Buenos Aires nos pertenece

Este texto fue escrito originalmente para el libro Pull My Daisy y otras experimentaciones. La Generación Beat y el cine (Alción Editora, 2022), coordinado por Matías Carnevale y del cual participaron, entre otros autores, Esteban Moore, Edgardo Scott, Daniel Link, Paula Vázquez Prieto y Gabriel Orqueda. La versión de Taipei cuenta con algunas modificaciones apenas perceptibles que, sin embargo, lo mejoran notablemente. También agradezco a Federico Barea, cuya colaboración, compartiendo material difícil de hallar de varios de los autores aquí nombrados, fue central para el desarrollo de este artículo.


I

Deslícese el joven, hienas. Un camino con piedras luminosas saltando hacia atrás.

Poni Micharvegas, Las horas libres(1)

La década de los sesenta suele ser considerada, en términos de ebullición artística, un período excitante. No es para menos: en muchas ciudades florecían proyectos culturales de vanguardia, generalmente atravesados por debates alucinados sobre estética y política. Buenos Aires no era la excepción. Así y todo, el panorama del cine independiente, vanguardista o experimental de aquellos años no ofrecía demasiadas conexiones con la literatura beat. El honor de funcionar como nexo entre ambos mundos recayó en Ricardo Becher, cineasta y publicista que a fines de los sesenta, después de filmar varios cortometrajes y un largo por encargo llamado Racconto (del cual siempre renegó)(2), se embarcó en la experiencia del Grupo de los Cinco, “liderado” por Alberto Fischerman y con Néstor Paternostro, Raúl de la Torre y Juan José Stagnaro como miembros restantes. Todos los miembros filmarían un largometraje durante los breves años de existencia del Grupo (1968-1972), y todos terminarían y estrenarían el propio, excepto Stagnaro(3). Becher, cuya carrera había comenzado a comienzos de la década como asistente de dirección de Leopoldo Torre Nilsson, era el único que ya tenía un largo previo al nacimiento del Grupo; era, también, mayor que los demás por siete u ocho años.

Tiro de gracia está basada en la novela del mismo nombre de Sergio Mulet —también coguionista y protagonista— y reconstruye en clave ficcional el universo artístico-intelectual que rondaba por aquellos años el bar El Moderno(4). En Tiro de gracia no solo aparece Mulet, sino también otros poetas —y artistas en general— como Reynaldo Mariani (de aquí en más simplemente mariani), Martín “Poni” Micharvegas, el pintor Alfredo Plank o Javier Martínez (cuya música, por cierto, constituye la banda sonora del film). De los cuatro films conocidos del Grupo de los Cinco, el segundo largo de Becher se encuentra entre los más experimentales y formalmente arriesgados. Y tal vez sea el más revulsivo. Mulet, esbelto y carismático, resulta una compañía incómoda, cruda, chocante; es alguien capaz tanto de acostarse con la novia de un amigo que le ofreció alojamiento en su casa como de robarle dinero a su mejor amiga. Si, como señala Fernando Martín Peña(5), el corto de Becher Crimen (1962) había caído mal en ciertos circuitos de izquierda por mostrar a un obrero de la construcción capaz de tener pensamientos (o, peor aún, recuerdos) asesinos(6), es de suponer que algo parecido puede haber ocurrido con Tiro de gracia entre algunos miembros del universo retratado(7).

Tiro de gracia

Ya en la primera página de Tiro de gracia —la novela— aparecen algunos indicios para reconstruir cierto clima beat: un énfasis en los vínculos grupales —o “tribales”, como diría muchos años después Becher, sobre otro grupo de amigos, en su crónica novelada La séptima década—, humo y cigarrillos, alcohol, boliches y, sobre todo, la ciudad como presencia constante, espíritu que propicia encuentros azarosos y funciona como clave, guiño, código grupal —sin ir muy lejos: el radio del circuito artístico-intelectual en el cual se movía este micromundo era acotado, delimitado por una serie de bares, teatros y centros de arte(8). La película comienza con otros indicios igualmente significativos. Violencia (un grupo de amigos dándose caza cerca de un bosque), sexo, camaradería masculina y una secuencia onírica que marca de entrada la estructura del film: un ida y vuelta confuso, sin cortes definidos, entre la fantasía y la realidad.

La pregunta parece ser: ¿es posible partir de nuestro mundo cotidiano para construir una forma que huya tanto del realismo como del costumbrismo, y donde el interior de los personajes tenga tanto peso como el mundo exterior y las relaciones que se dan entre ellos? Como decía Jack Kerouac en su “Credo y técnica de la prosa moderna”: “Contar la verdadera historia del mundo bajo la forma de un monólogo interior”(9).

II

“Cada tanto me abandono y veo al antojo una plaza en alguna parte del planeta donde las mujeres calmas tejen para nadie al sol, las piernas estiradas del bendito entre todas las mujeres.”

Néstor Sánchez, Siberia blues (10)

“Vengan a verme,

estoy en el infierno

Vengan a verme,

estoy aquí,

este es mi hogar.”

Manal, “Estoy en el infierno”

Fragmentaria, la novela de Mulet rara vez presenta cortes definidos entre sus secuencias. De una descripción pasamos a un diálogo a una acción a un monólogo interior, así una y otra vez. Nada de capítulos, nada de apartados; apenas algún espacio en blanco cuando una secuencia termina con un diálogo y la siguiente comienza con otro. Daniel, el protagonista, vive entre bares y camas prestadas, luego de que su novia, Josefina, lo eche de su departamento por llegar tarde todas las noches. Cualquier idealización posible de una vida sin rutina desaparece pronto. Por momentos, Daniel parece preso en una pieza bop, un mar de incertidumbres. El narrador se burla de él: “(…) para Daniel es muy importante que la gente sepa quién es; y que no le gusta viajar en trenes llenos. Por favor, nadie crea que es por comodidad. No. Es por rebeldía”(11). A un comentario amistoso sobre Philly Joe Jones le sobreviene una trompada. Jazz y boxeo, dos claves del mundillo intelectual de los sesenta. Días afiebrados, laburos intermitentes, un inconformismo que rechaza cualquier acción de cambio(12). ¿Cómo escapar?

En la película se suma un elemento extra, que no es menor: la música del trío Manal, cuyo baterista y cantante, Javier Martínez, además interpreta a Paco(13). Son pocas las películas argentinas de aquellos años que introducen al rock como un elemento más dentro de su estructura(14). La densidad de Manal es inseparable del clima general del film. El sonido del trío es espeso, incluso cuando juegan a un blues-rock distendido, como en la escena en la que Daniel, de pronto dueño de mucho dinero, invita a Paco y Greta a comer afuera (la densidad sonora está justificada: esa noche va a terminar mal). Como en Sin aliento o en Bonnie and Clyde, los jóvenes personajes viven entre besos y tiros. Aquí, sin embargo, gran parte de la violencia ocurre en el terreno de la fantasía o los sueños: si en Gente en Buenos Aires (Eva Landeck, 1974) el protagonista imaginaba situaciones revolucionarias mientras su rutina estaba dedicada al trabajo y el estudio, aquí los sueños de Daniel también parecen ser el correlato de un día a día monótono; sin oficina ni horarios de cursada, es cierto, pero con los mismos lugares, la misma gente, los mismos problemas, la misma poesía. La clave de la desolación podría estar en cierto hartazgo urbano —y encierro urbano, también: el circuito vital en que se mueven los personajes es un círculo que gira sin parar, pero siempre sobre su propio eje—. Becher lleva eso a la puesta: la cámara está siempre tan cerca de los personajes que el mundo que los rodea pasa a un segundo plano. Y lo fundamental, lo que hace que toda esa construcción funcione y golpee, es que los personajes no son particularmente interesantes.

El localismo porteño de clase obrera, que tiene su primer exponente cinematográfico importante en los films silentes de José Agustín Ferreyra (localismo que luego continuaría en su etapa sonora, antes de los melodramas junto a Libertad Lamarque), es retomado, décadas después, por varios exponentes de la llamada Generación del 60. Si el cine de los grandes estudios solía ser criticado —sobre todo a partir de mediados de la década del cuarenta— por su supuesto distanciamiento de la realidad y los problemas argentinos, la generación de Becher intentará justamente lo contrario: llevar la cámara a la calle, en algunos casos desarrollando tramas basadas en vivencias cotidianas. Esto no significa, necesariamente, que se trate de estilos de vida fácilmente asimilables para el espectador promedio de aquellos años. Se trataba, en todo caso, del mundo cotidiano de una porción minoritaria de la juventud porteña. Es así como pueden leerse los primeros films de cineastas como Rodolfo Kuhn o David José Kohon. Hacia fines de los sesenta, las preocupaciones estéticas se disparan —vanguardias teatrales, pictóricas y musicales mediante— y se realizan varios films que presentan rupturas formales crudas, chocantes, abiertamente revolucionarias. Dos ejemplos ineludibles son The Players vs. Ángeles Caídos de Fischerman —otro film realizado en el marco del Grupo de los Cinco— y Alianza para el Progreso de Julio Ludueña. La riqueza de Tiro de gracia consiste, justamente, en que su voracidad estética y su nexo con otras ramas artísticas (literatura, jazz, rock) dialoga en tensión con aquel cine porteño de comienzos de siglo, en el que cierta insatisfacción existencial se canalizaba frecuentando bares, bebiendo, pateando las calles en busca de una escapatoria improbable.

Becher junto a su pareja, José Campitelli, en Ricardo Becher, recta final

III

“Qué bueno es que seamos compañeros de armas en este camino en medio del bosque o el desierto donde los que viven y los que cuentan van juntos, a veces superpuestos en el mismo cuerpo.”

Mail de “Ro” en La séptima década, de Ricardo Becher(15)

En la efervescencia vital-intelectual porteña de los sesenta, Opium era una revista con fuerza propia. Su cuarteto fundamental (mariani, Ruy Rodríguez, Mulet, Isidoro Laufer) transmitía cierta imagen de cofradía de vanguardia, como si conocieran el secreto para vivir con un ritmo propio, ajenos a modas y cualquier clase de —¡palabra temida!— aburguesamiento. Opium llegó al cuarto número, a diferencia de la cercana Sunda, que no superó el primero (sí crearon, sin embargo, una editorial, Sunda B.A., que llegó a editar ocho libros de escritores nucleados en torno a ambas revistas). Dos miembros de Opium aparecen en Tiro de gracia: Mulet, por supuesto, y también mariani. Para la época en que se filmó la película, más cerca del final de la década que del comienzo, Rodríguez se encontraba viviendo en el sur (en relación a este tema, como a tantos otros, en torno a Laufer flota un misterioso silencio). Pero Tiro de gracia extiende sus tentáculos mucho más allá de la revista, e incluso de la poesía; es un mundo de bares, amigos, sexo, trabajos compartidos, música, alcohol y traiciones. La poesía, en todo caso, está integrada a la vida diaria, no tiene un espacio aparte, cristalizado y organizado —de igual modo, el jazz no solo suena en varias escenas, sino que también, y sobre todo, funciona como clave que marca el ritmo del film—.

Jugamos al filo, en el borde exacto de la nostalgia. Es difícil de evitar. En la misma Buenos Aires, las mismas calles que transitamos todos los días, parecía latir un submundo con códigos propios, un mapa de vínculos e intereses compartidos que permitían imaginar que otra vida era posible. Se trata, justamente, de dos preocupaciones cinematográficas frecuentes por aquellos años. Por un lado, las calles volvían a aparecer en el cine argentino, tanto debido a novedades técnicas como a un deseo de los jóvenes cineastas de la Generación del 60 por romper con el cine de interiores que había sido casi el estándar durante las dos décadas anteriores. Por otra parte, son varias las películas de aquellos años que juegan con la existencia de grupos secretos o semi-secretos, muchas veces en abierta confrontación: Invasión, de Hugo Santiago, y la ya citada The Players vs. Ángeles Caídos, de Alberto Fischerman, son los ejemplos más obvios, pero tal vez también podría incluirse en esta serie a Paula contra la mitad más uno, de Néstor Paternostro. La clave lúdica, o incluso fantástica, de estas películas, tiene relación con ciertos films de la Nouvelle vague (pienso en Godard, claro, pero también en Jacques Rivette, quien fue apropiándose de París hasta convertirla en un territorio de intrigas abstractas, tesoros escondidos o incluso enfrentamientos de brujas en pos de un diamante mágico). Pero Tiro de gracia es otra cosa, explora lo urbano desde una mirada nómada. El movimiento por las calles lleva siempre a un lugar distinto, en un ritmo marcado por el azar y la pérdida de la plena consciencia (“Ciudad de la náusea / Ciudad de los ángulos”, escribía Marcelo Fox, figura fascinante que también publicó en Opium, en un poema dedicado al cineasta David José Kohon(16)) que es inconfundiblemente beatnik. Si París nos invita a disfrutar sus lugares históricos y antiguos, nos invita a recordar y a estar, Buenos Aires, al igual que Nueva York (o, para el caso, cualquier gran urbe americana), nos impele a huir. Todo movimiento debe ser hacia adelante. Los espacios tienen peso, no en sí mismos, sino por lo que ocurre en ellos. Nada de contemplación, nada de naturaleza, nada de flâneurismo: puro frenesí, los sonidos/ruidos son nuevos, acompañamos —somos parte de— la Máxima Ebullición. 

El desafío, en época de ciudades apiladas y superpobladas, es no estar nunca solo. Buenos Aires colectiva, en cada cuadra un lugar donde poder caer. Tiro de gracia es una sucesión de encuentros: muestras, fiestas, cafés, dormitorios, conciertos, baños, cruces infinitos de cuerpos y cuerpos y cuerpos. Aunque pueda aparecer, de refilón, alguna nota siniestra, todo transmite una vitalidad intensa, algo parecido a la esperanza. El mismo Becher narrará, más de treinta años después, la historia de otro grupo: el que, ya en sus setenta y pico, armó junto a algunos alumnos, con quienes realizó el film El Gauchito Gil: La sangre inocente (film fundamental del Neoexpresionismo Digital, movimiento creado por Becher). La diferencia central entre Tiro de gracia y La séptima década es que en la segunda hay una explicitación casi desesperada de los sentimientos y los lazos de amistad. El gesto distante deja lugar a una especie de borramiento del misterio. Los tribu y hermanito/a, leitmotivs repetidos hasta el cansancio por los personajes de la novela, marcan la desaparición de la ironía, de la distancia. En un mail a uno de sus alumnos-amigos, el narrador define al grupo como “los neo-beatniks del siglo XXI, anarco-romántico-apocalípticos”(17)(18).

El cierre, sin embargo, casi nunca resulta satisfactorio. Es razonable: se trata, como dice Federico Barea, de obras que sugieren “preguntas en vez de respuestas”(19). Tiro de gracia, la novela, termina —antes de una extensa carta enviada desde Nueva York, cuna beatnik— con Daniel y el Barbas conversando sobre la posibilidad de huir de Buenos Aires (“—Che, Daniel, en África está casi todo por hacer / —Sí, claro. Aquí también”(20)). Deciden patear la definición para más adelante y, mientras tanto, ir al café a tomarse unos vinos. El final de la película es más crudo, contundente: Daniel y el Barbas charlan en un bar, pero sobre la noticia del día: a un amigo cercano, Quique, lo asesinaron en la facultad. Pero la desolación del final de Tiro de gracia no está solo en la muerte del amigo. Dos escenas antes, Daniel intentaba comunicarse telefónicamente con su pareja, Josefina; ella no le respondía y él se daba por vencido: lo veíamos paseando por el centro al mismo tiempo que nos metíamos en su fantasía: Daniel está en el medio del desierto, atado de pies y manos, mientras otros hombres se ríen de él. Luego, sí, viene el asesinato de Quique(21). La violencia acecha. Los finales son diferentes, pero tienen algo en común: un clima de fin de época, de agotamiento, de ocaso.


Notas

1 Publicado originalmente en Sunda B.A., 1966. Esta cita fue tomada de un fragmento publicado en el libro Argentina Beat. Derivas literarias de los grupos Opium y Sunda (1963-1969), compilado por Federico Barea, Caja Negra, 2016.

2 En el documental Ricardo Becher, recta final (Tomás Lipgot, 2011), Becher tiene el siguiente diálogo con el escritor Luis Chitarroni: “—Y después hice una película espantosa, que se llamaba Racconto. / —¿Por qué espantosa? / —Porque era muy mala… / —¿Sí?, ¿no…? / —No, tiene cosas buenas, formalmente era buena. / —¿La habías escrito y la…? / —No, es una película que hice por encargo, y entonces escribimos algo con Dalmiro Sáenz”.

3  Su película, llamada El proyecto, no llegó a la etapa de montaje y quedó justamente en eso: un proyecto. Recién en 1975, con el Grupo ya disuelto, Stagnaro estrenaría su primer largometraje, Una mujer.

4  “Había una especie de trípode que formaban el Di Tella, el Moderno y La Cueva. Después, el Moderno fue reemplazado por el Bárbaro, pero en la época que hicimos Tiro de gracia ‘el lugar’ era el Moderno” (Becher, en diálogo con Fernando Martín Peña para el artículo “Tiro de gracia. Un clásico nativo”, revista Film Nº23, enero/febrero 1997).

5  Fernando Martín Peña dice sobre Crimen, en el documental Ricardo Becher, recta final: “Vos a un público de cineclub, que podía tener una formación más bien comunista ortodoxa, le pasabas una película en donde salía un obrero, un minero, un tipo que laburaba de manera manual, y de pronto pensaba en un asesinato, y eso no podía ser, porque los obreros no piensan nunca cosas feas”.

6  En Tiro de gracia, Mulet parece hacer referencia a Crimen: “Un niño a veces puede ser el pretexto para el crimen. El crimen puede surgir de una copa blanca tendida en una cuerda más o menos tensa. El niño es casi nuestra esperanza y él lo sabe” (Ediciones del Mediodía, p. 55).

7  Aunque Becher, en la entrevista con Peña citada más arriba, dice que “la película no los deja muy bien parados y sin embargo a ninguno le cayó mal”, en el documental Opium, la Argentina beatnik (Diego Arandojo, 2015) se cuenta que Renée “la Negra” Cuellar tuvo intenciones de iniciar demandas judiciales por su retrato en la novela y el film.

8  “Había un clima que se llamaba la gente bohemia, los intelectuales, que se reunían básicamente en torno, más que a la Manzana Loca, en la calle Florida, que estaban las galerías de arte, había unos bares… también estaba la Facultad de Filosofía (…)”, dice Juan Carlos Kreimer en el documental Opium, la Argentina beatnik. Hugo Tabachnik señala, en el mismo film: “En realidad eran cafés: era el Moderno (…), el Florida —que no estaba en la calle Florida sino en la calle Viamonte—, algunos bares de la calle Corrientes: La Paz, La Giralda, que todavía existe y está igual”.

9  Jack Kerouac, “Credo y técnica de la prosa moderna”, en La filosofía de la generación beat y otros escritos, Caja Negra, 2015.

10  Néstor Sánchez, Siberia blues, Paradiso ediciones, 2013.

11  Tiro de gracia, Ediciones del Mediodía, p. 80.

12  Señala Ruy Rodríguez en el documental Opium, la Argentina beatnik: “Había dos grupos: estaba el grupo del Moderno, que no éramos muy de izquierda —tampoco de derecha, pero éramos más bien anárquicos—, y la gente que se reunía en La Paz, que eran todos lo que llamamos poetas sociales”.

13  Como dijo alguna vez el crítico Alejandro Ricagno, Tiro de gracia es “la única película beat y rocker del cine argentino”.

14  Un caso contemporáneo a Tiro de gracia es El extraño del pelo largo (Julio Porter, 1970), con protagónico de Litto Nebbia, pero se trata de un film más cercano, en todo sentido, a los vehículos comerciales de Palito Ortega y El Club del Clan que funcionaron como puntales del cine industrial a partir de 1964.

15  Ricardo Becher, La séptima década, Mondadori, 2006, p. 147.

16  “Ciudad”, poema publicado en la revista Eco Contemporáneo y, más recientemente, en el libro Argentina Beat. Derivas literarias de los grupos Opium y Sunda (1963-1969), compilado por Federico Barea, Caja Negra, 2016.

17  Ricardo Becher, La séptima década, Mondadori, 2006, p. 115.

18  Entremedio, Buenos Aires había pendulado —por seleccionar dos ejemplos algo caprichosos, aunque tal vez iluminadores— entre el agrio nihilismo alcoholizado de Fuego a discreción (1983) de Antonio Dal Masetto y el laconismo de Rapado (1992) de Martín Rejtman, dos obras disímiles entre sí y alejadas del beat, pero también organizadas alrededor de la ciudad y sus intercambios —cuestión no menor: en el film de Rejtman, realizado en pleno menemato, el foco pasa de los intercambios afectivos y corporales a los intercambios de bienes—.

19  En Argentina Beat. Derivas literarias de los grupos Opium y Sunda (1963-1969), p. 20. Barea lo dice puntualmente en referencia a los escritores que formaban parte de las agrupaciones y revistas Opium y Sunda, pero la idea también es aplicable a Tiro de gracia y otras obras de Becher.

20  Tiro de gracia, Ediciones del Mediodía, p. 101.

21  Becher recuerda esta escena en La séptima década, cuando narra la noticia de la muerte de uno de los hijos de Mulet (llamado en el libro “el Yeddi”, como clave de su apodo real: el Yeti): “(…) haciendo rebotar en mi memoria la escena de Disparo… [N. del A.: en La séptima década, Tiro de gracia se llama Disparo final] que nosotros mismos escribimos hace más de treinta años ‘a Quique lo amasijaron ayer’ ¿cómo lo amasijaron? ’no sé, un despelote en la facultad…’ (…)”.

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