atrás. Es como si el tiempo pasara más lento. Los recuerdos almibarados pertenecen a la prehistoria, los amargos se vuelven dulces por el simple paso de los años. La sensación de fin de una era, ese aire a coming-of-age otoñal que sugiere que nada volverá a ser como alguna vez fue, es una moldura clásica que habilita libertad para las peripecias cotidianas, casi intrascendentes, de los personajes. Big Wednesday es fácil como un blues; un blues de chicos blancos, bronceados y fornidos, pero un blues al fin.
Matt surfea como si caminara, domina la tabla sin esfuerzo. Es el viejo arte de hacer que lo difícil parezca sencillo; el mismo arte que Milius domina con maestría, desde el guion disperso, de flashes aislados, escrito junto a su amigo Denny Aaberg, hasta unos planos salvajes de olas monstruosas, alejados de cualquier noción acartonada de lo bello y lo pictórico. En todo caso, Milius prefiere chocarse con imágenes cursis, atardeceres de postal de ciudad costera, siempre y cuando encierren algo vital, referencias a recuerdos sinceros, síntesis de veranos sentimentales.
En esa marejada “tan grande y fuerte que va a limpiar todo lo que existió antes que ella”, como dice uno de los personajes de la película, se cifran los conflictos dramáticos previos. La belleza de la película, que es a la vez la belleza del surf a los ojos de Milius y Aaberg, reside en la ausencia de competitividad. Nadie lucha por ser mejor que los demás ni se esfuerza por demostrar nada. La amistad nace del placer compartido, de experiencias chispeantes como olas que brillan a la luz de la luna. Toda una potencia juvenil prehistórica crece sobre las tablas de los surfistas; esperanzas inocentes que la guerra y el puro tiempo se van a encargar de triturar. La adultez, al igual que las olas, trasciende a los tipos comunes y se los puede devorar. Los actores llegan al final de Big Wednesday con bigotes y canas falsas de adultos responsables, artificios chistosos que hacen que solo la juventud parezca auténtica. El mar, que se mantiene igual de cristalino, nos ofrece la oportunidad de quedarnos con la mejor versión de nosotros mismos. Mientras tanto, acá al lado, las latas de cerveza se siguen acumulando.
Sublime.