Semanas atrás, desde el equipo de Taipei les propusimos a los colaboradores del sitio una consigna: escribir sobre una película que, sospechamos, o bien usualmente no verían, o sobre la cual no escribirían un artículo. Algo así como un desplazamiento, una visita a los territorios que lindan con el gusto personal o que, de algún modo, lo exceden. Un ejercicio lúdico, pero también una inquietud por ir en busca de lo desafiante: queríamos posibilitar choques creativos entre ciertas miradas sobre el cine y películas con las que no suelen asociarse. Hubo pautas: le asignamos a cada persona un conjunto de películas de donde debían elegir solo una; el texto sería de dos o tres párrafos de longitud. Estas críticas no solo conforman un mosaico de voces que modelan el espíritu de Taipei, sino que suponen una oportunidad para encontrarse con películas de distintas épocas, géneros y estilos.
El tren que tenía que ir rápido
(sobre Unstoppable, de Tony Scott)
—¿Acaso el tren solo correrá?
—¡Eso tus ojos no lo verán!
¿Qué se necesita para que aquello que está perfectamente diseñado para evitar fallos catastróficos, donde cada posible falla tiene un respaldo para contrarrestarla, termine, de todos modos, fallando catastróficamente? A juzgar por Unstoppable de Tony Scott, un hombre obeso y ensoberbecido (tal como en Jurassic Park de Steven Spielberg, aunque en la película de Scott el Tiranosaurio es reemplazado por un no menos reptiloide —ofídico— tren repleto de productos químicos tóxicos e inflamables —el veneno de la serpiente—).
Scott divierte, no tanto, como se ha dicho, por la reconstrucción inobjetable de procedimientos especiales de la ingeniería ferroviaria (después de todo, los descarriladores portátiles están mal instalados, por ejemplo) sino porque filma y monta con un frenesí digno de un animé o de algún tipo de cómic. Es ese frenesí el que impide prestar demasiada atención a cualquier cosa, lo que termina por enterrar cualquier elemento “objetable” debajo de una serie de graciosísimos movimientos híperexagerados (zooms agresivos, planos brevísimos de objetos ultraveloces registrados con una cámara nerviosa, como si todo estuviera a punto de explotar o, mejor dicho, de descarrilar y explotar). Es una golosina que nos lleva hacia donde ella quiere (pero, como ya ocurría hace cien años con Eisenstein, no podemos no darnos cuenta de ese collar y esa correa que nos están poniendo, por lo que la intención direccional, en toda su exageración, termina por mostrarse a sí misma y anularse como tal; genera así una potencia crítica antes que una manipulación denunciable, como ha solido verse).
Unstoppable también funciona, incluso a niveles irritantes, por la ausencia de CGI. Las imágenes generadas por computadora son capaces de facilitar mucho la tarea, pero habrían transformado la película en un videojuego (antes que en un cómic de carne y hueso). No, Tony Scott pone un tren sobre las vías y lo hace estrellarse contra cosas de verdad. Y la diferencia se nota (quizás en un futuro no tan lejano ya no se note, como no se notará si todavía estamos en este mundo o si nos hemos exiliado en una realidad alternativa diseñada por computadoras todopoderosas a las que habremos delegado nuestro existir). Si Buster Keaton podía hacerlo en la década del ‘20, ¿cómo no podríamos nosotros un siglo más tarde?
Tres ideas alrededor de La rubia del camino
(sobre La rubia del camino, de Manuel Romero)
1. Arqueología. La familiaridad puede ser engañosa. Todas las películas operan sobre ciertos supuestos compartidos con su audiencia, una especie de horizonte de cultura común; hoy, ochenta y cinco años después, es muy fácil que pase por obvio aquello que entonces era nuevo. En principio, la historia parece muy convencional: una chica de alta sociedad, Betty, huye de su fiesta de compromiso en Bariloche para terminar enamorándose del camionero que la recoge en la ruta, Julián. En realidad, esta trama tiene por lo menos dos novedades. Primera: en 1938, Bariloche recién empezaba a desarrollarse como polo turístico. El ferrocarril había llegado apenas cuatro años antes; el Llao Llao todavía estaba en construcción. Segunda: Julián, el camionero, canta una canción muy simpática sobre su oficio, “La canción del camino”. Eso significa que La rubia del camino no solo es la primera road movie argentina, sino que además antecede a las dos primeras apariciones de camioneros en la cultura norteamericana, por lo menos a las que menciona Wikipedia: “Truck Driver’s Blues” (1939), de Ted Daffan, y They Drive by Night (1940), protagonizada por Humphrey Bogart. Para dar una idea de lo temprana que es esta aparición: en la Argentina todavía se manejaba por la izquierda.
2. Parodia. La película presenta dos vías para la comedia. La primera es a través de los bufones italianos, un conde —que habla casi enteramente en su idioma, o en algo que se le parece mucho— y un chacarero. En este sentido, retoma la larga tradición argentina de burlarse de los italianos, inaugurada quizás con el “papolitano” del Martín Fierro más de medio siglo antes y continuada en los sainetes de principios de siglo (que Manuel Romero también escribió). La segunda salida cómica son los desplantes de Betty, quien, por malcriada y aristócrata, no sabe nada de la vida, ni siquiera cebar mate. En algún punto, Betty, que es rica, maneja, fuma y elige con quién casarse, es una parodia insidiosa de otras “muchachas modernas” (expresión que se usa tres veces): las feministas y sufragistas que habían alcanzado notoriedad en la década pasada y que durante el treinta, con el debilitamiento general de la democracia post-golpe, perdieron parte del terreno ganado. En ese sentido —aunque no en otros—, la película participa de la reacción conservadora de la época.
3. Optimismo. Para venir del mismo hombre que escribió los tangos “Tomo y obligo”, “Patotero sentimental” y “Tiempos viejos” —todos interpretados por Gardel—, la película tiene un final sorprendentemente alegre. En casi cualquier tango, la historia de un muchacho humilde y trabajador que se enamora de una chica bien termina en desgracia. Ahí se juega la diferencia entre los medios: distintos modos de decir permiten decir distintas cosas. La rubia del camino no es un tango, y eso Manuel Romero lo entiende bien. Puede darse otros lujos.
Eros y Thanatos en los suburbios
(sobre Ms .45, de Abel Ferrara)
En una de las primeras escenas de Ms .45, Thana, interpretada por la también coguionista Zoë Tamerlis, elige una bandeja de carne entre las góndolas de un supermercado y la apoya en el carrito de compras. La cámara la sigue en travelling hasta el estante de las gaseosas. Fiambre y Coca-Cola: un tándem desagradable pero preciso para insinuar los sucesos que están por desenvolverse, cuando, entre personajes de una excentricidad casi efervescente y música incidental digna del mejor exploitation, Thana empiece a entender que la descomposición de otro cuerpo, de otra carne más cercana pero igual de dolorosa, pronto va a ocupar espacio en su cocina.
Abel Ferrara filma la venganza como un tablero de ludo. Tras ver cómo abusan de ella dos veces en un mismo día, asistimos a la —tal vez demasiado veloz para resultar del todo verosímil— conversión en vengadora de Thana, costurera en una casa de modas y, no es menor, muda. Su silencio es una coartada perfecta: los varones pueden hacer su despliegue de estrategias de conquista e incluso contarle los dramas de sus vidas en largos monólogos sin nunca sospechar de ella, tan tímida, tan recatada. Por fuera, sonrisas inocuas. Por dentro, la espera del momento justo para el revólver. It will never happen again!, grita el póster oficial de la película; comprobarlo conllevará un disparo tras otro, en cuidadosas escenas de asesinato donde la sangre es del color del esmalte de uñas y la irrupción extradiegética del jazz de Joe Delia no se hace esperar. La artificiosidad de la puesta facilita una entrega al goce de ver cómo ruedan por el piso los machos de Nueva York. Hay descentramiento femenino, hay consecuencias psicológicas del trauma, pero, en lugar de una revictimización inmovilizante, lo que adviene es un desvelamiento sistemático, por parte de la protagonista, de la violencia en todas las esferas de su vida. Trabajar el dolor implica un desajuste que la transforma. Se puede ser monja y dominatriz según el disfraz del momento; sujeto y objeto en simultáneo. Los varones en la mira son, a veces, culpables de aberraciones evidentes, pero Thana también se interesa por los que piropean chicas por la calle o les hablan muy de cerca a sus empleadas, es decir, aquellos que detentan privilegios micro, de orden estructural. Esta lectura es, al menos, subtextual, parte del discurso del largometraje; se sobreentiende que el interés real de Thana es verlos volar en pedazos.
Interesa, sin embargo, insistir en el aspecto ornamental de los asesinatos: el primer disparo no defensivo, activamente planeado por Thana, ocurre en un estudio de fotografía, frente a un gran fondo blanco como un lienzo listo para mancharse de rojo. La vengadora es prolija para trocear los cuerpos y meterlos en diversos contenedores, empezando por bolsas de residuos hasta inclinarse por bolsos de primera calidad, pero cada vez elige sitios más excéntricos para distribuirlos. Es un T.E.G. con fichas en todo el mapamundi, es el territorio de un videojuego. Resulta inevitable, entonces, que la película termine en una fiesta de disfraces, decisión que exacerba hasta el límite lo grotesco; la criminalidad está ahora a flor de piel: en las conversaciones, que atraviesan tópicos como la trata de personas; en el jazz como premonición del crimen, esta vez sonando desde la diégesis para hacerse aún más presente, interpretado por un trompetista de la fiesta; y, por supuesto, en el jefe disfrazado de vampiro, un evidente succionador de la vitalidad del mundo, pero también, si se me permite retomar la metáfora de arcade, un final boss, un último nivel, un escalón fundamental de la violencia.
La suerte, la Historia y las conversaciones
(sobre L’arbre, le maire et la médiathèque, de Éric Rohmer)
La rueda que mueve al mundo va a girar y girar
Los Espíritus, “La rueda que mueve al mundo”
Dinero, sangre, humo, eso la hace girar
Julien Dechaumes es el alcalde socialista de La Vendée, un pequeño pueblo agrícola del oeste de Francia. Acaba de perder las elecciones regionales; necesita dar un golpe de timón para llegar mejor parado a las legislativas y disputar el frente interno contra las facciones conservadoras del partido. Propondrá, entonces, la construcción de una suerte de Polo Cultural con biblioteca, videoteca, teatro y piscinas; un engendro modernista en un pueblo que de a poco parece volverse fantasma a merced de la migración campo-ciudad. La mediateca, según el alcalde, traerá prosperidad al pueblo: lxs nativxs tendrán menos motivos para irse, y lxs de la ciudad encontrarán los propios para llegar. Del otro lado, el maestro-director de la escuela local protesta: el proyecto borrará la identidad del lugar en función de un desembarco de la ciudad en el campo. En el medio, un arquitecto, una periodista, un editor, una novelista y algunos pobladores tendrán su momento para hablar, decir, conversar, discutir y monologar alrededor del asunto. Porque si algo no cambia Éric Rohmer con El árbol, el alcalde y la mediateca (1993) es su amor por la conversación como género discursivo y recurso formal.
Contrario al lugar en que lo ubican la cinefilia y su propia filmografía, Rohmer parece haber concretado un film político. “Francia es de derechas”, señala Julien mientras toma un café en la segunda escena; “la izquierda se está derechizando”, le espeta la periodista en medio de un reportaje; “todos los partidos son iguales”, escupe el maestro en su catarsis por la posible tala de un árbol centenario. Cada diálogo es un debate en torno a la actualidad política: el ecologismo, el malmenorismo, la política cultural del progresismo, la manipulación periodística. Aquel rincón francés parece en ejercicio permanente de la democracia; no hay conversación que no sea una disputa argumental en torno al presente y futuro de la región y del país. ¡Hasta una niña cuestiona el proyecto oficial, proponiéndole uno propio al alcalde! ¡Vive la république!
Hay, sin embargo, otro motor funcionando en la maquinaria narrativa que Rohmer dispone aquí. Las conversaciones se suceden escena tras escena, pero no inciden en la realidad sobre la que se asientan. El proyecto oficial no cae por las críticas recibidas, el Parque público construido en su lugar no nace de la conmoción de un alcalde ante la propuesta inocente de una niña y las elecciones no se pierden por los tijeretazos de un editor. Lo que mueve la rueda de la narración (y los acontecimientos en La Vendée) no es el dinero, ni la sangre, ni el humo; no es otra cosa que la suerte. Un olvido, el humor de un funcionario, un viaje o el pique largo de una pelota son los factores que determinan y resuelven los conflictos. La escena inaugural, donde el maestro-director enseña proposiciones subordinadas condicionales, da pie a la estructura episódica separada por placas con oraciones condicionales, como si todo se tratase de una serie de eventos desafortunados: esas siete casualidades que son subtítulo de la película extinguen la potencia política del debate y lo vuelven un fenómeno estético antes que político, puesto que todo está determinado, en última instancia, por la suerte.
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