FestiFreak #18 / Fanzines – Primera parte

Durante la 18° edición del Festival Internacional de Cine de La Plata FestiFreak, llevada a cabo entre el 19 y 30 de octubre de 2022 en los cines Select y Cinema Paradiso de La Plata, se proyectaron trece películas en fílmico. Para la ocasión, el festival continuó una vieja tradición: la edición de fanzines con artículos firmados por distintos críticos, investigadores y cineastas. Álvaro Bretal, como parte del equipo de catálogo del festival, convocó a varios colegas admirables, algunos de los cuales son colaboradores regulares de Taipei. A continuación presentamos los trece textos, divididos en tres publicaciones. El espíritu fanzinero seguirá presente no solo en las páginas en papel de Taipei, sino también en el marco del #19 FestiFreak, que se llevará a cabo en La Plata entre el 27 de septiembre y el 8 de octubre de 2023.


Casi todo sucede en los sueños

Santiago Damiani

(sobre No Country for Old Men, de Ethan y Joel Coen)

1960 fue uno de los años que marcaron el principio del fin de la inocencia, un cambio de fuerzas: Godard desarticulaba el montaje clásico en Sin aliento; Antonioni disolvía la narración desapareciendo a su protagonista Anna (y, luego, desapareciendo su desaparición) en L’Avventura; Hitchcock, con Psicosis, hacía algo parecido: además de eliminar de la ecuación a Marion Crane en el primer tercio de la película, apuñalaba la inocencia de los hogares estadounidenses de la época. Las madres pueden ser tan malas que empujan a sus hijos a ser asesinos en serie, y te pueden matar en el baño de tu casa.

Hablo del fin de la inocencia porque, para mí, ver No Country for Old Men por primera vez a los dieciséis años implicó, en cierta forma, ese quiebre. Era una película prestigiosa, de la que hablaban mucho los youtubers de cine, realizada por los mismos directores de Fargo (película que le gustaba a mi madre). En Fargo, a la inversa que en Psicosis, su protagonista femenina Marge Gunderson aparece recién pasado el primer tercio de la película, y en No Country for Old Men es Llewelyn Moss –un veterano de Vietnam que se embrolla en un juego del gato y el ratón con un cazarecompensas luego de encontrarse una valija con dinero– quien es asesinado entrando el último tercio del film. Esa decisión de los hermanos Coen, junto con la ausencia de música, las escenas sin diálogos y el final abrupto, me dejaron entre la fascinación y el desconcierto. Mucho antes que todas las películas que nombré antes, los Coen me enseñaron a confiar en las imágenes (Farocki y su desconfianza vendrían después). Con los dos millones de dólares que robaba Llewelyn y acababan olvidados, así como los cuarenta mil que quedaban enterrados en la nieve en Fargo o se hundían en el pantano del Motel Bates en Psicosis, aprendí lo que era un Macguffin, y con la narración en imágenes (como definir al asesino Anton Chigurh a partir del cuidado que le da a sus texanas color borgoña de taco alto, o su conocimiento y minuciosidad para curarse las heridas) aprendí que, detrás de cámara, había un director que podía apelar a la inteligencia del espectador para que una los puntos por sí solo.

Después de dos de sus películas más caricaturescas y experimentales con respecto al humor, como lo son Crueldad intolerable y El quinteto de la muerte, los hermanos Coen realizan su obra más oscura, un sobrio ejercicio de neoclasicismo formal que excluye una inquietud por jugar con la narración, como el reiterado uso de viñetas aisladas, un casting coral y el derrumbe de las expectativas. No Country for Old Men es una parábola sobre la maldad en el corazón de Estados Unidos, el darse cuenta de la ausencia absoluta de un dios y de que esa ausencia siempre estuvo ahí (el mismo año, otro de los clasicistas más modernos, Paul Thomas Anderson, haría algo similar con Petróleo sangriento). La inocencia del sheriff Ed Tom Bell, que pasa de burlarse pícaramente de la preocupación de su compañero a descreer de los horrores que le toca presenciar, se ve minada ante la incomprensión y el miedo del mundo que lo rodea; por eso elige dar un paso al costado y pasar su vejez en el retiro.

No hay enfrentamiento final entre las partes involucradas ni se sabe qué ocurre con el dinero: a los Coen les importa más contar otra cosa. Por eso, en el final, nos quedamos con el sheriff narrando un sueño donde el calor de un fuego (un padre, un dios) lo acompañaría siempre. Pero despierta y sabe que no es así, porque ya casi nada sucede en los sueños. Con esta película, los Coen constatan y refinan como nunca el proyecto que comenzaron con Simplemente sangre, el de tomar los géneros clásicos del cine estadounidense y pervertirlos para que dialoguen mucho mejor con la violencia y la crueldad de la historia de su país. No Country for Old Men es un western donde el sheriff queda derrotado, un noir donde el asesino se va caminando impune y un drama en el que los débiles ya no tienen lugar.


Miyuki tararea una sonatina mientras espera al borde del camino

Milagros Porta

(sobre Sonatine, de Takeshi Kitano)

Estamos demasiado gastados. Una vez te dijeron que ya sos lo suficientemente rico como para no seguir en esto. Esa noche cayeron cinco cuerpos. Cinco de tus hombres. Como actores, como bailarinas que conocen la manera de caer, solo que además corría sangre.

Si en tu vida hubiera una banda sonora, sería minimalista, de sintetizadores. Recordaría el sonido de una sonachine, ese folklore típico de Okinawa, y así, adherida al paisaje, te acompañaría por la ruta de noche. Podríamos tararearla durante las madrugadas de arena, al lado de la costa, desde el agua. La misma melodía volvería cada cierto tiempo. Con un cadáver entre tus zapatos, repitiendo el leitmotiv en tu cabeza, pensarías en la melancolía tanto como en una extraña forma de comedia. Te encantaría reírte de la forma en que tu oficio se lleva los cuerpos, en un remate seco, distraído.

Dicen que, en la yakuza japonesa, liderar un clan puede llevarte al prestigio y luego bajarte de un tiro en pocos días. Hay un jefe de intenciones ocultas que te traslada de un lugar a otro, un enfrentamiento entre bandos entre los que deberías mediar, una hilera de jóvenes preparados para seguir tus órdenes y una casa en la costa de Okinawa donde esperás instrucciones. Pero ese lapso entre guerra y guerra suspende los sentidos asignados. ¿Qué es la violencia cuando no sabés contra quién direccionarla? ¿Qué es la autoridad? ¿Dónde termina la amenaza y empieza el juego, la confianza y, con suerte, el amor?

“Cuando estás asustado todo el tiempo, casi deseás morirte”, me dijiste en la playa. Nos habíamos ido a pescar. Tus otros yakuzas estaban en la casa y esperaban una orden que los expulsara de las vacaciones inesperadas. Cuánto te apuesto a que se estaban divirtiendo por primera vez. Entendían que, frente al sinsentido, el oficio de la mafia puede resultar absurdo pero también, durante segundos de gracia, de un lirismo estremecedor. Fue hermoso conocerte en ese lapso, cenar con ustedes, mirar los bailes. Irnos a la orilla vestida de verano; vos, como siempre, en camisa blanca. Con un cigarrillo entre los dedos y una lata de cerveza fría, yo te había dicho que me gustaban los chicos fuertes. Vos solo te reíste y me respondiste eso. “Cuando estás asustado todo el tiempo”. Pienso, todavía, en esas palabras. Mientras tanto, me pregunto dónde estarás ahora, cuántas veces habrás disparado el fusil.

Volví a la playa cuando vos te fuiste. Solté los fuegos artificiales. Ahora duermo encima del tatami donde te sentabas. Me quedaron las manos raspadas de tanto golpear contra la arena. La boca con gusto a mar. Salada. Llueva o truene, pase lo que pase, mañana te voy a esperar al borde del camino, entre los arbustos, muy erguida. Sé que puede ser un día difícil. Pero de verdad espero ver, de lejos, un destello azul bajo las nubes, el auto viniéndome a buscar.


Cine para los dientes

José Miccio

(sobre Lost Highway, de David Lynch)

“Es una mierda espeluznante”, le dice un guardia a su superior cuando confirma que en la cárcel pasó algo imposible. O si se quiere: “Da mucho miedo esta bosta”. O también: “Lo que tenemos acá es para cagarse en las patas”. This is some spooky shit we got here. El diálogo no vale solo para la escena de la que forma parte sino para la entera Carretera perdida, esa catedral de lo ominoso que Lynch levantó en 1997, sin gárgolas pero con Robert Blake como el misterioso hombre de la videocámara y la risa infame, sin órganos pero con Rammstein, Marilyn Manson y el Bowie de “I’m Deranged”, que abre y cierra la película como parte de un plano que concentra sus ritmos: la velocidad en la imagen (una ruta filmada desde la matrícula de un auto) y un cierto aletargamiento en la manera en la que el Duque (virado al) Negro canta sus estrofas, a pura vocal estirada. Tres caras de la simpatía: “I’m Deranged” podría haber sido compuesta especialmente para Lynch, la tapa de Outside, el disco al que pertenece, podría haber salido de Carretera perdida, la película y el disco podrían haber formado parte de un mismo proyecto: la reelaboración del noir después de un saque Burroughs-Francis Bacon. Lo que ocurre con la ruta y la canción de Bowie es una de las tantas manifestaciones del par lentitud-agite. Otro emblema: el momento en el que un ralenti y Lou Reed reciben a Patricia Arquette en un taller mecánico dirigido por un tipo en silla de ruedas. Rápido, lento, lentorrápido. La velocidad es un aspecto central de la película. Una forma convertida en su propio tema. Se nota especialmente bien en las actuaciones. A Bill Pullman y a la Arquette Lynch parece haberles dicho: a ustedes el porro: muévanse despacio, como el musgo. A Frank Loggia, por el contrario: a vos la merca: acá tenés el acelerador, actuá como si estuvieras siempre a punto de pisarlo. Los tres vuelven ultrasensible el movimiento. Unos por cierta modorra al hablar, caminar o prender los cigarrillos. (La escena de sexo que protagonizan es un juego de velocidades más: está filmada en cámara lenta, él termina demasiado rápido). Otro por el vértigo que lo trabaja sin descanso, y que en un momento graciosamente insoportable (es decir, en un momento de puro cine-Lynch) libera en la ruta con extraña voluntad pedagógica. Lynch hilvana las secuencias de esta sinfonía para íncubos como quien arma un rosario con cuentas robadas a sus pesadillas. Un tipo se acerca a otro en una fiesta para decirle que está en su casa, que llame y confirme, que él lo va a atender. Una actriz interpreta a dos mujeres que tal vez sean la misma, a ambos lados del espejo (acá o allá, su nombre es Alice). Disgregación, desplazamiento. Como tantos artistas inspirados en el surrealismo Lynch busca formas en los sueños. Como los únicos realmente grandes sabe que su tarea no consiste en ofrecer claves de lectura sino en mantenerla siempre inestable. Lynch sabe su Buñuel y su Fellini (Lynch sabe sus misterios). Uno le enseñó a reír de los sistemas de interpretación autocentrados (el cristianismo, el marxismo, el psicoanálisis, por lo menos en sus formas de divulgación). El otro a resistirlos incluso recurriendo a ellos (Asa Nisi Masa: el ánima de Jung convertida en conjuro infantil). Obra magna de Lynch: la pesadilla no hermenéutica. ¿Qué más decir? Carretera perdida viene al festival como fue realizada: en 35mm, para una sala de cine. Piedad para quien pretende descubrir lo que significa cada cosa. Piedad para quien pronuncia la palabra síntoma como si dijera algo más que una defección estética. Gloria a esta mierda espeluznante.


El mundo del silencio

Álvaro Bretal

(sobre Le cercle rouge, de Jean-Pierre Melville)

“Cuando dos hombres, incluso si lo ignoran, están destinados a encontrarse un día,

cualquier cosa puede pasarles y pueden seguir caminos divergentes,

pero cuando llegue el día, inevitablemente, serán reunidos en el círculo rojo”.

Cita apócrifa de Ramakrishna

En el núcleo narrativo de El círculo rojo hay un extenso robo en una joyería. Los personajes de Delon, Montand y Volonté tienen los rostros cubiertos con telas negras. Nadie dice una palabra. Para desactivar el complejo mecanismo de seguridad de la joyería necesitan concretar un disparo, un único disparo, desde bastante lejos. Ese es el rol de Montand, un expolicía alcohólico con una puntería magistral. Saben que, además del sistema de seguridad, hay cámaras y un guardia que podría reconocer sus voces. No vuela una mosca. El famoso minimalismo de Melville cobra dimensiones de ritual.

Mi viejo amaba los policiales. Le gustaban Delon y Lino Ventura. Su película favorita transcurría en Francia, pero no era francesa: El día del chacal, dirigida por Fred Zinnemann y basada en la novela de Frederick Forsyth, trata sobre una compleja trama para asesinar al presidente Charles de Gaulle. El chacal del título es un asesino a sueldo misterioso, anónimo, casi invisible. También le encantaba Los aventureros (o sea: Delon y Ventura), con ese final descomunal en las ruinas de Fort Boyard. Mi viejo era bastante seco; había pasado gran parte de su juventud de boliche en boliche, jugando a los dados y las cartas, y apreciaba las amistades masculinas construidas a través de silencios y códigos clásicos de lealtad.

El círculo rojo tiene algo crepuscular, de fin de una época. Es la anteúltima película de Melville, y la última realmente grande, antes de su muerte a los 55 años por causas naturales. No es una película luminosa y excitante, como Los aventureros. Al contrario: en El círculo rojo siempre llueve o está nublado, prima la estética invernal de gabardinas que en el policial francés funcionaba como guiño al noir norteamericano de los 40 y 50. Los aventureros en inglés se llamó The Last Adventure, pero en realidad es esta la que parece la última aventura. El clima desolador se potencia con el cinismo de los policías, que asedia como un buitre a los tres antihéroes, a la espera de que caigan en la trampa.

En cierto punto de nuestra relación, el silencio había ocupado todo el espacio. En las películas y en las novelas, la ausencia de palabras puede transmitir algo más que vacío, el laconismo puede ser una virtud. Cuando en El círculo rojo el personaje de Montand le dice al de Delon que no quiere su parte de lo obtenido en el robo porque “sin ustedes nunca me habría tomado la revancha con los habitantes del armario”, las palabras son justas; lo no dicho —un pasado de alcoholismo, el agradecimiento por haberlo invitado a formar parte de un robo que le devolvió la confianza en sí mismo— se sintetiza en una mirada hacia un armario abierto, vacío, oscurísimo. Algo parecido ocurre al inicio de la película, cuando el personaje de Delon conoce al de Volonté, quien para huir de la policía se había refugiado en el baúl de su auto. La confianza entre tipos duros se construye a través de frases breves o gestos simples, como el ofrecimiento de un cigarrillo. En la vida real no siempre funciona así. Cierta aspereza histórica, más o menos razonable durante mi adolescencia, ya se estaba volviendo dolorosa, un bajo continuo que marcaba el ritmo de nuestra convivencia.

En cierto momento apareció el cine. Gracias al impulso de mi madre, y con timidez al principio, encontramos un lugar común en las salas oscuras. No había rutina ni regularidad. Los encuentros se concretaban de la forma más simple: cuando se estrenaba una película que nos interesaba a los dos. Después de la película, una taza de café en algún bar cercano. Así fue que descubrimos el interés común por Clint Eastwood y, tal vez más importante, un rechazo compartido por ciertas películas que no vale la pena nombrar. Sé que a mi viejo le gustaba El samurai, pero no sé si vio otras películas de Melville. Lo seguro es que no le interesaba saber quién las dirigía ni qué lugar ocupaban en la historia del cine, tampoco sumergirse en particularidades formales. Se sentía atraído por historias policiales habitadas por personajes misteriosos pero opacos, con estilo sobrio y la expresividad exacta; nada rimbombante, nada exagerado. Había ahí algo de admiración.

Yo no necesitaba admirar a personajes en una pantalla, yo estaba bien con él. El cine fue, de alguna manera, nuestro círculo rojo.

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