Stanley Insólito (Pauline Kael, 1972)

Este artículo, publicado en The New York Magazine en enero de 1972, a pocos días del estreno de La naranja mecánica, es la segunda traducción de Pauline Kael que publicamos en Taipei, luego de “Miedo a las películas“, de 1978. Si en aquel texto Kael observaba con molestia una creciente tendencia puritana por parte del público norteamericano, que lo llevaba a preferir películas tibias y amables por sobre obras violentas, ambiciosas y arriesgadas, en “Stanley Insólito” ensaya una crítica a la violencia y el cinismo de la película de Kubrick, preocupada por una supuesta tendencia cada vez mayor a la insensibilización de las audiencias. Ambos artículos no necesariamente se complementan, pero pueden funcionar como muestras de un cambio del punto de vista de Kael en relación a la violencia cinematográfica; como si se hubiera descubierto parcialmente responsable de esa relación timorata con la agresión y la sangre. A su vez, “Stanley Insólito” es una mirada felizmente despiadada de una película que suele ser objeto de celebración, tal vez, en buena medida, gracias al carácter icónico de gran parte de sus imágenes.

Álvaro Bretal

Traducción: Bruno Glas

Stanley Kubrick durante la filmación de La naranja mecánica

Literal en su sexo y brutalidad, teutónica en su humor, La naranja mecánica de Stanley Kubrick podría ser el trabajo de un profesor alemán estricto y exigente que se propuso hacer una comedia de ciencia ficción violenta y pornográfica. ¿Hay algo más triste y, en última instancia, más desagradable que un pornógrafo de mente limpia? Las numerosas violaciones y palizas no tienen ferocidad ni sensualidad; están hechas con un cálculo rígido y pedante, y, como no hay una emoción motivadora, el espectador las puede experimentar como indignas y desear irse. La película sigue tan de cerca la novela de Anthony Burgess que el libro bien podría haber servido como guion, pero ese profesor alemán de cabeza dura podría ser el mismísimo Dr. Insólito, porque el sentido está dado vuelta.

La novela de Burgess de 1962 está ambientada en un futuro vagamente socialista (entre finales de los setenta o principios de los ochenta), una Inglaterra lúgubre y rutinaria aterrorizada a la noche por bandas errantes de matones. Por percibir el potencial amoral y destructivo de las pandillas, la fábula irónica de Burgess difiere de 1984 de Orwell de una forma tan precisa que parece profética. La novela está narrada por el líder de una de estas pandillas —Alex, un colegial sádico sin consciencia— y, desde una afectación literaria ingeniosa y extraordinariamente sostenida, narrada en su propia jerga —Nadsat, el dialecto especial de los adolescentes—. El libro se lee rápido; el sentido del lenguaje de Burgess, un compositor convertido en novelista, es eufórico y musical, y una capta los significados de las palabras extrañas a medida que los ritmos de la prosa te van llevando. Alex disfruta de robar, pisotear, violar y destruir hasta que mata a una mujer y lo envían a prisión por catorce años. Después de cumplir dos, se las arregla para salir sometiéndose a un experimento conductista, y se convierte en un robot moral que siente náuseas ante los pensamientos de sexo y violencia. Liberado cuando ya es inofensivo, cae presa de sus antiguas víctimas, quienes lo golpean y atormentan hasta que intenta suicidarse. Esto lleva a la crítica del gobierno que lo robotizó —volviéndolo una naranja mecánica— y, perdido el condicionamiento, se convierte una vez más en un matón, ahora suelto y triunfante. Las ironías son proteicas, pero Burgess es claramente un humanista; su punto de vista es el de un cristiano horrorizado ante las posibilidades de una sociedad convertida en naranja mecánica, donde la vida está tan mecanizada que los hombres pierden su capacidad de elección moral. En esta sociedad aburrida y deshumanizadora, parece que los muchachos solo pueden liberar sus energías mediante el vandalismo y el crimen; hacen lo que hacen como una cuestión de rutina. Alex el sádico es una criatura tan mecanizada como Alex el bueno.

El Alex (Malcolm McDowell) de Stanley Kubrick no es tanto una expresión del modo en que esta sociedad ha perdido su alma como una fuerza enfrentada contra la sociedad, y al hacer que las víctimas de los matones sean más repulsivas y despreciables que los matones mismos Kubrick ha aprendido a amar al sádico delincuente. El final ya no es el triunfo irónico de un punk mecanizado, sino un triunfo real. Alex es la única persona simpática que vemos —su bravuconería cínica sugiere un Olivier(1) de clase trabajadora y nariz ancha— más vital que nadie en la película, más joven y atractivo, y McDowell lo interpreta de manera exuberante, con el poder y la astucia de un joven Cagney. A pesar de lo que hace Alex al principio, McDowell te hace apoyar su malicia, su rudeza. Durante la mayor parte de la película lo vemos torturado, golpeado y humillado; por eso, cuando se le devuelve su naturaleza punk audaz y agresiva no parece una broma para todos nosotros, sino una victoria compartida, y Kubrick le otorga un tono triunfante. La mirada en los ojos de Alex al final nos dice que no es solo un sádico mecanizado y sin opciones, sino que prefiere el sadismo y sabe que puede arreglárselas con él. Lejos de ser una pequeña parábola sobre los peligros de la falta de alma y los horrores de la fuerza, ya sea empleada por los individuos entre sí o por la sociedad “condicionada”, la película se convierte en una reivindicación de Alex, proponiendo que como criminal era un ser humano libre y que solo el Alex bueno era un robot.

El truco de hacer que los atacados sean menos humanos que sus atacantes para que no sientas simpatía por ellos es, creo, sintomático de una nueva actitud en las películas. Esta actitud dice que no hay diferencia moral. Stanley Kubrick ha asumido la perspectiva deforme y santurrona de cinco jóvenes delincuentes y viciosos que dicen: “Todo está podrido, ¿por qué no debería hacer lo que quiero? Ellos son peores que yo”. En el nuevo estado de cosas (quizás las películas, en su efecto acumulativo, sean en parte responsables de esto) la gente quiere creer lo peor de lo peor, quiere creer en la degradación de las víctimas: que son tontas, farsantes y débiles. No puedo aceptar que Kubrick esté simplemente reflejando este estado de cosas post-asesinatos, post-Manson; creo que lo está abasteciendo. Creo que lo quiere disfrutar.

Esta película juega con la violencia de una manera intelectualmente seductora. Y aunque no tiene ninguna profundidad, está hecha con un estilo tan lento y pesado que quienes estén predispuestos a que les guste pueden pensar que sus aspectos desconcertantes en realidad son oraculares. Puede interpretarse fácilmente como una obra de misterio ambigua, una advertencia visionaria contra “el statu quo”. Hay un millón de formas de justificar la identificación con Alex: Alex está luchando contra la represión; está solo contra el sistema. Lo que hace no es tan malo como lo que hace el gobierno (tanto en la película como en los Estados Unidos actuales). ¿Por qué él no debería ser violento? Eso es todo lo que las instituciones lo (y nos) han llevado a ser. El punto del libro era que debemos ser como hombres, que debemos ser capaces de asumir la responsabilidad de lo que somos. El punto de la película es mucho más au courant. Kubrick ha eliminado muchos de los obstáculos que se interponían con nuestra identificación con Alex. El Alex del libro ha pulido un poco sus hábitos personales: su afición por aplastar animales pequeños debajo de sus neumáticos, su gusto por las niñas de diez años, su paliza a otros prisioneros, etc. Y todo el tiempo Kubrick ayuda a la identificación con Alex a través de pequeñas decisiones de dirección. El escritor a quien Alex deja lisiado (Patrick Magee) y la mujer a la que mata son caricaturas desagradables con acentos de clase alta de un kilómetro de ancho (Magee ha sido alentado a actuar como un loco batético(2); parece estar preparándose para hacer carrera en el cine de terror). Burgess nos mostró la sociedad a través de los ojos de Alex, por lo que la visión estaba deformada, y Kubrick, tomando del Doctor Insólito su jocosa visión adolescente de las figuras de autoridad hipócritas y sexualmente sucias y extendiéndola a todos los adultos, agregó una capa adicional de deformidad. Las personas “normales” son mucho más retorcidas que Alex; parecen inhumanas e incapaces de sufrir. Solo él sufre. ¡Y cómo sufre! Es una versión masculina de Little Nell(3): gritando desde una camisa de fuerza durante el lavado de cerebro; dulce e indefenso cuando es rechazado por sus padres; solo, lloroso,  en un puente; golpeado y sangrando, perdido en una tormenta; golpeando su cabeza contra el suelo y llorando por la muerte. Kubrick vierte corazones y flores; como lo que se le hace a Alex es mucho peor que lo que Alex ha hecho, puede percibirse que la sociedad misma justifica el salvajismo de Alex.

La confusa y, en última instancia, corrupta moralidad de la película no es lo que la convierte en una experiencia visual tan abominable. Es ofensiva mucho antes de que uno perciba hacia dónde se dirige, porque no tiene matices. Kubrick, un director con espíritu glacial, está empeñado en ser pornográfico y no tiene talento para serlo. En Los olvidados, Buñuel mostraba adolescentes cometiendo brutalidades horribles, y aunque no te hacías ilusiones acerca de sus víctimas (una, en particular, era un viejo libertino asqueroso), igual te quedabas horrorizado. Buñuel te hace entender la pornografía de la brutalidad: la pornografía está en lo que los seres humanos somos capaces de hacer a otros seres humanos. Kubrick siempre ha sido uno de los directores menos sensuales y menos eróticos, y sus intentos de humor fálico son como los chistes malos de un profesor que se empeña en agradar. Él trata de armar escenas violentas y divertidas, separándote cuidadosamente de las víctimas para que puedas disfrutar de las violaciones y las palizas. Pero creo que es más probable sentir una fría antipatía hacia la película que un horror por la violencia (o un disfrute de ella).

El control maquinal de Kubrick es evidente en las pésimas actuaciones que obtiene de todos menos de McDowell, y en el pacing inexorable. La película tiene un estilo particular de extrañamiento: regodeo en los primeros planos, iluminación brillante y endurecida y voces anormalmente altas. Es un estilo, sí (la película no se parece a otras películas ni suena como ellas), pero es un estilo lascivo y portentoso. Después de las luchas dignas de ballet de las pandillas adolescentes, con cuerpos que vuelan como en una pelea de salón del Oeste, y después de la violación a la esposa del escritor y una orgía en cámara rápida, una está lista para más acción, pero se queda varada en las secuencias de la prisión, tratando de encontrar algo de humor en las cansinas bromas escolares sobre un guardia hitleriano. La película mantiene un poco de la jerga Nadsat pero sin los ritmos rápidos de la prosa de Burgess, por lo que el dialecto parece mucho más arquetípico que en el libro. Muchas de las secuencias de diálogo siguen y siguen, en un estupor de inactividad. Kubrick parece encaprichado con las posibilidades hipnóticas de las composiciones estáticas; a veces te sentís como si estuvieras atrapada frente a los fotogramas de una historieta durante diez minutos entumecedores por fotograma. Cuando el oficial penitenciario de Alex visita su casa y él y Alex se sientan en una cama, la cámara los enfoca a los dos. Cuando Alex vuelve a casa desde la prisión, sus padres, junto al inquilino que lo ha desplazado, están en la sala de estar; Alex apela a sus padres, sentaditos y desapegados, durante una eternidad inerte. Mucho después de que hayamos entendido el punto, la composición todavía nos dice que apreciemos su ingenio. Esta pesada técnica apenas se ve favorecida por el uso estructural de la música clásica para caracterizar las secuencias; cada secuencia está escrita para Purcell (sintetizado en un Moog), Rossini o Beethoven, mientras que Elgar y otros le sirven para breves efectos satíricos. En el libro, el médico que ha ideado el tratamiento conductista explica por qué las imágenes terroríficas que utiliza tienen música: “Es un estímulo emocional útil”. Pero toda la maldita película se realza de esta manera; sí, la música es efectiva, pero el efecto es pedante.

Cuando paso por un puesto de revistas y veo al santo, barbudo e intelectual Kubrick en la portada del Saturday Review, me pregunto: ¿La gente nota cosas como la forma en que Kubrick corta a la pandilla rival de adolescentes antes de que Alex y sus matones lleguen para luchar contra ellos, solo para que podamos tener el placer de ver a esa pandilla desnudar a la chica que intenta zafarse y a la que quieren violar? La voz de Alex se escucha en la pista anunciando su llegada, pero Kubrick no puede esperar a que llegue Alex, porque entonces no podría mostrarnos tanto. Esa chica es desnudada para nuestro beneficio; es la más pura explotación. Sin embargo, esta película anhela la grandeza, y no estoy seguro de que Kubrick sepa ya cómo hacer películas sencillas, ni que le interese, tampoco. No sé con cuánta consciencia ha lanzado esta película a la juventud; tal vez sea más un showman de lo que parece. Un showman afortunado con el oportunismo integrado en las células de su cuerpo. La película puede funcionar a un nivel de fantasía pop para un público joven que ya está preparado para aceptar la visión de Alex sobre la sociedad, listo para creer que así es como es.

En el cine, poco a poco nos van condicionando a aceptar la violencia como un placer de los sentidos. Los directores solían decir que nos estaban mostrando su verdadera cara y lo fea que era para sensibilizarnos sobre sus horrores. No hace falta estar muy interesado en el tema para ver que ahora, de hecho, nos están insensibilizando. Están diciendo que todo el mundo es brutal, y que los héroes tienen que ser tan brutales como los villanos o se volverían tontos. Parece haber una suposición de que, si te ofende la brutalidad de la película, de alguna manera estás haciéndole el juego a las personas que quieren la censura. Pero esto nos negaría, a quienes no creemos en la censura, el uso del único contrapeso: la libertad de la prensa para decir que hay algo potencialmente dañino en estas películas; la libertad de analizar sus implicaciones. Si no usamos esta libertad crítica, implícitamente estamos diciendo que ninguna brutalidad es demasiada para nosotros, que solo los más cuadrados y los que creen en la censura se preocupan por la brutalidad. En realidad, quienes creen en la censura se enfocan principalmente en el sexo y, en general, se preocupan por la violencia solo cuando está erotizada. Esto significa que prácticamente nadie plantea el tema de los posibles efectos acumulativos de la brutalidad cinematográfica. Sin embargo, es seguro que, cuando noche tras noche las atrocidades se nos presentan como entretenimiento, el tema merece un poco de inquietud. Si aceptamos toda esta cultura pop sin preguntarnos qué hay en ella, nos convertimos en naranjas mecánicas. ¿Cómo hace la gente para seguir hablando del brillo deslumbrante de las películas y no darse cuenta de que los directores están adulando a los matones del público?


Notas:

1 La autora parece hacer referencia al actor Laurence Olivier. [N. de los E.]

2 La palabra inglesa “bathetic”, popularizada a fines del siglo XVII, proviene de “bathos”, término griego que significa “profundidad”. En inglés, “bathetic” hace referencia a algo excesivamente banal o sentimental. [N. de los E.]

3 Alude a la protagonista de la novela “La tienda de antigüedades”, de Charles Dickens, una niña pobre y huérfana que sufre diversas penurias. [N. del T.]

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