Pasiones encontradas #3

Llega el final de “Pasiones encontradas”, el divertimento que el equipo editorial de Taipei le propuso a sus colaboradores hace algunas semanas (y cuyas entregas anteriores pueden leer aquí y aquí). Esta última publicación consiste en tres artículos: el análisis de un éxito argentino reciente por parte de uno de nuestros colaboradores españoles, un ríspido acercamiento a uno de los pocos films que formarían parte de una posible “tradición de cine asiático en Argentina”, y un texto-mosaico creado desde la frustración que, felizmente, quiebra las reglas impuestas. Esperamos que lo hayan disfrutado tanto como nosotros. Hasta el próximo juego.


El Ángel y el espejo

Daniel Cabo

(sobre El Ángel, de Luis Ortega)

Han pasado los suficientes años como para que no me acuerde de las palabras exactas, pero es difícil olvidar la insistencia de los profesores de guion en la escuela de cine con la estructura, la coherencia, la necesidad de significado. Recomendaban libros que jamás habría que leer, como el famoso manual de Robert McKee, y te empujaban a construir un esqueleto argumental donde absolutamente todo tuviese sentido en el gran marco de las historias, es decir, en la obsesión por las justificaciones y el verosímil. Primer punto de giro, punto medio, segundo punto de giro, clímax. Y volver a empezar. Se escudaban en que lo importante era conocer estos engranajes para luego poder saltártelos, pero el caso es que nunca lo hacíamos porque no había espacio para ello, al menos en el contexto de las clases. Esto me llevó a cierta animadversión hacia los “guiones perfectos”, o quizá al emplazamiento del argumento al centro de las obras, como ocurre en el mundo de las series de televisión. Con el tiempo he ido haciendo las paces con estos planteamientos argumentales llenos de simetrías y ecos, ayudado por libros como el que Paulino Viota ha escrito sobre la estructura de las películas de John Ford, de una clarividencia tal que resulta imposible no entregarse a la belleza del guion. Pero a veces me sigo topando con obras –especialmente en Europa, aunque a continuación el foco se centre en una latinoamericana– que parecen apostarlo todo a este componente textual.

La omnipresencia de la gran figura protagónica de El Ángel (2018), un joven ladrón en la Argentina de los setenta que se irá convirtiendo a pasos agigantados en asesino en serie, esconde el carácter dual de la película, esto es, un trabajo constante con simetrías. Toda ocurrencia argumental parece calculada para que tenga una reverberación en el futuro, o para que un acontecimiento posterior la reconfigure de forma irónica. Tomemos como ejemplo la secuencia inicial de la película, que nos muestra a Carlitos entrando a robar en una ostentosa casa con toda naturalidad, incluso dándole tiempo para bailar bajo los títulos de crédito. Este primer contacto con el protagonista, además de resumirnos su carácter e inclinaciones, funciona como elemento fractal respecto a dos situaciones posteriores: la primera, más leve, nos muestra al padre de Carlitos vendiendo una aspiradora a domicilio, a unas personas que bien podrían ser a las que robó su hijo; y la segunda —que encapsula el viaje vivido a lo largo de las dos horas de metraje— es la que cierra la película, con el joven bailando de nuevo la misma canción, aparentemente despreocupado, en una vieja casa rodeada por una cantidad ridícula de policías y militares preparados para detenerlo. 

Este planteamiento de dualidades es una constante en la propuesta de Luis Ortega. En ciertas ocasiones funciona de manera más obvia y anecdótica, como el fugaz y erróneo interés amoroso por las chicas gemelas; en otras, son el punto central alrededor del cual orbita el ensamblaje argumental y temático de El Ángel. Esto último se evidencia en la forma de desarrollar la relación entre el joven asesino y su compañero Ramón. El vínculo amistoso empieza a crearse en la escena donde, esperando para entrar al despacho del director del instituto tras una pelea, Carlitos se marcha antes de tiempo, aguardándole a la salida para charlar. Más avanzada la película, una situación similar se repite, esta vez representando la traición: ambos están detenidos en comisaría y es Carlitos el que vuelve a marcharse, ahora con intenciones más egoístas. La dinámica entre ellos es una tensión que desemboca en el asesinato de Ramón a manos de Carlitos, quien estrella el coche en el que viajan cuando su compañero está dormido. Algo que, de nuevo, rima con una escena anterior en la que el protagonista, para destruir las pruebas de un delito, había estampado un coche contra un árbol; un coche al que prende fuego, adelantando un momento posterior donde quemará la cara de otro cómplice para que no se le pueda reconocer. El Ángel es, en definitiva, un constante juego de espejos y de correlaciones argumentales que parece apostar todo su interés a esa construcción dramática. Por lo demás, resulta una propuesta que, recordándome el ánimo scorsesiano de una película como El clan (2015), transita terrenos más que conocidos —y entusiasmaría a mis profesores de guion de la escuela de cine.


No te escucho entre el ruido

Bruno Androvetto

(sobre El futuro perfecto, de Nele Wohlatz)

Me encuentro considerando la posibilidad de trazar una tradición de cine asiático en Argentina. El choque de culturas, la inmersión del sujeto oriental en la sociedad argentina —que es occidental, pero también es otra cosa. La lista se me hace corta: Happy Together, Do U Cry 4 Me Argentina? y nada más. Entonces aparece El futuro perfecto.

Me cuesta identificar qué hay tras el despojo que pregona El futuro perfecto en términos formales, que se hace extensivo a la dimensión narrativa de la película. ¿Alcanzan las dificultades idiomáticas para ser pathos, estética y lenguaje —cuerpo— de una historia completa? Se decanta que tal es la intención de Nele Wohlatz: poner a trabajar todas las herramientas y recursos en pos de la contundencia del relato. Y, sin embargo, la única floritura se la permite cuando aparece algo de humanidad; hasta entonces, esos signos son esquivos en su repetición y su explícito minimalismo emocional. Hablo, claro, del final. O de sus tres finales. La fantasía se filtra en el discurso y contiene la angustia de la rutina, la tragedia del amor y la felicidad del enamoramiento en un solo bloque que brilla por encima del resto de la película; eso sí: sin alterar la forma ni cambiar el foco, lo que me hace pensar en lo difícil de separar la intención del resultado (esperado).

En El futuro perfecto —que como título, al igual que el resto de la película, cumple una doble función, en tanto signo y significado— hay todo un espectro descartado conscientemente por quien filma. La sociabilidad, que podría ser una orquesta entera de voces discordantes, no pasa aquí de ruido de fondo. Las conversaciones redundan sobre las ideas, y toda esa gama de emociones que podría permitir la fusión de la protagonista con el mundo cotidiano queda ya, no fuera de foco, sino directamente fuera de cuadro. Nosotros mismos somos parte ajena de la ecuación. Pero, ¿que hay en esta decisión de Wohlatz que no sea un truco o mero cálculo? Se siente como si una trampa del lenguaje mismo nos arrastrara engañados. El personaje que interpreta Nahuel Pérez Biscayart parece venir a poner la cereza del postre: lo lúdico por sobre lo dramático, lo aceitado por sobre lo espontáneo.

No estoy diciendo que haya algo reprochable en cómo la película fabrica sus códigos, sino que esos códigos me expulsan. No sé cómo ingresar al mundo de Xiaobing, Beatriz o Sabrina sin pisotear el pacto ficcional. Es como si todas las lecturas posibles quedaran relegadas deliberadamente. La dimensión política de la película es de segundo orden, la emoción pierde ante lo neutro del método y la potencial figura fantasmal del inmigrante se desgrana en la intimidad del relato, que lo hace extensible a cualquier lugar y tiempo si se cambiara un adorno por acá y un acento por allá. 

La cineasta se aferra a la forma elegida y le sale una película balanceada que amaga con ser mucho más interesante cuando se tambalea en el terreno de la incerteza. Lamentablemente, dura poco.


Te he fallado, Taipei

Pablo Ceccarelli

Antes de (no) comenzar, y por más redundante que sea, retomo la idea central de este juego: a lxs participantes se nos asignaría una serie de películas que el equipo editorial suponía que no veríamos o sobre las que no escribiríamos un artículo. Menciono esto porque, cuando decidí anotarme, me torturaba la idea de descubrir una lista llena de películas de terror (que no veo porque soy muy miedoso y luego tengo pesadillas). Para mi sorpresa, al observar las películas que habían elegido para mí, el repertorio estaba lejísimos de esa pauta. Incluso sin conocer del todo de qué trataban, o que luego me gustaran más o menos, estaba completamente a gusto con sentarme a ver los films de la selección. Una de dos: o la gente de Taipei me tiene cariño y fue muy bondadosa, o aparentemente doy una impresión errónea sobre mis gustos cinematográficos. Más allá de esto, la tarea de escribir dos o tres párrafos se asomaba muy serena.

Y sin embargo, a pesar del placer que me provocaron en su mayoría los films vistos, y de haber decidido con certeza la película sobre la que iba a escribir, ocurrió lo que más temía: me costó horrores redactar los breves párrafos que se nos pedían. Puse la cafetera, me serví vino, preparé té de hierbas, encendí un poco de cannabis, apagué mi ansiedad con todo tipo de comida o caminando por la casa. Pero lo único que hacía era girar, girar y girar alrededor de un .docx de Drive plagado de apuntes sueltos, bocetos de oraciones, citas, diálogos, URLs, referencias a otras obras; me ponía a rever escenas sueltas de los films, a mirar charlas y entrevistas en YouTube, a recolectar capturas de pantalla, a leer artículos en blogs y sitios de crítica, o terminaba escribiendo sobre cualquier cosa menos sobre el film que había elegido.

Juro que lo intenté. Puse Pomodoro, activé el modo avión en el celu, bloqueé las redes sociales y quise escribir unas líneas sobre esa locura llamada Hellzapoppin’ de H. C. Potter, su humor metalingüístico y desenfrenado, bebedor del Sherlock Jr. de Buster Keaton y de las películas de los Hermanos Marx, como respuesta (con referencia explícita) a la censura impuesta por el Código Hays. Pero, al final, todo lo que me salía eran palabras rimbombantes y alocadas para decir lo genial que era, una referencia a El cine del diablo de Epstein (que tenía en la biblioteca pero no había leído todavía) y no mucho más, siendo todo eliminado instantáneamente por la tecla Supr. Lo único que quedaba, inamovible, era el título ricotero: “El infierno está encantador”. Solo faltaban los tres párrafos siguientes.

Quizás debería haber escrito sobre una película que me hubiera gustado mucho pero no me pareciera una genialidad. Vía Leo McCarey, director de Duck Soup (1933), me concentré en el drama Make Way for Tomorrow (1937). Lloré conmovido con su segmento final, donde la pareja de ancianxs decide faltar a la cena con sus hijos (que en el fondo quieren deshacerse de ellxs) para dar un último paseo antes de volver a separarse y, quizás, no verse nunca más. Me encantó ese punto medio entre el optimismo amoroso de Amanecer de Murnau y la amargura de la posterior Historias de Tokio de Ozu. Pero todo lo que redactaba era de una solemnidad asquerosamente melosa y empalagosa. Me resigné.

Probé entonces con The Pirate (Vincente Minnelli, 1948). Gene Kelly es grandioso, fantástico, encandilante, a pesar de que todo su cortejo (con el eco del “Niña, niña” musical previo) hacia el personaje encarnado por Judy Garland está al límite del acoso inaceptable. Sin embargo, me dio sueño y la detuve al minuto cuarenta. Me fui a dormir preguntándome si en algún momento aparecería el pirata del título o si solo quedaría en una referencia al libro que lee la protagonista. Al otro día, cuando la continué, me pareció fabuloso el giro donde se revela quién es efectivamente el pirata. Allí la película pareciera jugar con la crisis de los relatos, el artificio de la puesta en escena y el espectáculo del engaño encarnado en los dos personajes principales. Pero, como no había visto nada más de Minnelli y antes de escribir quería corroborar si había ciertas recurrencias en torno a esto en su filmografía, lo único que hice fue leer un artículo de Jorge García donde comenta cómo en una entrevista a Orson Welles le preguntaron por Minnelli y respondió: “Seamos serios, estamos hablando de cine”. Ante tal pedido de seriedad, qué mejor que anteponer el chiste de Hellzapoppin’ sobre el desenlace de Citizen Kane y el trineo “Rosebud” colgando entre pescados sobre la nieve, con tan solo unos meses de diferencia entre sus estrenos. No debe ser la primera cita sobre otro film en el cine de ficción, pero podría ganarse el premio a uno de los primeros spoilers paródicos dentro de otra película.

Con Christmas in July (Preston Sturges, 1940) y Red Line 7000 (Howard Hawks, 1965) no hubo caso: la primera, porque me resultó “simpática”, “linda”, pero me la fui olvidando con los días; solo recordaba que Hallmark Channel tiene una sección de películas con ese mismo título (¿un homenaje directo?). La segunda, porque fue una decepción absoluta y me tenía que enredar en debates sobre la teoría de los autores. Y ya estoy excedido de la extensión pedida (y el deadline de entrega a Taipei). 

No pretendo que esto sea para nada un manifiesto, un modelo a seguir sobre la (no) escritura sobre cine. Ni siquiera es un elogio hacia ese cine que no hay que sacarse del cuerpo. No, para casos notables de coherencia y lucidez en la reflexión escrita están los textos de mis colegas, que seguro disfrutaron mucho este juego (y fueron respetuosos con sus reglas). Lo de aquí es solo la crónica de un pequeño fracaso; un conjunto de desvaríos para dilucidar qué se puede producir con el caos, la falta y el vacío dándose la mano.

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