FestiFreak #20 / Fanzines – Segunda parte

Más fanzines de la edición 2024 del FestiFreak. En esta oportunidad, tres films internacionales: Florencia Romano escribe sobre Pepe, del dominicano Nelson Carlo de los Santos Arias (película de apertura que también formó parte de la sección La gran ilusión); Miguel Ángel Gutiérrez sobre Una sombra oscilante de la chilena Celeste Rojas Mugica (sección Los exploradores); e Iván Zgaib sobre Silence of Reason, de Kumjana Novakova, cineasta nacida en la ex Yugoslavia (sección Cero en conducta).

Aquí pueden leer los artículos de la primera entrega.


El corazón no duele lo que los ojos no ven

Florencia Romano

(sobre Pepe, de Nelson Carlo de los Santos Arias)

(…) todos intuímos
que esa agonía
estaba entre nosotros
como un oscuro veneno
que algún día tenemos que devolver.

En esa casa… – Watanabe

A veces las películas no dejan más que oportunidades para hablar de otra cosa, porque a veces, si habláramos sólo de las películas, no habría mucho que decir. De todas formas, hablar después de salir del cine es siempre un motivo de celebración. Pepe (de los Santos Arias, 2024) es una película narrada por un hipopótamo, por “una voz que dice provenir de un hipopótamo”. Este animal, llamado Pepe, es descendiente de aquellos cuatro ejemplares que Pablo Escobar llevó de contrabando a Colombia a principios de los años 80. Su historia, entonces, se mezcla con esa otra. 

Darle voz a un animal es disimular / el temor de poner el pie / en una huella sin esperanza. Es decir, es un problema. En los animales simbólicos, aquellos usados por los seres humanos para construir historias sobre sus propias vidas, los animales reales no tienen lugar. Como representaciones sobre nosotros mismos, pueden volverse útiles, precisos, interesantes, pero como forma de abordar sobre sus propios problemas, su humanización fracasa. Mi boca quiere nombrar, hace aspavientos, balbucea / y no pronuncia nada. 

Sin embargo, Pepe sí habla. A pesar de que su lenguaje se enrarezca en su cadencia, espaciando sus palabras para contener rugidos y resoples, Pepe es, incluso, políglota. Al darle voz, la película elige al animal simbólico, el cual se extiende hacia comparaciones con las personas: escenas donde los empleados de Pablo Escobar se burlan de él comparándolo con el hipopótamo, por ejemplo, o la relación que arma el montaje entre las imágenes de los animales expuestos en el zoológico, puestos para las fotos de los visitantes, y las imágenes de las aspirantes a reinas de belleza desfilando ante el público local. Estas comparaciones, un poco gastadas, nos alejan del problema del hipopótamo y su voz. Como si la película, empezando en la voz del animal, se diera cuenta de la complejidad de abordarlo a él, desplazándose entonces a la historia del narcotráfico y, posteriormente, a la de los cazadores buscando a Pepe. Historias que se cruzan de manera por momentos caprichosa, donde el hipopótamo sigue exhibiéndose como el mismo ser exótico que supo tentar la ostentación y vanidad de Escobar. 

Pero más allá del animal simbólico, existe el animal real, y un encuentro con ellos es posible, aunque es siempre una excepción, un milagro: el de reconocerse con otro ser del mundo; una experiencia de esas características es intraducible a las palabras. Por eso, películas con animales hay un montón, pero películas sobre animales hay muy pocas, y sólo estas últimas tienen en cuenta al animal real. Al azar Balthazar (Robert Bresson, 1966) es una de ellas. Luego de ser vendido por primera vez, el burro Balthazar se escapa y llega a la casa de su nacimiento, la que compartió junto a los niños Jacques y Marie. El lugar está distinto y no hay nadie, pero Balthazar se queda ahí parado. La cámara lo muestra en un plano general donde solamente se ven sus ojos, un pez huidizo que afloró y volvió a sus abismos / y todavía es innombrable

Para encontrarnos con los animales, no hace falta más que usar nuestra humanidad a modo de reconocer la ausencia de humanidad en ellos y, desde ahí, empezar también a reconocer su sufrimiento. Cuando observamos los ojos de Balthazar aparece una profundidad indecible, ahí está el mundo de los burros al que no tenemos acceso. Pero cuando Pepe habla, cuando es utilizado para contar la historia de pueblos y crímenes que le son absolutamente ajenos, sus ojos dejan atrás al animal real, que desaparece…amo esta luz / porque es el albor enterrado y fértil / que tiene toda serena corrupción

Con todo, Pepe logra algunos breves momentos de excepción. La tarde cae sobre el Río Magdalena y la cámara observa a un grupo de hipopótamos en el agua. A diferencia de lo que sucede en otras escenas, acá la toma no se hace desde arriba, sino de frente a los animales, en un mayor pie de igualdad. De frente, el hipopótamo abre la boca, pero no sale casi ningún sonido (¡con lo que hablaban en las escenas anteriores!). Después, el animal advierte la presencia de la cámara y le devuelve la mirada. Sus ojos parecen los de un caracol, separados, diminutos, pero en el instante en que capturan el lente, se ve en ellos ese mismo pasillo que se abría en los ojos de Balthazar: un misterio sobre el que los humanos podemos sólo sospechar; sospechar, por ejemplo, que por ahí se ve el tiempo, la historia, la violencia ejercida sobre los animales… pero quién sabe. Lo que sí podemos saber es que cuando el animal nos mira, ya no nos quedamos tranquilos, las cosas cambian de lugar. Es que los animales siempre son observados, y rara vez se nos ocurre que ellos puedan observarnos también a nosotros. Así, algo empieza a equilibrarse entre los dos: un otro, que vive y muere como nosotros, nos desafía desde su existencia1

Nota: (1) Todos los poemas citados pertenecen a Animal de invierno, de José Watanabe.


Tu nombre que no es tu nombre

Miguel Ángel Gutiérrez

(sobre Una sombra oscilante, de Celeste Rojas Mujica)

“No sé qué será esto, hija”, dice el padre. Nosotros tampoco tenemos idea. Vemos paisajes granulados y machetazos de celuloide que nos acompañan hace un rato, luego de que el padre y la hija montaran su laboratorio de fotografía. Ambos son fotógrafos, pero él comenzó a serlo cuando tuvo que dejar de ser él mismo y asumir una chapa, un alias de los tantos que tuvo y de los que no quiere hablar.

Cuenta el padre que al pasar a la clandestinidad le dijeron “ahora eres fotógrafo” y le pasaron un portafolio con fotos que, desde ese momento, habían sido hechas por él. Así se convierte en el único fotógrafo que nace con obra, cámara, destino y función, volviendo a aquellas fotografías en su propia historia. Es curioso, las palabras que escogemos para esconder las cosas son siempre visuales: fachadas, pantallas, cortinas, imágenes que tapan otras imágenes, las supuestamente verdaderas. Capas de misterio sobre capas de horror. Aquellas hermosas fotos son una historia inexistente que se confunde con las que sí sacó luego, en los diversos viajes por Latinoamérica estudiando la permeabilidad de las fronteras. 

En Una sombra oscilante, tanto hija como padre no pretenden actuar su rol familiar; aquello afortunadamente no es tema, menos aún la historia como tal. Las preguntas apuntan a las imágenes, su uso, pensamiento y futuro. Esa inquietud lleva a la película a ser lo que es, a asumir su estética a partir de su búsqueda. Por lo mismo es comprensible el uso de los formatos analógicos que une la práctica de padre e hija a través de las imágenes, y si bien es incómodo ver a policías actuales reprimiendo en 16 mm, el paralelo de quien es testigo mediante su instrumento de los inevitables guiños repetitivos de la Historia no podría haber sido realizado de otra forma, no sin romper la película ni el pacto que la sostiene: padre e hija se reconocen en cuanto colegas más allá de la sangre, y ya con eso Celeste Rojas Mujica se distancia para bien de la narrativa de los hijos, aquella que ha producido montones de literatura y películas atendiendo los paradójicos vínculos que ha moldeado la Historia. En Una sombra oscilante no hay una demanda familiar, no hay reclamos retrospectivos ni la necesidad del siempre rendidor golpe bajo; al contrario, la película se nos escapa constantemente, toma desvíos, se queda con una foto y luego nos bombardea de parpadeos, se ríe, juega, erra y no tiene pudor en mostrarnos que hay tomas que repetir o que hay cosas que el padre simplemente no tiene ganas de recordar. 

Se dicen las fotos que no fueron, las que se evitaron porque todo registro es un peligro. La imagen, entonces, como fachada, sucedáneo y escape, y aún así, entre todo eso, la belleza que se niega a ser cooptada por la historia: la luna asomando entre las montañas o el detalle de un espejo en la frontera demuestran lo que ya sabemos, que los días no saben de efemérides, maldades ni rituales, y hasta en el horror más grande hay cúmulos de belleza totalmente inesperados. Lo bello y lo justo raramente andan de la mano, y el militante fotógrafo clandestino tuvo que aprender a vivir con esa disonancia.

En un momento, el padre cuenta un sueño de sombras indefinidas que lo asedian, mientras él, paralizado e impotente, las mira acercarse. Esa podría ser la pesadilla recurrente de toda una generación que fue perseguida, dejó de serlo y aún así perdió; que vuelve año a año a aquellas imágenes donde se perdía, sí, pero al mismo tiempo había coraje para querer ganar. A nuestros padres, luchadores contra la dictadura, las sombras algunos días no los dejan dormir tranquilos. Pero los claroscuros cambiaron, la luz es otra, lo sabemos, aunque las sombras de la derrota lamentablemente ya nos son familiares, tanto que hay imágenes que ya aprendimos a evitar y lecciones que tendremos que asumir. Como sea, entre los sonidos magnéticos y el rayo de las ampliadoras, “quizás no estábamos hechos para vencer, como dice el padre”, y podríamos preguntarle de vuelta: ¿Y para ser vencidos? La respuesta, nos estamos dando cuenta, ya depende de nosotros.


Pesadilla balcánica

Iván Zgaib

(sobre Silence of Reason, de Kumjana Novakova)

Algo siniestro se asoma en Silence of Reason. No son sólo los textos impresos sobre la imagen, que describen la aparición de cadáveres de mujeres desparramados en distintos rincones de Bosnia (a orillas del río, con cortes en sus cuerpos, deformados hasta perder las facciones que alguna vez adoraron sus amigos). Son también, sobre todo, las imágenes deshumanizadas. Hay poros que crecen y crecen hasta desintegrar la nitidez del plano, haciendo que las personas se conviertan apenas en siluetas, en sombras, en fantasmas. Los espacios pierden su definición: van mutando desde baldosas y árboles palpables a contornos esqueléticos y finalmente hacia una pura abstracción, donde ya no hace pie el ojo. Los colores se saturan; emanan destellos violentos que muestran la imagen como un sueño borroso: el recuerdo de una pesadilla que se escurre, sin importar que intentemos retenerla con palabras.  

Esa es la tensión que habita en toda la película de Kumjana Novokova. Recupera los testimonios de las mujeres sobrevivientes a la Guerra de Bosnia, y al mismo tiempo, reconoce la base resbaladiza de toda la experiencia. En ese punto, la imagen y la palabra parecen trabajar en direcciones opuestas. Mientras la primera es elusiva, la segunda es directa. Una sugiere el carácter irrepresentable del horror, otra el esfuerzo por denunciarlo. Mediando entre esas fuerzas inversas, la película se presenta como el ensayo de una síntesis desconcertante: la unión en la contradicción. 

Es por la palabra escrita que llegamos a conocer el detalle de las torturas maratónicas. Allí leemos sobre las violaciones convertidas en rutina. Nos enteramos de la repetición automática del horror y de la banalidad del mal multiplicada a una escala masiva. Las mujeres se han vuelto nada más que un botín de guerra. Sus testimonios expresan un impulso por juntar fuerzas y hacer justicia contra ese episodio traumático, que parece haber sido diseñado para atentar contra el mismo ejercicio de la memoria. No sólo porque las fuerzas serbias hicieron lo posible por esconder sus crímenes, sino porque la misma experiencia de la tortura atenta contra las coordenadas habituales del tiempo y del espacio. Las mujeres y las niñas fueron trasladadas de un lugar a otro, puestas en cautiverio y pasadas de mano sucia en mano mugrienta, sin reparo ni respiro. Es ahí donde las imágenes indeterminadas calan hondo y hacen sentido: la confusión se impone, el trauma doblega el brazo de la fría precisión. Pero incluso si la palabra adquiere un cuerpo más concreto que los registros visuales, sus vacíos eventuales también hablan: “No recuerdo la fecha, no recuerdo a dónde me llevó, no recuerdo el lugar”, se lee en uno de los testimonios. Y remata: “Quería olvidarlo lo antes posible”. 

Tras años de que el cine persiguiera la pista del fenómeno bélico (como espectáculo patriótico, como melodrama abatido, como guerra psicológica), Novokova gira la atención hacia un terreno yermo y sinuoso. Mira cómo las mujeres fueron convertidas en otra parcela a conquistar. Y, en el proceso, recupera los escasos materiales documentales para levantar un memorial viviente. La imagen de los espacios que presenciaron el horror. Del horror que amenazó con devorarse los paisajes, los cuerpos, la Historia. Del cine que se resiste al triunfo del olvido. 

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