FestiFreak #18 / Fanzines – Segunda parte

Continuamos con los fanzines escritos para la edición #18 del FestiFreak. En esta ocasión, Iván Zgaib y Nuria Silva ensayan sobre dos clásicos argentinos —respectivamente, La casa del ángel de Leopoldo Torre Nilsson y Este es el romance del Aniceto y la Francisca… de Leonardo Favio—, Ezequiel Iván Duarte trae a las páginas de Taipei a Manny Farber y Patricia Patterson a propósito de Don’t Look Now de Nicolas Roeg (famosamente titulada en Argentina Venecia rojo shocking), y Álvaro Bretal, curador y figurita repetida, habla sobre cadáveres y piletas en Las diabólicas de Clouzot.


No abras la puerta, es el deseo

Iván Zgaib

(sobre La casa del ángel, de Leopoldo Torre Nilsson)

Antes de los 60. Antes de la fiesta de la modernidad. Antes de los jóvenes afiebrados en las terrazas y en las baldosas de la ciudad. Antes estuvo La casa del ángel. Cuando llegó el ocaso de los años 50, la película de Leopoldo Torre Nilsson formaba una constelación junto a otras misteriosas apariciones en la sala oscura: Los tallos amargos y El jefe de Fernando Ayala, El dinero de Dios de Román Viñoly Barreto y Si muero antes de despertar de Carlos Hugo Christensen eran películas que vaticinaban las derivas del cine argentino en el futuro (desde Las furias de Vlasta Lah a La Ciénaga de Martel). Ahí se asomaban las primeras señales de un drama fangoso, donde la pulsión de los personajes nunca era pétrea y la narración se suspendía para dar lugar a un trabajo formal más espeso. 

El conflicto latente en La casa del ángel es el deseo que irrumpe intempestivamente, como una fuerza de la naturaleza. No es casual que Ana, la hija adolescente de una familia aristocrática, esté acechada por relatos que anticipan un destino oscuro para aquellos que se entreguen al clamor de sus cuerpos. Hay algo propio de las leyendas susurradas, de los mitos que se pasan de boca en boca, a voz baja y temblorosa, porque Torre Nilsson trata a toda su película como si perteneciera al linaje del terror: el deseo es un monstruo espectral, un miedo vaporoso y omnipresente, que nace de los sótanos de la religión y de los altillos de la pirámide social. 

Esa ansiedad posee coordenadas sociológicas precisas, pero la mayor apuesta del film recae en convertir las acciones y palabras de ese universo en sensaciones: una atmósfera fúnebre y decadente, que uno puede palpar como si la superficie de las imágenes fuera el lomo de un gato negro. El deseo entre Ana y un hombre mayor, por ejemplo, es construído a partir de las miradas, enhebradas por los movimientos de una cámara expresiva, que gira alrededor de las criaturas o se lanza hacia sus labios y ojos espasmódicos. En las escenas al interior de la casona familiar, por otra parte, Torre Nilsson despliega sombras que le otorgan un aspecto cavernoso, a la vez asfixiante y soñador. Y en otros pasajes edifica encuadres dislocados, que crean la apariencia de un mundo inestable, donde Ana está cayendo por los bordes o parece acechada por presencias incorpóreas que se ocultan en los rincones de la casa. 

Si la película de Torre Nilsson es una fábula de iniciación, la protagonista traumatizada encuentra un doble en el personaje de su enamorado. Mientras ella confronta la pérdida de la inocencia sexual, él debe hacer lo propio con la inocencia política: es un joven diputado que ve cómo sus ideales férreos se derriten al calor de los intereses económicos de su familia. En ambos casos, Torre Nilsson utiliza las dinámicas de aquellos grupos para ensayar el retrato de toda una clase social. Son los sectores que ostentan el dinero, con todas sus máscaras, sus tabúes, sus represiones. Ante nosotros: los hacedores de los cuentos de terror que hacen que el mundo siga siendo el mismo. Y La casa del ángel mira el momento justo en que esas estructuras entran en cataclismo. Del mismo modo, mirar la película es mirar otro tipo de movimiento: el que llevaría al cine argentino hacia nuevos caminos. Y con el tiempo, también, hacia nuevos fantasmas. 


Profundidades y superficies

Álvaro Bretal

(sobre Les diaboliques, de Henri-Georges Clouzot)

En la superficie, Las diabólicas no parece tener nada demasiado especial: la fotografía de Armand Thirard no explota visualmente todo el potencial de un relato mortuorio, alguna que otra actuación deja bastante que desear, la escuela laberíntica donde transcurre no logra oprimir a los personajes en una clave gótica. Si es posible, sin embargo, abstraerse de estos problemas durante casi toda la película, se debe a dos o tres elementos dispuestos con inteligencia por Clouzot. El más obvio es el cadáver del personaje de Paul Meurisse, un peso muerto ominoso con la mirada perdida; un tipo que resulta tan perturbador y despreciable vivo como muerto. Otra es la presencia distante, distinguida, de Simone Signoret, quien fue contratada, según dicen, para equilibrar las limitaciones actorales de Véra Clouzot, esposa del cineasta e impulsora del proyecto cinematográfico. El elemento central, sin embargo, no es ni un actor ni una actriz, tampoco alguna particularidad estética, mucho menos la astucia narrativa que nos deja boquiabiertos durante el último tramo del relato. La clave está en el agua.

Desde los créditos de apertura, sobreimpresos encima de un charquito ínfimo que recibe gotas de lluvia, los continentes del agua van creciendo a medida que avanza la película: un charco más grande con un barco de papel, sacudido inesperadamente por el coche del villano; una simple bañera, protagonista de una de las escenas de mayor tensión dramática; finalmente, una piscina que, en su mugre, esconde el secreto más profundo del relato.

Los cadáveres y las piscinas se llevan bien. Lo sabe cualquiera que haya visto Sunset Blvd., de Billy Wilder, o capturado algún thriller televisivo, furtivamente, en pleno zapping. Este leitmotiv visualmente impactante —nada más lejos de la gracia del nado que un cuerpo inerte— es escamoteado en Las diabólicas: el cuerpo se hunde y nadie sabe qué ocurre después. La imaginación se dispara.

Cuando era chico y tenía la suerte de nadar de noche, fantaseaba que en la otra punta de la pileta, en las profundidades, había una ballena. Era el impulso perfecto para juntar coraje y nadar hasta el otro lado, una y otra vez. La calma nocturna potenciaba la fantasía. Sabía que estaba todo en mi cabeza, pero para mi cuerpo, alerta al menor movimiento, esa tensión era suficiente. En Las diabólicas, un niño se sumerge en la piscina espesa y cuando sale afirma: “El fondo parece una sopa de chocolate”. ¿Por qué será que, para hablar del agua, solemos recurrir a comparaciones, metáforas, cantidades? Sesenta años después de su cortometraje Lluvia, el cineasta Joris Ivens creó un ensayo autobiográfico sobre un hombre que se entrega a la aventura improbable de intentar filmar el viento. ¿Habrán sido muchos los que filmaron el agua y nada más que el agua; el agua en toda su pureza, en toda su abstracción?

La pileta de Las diabólicas parece devorar al cadáver de Meurisse. Es como un acto de magia: ahora está, ahora ya no. Durante parte de la película nos entregamos a lo sobrenatural, fabulamos con un relato de fantasmas. Si el agua convirtió al cadáver en un espíritu cuya presencia, como la de todo espíritu, es misteriosa e incontrolable, ¿qué podría llegar a hacer con nuestros cuerpos vivos, ahogables, fácilmente destructibles? Tal vez, por qué no, podría invadirnos, poseernos, mezclarse con nuestros cuerpos de agua hasta volvernos una sola cosa ligera y mojada. Las diabólicas se divierte con estas tensiones: a la ligereza del agua le opone la estatua de un león, pesadísima, que golpea a un cuerpo y lo mata. Claro: un cuerpo sólido golpea a otro; luego, los dos se hunden. Es pura física. Parece fácil.

Agua va, agua viene, en cierto momento un cuerpo se erige. Chorrea. Alto e impávido, recuerda al monstruo de la laguna negra. Otro cuerpo lo observa, puro pánico, al borde del desvanecimiento. Sus ojos, que están presenciando lo que creían imposible, derraman gotas finitas y saladas. Son gotas racionales, de desencanto. Son las gotas del final.


La densidad de un acuario

Ezequiel Iván Duarte

(sobre Don’t Look Now, de Nicolas Roeg)

Las aguas bajan turbias en Don’t Look Now de Nicolas Roeg. Más que el rojo shocking de su título argentino (aunque es cierto que las apariciones esporádicas de ese color en la película impresionan, no hay otro que se muestre con esa vitalidad y violencia entre tantos tonos lavados de gris y beige), es la presencia del agua estancada la que hunde a la obra en una fatalidad quieta, calma.

Llueve sobre la casa en la campiña del restaurador John Baxter y su esposa Laura. Cuando la lluvia cesa, su hija pequeña, Christine, juega en el barro y el pasto, junto a un estanque, con un soldado de juguete y una pelota roja y blanca. Lleva puesto un piloto rojo shocking, rojo vivo pero también violento, fatalmente violento.

Y ya en este comienzo se percibe la maestría y originalidad de Roeg para el montaje. Alterna planos largos, expectantes, con planos más breves, que descolocan y, a su vez, generan cada vez más tensión, y cortes abruptos. Manny Farber y Patricia Patterson así lo notaban para una escena posterior: “Una situación simple se deshace en aspectos subterráneos: ¿por qué debería tener un impacto tan perturbador el primer plano de un obispo elegante, del tipo de Rex Harrison, abriendo su sobretodo para tomar un pañuelo?”(1).

Pero no es el primer plano aislado el que posee ese poder; son los cortes, la combinatoria, los que consiguen el efecto de temor y temblor. Vemos al obispo caminar junto a John y Laura; hace un gesto de tomar algo de la solapa del abrigo y Roeg corta de inmediato a un plano detalle del torso del obispo, en el que vemos, en una fracción de segundo (como decíamos, la mixtura de duraciones diferentes y contrastantes es esencial), nuevamente el gesto de tomar algo del interior de la solapa del sobretodo, solo que ahora también llegamos a ver que toma un pañuelo; pero de inmediato hay otro corte, volvemos al encuadre abierto, en el que vemos, otra vez, el pañuelo en la mano siendo extraído, aunque ahora sí vemos completado el gesto (el obispo se lleva el pañuelo al rostro).

¿Por qué Roeg nos subraya ese gesto, nos lo indica? ¿Qué importancia puede tener? Ha de tenerla para justificar esa breve concentración en la maniobra de extracción del pañuelo. La película abunda en este tipo de subrayados aparentemente incomprensibles. Pero, con rapidez, nos damos cuenta de lo que ocurre. En realidad, no nos damos cuenta: es una sensación, algo pre-racional. Esta forma de montaje, que repite y reconcentra con cortes abruptos e inesperados y planos de duración media intercalados con planos de una fracción de segundo, nos sobresalta, nos descoloca, nos incomoda, incrementa nuestra tensión sin recurrir, necesariamente, a contenidos del plano particularmente perturbadores; simplemente, por ejemplo, a un obispo que toma un pañuelo inocuo y blanquísimo del interior de la solapa de su abrigo.

Hay, sí, un contenido o elemento que atraviesa la obra. Como decíamos más arriba, se trata del agua, y específicamente del agua estancada. Un estanque barroso en invierno, tras un chaparrón, desata la tragedia. Luego llega Venecia, la ciudad en la que John es contratado para restaurar una iglesia. Venecia también en invierno, gris, marrón, como de polvo humedecido eternamente. Cadáveres son extraídos de los canales. Ratas nadan en los bordes entre las callejuelas y el agua. El fantasma de la hija muerta retorna con la intervención de dos hermanas inglesas, una de ellas ciega y psíquica. Y los ojos de la ciega, celeste-grisáceos, desprovistos de pupilas, también tienen la “densidad de un acuario”, como Manny Farber y Patricia Patterson dicen del uso de la cámara y el montaje de Roeg.


Un ruego sin respuesta

Nuria Silva

(sobre Este es el romance del Aniceto y la Francisca…, de Leonardo Favio)

A la película nacional con el título más largo (y hermoso) le corresponde una puesta en escena dentro de la cual las palabras son pocas o se despliegan como elipsis entre los cuerpos. Al amor y a la pasión les corresponden las miradas, las sonrisas, las caricias, algún baile. Las palabras acarician a la distancia o golpean mintiendo de frente. Algunos silencios y algunas melodías no pueden contra la ferocidad del inserto de las voces: “Si vieras cómo te extraño”; “Estoy muy triste sin vos”; “Che, negrita, no me vas a hacer mal…”.

Aniceto (Federico Luppi) y Francisca (Elsa Daniel) se desean a fuerza de miradas y se enamoran bajo los cuidados y las esperas. Una humilde piecita pueblerina es suficiente para vivir juntos con el blanquito, el gallo de riña del Aniceto. Pero el diablo y la lechiguana hacen de las suyas y así conocen la gloria, la condena y el triste olvido en apenas tres capítulos, gracias a los ojos negros de Lucía (María Vaner), que hace arder toda inocencia. Cuando llega la tristeza, las palabras ya no alcanzan: Aniceto olvida de día y Francisa se lamenta en la noche.

A esta historia de amor y desengaño, tristeza y soledad, hay que pensarla desde la inmensa sensibilidad cinematográfica y humana de Favio, que ha filmado como pocos —o como nadie— la ternura de personajes impensados y relegados de nuestro imaginario cultural, con sus tiempos, luces y oscuridades. Si la apuesta visual de Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más… resulta moderna no es en virtud de un rupturismo distante sino del desorden de las pasiones y necesidades humanas que desarticulan cualquier coordenada. Entre las elipsis, los saltos de montaje, las miradas encendidas y las palabras entristecidas, Aniceto se va perdiendo hasta perder su nombre en un ruego sin respuesta.


Notas:

1 Manny Farber y Patricia Patterson (9 de septiembre de 1975), “Nicolas Roeg”, en Farber On Film: The Complete Film Writings of Manny Farber, editado por Robert Polito, The Library of America, 2009.

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