Lo estático y lo extático (Play-Doc 2024 #3)

PLAY-DOC 2024: KRIEGSENDE / AS ARMAS E O POVO

“Rimbombante, pasmoso. Algo ostentoso. Un poco opresivo. En todo caso, exagerado”, son las palabras de un joven turista que pasea por el inmenso Monumento Conmemorativo a los Soldados Soviéticos en el Treptower Park, Berlín. La escena se sitúa en 1991, apenas dos años después de la caída del Muro. “Se acerca la hora de la liberación”, dicta, por su parte, uno de los comunicados del Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA) en la madrugada del 25 de abril de 1974 en Portugal, en la víspera de la Revolución de los Claveles.

Por fuera de la competencia internacional y la gallega (cubiertas por Ezequiel Iván Duarte y Santiago Damiani, respectivamente), y de las retrospectivas dedicadas a William Friedkin, Leon Hirszman, David Gladwell y Tony Román, en el festival Play-Doc se proyectaron restauraciones de dos documentales con fuerte contenido político, aunque correspondientes a momentos históricos y modalidades estéticas muy diferentes: Kriegsende (1992), de la alemana Viola Stephan (cuya restauración, de 2023, se estrenó en el festival), y As armas e o povo (1975), firmada por el Colectivo dos Trabalhadores da Actividade Cinematográfica portugués. Pese a las distancias entre ambas, algo impulsa a observarlas en conjunto, o contrapunto, como a dos paneles de una misma pintura.

As armas e o povo

Entre filas de autos detenidos en la frontera de Brest (Bielorrusia), uno de los tantos conductores demorados habla a cámara: “El mundo entero debería ver esto”. Así comienza Kriegsende: “Fin de la guerra” (en alusión, claro, a la Guerra Fría). “He estado en Alemania. Sale el funcionario de aduanas y ya está. Acá te quedás parado dos días”, agrega con indignación el entrevistado. En la siguiente escena ingresamos al interior de la aduana, donde una empleada y un oficial revisan meticulosamente las pertenencias de los viajeros (“el anillo se queda acá”, o “se lo juro, no tengo nada”, son algunas de las frases que se escuchan en la escena). Es un momento de detención en un viaje espacial pero también temporal: nos introducimos en el relato de la mano de una serie de personajes que transitan la frontera hacia una nueva era. El tiempo parece a su vez detenido, como una resistencia al avance hacia el progreso que muchos de los entrevistados a lo largo de la película anhelan. La transición no se vive con un ánimo desbordante, sino con la calma del día a día; no hay suceso o evento —como pudo haberlo en el acontecimiento de la caída del Muro—, tan solo una monótona pausa.

El arco cromático desprendido de la ropa y de los objetos en el interior de la aduana casi pareciera ser el fruto de un trabajo de vestuario y decorado diseñados para transportarnos a otra época. “Veo a los niños de aquí: sonríen, van vestidos de colores”, dice una ex ciudadana soviética ahora instalada en Alemania (en el plano siguiente vemos a unos niños, en efecto, vestidos de manera colorida, aunque no particularmente sonrientes). La vivacidad de los colores, en ambos films, resulta cautivante; la restauración de las copias les restituye vida a las películas, hace que dejen de ser documentos empolvados para mostrar una imagen más prístina aunque también museística, nostálgica de un tiempo pretérito y de un soporte perdido. Probablemente allí resida, en parte, el atractivo de proyecciones como estas, pero en estos dos casos la re-presentación impacta de manera distinta y, hasta diríamos, opuesta.

Lo primero que percibimos en As armas e o povo, luego de ver el título de la película sobre un fondo rojo intenso y de escuchar el sonido de los pasos marchando a ritmo militar, es la canción militante “Grândola, vila morena”, compuesta por José Afonso y utilizada por el MFA como señal para confirmar el comienzo del levantamiento contra el régimen dictatorial instalado en el poder desde 1925 (y consolidado hacia 1939, a la par del franquismo), una sublevación encabezada por militares antifascistas pero acompañada por multitudes de manifestantes, en un contexto en el que las guerras de liberación en las colonias portuguesas coincidían con las luchas internas (huelgas, manifestaciones) “contra la explotación y la opresión, por mejores salarios y una vida mejor”. La película se despliega como una crónica de los sucesos acontecidos entre el 25 de abril y el 1° de mayo, apoyada principalmente en los planos generales de las multitudes en la calles y en entrevistas a los manifestantes (en general, en planos frontales con el micrófono y/o los entrevistadores en cuadro), además de registros de móviles televisivos, acompañados de canciones revolucionarias y de una voice over omnipresente que, con la retórica típica del cine militante, estructura el relato y lo intercala con el repaso histórico de los hitos de la resistencia armada al fascismo en las décadas previas: “El fascismo corporativista no era solo un régimen al servicio de unos pocos tiburones, era sobre todo una máquina represiva, jurídica, económica e ideológica al servicio de las clases explotadoras”. Entre el canto que entona una y otra vez “O povo unido jamais será vencido”, encontramos una secuencia que registra la liberación de presos políticos y sus testimonios de las torturas a las que fueron sometidos (sumersión en agua fría, privación del sueño, golpes) y, hacia el final, fragmentos de discursos de un acto con algunos de los referentes políticos de partidos de izquierda en aquellos años (principalmente, el de Álvaro Cunhal, secretario general del Partido Comunista Portugués). “Soy Maria do Carmo, vivo en el barrio de Santas Martas, tengo seis hijos y ¡viva Portugal!”, exclama una de las tantas ciudadanas a las que se presta voz. El discurso de la película, además de una celebración de los hechos acontecidos, se erige como un recordatorio de que el 1º de mayo, luego del derrocamiento del gobierno militar, no es la conclusión sino el comienzo de la lucha, ya que “la explotación continúa” y “las mismas fuerzas siguen dominando la sociedad”.

No existe la multitud en Kriegsende, donde lo colectivo se presenta desmembrado. Una práctica de boxeo en un club deportivo; dos jóvenes madres rusas recién emigradas que reflexionan sobre el futuro de sus hijos; una vendedora y restauradora en una tienda de arte ruso antiguo; una mujer que rememora sus sucesivas migraciones (“nací en Praga y huí con mis padres en el 39 a Besarabia, durante la guerra fuimos evacuados a Saratov en el Volga, luego a Leningrado, y luego aquí”); un músico que toca una canción con su guitarra en una galería de arte donde se exponen afiches viejos de propaganda estalinista; una cena de amigos inmigrantes en un restaurante donde elogian a Berlín por sobre otras ciudades alemanas (Hamburgo, Munich) ya que “no podríamos vivir en otra ciudad de Alemania Occidental”, como acota uno de ellos (“somos traidores, tenemos que vivir aquí”, bromea otro entre risas); una anciana criada en la URSS que deja flores en la tumba de sus antepasados y luego recuerda con su familia viejas canciones, formas caseras de preparar vodka y anécdotas de su padre militar contrarrevolucionario (“hoy en día vuelven a estar de moda, desgraciadamente no vivió para verlo. Hay muchas canciones nuevas en la Unión… en Rusia, perdón… sobre la Guardia Blanca”); el ensayo de un coro militar y de un corista que canta el Ave Maria de Schubert; el silencio de tumba en las oficinas de la embajada de la ex Unión Soviética; las palabras de un prusiano frente a una estatua de Lenin; las de un sonriente obispo de la iglesia rusa ortodoxa (“en el exilio”, agrega) autodeclarado anticomunista; la entrada a un boliche; algunos turistas que recorren un descampado donde estaba el Führerbunker (“antes todo esto estaba cerrado por el Muro”): la película de Stephan pone la lupa sobre un momento histórico clave abriendo algunos de sus recovecos, vistos hoy “con la sorpresa de la novedad pretérita” (retomando las palabras de Duarte en “El árbol total”). Un delicado paneo que recorre el exterior desierto de la base militar antecede la escena del ensayo de los coristas; la música imponente se escucha de fondo, apenas perceptible bajo la capa de sonido ambiente, tal como el tenue rumor de la historia que late bajo las imágenes observacionales a lo largo de toda la película.

Así, Kriegsende se mueve entre la observación distante y estática y la intervención a modo de entrevista como catalizadora de reflexiones de personas diversas que prestan testimonio a cámara en diferentes locaciones, casi como si fueran tomadas al azar; sin voice over, sin placas, sin música incidental. Apenas algunas intervenciones en off de la realizadora, como si pasaran inmiscuidas a través del filtro del montaje. Así se aprecia en la escena situada en el Treptower Park citada al comienzo, donde una berlinesa responde a los dichos triviales del joven turista: “Cualquiera interesado en el fascismo alemán puede saber lo que pasó en Berlín, si quiere. No tenés que dar vueltas como un ciego. […] Considero que el monumento es proporcional a los acontecimientos. […] Acabo de contarle [a Stephan] que están considerando hacerlo más pequeño. Creo que debería quedar como está, en este tamaño”. “¿Las citas de Stalin no son un problema?”, pregunta la cineasta detrás de cámara. “La verdad es que no”, responde la mujer. “Las declaraciones son quizás demasiado emocionales, pero aparte de eso no hay nada que decir contra ellas”. “Pero sí contra Stalin”, replica Stephan. “Por supuesto. Pero en relación a la Segunda Guerra Mundial, a la defensa del Ejército Rojo combatiendo al fascismo, […] no me parecen un problema. Están firmadas por Stalin, pero eso no importa. Uno no debe permitir que lo ataquen, uno debe defenderse del fascismo. […] Stalin es otro tema. Stalin tiene muchas caras, y una de ellas es su gran contribución a la resistencia del Ejército Rojo, que se está discutiendo estos días, lo sé. […] El pasado permanece en sus contradicciones básicas. Aunque el Ejército Rojo ya no exista, entre el 41 y el 45 fue crucial en la lucha militar contra el fascismo. Eso sigue siendo cierto exista o no el Ejército Rojo o [pese a] cómo decida la Unión Soviética, o la ex Unión Soviética, interpretar su propia historia”. Ese sigue siendo cierto se lee en consonancia con otro monumento, colocado entre la Calle de la Liberación y la Calle del Cementerio (y en esa encrucijada), que muestra un tanque de guerra, de esos que se recuerdan en los testimonios y que no solo evocan el pasado sino que lo anclan al presente.

En As armas e o povo, en cambio, las entrevistas están subordinadas, en mayor o menor medida, al discurso general del film. No encontraremos en ellas testimonios problemáticos o radicalmente disruptivos. En Kriegsende hay un abanico completo, que en ocasiones atentaría contra la posición que la película tomaría si pretendiera exponer un discurso monolítico. Más expositiva que reflexiva, As armas… despliega una puesta dinámica, inmersa con plenitud en los acontecimientos, alimentada por la vitalidad de la revuelta, con la marca y el pulso del registro directo y del acontecimiento histórico en su desarrollo. Los años que separan a ambas películas se encuentran atravesados además por un proceso a partir del cual lo verdadero deja de ser producto del discurso objetivo y va siendo desplazado progresivamente por la irrupción de la primera persona, que toma un lugar central, abandonando la impresión de objetividad (ya sea como medio de divulgación, en el documental tradicional, o como instrumento de propaganda y agitación, en el militante). Sin recurrir a una voz omnisciente impersonal que ordene el relato, Kriegsende se construye a partir de un conjunto de voces subjetivas que hacen al mosaico de la época, y de una subjetividad autoral atenuada: ya no es, como en As armas…, la voz orgánica del movimiento ni la de los realizadores poniéndose al servicio de una causa colectiva (aun cuando su cuerpo se sitúa frente a la cámara, como se aprecia en algunas escenas, en el caso de Glauber Rocha), sino una entidad narradora difusa que recorre diversos espacios como una mosca en la pared. Si bien podríamos afirmar que en el film portugués, como suele plantearse respecto a muchos documentales políticos, las imágenes están al servicio del texto, hay algo más, algo que excede la funcionalidad narrativa de los planos: algo que tiene que ver con la magnitud, con el poder estético de esas imágenes, no solo en su función representacional (es decir, la constatación de que efectivamente el pueblo estaba en la calle), sino con un impacto visual que trasciende la mera ilustración; en ese sentido, podría considerarse que no son las imágenes las que acompañan al texto, sino que es el texto el que sirve de soporte para poder experimentar esas imágenes en su potencialidad política. Hay también, en ambos casos, y como en casi toda película, eventuales desvíos, pequeños momentos de digresión de sus respectivos sistemas narrativos.

Un paneo conduce nuestra mirada hacia el frente de la embajada soviética. En el hall del edificio, un gran vitral. Cuadros de Lenin y de Marx en una de las oficinas. Las secretarias trabajan en sus escritorios, con música casi inaudible de fondo. Dos hombres conversan en un despacho, mientras otra secretaria sirve sus tazas. La banda sonora no parece preocupada por registrar sus voces, que se escuchan como susurros. Podría tratarse de la monotonía rutinaria de cualquier embajada, o podría ser el signo de la dislocación de esa rutina, de su preservación por mera inercia. El plano que cierra la secuencia no ayuda a dilucidar el asunto, más bien al contrario: se trata de un travelling pausado, aunque breve, que se detiene en una pecera ubicada en uno de los pasillos, una pecera verde que, por el contraste lumínico, brilla casi como si fuera una lámpara de neón. No se trata solo de un plano de transición, ni parece cumplir función alguna: está allí y atrae la mirada por el solo magnetismo de su presencia. El plano, que puede pasar inadvertido, está colocado hacia la mitad de la película, entre el retrato de la embajada y la discusión en el Treptower: un núcleo enigmático, intrigante, misterioso, un símbolo sin connotación clara, pero que reside en el centro del relato, y en el interior de esa locación fantasmal. Por un instante, una narración con fuerte carga referencial se vuelve el paisaje de una visión de ensueño. Los claveles, que dieron nombre a la revuelta retratada en el film portugués, tienen una función simbólica más transparente —la voluntad de los soldados de no disparar sus armas, aunque las carguen—; signo de lucha y de paz a la vez, capturan nuestra mirada, sin embargo, con el mismo nivel de atracción que aquella pecera cada vez que aparecen en cuadro. Lo mismo podría decirse de los planos generales de las multitudes, donde cada sujeto se vuelve una de todas las pinceladas que componen esa gran mancha popular, casi como una pintura abstracta. Por supuesto, la textura también narra, también dice, o, si se quiere, también comunica, ya sea ideas o sensaciones. Pero hay un momento concreto en el que la secuencia de imágenes parece tomar un desvío del texto, como si se emancipara de esa carga discursiva. Mientras se escucha el discurso de Mário Soares, secretario general del Partido Socialista, sucede un corte abrupto que, entre la primacía de los planos urbanos, nos presenta un paisaje natural: una toma aérea de una isla montañosa junto al mar, levemente poblada. No tardamos en comprender, a medida que el discurso de Soares avanza, que se trata de una serie de planos que nos establecen gradualmente en la isla de Madeira, donde vacacionan impunemente algunos funcionarios del gobierno militar depuesto que continúan en libertad. El efecto de choque que supone la presencia de esos planos no tarda en diluirse, pero el momento de vacilación, de indeterminación y apertura formal, está.

Más allá de las modalidades narrativas elegidas en cada caso, parece haber una afinidad entre épocas y modos, un arco de posibilidades históricamente limitadas entre el impulso expositivo de intervención y el repliegue reflexivo y estático: Kriegsende, contemplativa y reflexiva; As armas…, inmersiva y eufórica. El grito popular en la calle y el retiro silencioso, entre el auge y el ocaso de las aspiraciones utópicas. Si se trata de un segundo ciclo de alternancia entre la primacía del documental expositivo y el de observación —tal como en los primeros años sesenta, con la reacción del cine directo ante el documental moralizador tradicional de las décadas previas—, podría leerse en la exaltación y la circunspección que priman en una y otra respectivamente una correspondencia entre cambios de clima epocales y cambios de paradigma. Esta conjunción de problemas le otorga un sentido diferente al rescate de cada película: una, podemos arriesgar, por su consonancia con los modos y sensibilidades actuales; la otra, por disonancia ante un panorama de cierto rechazo por lo afirmativo, de recogimiento en lo indefinido, acaso sustentado en la idea, ya vuelta lugar común, de que el cine debe buscar preguntas más que respuestas. En ese contrapunto de épocas y estilos antagónicos, presentados en un contexto de incertidumbre, quizás se alcance a vislumbrar la delineación de un dilema.

Luego de ver en un par de escenas los “trenes militares en retirada del Ejército Rojo” (en palabras de Stephan), Kriegsende nos introduce en el interior de uno de ellos: allí, unos jóvenes apenas mayores de edad, cabizbajos, desanimados, viajan de vuelta a Rusia. “En la Unión Soviética no hay absolutamente nada. La Unión Soviética no es Alemania. Como Estado ya no existe. Ahora estamos en camino y no sabemos hacia dónde”, expresa uno de ellos. Al final del film portugués, por lo bajo, vuelve a sonar “Grândola, vila morena”, seguida de un corte a rojo.

As armas e o povo

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