Diario del Gaumont #2: Reventando monolitos

31 de julio

En Latinoamérica existe una tradición literaria asentada en la relación vital entre un pueblo y su río. El agua moldea las relaciones, los quehaceres, las costumbres. Sus caudales, crecidas y curvaturas intervienen en el temperamento de los habitantes. Desde las vidas llevadas por la corriente en Río de las congojas, pasando por la ribera como zona saereana en El entenado y El río sin orillas —zona heredada de Juan L. Ortiz y de quien se podría nombrar, como cumbre del choque entre río y pueblo, su Gualeguay— hasta la suspensión meditativa de Zama, el cauce de esta filiación se ramifica a través del continente y atraviesa, por dar unos pocos ejemplos, al José María Arguedas de Los ríos profundos y el João Guimarães Rosa de cuentos como “La tercera orilla del río”. Cuerpos de agua cruzados por la conquista española, por viajes, migraciones y enfrentamientos bélicos, por represas y entubamientos, pero también por rezos, rituales, canoas con sus pescadores, manos que enjuagan camisas, generaciones y generaciones involucradas en el traspaso de secretos y saberes.

No tengo tan clara la presencia de una tradición similar en el cine argentino. Por fuera de la evidente Zama (2017) de Lucrecia Martel, están los hombres que se pudren “como troncos de un remanso” en Prisioneros de la tierra (1939) de Mario Soffici, y también están, por supuesto, Los inundados (1962) de Fernando Birri, ya no en Misiones sino en Santa Fe. Ficción y documental se frotan con el entusiasmo de dos adolescentes en ese retrato de las peripecias de la familia Gaitán, en un barrio donde el río decide los destinos: inundaciones continuas, papelitos y megáfonos de distintos partidos políticos, un dique prometido hasta el cansancio que sin embargo no llega nunca y un pueblo afiladísimo a la hora de organizarse para rajar, porque “vaya a saber pa’ cuándo será la otra inundación”.

Zama

Algo de la precariedad de esa familia asentada a orillas del río Salado se manifiesta como reverberación litoraleña en otra película, en este caso contemporánea, que acabo de ver en el Gaumont. La crecida (2023) de Ezequiel Erriquez quiere dialogar con esta constelación ribereña que apenas alcanzo a intuir y que excede por mucho lo escrito en estas líneas. En Panambí, al este de Misiones, no es el comportamiento del río lo que desestabiliza la vida de la familia Zucker, sino la construcción de una represa hidroeléctrica que desviaría su cauce. La cuestión de la represa es estrictamente documental, pero, así como Birri se negaba a hablar del río sin rodearlo de invención, Erriquez, que ya había filmado desde un registro documental la situación misionera en su cortometraje Panambí, antes del agua (2014), ahora decide trabajar con no actores para narrar, mediante personajes ficcionales, el traslado forzoso de los habitantes de un pueblo a punto de desaparecer.

Si el tema de la película es evidentemente latinoamericano, su tratamiento permite una lectura doble: con un ritmo pausado, vocación contemplativa y atenuación de los conflictos dramáticos, La crecida intenta acercarse a lo que Erriquez describe como “los tiempos del misionero”(1), es decir, un temperamento situado en el territorio, retratado desde la atención por los modos del habla y las expresiones corporales, pero también desde una puesta en escena que, en lugar de invadir, acompaña los procesos de los personajes. Así y todo, son esas mismas decisiones formales las que acercan la película a cierta tendencia globalizada: la paradoja radica en cómo por momentos la búsqueda de lo particular lleva La crecida hacia una especie de estandarización. Tal vez sea por eso que la conflictividad política aparece como un marco, bastante al principio de la película, cuando la cámara documenta las fábricas y los colegios desmantelados, para luego volverse apenas un condicionante del conflicto dramático, volcado sobre la familia Zucker y sus problemas afectivos.

Nada de esto le saca mérito a las secuencias donde el paisaje dice por sí mismo todo el dolor del pueblo. Un grillo, y soledad. Un cielo, y desarraigo. La crecida está enamorada de los caminos, pero más lo está de los personajes perdidos en ellos. Solo me pregunto si la fuerza del conflicto misionero no terminará diluyéndose con esa puesta en escena contenida, que mira la herida pero no la toca.

2 de agosto

Pasan Historias extraordinarias (2008) en el Gaumont. ¿A qué otra película argentina le cabe tan bien el título de enamorada de los caminos? Venía escribiendo sobre el río Salado que, claro, es (y no es) el mismo que captura Mariano Llinás, en este caso en su tramo bonaerense. No sé si pondría Historias extraordinarias en secuencia con el cine del binomio pueblo-río. Sin dudas entra en juego la disputa por la modificación del territorio, durante el tramo inicial de la historia de H, en la apuesta por volver navegable el Salado, cuando un miembro de un club social de pueblo toma la posta de un proyecto abandonado años atrás por la ficticia “Compañía fluvial del Plata” que prometía la construcción de un “Corredor fluvial Pampeano” y la vendía como una “línea recta hacia el progreso”. Hay una serie de monolitos que constituyen el único testimonio en pie de ese proyecto abandonado. Factorovich, el miembro del club social, contrata a H para que los fotografíe con el objetivo de consignar la existencia del corredor fluvial abandonado, pero Bagnasco, otro miembro del club, le paga a un hombre para boicotear la tarea y destruir los monolitos. La tensión de esta subtrama rima con la represa hidroeléctrica que funciona como premisa de La crecida. Ficciones del capital, sueños civilizatorios, disputas en el territorio.

Historias extraordinarias

Otros han escrito sobre el imaginario cartográfico presente en novelas de Julio Verne y Daniel Defoe que retoma Llinás en Historias extraordinarias durante la secuencia de la inundación del Salado, vuelto “laguna inmensa” en medio de la tormenta. Revisaba el momento del sueño nocturno de H frente a la inundación y se me vino a la mente un plano de Náufrago (2022), de Martín Farina y Willy Villalobos, que tiene bien ganado su lugar en este conjunto caprichoso de juncos cinematográficos orillando cuerpos acuáticos. Uno de los planos que ofician de paisaje interior pesadillesco en Náufrago es el de una casa inundada. El recorrido que va del agua al sueño se carga de politicidad en la narración en off de los recuerdos de Villalobos como ex detenido y exiliado en la última dictadura cívico eclesiástico militar. Hay algo ahí, en esa forma de responso. La voice over narrando la historia de los cuerpos llevados por la corriente, y la imagen del refugio inundado.

Había un poema citado en Río de las congojas, la novela de Libertad Demitrópulos consignada en la lista del principio, que hablaba sobre duelo, tradición y territorio, sobre guardarnos bien adentro a nuestros muertos, y en esa disputa territorial que se da en Historias extraordinarias sobre los márgenes del río Salado no puedo dejar de leer todos esos monolitos reventados en línea con el gesto de Llinás, acaso como si hubiera implosionado durante un tramo avanzado del Nuevo Cine Argentino sin la intención de generar descendencia, sino más bien de irrumpir en el paisaje. (El ruido de la explosión tal vez haya tapado otros sucesos cinematográficos, ¿qué más estaba pasando en esos años en el cine argentino?). Más de una década después, así como la crítica no sabe cómo historizar todo este período achatado por la falta de mojones significativos, sin tantos cineastas dispuestos tanto a discutir con los previos como a fotografiar sus ruinas, La crecida se acerca a un río desterritorializado, acaso entubado por estéticas globalizadas que pretenden abrevar en nuestras aguas y deambular por nuestros caminos. Pero todo esto es difícil de decir y no lo estoy diciendo bien.

7 de agosto

Reviso las primeras páginas de Río de las congojas. El poema que Libertad Demitrópulos elige como epígrafe era de Yannis Ritsos:

Conviene que guardemos a nuestros muertos y su

fuerza, no sea que alguna vez

nuestros enemigos los desentierren y se los lleven

consigo. Y entonces

sin su protección nuestro peligro iba a ser doble. ¿Cómo

podríamos vivir

sin las casas, nuestros muebles, nuestras tierras y, sobre todo,

sin las tumbas de nuestros antepasados guerreros o

sabios? Recordemos

cómo robaron los espartanos de Tegea los huesos de

Orestes. Convendría

que nuestros enemigos nunca supiesen dónde los

tenemos enterrados.

Quizá será más seguro que los guardemos

dentro de nosotros mismos, si podemos,

o, todavía mejor, que ni siquiera nosotros sepamos dónde

yacen.

Tal como se han puesto las cosas en nuestros tiempos

—quién sabe—,

puede que hasta nosotros mismos los desenterráramos

y los tiráramos algún día.

Náufrago

10 de agosto

Conviene que guardemos a nuestros muertos y su / fuerza, no sea que alguna vez / nuestros enemigos los desentierren y se los lleven / consigo (…) Recordemos / cómo nos robaron los milicos del setenta los huesos de / Szir, Gleyzer, Juárez y Cedrón. Convendría / que nuestros enemigos nunca supiesen dónde los / tenemos enterrados (…)


Notas:

1 Oscar Ranzani, “Ezequiel Erriquez y la experiencia de filmar ‘La crecida’ en Panambí, Misiones”, Página/12, julio de 2023.

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