La caracterización de un grupo de películas de la era clásica norteamericana como “progresistas” puede sonar un tanto polémica. No tanto por la historia política de los Estados Unidos (cuna del New Deal, uno de los lugares de expansión del Estado de Bienestar y de los movimientos sociales de los años 60), sino por las propias formas de producción y representación del cine, y más en aquella época, donde se expande la industria cultural. Según Jean-Louis Comolli y Jean Narboni, el sistema de estudios y el montaje invisible propio del lenguaje cinematográfico clásico reproducen la ideología de la clase dominante y, al estar realizados bajo un modo de producción capitalista, además reproducen la ideología burguesa(1). Jean-Paul Fargier agrega que el cine produce una ideología propia, que es la impresión de realidad(2). Este factor fundamental para la circulación de ideología hace ver que la ideología burguesa, todo su sistema de creencias, imágenes e ideas son transparentes y verosímiles para las clases explotadas, lo que las mistifica, “normaliza lo anormal”. Es decir, presenta hacia el mundo la ideología burguesa (falsa consciencia, imagen invertida) como si fuera universal, alienando así a las clases trabajadoras. En términos gramscianos, podría simplificarse como una hegemonía burguesa que las películas construyen. De esta manera, la ideología asociada al cine sería eminentemente burguesa por su forma de producción industrial y los modos de representación del sentido común anclados a la perspectiva burguesa del mundo.
Si a priori cine e ideología burguesa son indisociables, bien podría argumentarse que el cine es un arte eminentemente conservador. Pero lo que ocurre es que la ideología no es algo estático ni absoluto, sino que está situada históricamente por los modos de producción y las relaciones sociales. Y es justamente esa ubicación histórica y dialéctica de la ideología la que permite que, en cierto período histórico, hayan sido posibles películas que profesaban una ideología que, si bien era burguesa y capitalista, se acercaba más a conceptos como la conciliación de clases, la solidaridad entre pares, el desprecio a la aristocracia y la causa por los pobres. Según Kracauer, Estados Unidos no era impermeable, muy a su pesar, a las corrientes socialistas y comunistas de Europa, sino que las izquierdas ejercían una presión externa sobre la política norteamericana, y encontraban un reflejo en algunos de sus realizadores. En palabras de Kracauer, las películas “señalan situaciones a menudo difíciles de captar directamente pero también muestran, bajo la superficie, lo que pensamos de nosotros mismos (…) Los realizadores tienen un interés vital en el público masivo y puede suponerse que esos temas —siempre y cuando aparezcan con cierta regularidad— están basados en las actitudes, deseos y reacciones de muchas, muchísimas personas”. Entre principios de los 30 y fines de los 40, una serie de películas exhibieron un particular interés por temas como la pobreza, la democracia republicana, el liberalismo como faro de la ilustración y los lazos familiares contra la idea de competencia y voracidad. Al fin y al cabo son temas que están relacionados con el progresismo y la socialdemocracia, término que, se me ha comentado, puede sonar arcaico, pero es preciso para nombrar estas películas de una época en la que la socialdemocracia existía como una forma de salvataje del capitalismo luego de la crisis del 29 y la posguerra, además de dar una connotación particular sobre la política en torno a las clases sociales menos abstracta que el concepto de “progresismo”. Estas no son películas socialistas, ni mucho menos revolucionarias, sino que “golpean una nota que suena progresista, en un término vagamente liberal(3). Son películas con un dejo militante”(4). Frente a un conservadurismo que siempre fue imperante en Hollywood y en la idiosincrasia norteamericana en general, estas películas pueden trazar una historia paralela.
Los olvidados
La película que disparó la reflexión en torno a la posibilidad de un cine clásico progresista, un cine fuertemente antirricos e iluminista, fue My Man Godfrey (1936) de Gregory La Cava. En ella, un grupo de aristócratas reunidos en una mansión juegan a una búsqueda del tesoro donde una de las postas es conseguir a un “olvidado” (en inglés, forgotten man, término usado como eufemismo para vagabundo) que esté dispuesto a posar como trofeo. En esa búsqueda, las hermanas protagonistas llegan a un basurero en el que vive Godfrey, quien después nos enteraremos que fue un aristócrata pedante que perdió todo en la Gran Depresión. Luego de llevarlo a la mansión donde se jugaba la búsqueda del tesoro, la familia le ofrece un trabajo de mayordomo en su propia casa, donde se hace un retrato extremadamente ácido y lapidario de las clases más altas, pintadas como una parva de idiotas inútiles y caprichosos sin ambición. El grupo familiar está compuesto por personajes uno más extravagante que el otro, mientras que Godfrey representa los valores de la ilustración: solidaridad, empatía y solidez moral. Godfrey es un hombre serio y generoso que solamente quiere trabajar, sin atender a las intenciones vengativas de Cornelia, la más egoísta y caprichosa de la familia, ni al amor fetichista de Irene, la hermana más joven e ingenua. En el final de la película, a partir del dinero ganado por su trabajo de mayordomo, nuestro héroe de los pobres transforma el basural en un muelle en el que darle trabajo a sus viejos compañeros vagabundos, una empresa que él mismo dirige, consolidándose así como el faro moral del liberalismo progresista.
La pobreza y el desprecio por las clases altas vuelven a aparecer en la filmografía de La Cava. En Stage Door (1937) es la propia hija de la burguesía, Terry Randall, quien rechaza su linaje y va a parar a una compañía de actrices, en donde termina curtiéndose alrededor de sus compañeras de clase trabajadora y enfrentándose al productor megalómano y depredador que representa el pasado de donde ella viene (un concepto parecido al del musical Gold Diggers of 1933 [1933], en donde un grupo de actrices sin trabajo estafan a dos millonarios con el fin de financiar una obra sobre la Gran Depresión). En el drama Primrose Path (1940) la visión sobre los pobres es más conservadora, retratándolos como unos maleducados, borrachos y arribistas que deben ser civilizados por las clases trabajadoras. Pero aún más atrevida y curiosa es 5th Avenue Girl (1939), en donde una premisa similar a la de My Man Godfrey redobla la apuesta de la primera y lleva más allá su progresismo: el CEO de una empresa petrolera se siente dejado de lado por su familia y decide pasar su cumpleaños solo en Central Park. Ahí conoce a una chica pobre, Mary, que duerme en los bancos de la plaza y solo tiene una manzana para comer. El señor Borden, nuestro protagonista, la lleva a cenar y luego la contrata para fingir ser su amante frente a su familia, desatando la ira de su esposa, una arpía egoísta que buscará todas las maneras posibles de separarlos. La película tiene líneas tan curiosas como el protagonista afirmando ser una “víctima del capitalismo” por haberse hecho millonario sin siquiera buscar más que una familia que lo acompañe, y una subtrama donde la hija del señor Borden se enamora de su chófer comunista, quien vocifera que el proletariado algún día va a alzarse contra sus opresores, a lo que Mary responde que no son más que fantasías revolucionarias y que debería agradecer a sus jefes por darle trabajo. La crítica a las clases altas vuelve a ser mordaz y ácida cuando se celebran los lazos familiares al criticar la falta de unión familiar de la aristocracia, un valor básico para el progresismo y la socialdemocracia, además de abrazar la existencia y experiencia de los excluidos del sistema capitalista. La familia y los outsiders: con estos dos mismos valores se construye Holiday (1938) de George Cukor, cineasta homosexual y director de varias películas protofeministas como The Women (1939) y Sylvia Scarlett (1935). Hay dos partes en la familia aristócrata protagonista: la encarrilada en los valores burgueses, compuesta por el padre y la hermana menor; y las ovejas negras, con un hermano borracho y una melancólica e independiente Katharine Hepburn, quien aún extraña a su madre difunta y a quien no le interesa codearse con la alta sociedad. En esa ecuación entra (por la puerta de atrás, por donde entra el personal de cocina de la mansión) Cary Grant, un paradigma del liberalismo selfmade contra la aristocracia rancia, un workaholic que nunca se tomó vacaciones y al que no le gusta que le digan qué hacer. Más que tener como única ambición el dinero por el dinero en sí, como su prometida y su futuro suegro, el personaje de Grant solo busca ser un alma libre e independiente. Por eso rechaza el trabajo que le ofrecen en la empresa familiar. Lo que en A Place in the Sun es un choque de ambiciones de clase que lleva al protagonista a la locura y el asesinato, en Holiday es la posibilidad de la ternura del encuentro entre outsiders, un lugar en el que se pueda perder el tiempo sin la presión sistemática de la necesidad de producir, hacer acrobacias y cantar canciones populares, en el único cuarto de la mansión que parece un hogar. No por nada el patriarca de la familia los acusa de poco norteamericanos.
El sueño americano personificado
Las de La Cava y Cukor parecen películas opuestas a las de un conservadurismo nacionalista, expansivista y populista como el de los wésterns de John Ford(5). Mientras que sus films son de un tono elegiático y solemne, de un humor familiar con escenas lúdicas y héroes cuyos valores son la hombría y la valentía, las de Cukor y La Cava son comedias punzantes y atrevidas con unos atributos morales como la solidaridad y la empatía. Por otra parte, el complemento progresista perfecto de los wésterns de Ford es el cine de Frank Capra, quien mantiene las formas populistas y familiares para dar un mensaje de conciliación de clases, generosidad, defensa de la democracia republicana y caridad cristiana.
La más paradigmática (y más tardía, más alejada en el tiempo del New Deal) de todas estas películas es It’s a Wonderful Life (1946), en donde todos los temas que mencioné aparecen juntos. George Bailey, el protagonista, es la personificación del héroe liberal progresista, un individuo que se construyó trabajando para otrxs, de una empatía y generosidad infinitas. Como pequeño empresario de construcción y préstamos, George le dio vivienda y soporte económico a todo su pueblo (como Godfrey construye el puerto para darle trabajo a sus ex compañeros de basurero) contra el monopolio del Sr. Potter, prototipo de millonario avaricioso y malvado a la Sr. Burns que aparece pintado como una oveja negra dentro del grupo de burgueses. El mensaje del film no solo es el de la necesidad de un individuo como faro moral que guíe al resto de los mortales, sino uno fuertemente cristiano (¡incluso escuchamos hablar al mismísimo Dios!) de caridad, amor al prójimo y dar la otra mejilla, cóctel perfecto de película navideña que, como dice Federico Bianchetti en su reseña en Letterboxd, fue hecha “para que no se matasen los que volvían de la guerra”. Ante la desesperación de perder su empresa y defraudar a todo el pueblo por una triquiñuela del Sr. Potter, George intenta suicidarse solo para ser rescatado por un ángel que le muestra lo terrible que hubiera sido el mundo si él no hubiera nacido, y la importancia de que él, como individuo de valores morales infranqueables, haya existido. En muchos sentidos, la gran película navideña de los Estados Unidos es el film ideal para ver en esa fiesta, no solo por retratar el renacimiento de George como el nacimiento de Cristo, sino también por abrazar valores como la solidaridad y la ternura, que más de un despistado podría tildar de comunistas.
Otra de las películas cristianas de Capra es Meet John Doe (1941), si bien es más atrevida que la anterior. El film comienza como una sátira de la mediatización de la política y la naturaleza depredadora de la prensa liberal: una periodista hambrienta de dinero inventa una historia sobre un “hombre común” que amenaza con suicidarse en vísperas de navidad por haber perdido su trabajo, lo que maravilla al director y al dueño de su periódico. Poco después publican la carta del supuesto John Doe(6) y organizan una campaña para reclutar a personas en situación de calle que lo personifiquen, para así convertirlo en un símbolo. El hombre elegido es un ex beisbolista llamado Long John Willoughby, quien se presta como cara visible y voz de la campaña. Los discursos escritos por la periodista Ann Mitchell, de un mensaje cristiano y demagógico de amor al prójimo, celebración del ciudadano de a pie, rechazo a la política y conciliación de clases acaban generando clubes en donde los vecinos se unen para escucharse y cooperar entre ellos, en una suerte de mutualismo cristiano donde no pueden entrar los políticos. Cuando ve el potencial caudal de votos que puede dar este movimiento, el magnate dueño del periódico gira la campaña en torno a su propulsión como figura electoral, lo que genera conflicto con Doe y Mitchell, quienes se enamoran.
Lo más interesante de la película es cómo el contenido político queda supeditado al mensaje cristiano y la celebración paradójica del individuo. Si bien los clubes (que no partidos políticos, ni asambleas) son colectivos, el mensaje de la película es la necesidad de una figura que tenga un discurso conciliador y atractivo para reunir a las masas alrededor de ella, vertical y no horizontalmente. La falta de atención a la cuestión clasista del trabajo (Willoughby es un ex beisbolista, Mitchell es periodista; ambas profesiones liberales y no obreras) y el enaltecimiento del espíritu navideño nortemericano, nacionalista y cristiano son una línea fuerte en el cine de Capra. Mientras que el de La Cava y Cukor es acusado de poco norteamericano por sus propios personajes, el de Capra es calificado como “el sueño americano personificado” por algunos críticos: incluso se llega a decir que el primer John Doe fue Cristo mismo, y se cambia canallamente la letra de un himno colectivista y sindicalista como “solidarity forever” por “glory, glory, hallelujah”. Al final, el magnate, conmovido, termina en el último piso del Empire State para evitar que Willoughby se suicide (condenando este hecho de la misma forma que en It’s a Wonderful Life), lo que muestra los límites del discurso de conciliación de clases propio de la socialdemocracia norteamericana que la alejarían de un discurso puramente de izquierda. Por eso caracterizo estas películas como liberal-progresistas, en oposición al liberalismo conservador.
En una línea similar, si bien más abiertamente política (aunque igual de discursiva y solemne), está Mr. Smith Goes to Washington (1939), donde el Sr. Smith desnuda los engranajes corruptos del sistema político estadounidense con una solidez moral de hierro y una lengua imparable. La moral y el diálogo, las herramientas institucionales más importantes de la socialdemocracia. Al pobre de Smith, un idealista naif que cree en la defensa absoluta de los valores de los padres fundadores Lincoln y Washington, lo utilizan como chivo expiatorio para captar votos, lo sientan en el Senado y luego lo extorsionan para que no revele los negocios sucios que se esconden detrás de la construcción de una represa. El proyecto de ley que presenta el Sr. Smith, aunque ingenuo, decanta su espíritu federal y democrático: la creación de un campamento para niños que enseñe valores norteamericanos verdaderos. En una sesión maratónica del Congreso, el Sr. Smith termina develando que Estados Unidos es una plutocracia, que cuando hay monopolios la libertad de prensa no existe e incluso que las fuerzas de seguridad siempre están dispuestas a reprimir a la población. Si bien se podría argumentar que el film tiene un tono pesimista frente a la podredumbre política (un tono muy parecido al de Meet John Doe), nunca se mancilla la confianza del sr. Smith en el presidente del Senado, quien acompaña al joven en su lucha contra la opereta que le armaron y le devuelve sonrisas de complicidad. Mr. Smith Goes to Washington bien podría ser una película gemela de Young Mr. Lincoln (1939), de John Ford, donde vuelve a recaer en los hombros del individuo la esperanza moral de la nación, esta vez enfocado en la importancia de la justicia, la tolerancia, los derechos humanos y la necesidad de un líder político que haga eduque a las masas en estos valores (porque, de otra manera, hubieran linchado a los acusados que el joven Lincoln defiende).
El de Capra es un cine con una nota familiar de entretenimiento y drama que puede volverse algo cursi, a diferencia de la nostalgia poética de Ford y la sátira de Cukor o La Cava. Pero la que más se acercaría a estos últimos es You Can’t Take It With You (1938), con un mensaje más confrontativo que conciliador, además de un sentido lúdico del absurdo que desnuda lo ridículo de los modales estirados de la burguesía patronal con humor y finura. En ella, la hija de una familia bohemia que fabrica pirotecnia de forma clandestina y está dirigida por un abuelo proto-hippie que rechaza el trabajo asalariado se enamora del hijo del dueño de un banquero, lo que genera un choque de clases más fuerte que en las otras películas de Capra (incluso se hacen algunos chistes muy finos con la Revolución Rusa), si bien el film acaba con todos reunidos cantando canciones populares.
El pan nuestro de cada día: el drama social
El acercamiento dramático hacia el problema de la pobreza, el desempleo y la injusticia social está tan lejos de la satirización de las comedias sofisticadas de La Cava como de la estética suntuaria de Gold Diggers of 1933 y el tono familiar de Capra. Esto ocurre, principalmente, porque se toma el punto de vista de las clases subalternas y se desarrollan los arcos dramáticos desde adentro de las problemáticas sociales que abordan estas películas: no se lleva a los pobres a mansiones ni se toma el punto de vista de los buenos patrones. La seriedad y la gravedad son parte fundamental de estas películas cuando tratan los efectos de la Gran Depresión. Heroes for Sale y Wild Boys of the Road, ambas dirigidas por William A. Wellman y estrenadas en 1933, son films similares, si bien trazan su mensaje social desde lugares bien distintos. La primera es un homenaje a los soldados de la Primera Guerra Mundial, a su vez que una denuncia de cómo el Estado y la sociedad les dieron la espalda cuando volvieron de cumplir su servicio. Tom Holmes, el protagonista, es despedido de su trabajo y maltratado por su jefe al haberse vuelto adicto a la morfina, dado el dolor que le causaban sus heridas de guerra. Luego de rehabilitarse y conseguir empleo como conductor de una empresa de lavandería, revoluciona la industria del lavado con una máquina automática que crea un amigo suyo, inmigrante alemán, inventor, comunista y alivio cómico del film. De esta manera, Tom se convierte en un empresario paradigma del ciudadano liberal selfmade y buen patrón, al llegar a un acuerdo con el dueño de la lavandería de que no despediría a ningún empleado ni les bajaría el sueldo por la reducción del trabajo que permite la máquina, sino que les reduciría la jornada laboral para que tengan más tiempo de ocio. Este paraíso socialdemócrata se desmorona cuando el dueño muere y los nuevos magnates que se hacen con la empresa modifican la máquina para mejorar su eficiencia, pero deshaciéndose de las cláusulas de cuidado del empleado que estaban vigentes. Esto ocasiona una revuelta obrera contra los patrones y el propio Tom, que busca destruir las máquinas como un eco al movimiento ludista del siglo XIX. Es la primera vez dentro de este grupo de películas donde se escenifica la organización obrera horizontal, si bien es condenada como violenta y causante de la muerte de Ruth, la esposa de Tom (aunque de igual forma se condena la represión policial y la persecución sindical; incluso al final de la película se muestran razzias contra ciudadanos sospechados de ser “rojos”, volteada en la que cae Tom, quien debe huir de la ciudad y abandonar a su hijo).
Acusado de incitar a la protesta, Tom es enviado a la cárcel el suficiente tiempo para que, cuando salga, se comiencen a ver los efectos de la Gran Depresión. Max, ex comunista desquiciado y devenido cerdo capitalista, amasó una fortuna por las royalties de la maquinaria inventada, de la que Tom recibe una parte. Ante los estragos causados por la crisis, Tom regala su dinero a un comedor comunitario y se convierte, como Godfrey, Mr. Smith, el joven Lincoln y George Bailey, en el faro moral y político de la nación, eco del presidente Franklin D. Roosevelt, quien se llega a nombrar en la película como esperanza de salvación de la crisis.
Por su parte, Wild Boys of the Road es más colectivista: unos niños de secundaria se escapan de sus casas para evitar ser un peso económico para sus familias, quebradas por el desempleo y la crisis. Saltando de tren en tren, establecen una pequeña comunidad solidaria con otros niños sin hogar, con la que se organizan colectivamente, enfrentándose con piedras y golpes contra la injusticia de los policías y un maquinista del tren que abusa sexualmente de una de las niñas. El film no solo retrata la dureza de las vidas de estos chicos vagabundos, sino que denuncia un mundo adulto intolerante y expulsivo que constantemente los ataca y no les permite encontrar un rumbo. Hacia el final, cuando una serie de problemas llevan al trío protagonista al borde de caer en prisión, el discurso de protesta de Eddie ablanda el corazón del juez responsable de su sentencia, quien les promete encontrarles hogar y empleo y da un mensaje de esperanza, no solo hacia ellos, sino hacia el país entero, en lo que bien podría ser una alusión a las medidas de bienestar social del New Deal. Este discurso final se hermana con el de Henry Fonda en otra gran película sobre la Depresión como lo es The Grapes of Wrath (1940) de John Ford. Basada en la novela del escritor de izquierda John Steinbeck, la de Ford comparte el mismo espíritu de denuncia social que la de Wellman, centrándose en el problema de la tierra y la vivienda que sufrieron los campesinos en aquella época, a partir del cual tuvieron que migrar a las ciudades. La familia protagonista acaba en una especie de campo de refugiados en donde se les permite la distensión y el encuentro entre pares, con canciones populares y baile. De nuevo, el papel de la policía es el de villano y enemigo de los pobres, al intentar una razzia dentro del campo finalmente impedida por la organización colectiva de sus habitantes. El alegato final de Henry Fonda, filmado con el lirismo que solo Ford podía conseguir, hace un llamamiento a la organización de las clases subalternas contra sus opresores, condena la represión y denuncia el hambre y la injusticia social.
A diferencia de Holiday, Heroes for Sale o las películas de Capra y La Cava, no hay héroes individuales en Our Daily Bread (1934) de King Vidor, Modern Times (1936) de Chaplin ni How Green Was My Valley (1941) de Ford. Al igual que en Wild Boys of the Road y The Grapes of Wrath, la salida es colectiva y particularmente enfocada en el trabajo desde un ángulo de lucha de clases, abarcando el trabajo rural, las fábricas y la minería respectivamente. Luego de The Crowd, estrenada un año antes del crack del 29, Vidor recicla a sus personajes principales para su obra colectivista Our Daily Bread, en donde un grupo de desempleados a causa de la Depresión abandonan la ciudad para cultivar tierras ociosas en donde construyen una comunidad pluralista y autogestiva, una pequeña colectividad horizontal. El milagro materialista (como lo llama Roger Koza) de la película es una escena en la que lxs trabajadores logran desviar un río para poder irrigar la siembra ante un cielo que se niega a llover. El film no solo fue producido con la hipoteca de la casa del propio Vidor, un conservador que años más tarde se uniría a la liga anticomunista y haría The Fountainhead (1949), basada en una novela de la ultraindividualista Ayn Rand, sino que su mensaje colectivista alarmó a los magnates de los estudios, al creer que podría influir en la campaña del candidato socialdemócrata a gobernador de California Upton Sinclair, por lo que el estreno fue retrasado un año.
Después de ver Modern Times no cuesta imaginarse por qué el Comité de Actividades Antiamericanas puso a Chaplin en la mira. Una filmografía centrada en la causa por los pobres tiene su apoteosis en su película de 1936, donde la lucha de clases, la denuncia a las condiciones de trabajo en las fábricas y la organización obrera toman primera plana a través de los gags slapstick que organizan al film. Ya no hay buenos patrones, como en Heroes for Sale, sino que se ponen en escena la explotación de las clases trabajadoras y los ritmos inhumanos de trabajo, además de filmarse las manifestaciones, esta vez no a modo de horda violenta, sino como una masa organizada que pelea contra la injusticia (con el propio Chaplin a la cabeza) y es brutalmente reprimida. Estas mismas tensiones propias de la lucha de clases encuentran mayor complejidad en How Green Was My Valley (donde, si bien está ambientada en Gales, la clase obrera es una y sin fronteras): dos generaciones de mineros al interior de una familia chocan cuando les rebajan los sueldos. El padre, más conservador, se escandaliza ante la propuesta de sus hijos de hacer una huelga, llamándolo un “sinsentido socialista”. Cuando finalmente se lleva a cabo la medida de fuerza, las tensiones afloran en el propio pueblo, incluso llegándose a acusar al cura del valle de “predicar socialismo” cuando defiende el derecho a huelga.
Si bien la película tiene un contenido clasista, es llamativo cómo la conciliación de clases aparece en escena cuando el dueño de la mina pide permiso al padre de la familia para que su hijo se case con la única hija de los Morgan. Patrones y obreros se tratan como iguales, aunque haya cierta distancia que Fernando Martín Peña califica como “de sospecha”. A diferencia de la película de Chaplin, donde los patrones son enemigos de clase, en How Green Was My Valley los villanos son los propios pobladores del lugar, que cuchichean rumores sobre la hija de los Morgan y el cura, o los obreros de valles vecinos que están dispuestos a trabajar por menos dinero: una guerra de pobres contra pobres.
El fin del sueño
A principios de los años 30, como forma de salvarle las papas del fuego al capitalismo, Franklin D. Roosevelt impulsó una serie de reformas económicas, políticas y sociales que se conocerían como New Deal. Ante el crack del 29 y la amenaza del comunismo proveniente de la Unión Soviética, la necesidad de intervención del Estado en la economía parecía innegable (no solo en Estados Unidos, sino en todo el mundo), y las políticas de atención social a las capas empobrecidas y desempleadas de la población tuvieron su traslación al plano simbólico y cultural: todas estas películas que defienden los intereses de la gente común, la democracia, la conciliación de clases y la república parecen mostrar un notable desdén hacia los poderosos y millonarios, quienes serían culpables de la miseria a la que fueron empujadas las clases trabajadoras en la Gran Depresión. Ya sea a través de la comedia ácida, el melodrama solemne o el film social, este corpus no tan caprichoso de películas levantan la figura del ciudadano selfmade, el individuo fuerte, cristiano, de valores morales férreos y desinteresados, por un lado, y llegan más lejos reflejando un discurso de acción colectiva por otro. Es clara la influencia de las políticas socialdemócratas. También es muy claro cómo, cuando termina la guerra y el enemigo deja de ser el fascismo y pasa a ser exclusivamente el comunismo soviético, estas películas empiezan, lentamente, a dejar de hacerse. El ascenso del macartismo en los años 50 con su caza de brujas y sus listas negras puso fin a la posibilidad de mostrar las injusticias del capitalismo desde un ángulo de clase y republicanista. Kracauer, que mira a la sociedad norteamericana y a su cine desde adentro en la posguerra (años después del New Deal), nota cómo se va debilitando el discurso progresista, anclado en su individualismo y su apatía política, con una actitud a la defensiva y una apariencia de cuento de hadas, ratificando la imposibilidad de construir una acción colectiva que ponga un alto a fuerzas políticas nocivas para las grandes mayorías. La retórica y los grandes discursos de esperanza tienen sus límites, y Kracauer encuentra mucho más genuino el carácter crudo de denuncia de las condiciones de vida en la posguerra del neorrealismo italiano, alejado del sentido del espectáculo del cine de Hollywood. Además, este cine progresista de los años 40 le parece fosilizado en una intelectualidad anémica y un optimismo propio del siglo XIX, un iluminismo que confía demasiado en el raciocinio y que lo lleva, irremediablemente, a la apatía y el anhelo por un tiempo pasado.
Aunque Kracauer no esté analizando las mismas películas que los párrafos anteriores y sus críticas puedan ser válidas para el cine de Capra, por ejemplo, no deja de ser interesante cómo un grupo de películas tuvo una sensibilidad particular para retratar la mayor crisis en la historia del capitalismo a pocos años de ocurrido y desde un ángulo tan crítico. En el corazón del “sálvese quien pueda” y en la génesis misma del “sueño americano” habita la esperanza de construir formas alternativas y horizontales de organizar las relaciones de producción. Y si no, si se sigue el discurso de autorrealización individual, por lo menos puede desembocar en ciudadanos solidarios, desinteresados y nobles, que luchen por un capitalismo “con rostro humano”. Como menciona Kracauer en la cita de la introducción, si el cine masivo se enfocó en estas cuestiones políticas y sociales es porque, más allá de la paranoia acusatoria del macartismo, es muy probable que millones de personas en Estados Unidos hayan abrazado ideales progresistas, más o menos cercanos al socialismo, que podían poner en peligro la hegemonía liberal conservadora del país. Es un tanto irónico que se haya nombrado “Comité de Actividades Antiamericanas” a una institución que, si nos guiamos por estas películas, hubiera perseguido a sus padres fundadores. Si el cine es un reflejo de la sociedad es porque los modos de producción, y las ideologías que circulan entre los realizadores, son indisociables de las películas (y de cualquier obra de arte). Acaso por eso cuando miramos al cine “progresista” de nuestra época no nos sorprenda saber que vamos perdiendo la batalla cultural.
Digresión sobre nuestro cine y nuestro tiempo
En tiempos de apatía política generalizada, en los que un candidato con un discurso anti ”casta política” llega al poder, es un deber preguntarnos dónde se paran nuestras películas progresistas, del “campo nacional y popular”, del centro a la izquierda o como se quiera llamar a todo lo que esté en contra del vaciamiento de la cultura y la ciencia, el ajuste brutal a la educación, las clases medias y bajas, los pequeños empresarios y los trabajadores. La imposibilidad de construir acción más allá de un desfile estético en Lxs desobedientes (2022), el sueño de emancipación individual de Los delincuentes (2023), el discurso de fin de la historia de Argentina, 1985 (2022), la languidez anémica de películas como Azor (2021), La larga noche de Francisco Sanctis (2016), Un crimen común (2020) y Sobre las nubes (2022) y la cursilería cuasi-paródica del feminismo de Camila saldrá esta noche (2021) son una muestra de los tipos de pensamiento progresista que no impidieron que un ultraderechista llegue al poder. No porque estas películas no sean lo suficientemente progresistas, sino porque es el propio discurso político progresista el que está inserto en la deriva, la apatía y la imposibilidad de salir de la retórica. Todxs nos emocionamos con el “nunca más” de Strassera y el “universidad de los trabajadores” de Puan (2023), pero es necesario un cine que abandone las pretensiones triunfalistas y de un optimismo azucarado para enfrentar cara a cara, con fiereza y valor, las condiciones de vida y políticas que nos toca y nos va a tocar enfrentar. Grandes excepciones se han hecho con la solidificación de lazos identitarios y colectivos en Las mil y una (2020), o la puesta en escena del trabajo precario en Reloj, soledad (2021) en la ficción. Y aún más lejos han llegado documentales abiertamente clasistas y de defensa de las luchas obreras como Río Turbio (2019), Fuego en el mar (2022) o Las picapedreras (2021), y de conservación a ultranza de la memoria de lxs desaparecidxs como ¿Dónde está Marie Anne? (2022) y El juicio (2023), películas que entienden que, en un régimen de explicitud donde se dice lo indecible, se imagina lo inimaginable y se muestra lo inmirable, es preciso contradecir, imaginar alternativas y mirar más allá de las apariencias. Si el cine es un reflejo de la realidad, y si en su futuro se sigue un camino en donde “la retórica pase a la acción y la apatía a la reflexión”(79), entonces habrá cambiado nuestra sociedad y, con ella, nuestro cine.
Este texto fue posible gracias a las recomendaciones de Malala Alonso y Ramiro Casasola Lago.
Notas
1 Comolli, Jean-Louis y Narboni. “Cine/ideología/crítica I” en La cámara opaca: Mayo Francés: el debate cine e ideología / Jean-Louis Comolli et. al; compilado por Emiliano Jelicié. Buenos Aires: El cuenco de plata, 2016.
2 Fargier, Jean-Paul. “El paréntesis y el rodeo. Ensayo de definición teórica de la relación cine-política”. Íbid.
3 Liberal es usado en el sentido político del término. Cuando me refiera más adelante a algunas películas como “liberal-progresistas” será usado en el sentido filosófico y económico.
4 Kracauer, Siegfried, “El mensaje de las películas ‘progresistas’ de Hollywood” en Ensayos sobre cine y cultura de masas. Ensayos norteamericanos / Siegfried Kracauer. Buenos Aires: El cuenco de plata, 2016.
5 Si bien es cierto que la mayoría de los wésterns tienen un tono conservador y colonialista por los propios códigos del género, también se puede argumentar que películas como The Man Who Shot Liberty Valance son de un carácter más cercano al progresismo, por su defensa de las instituciones y la república, y la condena al salvajismo del oeste. Asimismo, el final de un film tan polémico como The Searchers puede marcar el inicio simbólico de un hogar norteamericano étnicamente pluralista, dejando afuera al outlaw racista. A quienes crean que estoy acusando de conservador al cine de Ford, lxs invito a seguir leyendo.
6 John Doe, nombre que se usa para las tumbas de los NN en Estados Unidos, funciona como símbolo de lo genérico. La variante femenina es Jane Doe.
7 Kracauer, Siegfried, “El mensaje de las películas ‘progresistas’ de Hollywood” en Ensayos sobre cine y cultura de masas. Ensayos norteamericanos / Siegfried Kracauer. Buenos Aires: El cuenco de plata, 2016.
Celebro sinceramente que aborden un tema como este, intentando desarrollarlo con profundidad, pero me desconciertan algunas cosas que desliza el autor en el texto, empezando por el hecho de combinar citas de Gramsci y Kracauer con lo que menciona un crítico de esta misma revista en Letterboxd, o cierta liviandad al plantear que “a priori cine e ideología burguesa son indisociables” y que “el cine es un arte eminentemente conservador”, como si hablar de cine implicara referirse exclusivamente a la industria del cine, olvidando o ninguneando el uso que le han dado, ya desde el cine mudo, creadores como Eisenstein o Buñuel.
Desde ya, bienvenidos estos apuntes si estimulan el debate, pero también pueden trivializarlo.
Por otra parte, no entiendo por qué el autor define a “Argentina 1985” como “el discurso de fin de la historia” y me pregunto si realmente piensa que “La larga noche de Francisco Sanctis” se agota en lo que considera “languidez anémica”. Podríamos coincidir que lo ideal, en términos de lo que creo que plantea, sería una película que permita la toma de conciencia sobre injusticias y derechos sin “languidez”, logrando generar (gracias a sus recursos narrativos, a sus actores etc.) interés como para que muchos quieran verla y, al hacerlo, se identifiquen con sus personajes ys us conflictos. Pero no todas las películas pueden ser “Tiempo de revancha” y, aunque fuera así, el cine hace rato dejó de ser pasión de multitudes. “Todxs nos emocionamos con el ‘nunca más’ de Strassera y el ‘universidad de los trabajadores’ de Puan” suena alejado de la realidad: los ciudadanos argentinos que se mantienen al margen de esas películas siempre serán más que los que las que las vemos y festejamos, aunque seamos muchos (y no me refiero a los que no las ven porque prefieren otro tipo de cine sino porque no van al cine, por su situación económica, por falta de hábito, por su formación cultural, etc). Cuando a fines de los ‘80 pasaron por televisión “La noche de los lápices” (que ya había tenido mucho público en los cines) consiguió un rating altísimo, mientras que días atrás pasaron “Argentina 1985” por un canal de TV abierta y no fue un acontecimiento. Por los cambios tecnológicos, y por otros motivos, las cosas son muy distintas hoy.
El deseo de un cine que enfrente “cara a cara, con fiereza y valor, las condiciones de vida y políticas que nos toca y nos va a tocar enfrentar” es loable y lo comparto, pero no me parece tan sencillo en estos tiempos, empezando por la actual “campaña cultural” que busca destruir o impedir toda expresión que ponga en duda los postulados del gobierno actual. En los años ’60 y ’70 había cineastas que filmaban y exhibían sus películas en la clandestinidad, organizando debates y concientizando a gente de distintas clases sociales: tal vez haya que buscar alternativas como esas, adaptadas a la realidad actual, y tal vez “Argentina 1985” y “Puan” sean, en algunos aspectos, lo mejor que puede hacerse (en cuanto a elección del tema, tratamiento del mismo, difusión conseguida por sus proyecciones para estudiantes, éxito en salas y festivales), aunque no hayamos sido “todos” los que nos emocionamos (si se me permite la ironía, esa expresión “todos” ya sonaba desubicada -cruelmente desubicada- en el título “La fiesta de todos”), sino algunos, o unos cuantos. Se hace lo que se puede, lo mejor que se puede.
Abrazo y gracias.
Fernando: agradezco mucho tu comentario, y te pido disculpas por la tardanza en la respuesta. Me parece vital poder mantener en curso el debate, y me alegra que el mismo se haya despertado, dado que la coda del final buscaba eso mismo.
En primer lugar, creo que lo único que me hace ruido de tu respuesta es el asunto de las citas. No me parece desubicado citar a referentes y a colegas dentro del mismo texto, cuando ni siquiera tienen el mismo peso en la estructura del artículo: la reseña de LB es un comentario al pasar, y las citas de Gramsci y Kracauer son estructurantes de las ideas que intento profesar.
Por otro lado, reconozco que podría haber tenido más cuidado al desarrollar algunos conceptos, para evitar confusiones. En verdad, quise referirme al cine en tanto industria, y no en tanto arte en general. No fue mi intención ningunear el cine revolucionario de Eisenstein, ni las punzantes críticas sociales de Buñuel, sino continuar la reflexión sobre la ideología del dispositivo de los autores de “La cámara opaca”, acaso una empresa que se me escapaba de las manos. Agradezco realmente los comentarios, para afinar las ideas en un futuro. También creo que cierta síntesis al plantear mis ideas sobre “Argentina, 1985” o “Francisco Sanctis” fue insuficiente para que decanten de forma íntegra. Cuando me refiero al discurso de fin de la historia de la película de Mitre, hablo de su visión sobre la política como algo que se agota en los estrados y se hace puertas adentro, con plazas vacías y alejada de los sujetos a los que está dirigida. Este conservadurismo del film puede quedar oculto por su posicionamiento frente a las Juntas militares, como el prólogo del Nunca Más ocultaba su dosdemonismo entre sus párrafos. Entonces, si el fin de la historia se da cuando resulta irrepresentable la vida por fuera del capitalismo, la vida de derecha a la que alude Schwarzböck en Los espantos, “Argentina, 1985” suscribe a ese postulado en su intento por defender la democracia, borrando de la ecuación a los militantes que fueron desaparecidos, torturados y asesinados en su lucha por la emancipación. A su vez, si bien “Francisco Sanctis” es una película loable políticamente, tal vez eso no alcance si su mensaje político se diluye entre la indeterminación de sus formas cinematográficas. Lo que quiero decir es que, comparándola con la novela original de Constantini, o con otras películas sobre la dictadura hechas apenas cinco años antes, como “Infancia clandestina”, “Francisco Sanctis” peca de tratar al Terrorismo de Estado como un problema moral antes que político (necesitando hacer de su héroe uno de rectitud moral, incapaz de dudar o putea, como el Sanctis de la novela), y de sugerir ambiguamente antes de nombrar las ideologías que buscaba eliminar el Proceso, tratándolas como un universal abstracto, de la misma forma que lo hacían las Juntas. Por eso digo que la película es lánguida en sus formas, y anémica políticamente. Todas estas ideas las desarrollé en profundidad en mi texto “Historia del miedo. La última dictadura en el cine argentino contemporáneo”, el cual te invito a leer y comentar.
Por último, cometí el error de dar por sentado que se entendía que, en la digresión del final, me refería a “todxs” como todxs quienes nos identificamos, con nuestras diferencias, como progresistas o afines al progresismo, a la izquierda política y la justicia social. Esa digresión está dirigida a quienes hacen, ven y piensan estas películas que suscriben al progresismo, haciendo un llamamiento a reflexionar sobre el estado de nuestro campo político, tanto en sus formas de organización como sus representaciones cinematográficas. Ya vimos que “lo mejor que se puede”, otra forma de llamar al “mal menor”, no resulta suficiente para combatir las reivindicaciones de la última dictadura o el ataque a las educación pública, ni en el plano de las representaciones, ni en el de la disputa política más dura. Me parece urgente discutir el estado de nuestro cine progresista y exigir (a nuestro cine y a nuestra dirigencia política) que se ponga a la altura de las circunstancias, antes que dejarlo hacer “lo que se puede”, una frase que suena conformista. Esperemos que el futuro del progresismo aprenda de la rabia y la fiereza de “Todo documento de civilización”, de Tatiana Mazú, de las asambleas barriales autoconvocadas, de los jubilados que se bancan la represión de Bullrich y de los trabajadores despedidos que luchan por sus puestos de trabajo.
Un abrazo grande.
Estimado Santiago:
Solo algunas aclaraciones.
– Es interesante lo que sostenés respecto a que en la película de Mitre (o, mejor dicho, de Mitre-Llinás) la política parece algo que se agota en los estrados y se hace puertas adentro, con plazas vacías etc. Es una de los aspectos que yo le criticaría (de hecho, lo hice cuando escribí: la ausencia del “pueblo”, de los ciudadanos, de los organismos de derechos humanos más allá de la presencia casi simbólica en el espacio donde transcurren los juicios). Lo del “dosdemonismo” del prólogo del Nunca Más es más discutible (el mismo Juicio desmiente un poco ese “dosdemonismo”, y en ese sentido vale la pena ver el documental de Ulises de la Orden). Lo de militantes desaparecidos, torturados y asesinados “en su lucha por la emancipación” también me resulta discutible (habría que ver qué significaría esa palabra “emancipación” y recordar por qué luchaban, si todos luchaban por lo mismo, etc).
– Respecto a LA NOCHE DE F SANCTIS creo que su forma se corresponde perfectamente con su contenido. Entiendo que puede jugar aquí una apreciación personal; a mí, al menos, me resulta más interesante que INFANCIA CLANDESTINA, porque es más incómoda y perturbadora, planteando el miedo o la complicidad de manera diría física, angustiante. Lo moral y lo político son planos que van juntos, creo. Tampoco me parece que el Sanctis de la película sea un héroe recto y decidido. Y si hablamos de ambigüedad, sería bueno dejar de llamar “Proceso” a la dictadura cívico-militar.
– No recuerdo si leí tu texto “Historia del miedo. La última dictadura en el cine argentino contemporáneo”, por si no ha sido así ahora lo buscaré y lo leeré. Yo te invito a leer un libro mío, que probablemente no conozcas, publicado hace varios años, “El cine argentino durante la dictadura militar 1976/1983”.
– Lo de “se hace lo mejor que se puede” fue, de alguna manera, una defensa mía de ARGENTINA 1985 y PUAN que, aun con sus defectos y carencias, hacen o hicieron más que otras producciones argentinas mainstream de estos últimos tiempos.
– Coincido con la importancia de las asambleas barriales autoconvocadas, del apoyo a la lucha de los jubilados y de los trabajadores despedidos, pero yo no olvidaría que también hay, o hubo, zonas de indefinición o de tibieza (o de apoyo apenas disimulado al actual gobierno) en jóvenes colegas de tu generación (“Los jóvenes riesgos” titulé un texto que escribí en 2020 sobre una revista de cine que no era Taipei).
Gracias por el intercambio, abrazos.