4ª Semana Mundial de la Cinefilia – Parte 3: Hacia una cinefilia pendular y desconfiada

Como decía en el texto anterior, hay un aspecto específico de tu segunda carta que me gustaría desarrollar, aunque más no sea por arriba. Se aleja ligeramente de la Semana Mundial de la Cinefilia, pero tampoco demasiado, porque tiene que ver con cómo construimos nuestros gustos e intereses cinéfilos; en particular, con dos modalidades de acercamiento al cine que no siempre conviven en paz y armonía. Una de ellas, el visionado en salas, ya sea de estrenos comerciales, ciclos o festivales —no es que todo esto sea lo mismo, desde ya—, busca en esencia continuar, si bien con cambios y novedades, una forma de ver cine que es, a grandes rasgos, tan vieja como el cine mismo; la otra, el visionado hogareño mediante descarga —dejemos de lado las plataformas—, tiene unos veinte años de vida y significó un cambio radical en la formación cinéfila de muchísimas personas. El tema de origen, el disparador de lo que voy a desarrollar, es el gran número de películas norteamericanas y europeas —y algunas argentinas— en la Semana de la Cinefilia, en detrimento del cine latinoamericano, asiático, ruso o africano, cuestión que podría encararse por el lado del imperialismo cultural, sin duda, pero que en este momento voy a vincular con otro tema que me desvela desde hace mucho tiempo.

La idea central es que muchas veces la infinitud de material cinematográfico disponible en Internet queda relegada frente al impacto de algunos ciclos y festivales, o al menos frente a la necesidad de conocer películas o filmografías que circulan como fundamentales, incluso inevitables. Me interesa pensarlo en relación a la cinefilia y a cierta crítica, para bien o para mal cada vez más amplia, y de la que Taipei forma parte, que tiene la libertad de construir su propia agenda. Los aspectos a analizar son varios.

L’occhio dietro la parete (Giuliano Petrelli, 1977)

En una época de dispositivos audiovisuales cada vez más pequeños, es razonable que las proyecciones en pantalla grande despierten fascinación. Los cines ya no son los únicos lugares en los cuales ver películas, ni siquiera los principales, pero esta ausencia de exclusividad es reemplazada por la rareza de la experiencia. Es deseable y excitante que las películas sean más grandes que nosotros, que puedan devorarnos. Pero conviene ser conscientes de que siempre hay actores decidiendo qué vemos. Este rol, el de programador, no es nuevo, y es comprensible que tenga un lugar central en una época en la que no solo tenemos acceso a más películas del pasado que en cualquier otro momento histórico, sino que se produce una cantidad enorme de material audiovisual año tras año. Los ciclos y festivales ofrecen y, en el mismo movimiento, limitan. Un análisis específico de los distintos circuitos de exhibición contemporáneos, tanto nacionales como internacionales, es una tarea acuciante de la crítica. Tu texto sobre María Luisa Bemberg, en particular el fragmento en que relacionás el actual reconocimiento que goza su cine con la remasterización de la obra de Kinuyo Tanaka, es un ejemplo de que es posible, y deseable, hacer preguntas críticas sobre la circulación de ciertas obras en un período determinado, sin por eso desestimar el valor de que las películas circulen cada vez más y en mejor calidad. 

Por otra parte, las páginas web de descarga, y sobre todo los foros, tienden a usarse en un sentido más bien utilitario, como supermercados a los que ir a buscar determinados productos que uno necesita, cuando podrían ser espacios formativos, fuentes de mapas cinéfilos inagotables. Algo del orden del azar es habilitado por estos territorios virtuales; una cinefilia que nace del altruismo y la generosidad, pero tiene la posibilidad de alimentar búsquedas completamente personales. En una conferencia devenida artículo, llamado “La reconstrucción de Alejandría”(1), el crítico y programador Álvaro Arroba señala:

Las miles de personas que llevan a cabo esta labor (y ya me refiero exclusivamente a la labor cinéfila) no tienen por qué tener, a priori, ninguna relación con los programadores de los festivales, ni con la crítica especializada. Tampoco están vinculados a la crítica no especializada, comprada por las distribuidoras (…) Por primera vez, los protagonistas de la historia, los creadores de la mediateca global, son ciudadanos de a pie y colaboran con un artefacto para los ciudadanos. Se acabó el intermediario censor estatal o industrial, y he aquí la diferencia realmente revolucionaria, no hay ningún ánimo de lucro, simplemente el placer del acceso a la obra en forma de tierra prometida (…).

Arroba omite la importancia de otro intermediario, los programadores, que actualmente tienen para la cinefilia y la crítica especializada un peso significativo en relación a qué podemos ver en pantalla grande. En este punto, mi comentario no pasa por tal o cual programador específico, sino por la sumatoria de “eventos” —para usar un término estandarizante, popularizado hace algunos años por una red social— que capturan la atención y el tiempo, necesariamente finitos, de los espectadores. No es descabellado pensar que esta oportunidad desaprovechada de ser los programadores de nuestra propia cinefilia también reduzca, por usar otro término de Arroba, los niveles de “voracidad” de muchos cinéfilos. Porque, y esto no es menor, todo criterio de programación está mediado por construcciones del gusto, por estéticas y temáticas que predominan en el campo cinematográfico en un momento determinado.

The Howling (Joe Dante, 1981)

El desparpajo casi azaroso que habilita la exploración online me hace pensar, de forma bastante directa, en Diario de la filmoteca, el libro de Fernando Martín Peña donde lo encontramos revisando cotidianamente latas de la filmoteca para catalogar o chequear el estado del material fílmico y descubriendo en ese proceso películas impensadas, rarezas que esperan agazapadas en los estantes. No pretendo equiparar ambas realidades, porque la diferencia entre fílmico y digital, sobre todo para Peña, es importantísima, pero la sorpresa que genera el libro, a medida que nos encontramos con material totalmente variado y disímil, me remontó a la experiencia, mucho más cercana para mí, de la exploración cinéfila virtual.

La propuesta, entonces, es apuntar hacia una cinefilia pendular y desconfiada. Pendular, porque la voluntad de investigar, de conocer en profundidad la historia del cine, debería retroalimentarse con creatividad a la hora de llegar a películas nuevas. Es decir, tener como máxima que, como las películas suelen estar escondidas, una parte importante de la tarea del cinéfilo y el crítico es salir a buscarlas. Lo pienso en relación al cine actual pero, fundamentalmente, en relación al cine del pasado. Esta responsabilidad no puede depositarse solo en programadores y fundaciones internacionales encargadas de remasterizar películas, por más valiosa que sea su tarea. Desconfiada, porque así como Harun Farocki sostenía que hay que desconfiar de las imágenes, también es necesario desconfiar del campo cinematográfico, de la construcción de la historia del cine y de la cinefilia de la que formamos parte. Desconfiar implica no entregarnos a una celebración acrítica; en todo caso, poner en tensión una celebración del presente —si es que lo consideramos cinematográficamente celebrable— con una mirada crítica, para evitar caer en una soberbia generacional relajada, que aplaca, adormece y anula la posibilidad de producir cambios. Vuelvo a Peña, cuando, hablando sobre Homero Alsina Thevenet en la charla ofrecida en la Semana de la Cinefilia, dice: “(…) hay una cuestión central en su crítica, se la define un poco con una frase que él repetía mucho: ‘A mí me gusta pensar solo’. Por supuesto, estaba al tanto de lo que había opinado Sight & Sound sobre tal tema, lo que había opinado Cahiers, lo que había opinado toda la intelligentsia internacional sobre tal película, pero su crítica él la iba a escribir sin insertarse en la corriente de ninguna camarilla”.

La Filmoteca Buenos Aires, de Fernando Martín Peña,
en La vida a oscuras (Enrique Bellande, 2023)

La Semana de la Cinefilia puede ser pensada como un paso al costado de discursos institucionalizados y corporativos, un pequeño sacudón que tiene sus criterios propios, un punto de vista personal, y que en sus propuestas curatoriales lúdicas, su multiplicidad de programadores invitados y sus charlas sobre críticos, termina arriesgando respuestas tentativas a una pregunta fundamental: ¿qué cine del pasado traemos al presente?(2)

Revisando The Howling, película de Joe Dante programada durante la Semana, me emocioné con los arrebatos humorísticos que invaden una obra esencialmente terrorífica. No se trata de una rareza. Sin ir más lejos, la comedia de terror es un subgénero, o una mezcla de géneros, de larga tradición y con muchos adeptos. Pero no pienso, en este caso, en películas que hacen chocar dos géneros distintos, sino en la aparición de un elemento revulsivo que impulsa a una obra específica hacia terrenos inesperados. En The Howling, a Dante le basta con incluir una mueca sardónica en la mutación de un hombre lobo o mostrar un fragmento del corto animado Little Boy Blue (Ub Iwerks, 1936) en un televisor para generar desconcierto y malestar en el espectador. Es tarea de editores y escritores ayudar a consolidar malestares de ese estilo; no malestares gratuitos, clasificables hoy como parte de una incorrección política de moda, sino pequeñas, o no tan pequeñas, irrupciones del caos, que ayuden a dar vuelta, o al menos torcer, un panorama que por momentos parece bastante adocenado.

A esta altura de la carta, te preguntarás dónde quedó aquella idea que te había comentado de construir un diálogo entre películas con trenes, que tendría como impulso algunas programadas en la Semana de la Cinefilia pero extendería el mapa hacia otros films. Quedará para otra ocasión. Solo propongo, a modo de cierre, y de introducción de ese texto futuro, una tensión o un diálogo entre minimalismo y maximalismo, entre dos cortos del director inglés Guy Sherwin. En uno de ellos, Clock & Train (1978, 3 mins), la cámara filma la ventana de un tren en movimiento; en el exterior, siempre de día, puede verse una acumulación de paisajes urbanos borrosos. Un reloj en primer plano, del lado de adentro del tren, genera una dualidad visual chocante y da lugar a ideas sobre la relación entre tiempo y movimiento. En el otro, Night Train (1979, 2 mins), también filmado aparentemente desde un tren, pero de noche, el exterior se convierte en líneas abstractas, luces que brillan cada tanto, arbitrariamente, contra un fondo negrísimo. Durante un par de segundos el tren aminora la velocidad, o se detiene, y llegamos a ver una calle con un cartel publicitario de una pareja que se abraza sonriente.


Notas:

1 En el libro Cine del mañana (2010), editado por Roger Koza para el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata.

2 Si bien esto fue debatido recientemente, por ejemplo, tras el puesto al que llegó Jeanne Dielman… de Chantal Akerman en la última encuesta de Sight & Sound, tal vez debería ser practicado de forma cotidiana, y no solo en casos de gran visibilidad y resonancia.

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