Esta vez los fanzines del FestiFreak en Taipei se retrasaron un poco: llegan al borde del verano. La edición #20 del festival discurrió entre el 16 y el 27 de octubre de 2024. Además de competencias de largos y cortometrajes argentinos y secciones históricas como Freaks, Cero en conducta, La gran ilusión o FestiFreak Expandido, se llevaron a cabo varias actividades especiales; entre ellas, la presentación platense de La década perdida. Acercamientos a la antipolítica en el cine argentino 2009-2019, de José Luis Visconti, editado por Taipei Libros.
Desde Taipei escribimos textos breves para ocho películas que estuvieron distribuidas en distintas secciones. El proyecto, como todos los años, fue coordinado por Álvaro Bretal. En este posteo, tres films argentinos: uno programado como pieza central (Monólogo colectivo, Sarah Jessica Rinland, 2024; texto de Milagros Porta), uno en la sección Palabras cruzadas (Tú me abrasas, Matías Piñeiro, 2024; texto de Sofía Celeste Vera), y otro en Los exploradores (Las ruinas nuevas, Manuel Embalse, 2024; texto de Celeste Damiani). El diseño de los fanzines, que pueden verse en el sitio web del festival, corrió a cargo de Morpurgo Ediciones.
El resto son fragmentos
Sofía Celeste Vera
(sobre Tú me abrasas, de Matías Piñeiro)
En Tú me abrasas, Matías Piñeiro se acerca a la obra de Safo a través de la naturaleza propia de sus poemas: los fragmentos. Fragmentos encontrados, fragmentos de la vida de los poetas que los escribieron, fragmentos de la naturaleza guardados en imágenes; coleccionarlos hasta lograr que una palabra corresponda a una imagen. A diferencia de sus otras películas, la ficción en Tú me abrasas aparece a partir de esta relación entre palabra-imagen, como si sus actrices vinieran a interpretar este juego, jugar a ordenarlo. El primer fragmento es el final de la vida del escritor italiano Cesare Pavese. Llegamos a él por las imágenes que lo evocan: el hotel Roma en Turín, al que acudió como un turista los últimos meses de su vida, el pasillo a su habitación, el ventilador girando en una tarde sin luz, la ventana abierta que da a un árbol y el único libro que dejo sobre su escritorio cuando decidió abandonar las palabras y quedarse con el gesto: su Diálogos con Leucò, el libro que más orgullo le daba haber escrito, aquel en el que se acercaba al lenguaje de los mitos, abriendo un espacio poético en la relación entre lo divino y lo humano. Piñeiro toma un fragmento del libro, el capítulo en el que Pavese imagina un diálogo entre la poeta Safo, aquella figura histórica de muerte mítica, y la ninfa Britomartis. Gabriela Saidón y María Villar interpretan a Safo y Britomartis respectivamente, mientras que Agustina Muñoz es la narradora, y también la estudiante de biología que interpreta las palabras de Safo y les permite guiar su vida, reviviendo los poemas, llenando los corchetes vacíos sobre los que Anne Carson, traductora al inglés de Safo, decía que “implican un espacio libre para la aventura de la imaginación”. Es en este vacío libre para la imaginación, y en la repetición que hace que memoricemos un poema, donde se abre el espacio de juego para la película. Filmando con una cámara Bolex de 16 mm, Piñeiro selecciona fragmentos de los paisajes por su poder estético. Entre San Sebastián y Atenas, las imágenes de Tú me abrasas conforman un universo en el que, al igual que la literatura argentina o Shakespeare en sus películas anteriores, las palabras de Safo tienen la fuerza para seguir encontrando musas, hablando a través de ellas. La insistencia en la repetición de las imágenes no es solo un ejercicio para memorizar los poemas, sino para crear con ellas un lenguaje de imágenes significantes, Pavese dice: “Sabemos que la más segura y rápida manera de asombrarnos es clavar la mirada siempre en el mismo objeto. Un buen día nos parecerá – milagrosamente– que a este objeto nunca lo habíamos visto antes”. Insistir con una imagen como deseo de que nos vuelva a sorprender, que vuelva a emerger una revelación. Ahora lo sabemos: lo muerto puede revivir.
Ya no hay palabras en el corto diálogo de “Espuma de ola”, pero Piñeiro sigue buscando y se encuentra con palabras de Natalia Ginzburg que reviven por un momento la ciudad de su amigo, Pavese, y descubre con una nueva posibilidad de vida para las obras. Así como en 2014 se encontraron dos fragmentos nuevos de Safo, la película tiene la esperanza de que se encuentren más papiros de la poeta que hasta ahora son desconocidos. Con esta esperanza, podríamos deducir que Piñeiro también tiene otro deseo para el futuro del cine: que alguien vuelva a descubrir estas imágenes, que en un tiempo donde todo es fugaz, las imágenes permanezcan, dispuestas a volver a ser interpretadas. Todo en el mar, en las rocas, en el fílmico, parecería susurrar: “Alguien nos recordará, incluso en otro tiempo”.

Las manos curtidas
(sobre Las ruinas nuevas, de Manuel Embalse)
El cine se relacionó históricamente con las ciencias quizás más que ningún otro arte. Heredero de la fotografía, desde su inicio se forjó como un juego de reacciones químicas y ópticas, y a lo largo de la evolución de su soporte material fue creciendo de la mano de los avances tecnológicos que permitieron a los cineastas, casi como alquimistas, experimentar el formato. Pero su relación con la ciencia no se da solo en un plano de forma, de lo que hace posible al cine en tanto materialidad, sino que llega también al contenido mismo de las películas. Tal vez la antropología sea la ciencia más cinematográfica de todas, al ser el documental otra forma de observación participante y de bitácora científica. Desde Flaherty a Marker, desde Birri hasta Penelope Spheeris, el cine siempre fue aliado de la antropología en su búsqueda por documentar la cultura, la sociedad y el misterio de la naturaleza humana.
Una ciencia no tan explorada por el cine es la arqueología, definida por el diccionario como la disciplina que “estudia las sociedades antiguas a partir de sus restos materiales”. Eso es lo que hace Manuel Embalse en Las ruinas nuevas, solo que explora el pasado más inmediato al obsesionarse con la basura digital desperdigada por el mundo: diskettes, pendrives, monitores de computadora, celulares, auriculares, transformadores. Todo aparato electrónico que esté olvidado en la calle, roto en la vereda o lleno de barro en el piso se vuelve parte de la colección fílmica del director. Al final, un arqueólogo no es más que un barrendero de la historia, un basurero de la memoria, dado que los registros mínimos son más importantes para entender la cultura que los grandes monumentos.
Esta fascinación por el mundo que lo rodea es parte de la obra de Embalse, donde un descubrimiento despierta una curiosidad que lo lleva a regalarle imágenes a ese misterio que pretende desentrañar. Ya sea la caja de Super-8 de Enciclopedia Catálogo, o la forma de percibir el mundo de Zezé en ¿Qué hago en este mundo tan visual?, lo que encuentra el director es un puntapié para desatar la imaginación cinematográfica en forma de canciones, bailes, ovnis que cruzan el cielo y vórtices de imágenes abstractas que buscan dar algunas pistas sobre la naturaleza de la percepción visual, sonora y táctil.
En Las ruinas nuevas, esa imaginación desenfrenada lo lleva a preguntarse por el origen de esa basura digital, todo el ciclo de producción que va desde lo fabricado en China a lo ensamblado en Tierra del Fuego y desechado en cualquier basural del planeta. Ahí el director vuelve su película un documento político, ya no sobre los despojos materiales electrónicos que deja la cultura, sino los despojos humanos que deja el trabajo: ¿quiénes fabricaron lo que hoy son ruinas? ¿quién escribe su historia, su vida y su muerte? Desde los poemas de Brecht a los de Xu Lizhi, desde Preguntas de un obrero que lee a la descripción de la picadora de carne de la fábrica Foxconn, la pregunta que se hace Embalse, “¿qué le diría un trabajador que desarmó un celular al que lo ensambló años atrás?”, ordena el esqueleto de la película a partir de la concepción de trabajo bajo el capitalismo como una relación social y una intervención sobre la naturaleza, algo que nos construye como humanidad y, a la vez, deteriora la propia vida. La síntesis dialéctica de la película llega cuando se plasma la relación entre el litio necesario para la fabricación de los celulares, el ecocidio que sufre el planeta y los asesinatos laborales de las fábricas electrónicas. En su rabia política, Embalse da una respuesta posible a la pregunta sobre qué le diría un obrero al otro: las ruinas serán nuevas, pero las manos curtidas son las mismas.

Una semántica de la fauna
(sobre Monólogo colectivo, de Jessica Sarah Rinland)
Hay un período de la infancia donde una criatura sabe hablar, pero todavía no aprendió que tiene que hacerse entender. Entonces dice cosas en voz alta sin que le importe el interlocutor. Habla por puro placer de hablar. Habla para sí misma, en una espiral de egocentrismo. Jean Piaget llamaba, a esta fase del desarrollo del lenguaje, monólogo colectivo.
Existe una gramática de la conversación interespecie que solo conocen los iniciados. En ella importa más el tono de voz que la palabra dicha. Para entenderla, además de entrenamiento, hace falta una percepción abierta al timbre de un rugido, el bucle que dibuja un aleteo en el aire, la rugosidad de una trompa, la vehemencia de una pisada o el olor de un pelaje. Los recursos que inauguran el intercambio con los animales son, sin embargo, escasos y falibles. ¿Cómo entender sus necesidades sin imponer interpretaciones demasiado antropocéntricas? ¿Qué pasa si, escapando de la violencia, se cae en el paternalismo? ¿Cuáles son los afectos que circulan entre animales humanos y no humanos?
En una escena de Monólogo colectivo, un grupo de jóvenes se reúnen para una de sus prácticas. La capacitadora les ofrece distintos conjuntos de objetos que, reunidos en sillas, recuerdan la máxima de Lautréamont sobre el surrealismo como encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección. Hay guantes, cartas, papeles, llaves, clips y palitos de helado. Los jóvenes se dividen en tres grupos: animales, entrenadores y jueces. Cuando empieza el juego, los “entrenadores” van guiando a los “animales” para que realicen determinadas acciones con los objetos, sin vocabulario mediante: no pueden usar ninguna palabra significativa. La dificultad, explica la capacitadora al final de la práctica, no es solo culpa del animal. En ambos lados del canal comunicativo existe un abismo de incomprensión.
Jacques Derrida llamó filosofema al discurso que toma en abstracto a los animales no humanos como una masa de seres indistintos, sin dejarse interpelar por ellos para entrar en relación en serio: es como si la humanidad insistiera en el egoísmo del monólogo colectivo de la infancia. El otro no sabe, no entiende, no puede. Exige, necesita, depende. Así durante siglos de impaciencia e ignorancia.
Monólogo colectivo pone a disposición las herramientas del dispositivo cinematográfico para escapar de un registro documental que prescriba modos de existir correctos e incorrectos, y dar paso a una apertura sensorial que atienda a la circulación de signos en las reservas y los jardines zoológicos. Compone una alianza perceptiva entre la textura de los plumajes y pelajes y la materialidad de la película de 16 mm. Ensaya un tratamiento del sonido que realce los matices de la semántica de la fauna. Rugido, relincho, balido, cacareo. Croa, rebuzno, ululato.
En los jardines zoológicos y botánicos, los centros de conservación y las reservas que visita este documental hay todo un abanico de modos de entrar en relación con los animales. Inmersa en la diversidad de tratos, con un respeto profundo por los oficios de los trabajadores y sus tareas de cuidado, preocupada además por una arqueología del maltrato en la historia de las instituciones, es todo un logro que Monólogo colectivo no sea una película guiada por un impulso moralizante. Por supuesto que Rinland es crítica, pero nunca se sale del laberinto por arriba ni se sitúa afuera del problema. Preserva la ambigüedad de todo vínculo entre seres que, en el afán de un encuentro, colisionan.
Hay un giro en la teoría filosófica reciente que reivindica los enfoques situados, la singularización de los animales en desmedro de la generalizante animalidad. Si atiende a ese giro, el cine documental tiene una potencia que otros medios no tienen. Monólogo colectivo no olvida los nombres propios de cada oso, loro y elefante; ni las vidas particulares del personal de los zoológicos y centros de rescate. En ese sentido es elocuente el registro del día a día de Maca, una empleada del Ecoparque de Buenos Aires que conquista por mérito propio el núcleo afectivo de la película. Aunque suene un poco utopista, es inevitable sentir que, cuando llora mientras acaricia a una mona llamada Juanita, dando pasos de hormiga a través del abismo de la incomunicación, agrieta el egoísmo histórico de nuestro monólogo colectivo.
