El cine afuera del cine

La película está bien. Es correcta. La sostiene el profesionalismo de quienes trabajan en ella frente y detrás de cámara. Es larga pero ligera. Emociona, interesa, divierte. Nada está de más, nada está de menos, todo está en su lugar: la música que ameniza y acompaña las escenas quitándole densidad a los pasillos de tribunales; los tracks populares característicos de la época que, lejos de sobreabundar, están cuidadosamente seleccionados y ubicados en lugares puntuales de la trama; la caracterización de un cierto ánimo de libertad en los primeros años de la vuelta de la democracia conviviendo aún con un clima de continuidad con las presiones de la dictadura. Por su tema y por la mirada adoptada se trata de una película comprometida. Las placas que ubican la acción y ofrecen una explicación del contexto histórico político son solo uno de los tantos elementos que la hacen accesible. El hecho de que una producción tan marcadamente comprometida se haya convertido desde su estreno en un fenómeno masivo favorece, naturalmente, la percepción de una atmósfera antidictadura y, por lo tanto, antifascista generalizada. Pero esa serie de asociaciones fundadas estrictamente en los efectos sociales más inmediatos que produjo Argentina, 1985 puede ser un tanto ingenua.

Que la mayoría de los comentarios que andan dando vueltas sobre la película no refieran a lo cinematográfico no es accidental. Quienes más la aprecian lo hacen precisamente por considerar que el tema que aborda es suficiente para dignificarla(1). A esto se debe que haya infinitas observaciones acerca de sus efectos extracinematográficos (la capacidad de la película para llenar salas o su habilidad para reinstalar mediáticamente un ánimo reivindicativo de la democracia y condenatorio de la dictadura) mientras que la reflexión acerca de la película en tanto tal es escasísima. Solo sucede esporádicamente en el contexto de alguna crítica en la que convive con apreciaciones acerca de sus efectos sociales. La escasez de comentarios que refieran a sus aspectos cinematográficos está completamente justificada hacia el interior de la película, ya que se trata de una producción que descansa enteramente sobre la historia que cuenta.

Quizás a ello se deba la proliferación de polémicas acerca de la manera en que retrata a las personalidades históricas, ya que resulta fácil confundirla con un documento histórico. Este punto puede resultar problemático a propósito de la habitual calificación que suele hacerse de Argentina, 1985 como una película necesaria, útil o importante. Esas apreciaciones le suponen la capacidad de comunicar el verdadero desarrollo de aquellos hechos históricos que constituyen el material en el que la ficción está basada. Pero tal suposición olvida que la reconstrucción y comunicación de hechos históricos, al modo en que puede hacerlo un manual escolar, no es un fin que corresponda a la ficción. No a otra cosa ha apelado Mariano Llinás(2) respondiendo a quienes objetan aspectos relativos a la fidelidad en la reconstrucción que la película realiza del juicio y de la época. Sin embargo, en una ficción que (luego de haber avisado en una de sus placas iniciales estar solo basada en hechos reales) se encarga de construir durante más de dos horas un relato sólido, sin ambivalencias, sin recursividad y —en muchos aspectos— fiel a la realidad, su carácter ficcional se difumina. En una sociedad educada en su propia historia, pero sin formación estética, la difuminación del aspecto ficcional habilita la objeción fundada en la veracidad histórica.

Uno de los efectos logrados por la película es la notoriedad pública que alcanzan las figuras históricas que pone en primer plano. Si la película es masiva, se debe a sus figuras protagónicas. Sin Darín y Lanzani no tendríamos a medio país reivindicando a Strassera. En la película, Strassera es un héroe nacional porque el argumento se centra en su desempeño magistral en el juicio a las juntas militares. Fuera de la pantalla y en pleno siglo XXI, el (hasta hace poco) olvidado Strassera adquiere notoriedad. Pero no se trata ya del Strassera público (el que va a meter presos a los militares) sino del Strassera personal, como si ese tipo, al que en la película vemos como un trabajador responsable, un amigo fiel y un hombre dedicado a su familia, tuviera que, por lo tanto, ser una personalidad intachable. Con esa representación del fiscal se gana mucho en simplificación. Se formula implícitamente la idea de que hay buenos y malos y se ubica al protagonista del lado de los buenos, que son buenos siempre y en todo contexto.

Pero esa simplicidad presente en el tratamiento de sus protagonistas no es constante ni uniforme a través de todo el film. En el personaje del hijo de Strassera hay una perfecta economía de recursos que lo ejemplifica. A simple vista, el hijo desempeña ese papel que suele corresponderles a lxs niñxs cuando aparecen en películas no destinadas a un público infantil. Toda aparición del personaje interpretado por Santiago Armas Estevarena genera una sonrisa y un “aww”. Contribuye dándole a la película la dosis necesaria de encanto. Pero, además, el niño es la voz del futuro; más precisamente, es la voz de la contemporaneidad en que Argentina, 1985 es realizada, insertándose en el contexto histórico en que la película transcurre como anticipando la Weltanschauung (“concepción del mundo”) del futuro. Solo puede decir “vas a meter preso a Videla” quien no solo creció con conciencia de que lo que hacían los milicos era una atrocidad, sino también quien concibe la posibilidad de que eventualmente sean juzgados en un proceso legítimo. Esto último parece ser inconcebible para los principales involucrados en el juicio, tanto que los jueces deciden “actuar ciegamente”, como si dijeran “probamos a ver qué sale, por ahí tenemos suerte y los milicos van presos”.  Pero el encanto del personaje infantil disfraza lo monstruoso que hay en él. El niño fue criado para ser un agente de servicios de inteligencia. Primero espía mandado por el padre, más tarde lo hace por gusto. Si Mitre quisiera dentro de quince años usar al mismo actor para continuar la historia del personaje, tiene material para hacerlo.

Si el niño involucra de alguna forma un punto de vista del futuro, el personaje de Héctor Díaz —que interpreta al abogado defensor de los militares—, encarna una figura transhistórica. Se trata del fascista que, en un contexto desfavorable, tiene la precaución de no expresar sus opiniones con franqueza. Sin embargo, tampoco se traiciona, sino que busca defender sus ideales utilizando las artimañas que encuentre a mano. Algo de eso se trasluce en su gestualidad: a la seriedad de ceño fruncido del personaje de Darín, el de Díaz se le contrapone con las cejas arqueadas, con expresión de asombro. Pide el acuerdo de su interlocutor no tanto por lo que enuncia su discurso sino por la estupefacción del gesto, que pareciera fundarse en una exposición de datos duros ante los cuales nada cabe hacer y solo hay que aceptar.

Algunxs podrán detectar ciertas marcas llinasianas, presentes con absoluta timidez. Una de ellas es la apenas perceptible dilación con que la aclaración entre paréntesis aparece en la placa que enuncia “8 de diciembre de 1985 (un día antes de) la sentencia”, al modo en que Llinás juega con los intertítulos en su cine. Otra es el personaje de Norman Briski, llamado Alberto “Ruso” Muchnik. Su función es la del coro griego o —en su versión más moderna— la voz de la conciencia del personaje de Darín. Dado que su apellido coincide con el del cineasta Hugo Santiago, admirado por Llinás, podría también pensarse como el super-yo del coguionista(3). Este personaje aparece solo en tres ocasiones: cerca del inicio de la película, cuando Strassera se entera de que va a ser el fiscal del juicio, en la mitad de la película y del juicio, y sobre el final. La primera vez, explicita la importancia de la tarea que le fue asignada al fiscal y da una pista acerca de cómo llevarla adelante; la segunda, hace una evaluación de lo acontecido y le recomienda cómo continuar; la última, obliga al fiscal —que todavía no tiene ninguna seguridad al respecto— a enunciar la condena que debe pedir. El rol del personaje del Ruso es equiparable al que Llinás mismo ha desempeñado en La flor, cuando, con mucha gracia, irrumpe en la pantalla regodeándose de su carácter externo al relato, sin el cual, además, la película no podría constituirse como tal. El Ruso Muchnik es también un personaje con cierta autonomía, no solo por lo que anuncia en cada una de sus apariciones, sino también por el hecho de que no interviene efectivamente en la historia. Solo interactúa con el personaje de Darín en ausencia de terceros. Como en este caso —a diferencia de otras obras del guionista— se trata de una película que busca ocultar sus marcas de enunciación, y lo logra con todo éxito, la independencia del personaje de Briski respecto de la trama es —como la dilación con que se hace visible la aclaración entre paréntesis de la placa— apenas perceptible.

La actitud comprometida de Argentina, 1985 se manifiesta también en la manera en que retrata a los militares, a quienes no concede el don de la palabra. Por el contrario, los muestra silenciosos, fríos y distantes. Si no fuera así, lxs espectadorxs correrían el riesgo de, al igual que la mamá de Moreno Ocampo, empatizar con ellos. Pareciera que, en un momento en que el fascismo vuelve a ser una amenaza, los cientos de miles de espectadores que se emocionan con el alegato del fiscal Strassera dan cuenta de que todavía pueden elaborarse exitosas estrategias antifascistas. Sin embargo, mientras es irrefutable que el éxito de taquilla implica necesariamente que esos cientos de miles de personas compartan algunas emociones dentro y fuera de la sala (la ternura por el niño, el orgullo nacional, risas, llantos), la realidad es lo suficientemente intrincada como para que el récord de espectadores no se traduzca sencillamente en una conciencia política generalizada. Pretender que proferir expresiones fascistas sea incompatible con haber aplaudido el alegato del fiscal interpretado por Darín sería esperar demasiado de una película.


Notas:

1 Por ejemplo, “Argentina, 1985, el cine clásico como vehículo político” (Página/12); “Crítica de ‘Argentina, 1985’, la importancia de hacer historia, con Ricardo Darín y Peter Lanzani” (Escribiendocine); Fernando Juan Lima afirma que se trata de un film que “plantea valiosos y necesarios debates”; y Santiago García, que “acusarla de necesaria es rebajarla a la corrección política y el cliché. Lo más relevante es que es sólida y funciona”.

2 En su respuesta a Roberto Gargarella y también en la entrevista en Paren la mano.

3 Agradezco a Agustín Durruty, editor de esta revista, por haber señalado la coincidencia entre estos nombres.

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