Imagen y realidad en el país de Milei

Con-fusión

Vivimos en la era de las imágenes digitales. Nuestra relación con el mundo está cada vez más mediada por las pantallas: los hechos de nuestra sociedad, las amistades y los placeres pierden la inmediatez de la presencia física y ganan en una condición paradójica de distancia sin distancia, de materia sin materia, de estar sin estar. Son relaciones absolutamente reales, pero parecen pertenecer a otro estrato de realidad; no ya a la imagen perceptual (lo que percibimos de la realidad material con nuestros sentidos), sino a una imagen de segundo grado. Y no se trata de una ruptura absoluta: uno de los caminos posibles de la evolución de la tecnología audiovisual desde fines del siglo XIX desembocaba en nuestro presente particular.

Dentro de las imágenes digitales sobresale un tipo específico que el teórico Mariano Zelcer ha denominado “imágenes de síntesis”(1). No se trata de simples imágenes generadas por computadora. Las imágenes de síntesis como las entiende Zelcer combinan el registro de un cuerpo real (sobre todo de un rostro) y el registro de los movimientos de otro cuerpo que pasarán a ser aplicados al primer cuerpo. El resultado: que imágenes de cualquier persona real puedan ser animadas de forma por completo fotorrealista para dar la sensación de que alguien ha dicho y hecho cosas que jamás ha dicho o hecho.

Claro que podemos decir: “pero no es la persona, es su imagen”. Sabemos bien, sin embargo, que la fotografía y el cine constituyen originalmente una técnica de impresión de la realidad en película fotosensible. Es decir, hemos crecido con una idea de cómo se construyen las imágenes fotocinematográficas y aprendimos que, por su mismo tipo de génesis, aquello que aparece en una foto o película ocurrió frente a la cámara, en la realidad material: la imagen del cine sería la realidad, o al menos la reproduciría con fidelidad, punto por punto. Por ello, la fotografía o la película de un acontecimiento podía ser tomada como prueba documental de tal acontecimiento; un dibujo o una pintura no, porque el dibujo y la pintura dependen del procesamiento psicofísico del artista, no de un aparato “objetivo” como una cámara.

Las tecnologías digitales vinieron a perturbar este panorama. No es que la fotografía química no fuera manipulable, es que la fotografía digital permite un grado de manipulación/invención más elevado. Es cada vez más difícil distinguir lo falso de lo verdadero, lo real de lo imaginario, lo capturado de la realidad de lo dibujado en una imagen plana con la computadora. Como ha señalado Lev Manovich, la fotografía y el cine se cruzan con la pintura: del kino-eye al kino-brush (del cine-ojo al cine-pincel)(2).

Si seguimos a Zelcer, una de las particularidades de las imágenes de síntesis, dentro del campo del cine digital, pasa por la imposibilidad de distinguirlas de las imágenes de registro convencionales, salvo que se adjunte alguna aclaración metatextual o que el juego sea lo suficientemente evidente como para no engañar a (casi) nadie. Si ponemos el rostro de Guillermo Francella en el cuerpo de Sylvester Stallone en Rambo, deberíamos ignorarlo todo acerca de esos tres componentes (Francella, Stallone y la película Rambo) como para no reconocer el engaño (y el chiste). También deberíamos hacer caso omiso del texto que acompaña al video, que coloca en mayúsculas la palabra deepfake, nombre que se les da a este tipo de imágenes de síntesis en la Internet.

Pero no se trata sólo de las imágenes de síntesis, aunque sean las que mayores consecuencias parecerían traerle al arte del cine: no sólo con la animación digital de actores muertos para que sigan actuando (o de actores todavía vivos, como plantea la película The Congress de Ari Folman), sino con la posibilidad —como lo plantea, por ejemplo, un episodio de la serie La ley y el orden: UVE— de generar pornografía infantil en principio perfectamente legal, en tanto ya no sería necesario filmar a ningún niño: bastaría con utilizar un software de rejuvenecimiento para hacer pasar a un actor adulto por alguien menor de edad sin que la figura humana resultante luciera artificial.

El escaneo 3D y el cine expandido señalan en la misma dirección que las imágenes de síntesis. Escribía Gene Youngblood, el gran teórico del cine expandido, en los años 60: “Para nosotros, el cine ya no es algo que está en el mundo. El mundo está en él (…) A medida que evoluciona el arte de los medios, el cine se expande más allá de los muros de galerías y multicines, más allá de las pantallas líquidas, sobre la topología fantasma del octavo continente (…)”(3). Y concluye que “con el refinamiento del cine holográfico en las próximas décadas, alcanzaremos el punto en la evolución de la inteligencia en el que el concepto de realidad ya no exista”(4). No ha sido el cine holográfico sino el digital el que ha traído la transformación anticipada por el autor. Youngblood celebraba el envolvimiento de la realidad por la imagen, el ocultamiento de los dos primeros polos (el sujeto, el objeto) por el medio de comunicación, la imagen. No es que todo se haya vuelto imagen en una pantalla; las imágenes descansan sobre, requieren de, los sujetos y los objetos. Pero estos se ven obliterados. Ocultamiento de las personas y de las cosas, olvido del ser humano y de la materialidad del mundo.

Se trata, en definitiva, de una potencia inherente a las imágenes digitales: la con-fusión de sujetos y objetos en el campo de las imágenes. Hipótesis 1: en el mundo digital, el carácter de medio de comunicación entre sujetos y objetos que poseen las imágenes sufre un ocultamiento tras la masa homogeneizante del píxel. Distinguir lo real de lo imaginado, lo subjetivo de lo objetivo, se vuelve cada vez más difícil. Es esta una característica central del mundo actual.

Concibamos al sujeto como un primero, un comienzo, una potencia de realización. Concibamos al objeto como un segundo, un último, algo sólido y real. ¿Qué comunica estos dos extremos? Los signos, los terceros en esta relación. Pero los signos necesitan corporizarse, por ejemplo en imágenes. Imágenes que pueden ser puramente perceptuales (lo que vemos cuando vemos el mundo), mentales (suspendamos por un momento la duda que nos asalta: ¿puede llamarse “imágenes” a lo que tenemos en la cabeza?) o también materiales, de segundo grado, recibidas por superficies planas: fotografía, cine, pintura, dibujo y todo lo que aparece en las pantallas del televisor, de la computadora, del teléfono celular. Las imágenes son siempre externas a sujetos y objetos, aun cuando parezcan pertenecerles, como en las imágenes mentales.

Sujetos, objetos e imágenes no se confunden. No hay una separación ontológica, de clase, entre los dos primeros elementos, pero tampoco conforman una masa homogénea. Hay diferencia, variación, heterogeneidad. Esto es lo que vienen a ocultar, en gran medida, las imágenes digitales. Los sujetos y los objetos se con-funden y se pierden en las imágenes. Este amigo ya no es un ser de carne y hueso, sino un avatar en una pantalla.  En la imagen, lo potencial y lo concreto se con-funde.

The Congress (Folman, 2013)

La imagen dogmática

Hipótesis 2: el nuevo presidente argentino, Javier Milei, es un emergente de este nuevo mundo de con-fusión imaginal. Una de las características centrales de su cosmovisión es, justamente, la con-fusión entre lo que la realidad es y lo que su imaginación dicta. El movimiento es doble: el diagnóstico es imaginario, y el accionar es ingenieril; si la realidad no es lo que nuestros modelos ideológicos dictan que debería ser, entonces habrá que transformar la realidad, a puro decreto y leyes ómnibus, está visto. Por supuesto, ambos, DNU y ley, son gigantescos, hipertextuales, una mezcolanza de heterogeneidades incomputables para un conjunto limitado de seres humanos en un lapso breve de tiempo, como son los diputados y senadores. Una computadora sí podría procesar tamaña cantidad de información en el tiempo deseado. Es decir, en la elaboración y presentación de estos instrumentos hay una expresión de la microfragmentación (que no duplicación) del mundo que realizan las tecnologías digitales, de acuerdo con la filósofa Flavia Costa(5).

Vamos por partes. Sostengo aquí que la cosmovisión de Milei peca de dogmatismo. No es una idea original, la he escuchado varias veces en estas semanas en los medios de comunicación. Como ocurre con la deriva de las imágenes digitales actuales, con consecuencias determinantes para el cine, tenemos aquí una con-fusión, en este caso, proveniente en parte de la ideología socioeconómica profesada por el presidente. La alienación y el descoyuntamiento del presidente respecto de lo real es un emergente de época, íntimamente ligado al efecto con-fuso de las imágenes digitales. No por casualidad altera sus imágenes de prensa y redes sociales para eliminar su papada, para lucir más bello y joven. No por casualidad está convencido de las irrealidades que profesa, por ejemplo, cuando en un programa de televisión dice que todas las empresas estatales son deficitarias, lo que es falso. Pero no creo que él mienta adrede. Está convencido de la veracidad de su cosmovisión. Y así la expresa, mediante la palabra falaz y mediante las imágenes materiales alteradas de sí mismo.

Milei ha sido fuertemente influido por la escuela austríaca, la teoría económica neoclásica, el monetarismo. El físico y filósofo cientificista Mario Bunge ha hecho una contribución valiosa al señalamiento del carácter anticientífico de esas fuentes. Para Bunge, en general los economistas “suelen ser víctimas de una semántica (o más bien ausencia de tal) incapaz de distinguir los conceptos de las cosas o propiedades que representan”(6), es decir, una forma de con-fusión de lo real-material y lo real-imaginal en lo imaginal-imaginario, comparable a la que habíamos señalado como propia del devenir de las imágenes digitales en el siglo XXI (Bunge hace este señalamiento a mediados de los años 80 del siglo XX).

Así, en particular, los economistas clásicos y neoclásicos creerían “en la existencia de ‘leyes naturales de la economía’ con las que no hay que meterse, porque la economía sería un sistema auto-regulado que la interferencia deliberada sólo podrá destruir”(7). Sin embargo, Bunge considera que “cualquier teoría económica que trate la economía como un sistema natural o una máquina autorreguladora, que funciona según ‘leyes de hierro’, es falsa porque ignora la existencia de reglas junto a las leyes”(8), y, a diferencia de las leyes de la naturaleza, las reglas son creación humana, por lo que pueden variar, romperse, etc. Además, la economía no es más que un subsistema dentro del sistema social, interdependiente respecto de otros subsistemas (la cultura, la política). En otros términos, antes que autopoiética (esto es, capaz de reproducirse y mantenerse por sí misma) la economía es simpoiética (está en relaciones de co-creación con otros subsistemas sociales y con la naturaleza).

Por supuesto, más allá de sus bases teóricas, Milei parece no ser ajeno a esta idea, en tanto, además de introducir transformaciones en la economía, ha presentado una serie de cambios legales que, en última instancia, intentan modificar de raíz la cultura. ¿En qué sentido? En un sentido liberal, cuyo fundamento teórico es, como vimos, que la economía es un organismo autorregulado y que, en consecuencia, “cuanto haga el Estado por controlarla es ineficaz o, si es eficaz, limita la libertad”. La justificación moral de esto, siempre de acuerdo a Bunge, sería la libertad del individuo en tanto valor supremo, lo que incluye el “derecho a disponer libremente de su fortuna”(9). Se trata de una cosmovisión que parece ignorar las diferencias y asimetrías de poder existentes en cualquier sociedad: un “shock de libertad” equivaldría a quitar toda regulación, incluidas aquellas que tratan de compensar las asimetrías de poder entre diferentes sujetos sociales (inquilinos y propietarios, oligopolios y consumidores, etc.).

El egoísmo e individualismo extremo expresados por las fuentes del pensamiento de Milei no pueden tener éxito en el largo plazo “porque la sociedad es un sistema del cual la economía no es sino un subsistema, y el mantenimiento de todo sistema exige alguna cooperación, sea deliberada, sea involuntaria. (Es verdad que el individualismo no excluye la solidaridad, pero la limita a los miembros de la misma clase social: es horizontal y defensiva, no integral y altruista)”(10). Este último punto explica la estigmatización constante que el liberalismo hace con cualquiera que ose cruzar la barrera de clase en la expresión de su solidaridad (lo que ocurre con la figura de Juan Grabois es un ejemplo de esto).

El “darwinismo social” implica la implementación de versiones pseudocientíficas de las ideas de selección natural y de supervivencia del más apto del biólogo decimonónico Charles Darwin. Para el darwinismo social, tan caro a las fuentes ideológicas de Milei, la sociedad es una competencia permanente entre individuos donde sólo los mejores sobreviven y prosperan. Así conciben también al “mercado libre”, un mercado que, señala Bunge, ya no existe (si es que alguna vez existió) desde el momento en el que se han desarrollado monopolios, oligopolios, sindicatos, gobiernos intervencionistas, etc. El mercado libre no existe y es dudoso que haya existido aun en tiempos de Adam Smith. Se puede imaginar un mercado perfecto, pero no es una realidad material.

Bunge considera que “la tentativa de resucitar el mercado libre con sólo eliminar las regulaciones gubernamentales”, que él veía en aquella época en los regímenes de Reagan y Thatcher, y que hoy vemos en el de Milei, “están condenadas a fracasar. Primero, porque esas medidas no tocan a las grandes corporaciones, las que —como lo advirtieron Adam Smith y Karl Marx— reducen substancialmente la esencia misma de la economía libre, a saber, la competencia. Segundo, porque esas regulaciones, tan odiadas por los mercaderes de la libertad económica, son la única protección para los pequeños capitalistas y el público”(11). En una economía cartelizada entre tres o cuatro oligopolios, éstos, lejos de competir entre sí, se ponen de acuerdo. La asimetría de poder es evidente, excepto para los libertarianos.

Sé que me he alejado mucho del asunto cinematográfico, pero intento sustentar un punto. Bunge señala una cláusula que introduce Milton Friedman, otra fuente cosmovisual de Milei, que establece que “independientemente de que las premisas neoclásicas sean verdaderas, lo que importa es que ‘las firmas individuales se comporten como si buscaran racionalmente maximizar sus rendimientos esperados y poseyeran conocimiento completo de los datos necesarios para salir bien de dicha tentativa’. Por consiguiente no es necesario poner a prueba dichas premisas para averiguar si son verdaderas: lo sean o no, las cosas suceden como si lo fueran”(12). El gobierno del como si: hay que hacer como si las cosas fueran como yo digo que son, como si mis soluciones imaginarias fueran real-materiales, como si mi rostro fuera el de un hipermodelo masculino, como si mis pies fueran enormes (señal de mi virilidad), como si fuera un amante proverbial de las mujeres, como si los datos que espeto fueran honestos. Los economistas como Milei pretenden tomar la realidad material por la realidad de sus imaginaciones y, mediante ingeniería social, imponer dichas imágenes a la sociedad —atropello de la ley mediante, de ser necesario—. Esto es totalitarismo.

“Parecería que es la gente la que debe ser sometida a pruebas para averiguar si se comporta a la altura de los altos niveles de racionalidad propuestos por los teóricos”(13). El resultado ha sido siempre un círculo vicioso de represión, destrucción de la industria y de los servicios sociales, aumento de la pobreza, descontento social y más represión. La libertad económica no es libertad política: “(…) el mantenimiento exitoso de la libre empresa sin cortapisas exigiría un gobierno autoritario listo a reprimir cualesquiera amenazas a la libertad económica, tales como las que plantean el movimiento obrero, los partidos políticos que propugnan la nacionalización de los servicios públicos y los recursos energéticos e incluso el movimiento cooperativo”(14). Así se comprende perfectamente la alianza de Milei con el militarismo y el autoritarismo expresados por Victoria Villarruel o Patricia Bullrich.

Un cine por venir

Todo este desarrollo, que parece tener que ver tan poco con lo cinematográfico, tiene el objetivo de ilustrar las bases no empíricas y, por lo tanto, prejuiciosas y supersticiosas, de la cosmovisión mileísta, cosmovisión que cumple con un vicio típico de los economistas, y aún más de los economistas que adscriben al liberalismo y a la concepción neoclásica: el vicio de con-fundir lo subjetivo y lo objetivo en el campo de las imágenes, vicio que también aqueja a las imágenes cinematográficas digitales. De este modo, pueden entenderse mejor las limpiezas energéticas, las sesiones de espiritismo canino, el tarot sororal, la creencia en el ungimiento especial por las “fuerzas del cielo” (Milei sería “El Elegido”, “The Chosen One” de las películas yanquis superheroicas) y la clonación de la mascota amada: ¿qué otra cosa es el doble digital de las imágenes de síntesis sino un clon cuyo ADN es un código binario y cuya carne un conjunto de píxeles? La con-fusión de los sujetos y los objetos en el campo de las imágenes y la anticiencia de una economía política a priori, plagada de hipótesis refutadas o incontrastadas, van de la mano. 

Sé que la mirada de Bunge puede ser reduccionista. Yo no comparto su cientificismo (la creencia de que sólo la ciencia puede darnos verdad sobre el mundo y la realidad), pero eso no invalida su crítica. No queremos una política con-fusa, guiada por el engaño de la superstición. Claro está que esto no es una novedad en la historia argentina, no una novedad completa. El grito de “¡Viva la libertad, carajo!” resuena con otras exclamaciones de “libertad” en nuestra historia. Por ejemplo, la de los liberales porteños, importadores natos de las manufacturas inglesas, que rechazaban, en el siglo XIX y aún después, cualquier arancelamiento que perjudicara sus negocios, aunque ofreciera beneficios para la débil industria local, y que se espejan en los liberales porteños de mesa de dinero que gobiernan hoy. También, por supuesto, la de la “revolución” del 55, que bombardeó a sus propios conciudadanos. Por eso quería terminar con una reflexión sobre un cine posible (¿y sobre un Pueblo posible, por hacerse?).

No, el cine no es, seguramente, una buena herramienta de transformación de la realidad, ni tiene por qué serlo. Sí, una película de Ken Loach puede ayudar a que se modifique una ley injusta en Gran Bretaña. Pero eso no la hace más valiosa o mejor que una película que no mueve a tales cambios (y casi ninguna película influye en la realidad de forma tan directa y tangible). ¿Cuántos de los millones de espectadores que se conmovieron con la popularísima Argentina, 1985 habrán votado a Milei y Villarruel, en cuyas personas resuenan con fuerza las de Martínez de Hoz y Videla? Sí, ya sé, contrafáctico. Sabemos con más certeza que bastante gente que supo votar a Cristina Kirchner votó luego a Macri luego a Alberto Fernández luego a Milei.

Le Livre d’image (Godard, 2018)

Si algo queda claro de la exposición de Bunge respecto de la economía, y sobre todo de la economía liberal, es que es profundamente irracional. También lo son muchas de nuestras fluctuaciones electorales: bandazos de babor a estribor, como un velero en medio de una tormenta. No se trata de negar la emocionalidad. No se la puede separar del todo de la racionalidad (el sentimiento precedería y fundaría al pensamiento). ¿Pero no seremos un poco víctimas de cierta apoteosis del sentimiento, de la impulsividad? ¿No se alabó en los últimos años desde el peronismo, acaso un vicio de origen, la relación de adoración de la multitud con la líder intocable? ¿No se pasó, también, de la comprensión de lo perjudicial que es negar el conflicto social y político, producto de la desigualdad, a la apoteosis del mismo? ¿Y no es el surgimiento de Milei el de una figura que exacerba esos rasgos de emocionalidad y conflictividad defendidos cuando provenían de “los buenos”, pero ahora lamentados por ser practicados por “los malos”? ¿No entra esa actitud macaneadora y chicanera de los libertarianos en contradicción con su propia concepción fantasiosa de una sociedad sin diferencias de poder, donde inquilinos y propietarios o empleados y patrones pueden discutir “en libertad” sin que el Estado se entrometa? ¿No logró acaso la neorreacción apropiarse de la concepción dizque gramsciana de “batalla cultural” con mayor éxito que el kirchnerismo, que la había agitado como consigna en primer lugar? Ejercitar el pensamiento no implica no equivocarse, por supuesto, sino comprender nuestras equivocaciones, desechar o reformular nuestras hipótesis. Es la actitud científica por la que brega Bunge y que no encontramos en el flamante presidente (ni en casi todo el periodismo corporativo: “que la realidad no te arruine una buena nota”). No olvidemos que el derrumbamiento de la realidad económica “siempre estuvo en la base de la superstición”(15).

Aunque, y esto es clave, sí encontramos en Milei la superficie de lo científico, la cáscara del pensamiento complejo: profusión de datos y análisis históricos, argumentaciones aparentemente basadas en evidencias. Volveré a esto.

Las imágenes de síntesis ofrecen posibilidades, si se las lleva en contra de su tendencia a la con-fusión ya mencionada. Al menos eso creyó Aleksandr Sokúrov cuando realizó la extrañísima Skazka: allí animaba a Cristo, Churchill, Stalin, Hitler y Mussolini en un ultraterreno que mueve a la estupefacción, un ovni entre lo sublime y lo ridículo. Sokúrov ya había abordado, en su trilogía del poder, a Hitler, Lenin e Hirohito, de formas mayormente desconocidas para el cine argentino(16). Traigo a colación a este cineasta ruso porque es uno de los grandes inventores de imágenes de nuestro tiempo, y la inventiva (imaginal, narrativa) es una cualidad que el cine argentino podría desarrollar más. “¿Quién de nosotros escribirá el Facundo?”, se preguntaba un personaje de Respiración artificial, novela de Ricardo Piglia. “¿Quién de nosotros filmará Historia del pueblo argentino?” (por nombrar un libro genial y bien iconoclasta, de Milcíades Peña), podríamos preguntarnos ahora, aunque yo no soy cineasta, así que no debería incluirme (cobarde defección, seguramente).

¿Dónde están nuestras películas sobre la tiranía de Mitre, la venalidad rocajuarista, la figura trágica de Alberdi que tanto resuenan en nuestro presente, traídas como referencias por el actual gobierno? Sin simplificaciones propagandísticas (sin Santos de la espada), un auténtico cine crítico, eso sí, “con el corazón bien puesto”, como diría Raúl Ruiz: razón y amor, boca y corazón. La encarnación ficcional de figuras históricas por parte de un Sokúrov, o de acontecimientos particulares por un Peter Watkins, poco tienen que ver con, por ejemplo, el desabrido y superficial Rosas de Manuel Antín. Rosas, cuyo carácter popular ha llevado a cierta historiografía y a cierto arte a limar sus asperezas más siniestras y a tergiversar sus logros para construir una caricatura ya sea nacionalista ya sea conciliatoria para una Nación agrietada. Tomar lo popular siempre por bueno y manosear las cosas para emprolijar el relato ha sido un error del campo popular, tanto en la escritura como en la construcción de imágenes y sonidos. Un error que una figura acaso “popular” (al menos por ahora) como Milei viene a desnudar.

¿Pero qué sería un cine crítico o un cine que ejercite el pensamiento, que sea inventivo? ¿Y qué influencia podría tener en la realidad? Son preguntas excesivas, tal vez inagotables. Stanley Cavell se preguntó si el cine podía hacernos mejores. Era otra época, el cine era el arte de masas por excelencia. Esa centralidad quizás haya sido desplazada en nuestro siglo XXI por la catarata de videos cortos de Instagram, Facebook y TikTok en los feeds de nuestros teléfonos. Y si el cine puede contribuir a hacernos pensar sobre nuestras imágenes de lo que es bueno y, en consecuencia, a perfeccionarnos, habría que notar que ya debemos tener una imagen previa de lo que consideramos bueno, en cuyo caso el cine sólo podría reforzar posiciones previas: el cine también puede hacernos peores(17).

Eliseo Verón(18) había identificado tres destinatarios diferentes del discurso político. El prodestinatario ya está de acuerdo con uno; no hay que convencerlo de nada, pero puede reafirmársele la creencia. El contradestinatario es refractario a nuestras ideas a más no poder, no podemos convencerlo. El paradestinatario, el menos convencido, está abierto y dispuesto a oír otras voces para formar su opinión. Si, en principio, suponemos que un cine “crítico” sería un cine que articula un discurso político, sólo podríamos interpelar positivamente a los que ya acuerdan de antemano con nosotros o a aquellos “indecisos”. Y, a diferencia de los tiempos de Cavell, en los que el cine era el arte popular, de masas, por excelencia, no tenemos garantía de que nuestras películas les lleguen a los espectadores como les llegan los memes y videos de las redes sociales. ¿Dejar el cine por la intervención en redes? ¿Ceder a la primacía de la con-fusión de sujetos y objetos en el campo de las imágenes digitales? Sin embargo, aunque cediéramos, la con-fusión de la que hablamos indica una ilusión: no es que sujetos y objetos dejarían de existir salvo como imágenes, eso es imposible. Así como la “desmaterialización” digital está sostenida en hardware bien material, las imágenes no existen por sí solas sin los sujetos y objetos bien materiales que vinculan y de los cuales son desprendimientos externos.

Skazka (Sokúrov, 2022)

La noción de representación en el cine ha sido atacada desde hace ya tiempo. Para Cavell, había que pasar del estudio de las conexiones entre representaciones (las imágenes) y representados (los sujetos y objetos) pertenecientes al concepto de representación a, mediante la noción de “proyección”, centrarse en el sujeto para entender qué dicen de nosotros mismos los vínculos entre imagen y realidad. En otro sentido, también se ha rechazado la noción de representación a favor de una identidad monista entre realidad e imagen, olvidando que la imagen sólo da cuenta de algunos ángulos de la realidad por vez, no de la totalidad, sin que por ello la imagen resulte necesariamente falsa. 

Lucien Sfez, en los años 80, había hecho notar cómo dos tipos de comunicación, la representativa (lineal, cuyos elementos son externos los unos para los otros y cuyo signo es la dominación) y la expresiva (circular, cuyos elementos son internos los unos respecto de los otros y cuyo signo es la adaptación), que se alimentaban y limitaban mutuamente, habían entrado, de la mano de las nuevas tecnologías computacionales, a desdiferenciarse:

“Creo expresar el mundo, el mundo de máquinas que me representan y que de hecho se expresan en mi lugar […] me apropio como si fueran mías de las escenas televisadas. Tengo la ilusión de asistir, de estar presente, siendo que no tengo a la vista otra cosa que cortes y elecciones previas. Al extremo de que termino por prestar a la máquina social, televisiva o informática, mis propias facultades. Y habiéndoselas delegado, ellas vuelven hacia mí como si su origen estuviese en otra parte, en el cielo tecnológico (…) Esta máquina toda hecha de representaciones y simulaciones se convierte entonces en lo único real que se expresa. Es ella la que, en adelante, forma e informa, otorga alegría y vida”(19).

Tanto la representación como la expresión son necesarias, en su relación y en su diferencia, y su con-fusión ha llevado a que acontezca “una nueva realidad, sin distancia entre el sujeto y el objeto”(20). Si la comunicación representativa separaba ontológicamente a los sujetos de los objetos, y si la comunicación expresiva los unía en un continuo monista pero sin confundirlos, lo característico de la comunicación a finales del siglo XX era la con-fusión de ellos en la realización del “[a]ntiguo sueño o pesadilla del doble monstruoso”(21).

Quizás sea hora de volver a la idea de “representación” en el cine, pero una representación semiótica, ya no bivalente, en la que la imagen reemplaza a la realidad, sino tricotómica, en la que la imagen está en lugar del objeto que representa (y como expresión diferente de él), sí, pero para un sujeto que la interpreta y que, en el proceso de interpretación, la relaciona con otras imágenes y otras realidades materiales, desarrollando más esa imagen inicial. Es decir, una noción de representación que no oculte ni niegue los polos de los sujetos y objetos y que reconozca a las imágenes como externas pero quiásmicas, membranas conectivas; esto es, una noción de representación diferenciada de la de expresión, pero en un lazo de compensación mutua con ella en la producción de un tercero proliferante.

Así como propuse (contra mí mismo, en buena medida) recuperar a Mario Bunge, cuyo cientificismo, con todas las críticas que pueda hacérsele, funciona como antídoto contra la cosmovisión de gobierno, mucho de lo aquí dicho también puede interpretarse como un retorno a la Escuela de Frankfurt. El desprecio hacia el cine y el jazz y las tendencias elitistas manifestadas por Theodor Adorno me habían alejado de su pensamiento. Sin embargo, no hay que olvidar la figura de Max Horkheimer, quien coescribió con Adorno Dialéctica de la Ilustración y quien partía de una base filosófica diferente a la de su colega: en principio, Horkheimer había intentado acercar la filosofía a la ciencia en una “Teoría crítica” (si bien su obra con Adorno desarrolla una actitud de sospecha muy fuerte contra la ciencia), y fue reticente a la reedición del libro escrito junto al autor de Minima Moralia por considerarla peligrosa y malinterpretable: no era su intención rechazar la razón, sino señalar su devenir irracional del que sólo podía salirse con más razón. Así, su idea de que la Ilustración, el Iluminismo, la Era de la Razón, se intoxicaría con su propio veneno en cuanto la razón se volviera racionalización, debería interpelarnos ahora, con el avance del totalitarismo libertariano postfascista, como interpeló en su momento ante el auge y ocaso nazifascista (pero también ante la ideología liberal) de principios y mediados del siglo XX. Es contra la sofística de retóricos hábiles como Milei o Agustín Laje, que llaman a formarse, estudiar, leer libros, aportar datos, que es preciso oponer el ejercicio de desmantelamiento de un discurso que, aunque a veces toma la forma de la razón y la civilidad, la vicia con descontextualizaciones y falsedades inaparentes(22).

¿Qué puede hacer el cine argentino ante esto? Ante todo, cultivar un realismo que no confirme simplemente la realidad, mostrando algo porque es así y nada más(23). Para eso es mejor salir a la calle y no ver una pantalla. El cine tiene que ser el aguijón que pica, como diría Herzog, no la mosca en la pared (lo que no quiere decir que todo “documental de observación” constituya una pobre mosca en la pared).

Es necesario un cine que no replique el aceleracionismo digital, que tan bien ejerce el mileísmo. No significa que todo el cine deba ser slow cinema. Mirar si no a Godard, que a menudo tuvo poco de “lento”. Godard es, justamente, un ejemplo descomunal de “cine crítico”, de “cine racional” de “cine-pensamiento”. Pero también nos marca el límite del alcance de una propuesta así: Notre musique o Le Livre d’image no llevan gente al cine como Argentina, 1985 (no en nuestro país, al menos). ¿Cómo ligar pensamiento y masividad? ¿Y podría el cine hacer algo así?

El alcance masivo lo tiene la industria cultural racionalizante, calculadora (por ejemplo, con películas de diseño, computadas matemáticamente para conseguir tales o cuales efectos, incluido el aumento del consumo)(24), y la razón y la estupidez constituyen un animal bifronte, inseparable, la una degenerando en la otra. Por ello la estupidez presenta a menudo la cáscara del pensamiento, de la razón. Sólo un “salto cuántico” puede sacarnos de la estupidez. Si la razón no es puro dominio y destrucción, si posee un momento de verdad, éste puede rescatarse por medio de una técnica de exteriorización de la memoria y el pensamiento como es el cine(25). Todos los medios de comunicación pasaron por una primera etapa de descentralización y creatividad (muchas veces caótica) para luego cartelizarse en mono y oligopolios que llevaron a la estandarización de la producción, a la pérdida de inventiva, de heterogeneidad, de variedad. El cine no es ajeno a este proceso y debería ser muy consciente de él.

Le Livre d’image (Godard, 2018)

En un artículo del cual el mío no es más que una excesiva nota al pie, Roger Koza considera que vivimos en una sociedad ágrafa. ¿Qué podría hacer el cine, un arte de imágenes y sonidos, respecto de eso? ¿Acaso recuperar la palabra, perdida entre tanto mutismo contemplativo del cine internacional actual, entre tanto realismo confirmatorio de la incapacidad de los jóvenes de mantener un diálogo? Pero también se puede decir y escribir naderías (o apologías del régimen). Y no parece sensato rechazar el cine silente sólo por reducir la palabra al mínimo.

¿Qué implica, por otra parte, ese carácter ágrafo? Ezequiel Saferstein indica que “[e]n la actualidad, los referentes de las derechas radicalizadas articulan y difunden su pensamiento desde una producción editorial que salió de los márgenes, se masificó y potenció en el entorno digital. Los libros son valorados como objetos culturales, activan sentimientos en su circulación y lectura y funcionan como plataformas para el posicionamiento intelectual de los portavoces”(26). Pero ambas observaciones no son excluyentes si atendemos a la idea de Adorno y Horkheimer de que la razón degenera en racionalización. Se con-fundiría así el pensamiento y su tercerización en la escritura o el cine con la descomposición de lo subjetivo y lo objetivo (los seres, las cosas) en abstracciones racionales. Por eso, un cine crítico no puede ser “abstracto”(27), no puede erigirse como imagen envolvente de la realidad material, sino que tiene que desocultar, que explicitar en sus imágenes, esos primeros y segundos en los que se basa, esos sujetos y objetos tan con-fundidos en el campo de las imágenes en nuestra era digital. Y por ello tampoco debe contentarse con la pretensión falaz de duplicar la realidad. Es fundamental que el cine no sea una prolongación de la vida cotidiana: que la vida se distinga del cine y que éste no sustituya a aquélla sino que la interprete, es decir, que la desarrolle semióticamente, que facilite los saltos cuánticos.

Hay que razonar sobre los fines, no sólo sobre los medios para alcanzar nuestros fines. ¿Qué cine queremos y por qué lo queremos? ¿Cómo evitar que todo tienda a parecerse entre sí, a que se anule la diversidad mediante su incorporación a patrones preestablecidos? La guerra ideológica contra el Estado, contra lo público, mediante estrategias de shock y de destrucción creativa, junto al establecimiento del modelo consumista global, son señaladas por Bernard Stiegler como mecanismos de un psicopoder que, por medio de psicotecnologías (que incluyen al cine), ha explotado los inconscientes de los pueblos(28).

Y la demanda de este psicopoder, de esta razón loca y estúpida, es la demanda de la utilidad: lo razonable pasa a ser lo obviamente útil, lo que permite la autopreservación del individuo. De ahí el ataque a la ciencia básica y a las humanidades, pero también al arte. ¿Qué sería un cine útil? ¿Acaso un cine que ayude a cambiar las leyes injustas, como el de Ken Loach? No: un cine que entretenga y que, en consecuencia, lleve mucho público o tenga una enorme cantidad de reproducciones en las plataformas de streaming. Lo que significa: un cine que no necesite de la esfera pública (y lo público no se reduce a lo estatal, de lo que incluso puede prescindir), que no mueva a la reflexión pública en pos de la heteropreservación del individuo en comunidad cooperativa, sino que posibilite un disfrute autocentrado.

Parecería, entonces, que este camino nos devuelve al elitismo: lo masivo es vómito homegeneizado de la industria cultural. Y es un camino inconducente. El proceso excede lo cinematográfico, por lo que la solución también debe ir más allá. Habría, supongo, que desarmar los cárteles monopólicos y oligopólicos que, en última instancia, manosean nuestros inconscientes y nuestras carnes. Esto no quiere decir que no haya disputas o resistencias dentro de la hegemonía, que no puedan filtrarse algunos rayos luminosos aun desde producciones corporativas. Pero una de las grandes cualidades del capitalismo es su capacidad de reabsorber y regurgitar toda manifestación disidente, cualidad que encontramos expresada con grandes alcances en la cultura estadounidense que, como señaló alguna vez Raúl Ruiz, se caracteriza por reapropiarse de todas las demás culturas del mundo.

Ojalá fuera fácil brindar respuestas. Como un llamado tímido: no nos quedemos en la mera “resistencia”. Nada de “resistir con aguante”. No hay que apenas resistir. Hay que inventar, crear. Pero no como inventa el mileísmo, esto es, con-fundiendo, en-cubriendo lo real con lo imaginal y lo imaginario, sino semióticamente, desarrollando nuevas imágenes para nuevas realidades a partir de las imágenes y de los aspectos o lados de lo real que éstas develan. Está visto, no sólo las corporaciones pueden inventar (nuevos gadgets, nuevas necesidades). El cine puede inventar formas, imágenes que no reproduzcan moldes prefabricados. También modos de producción. El problema con el cine puramente convencional es que sólo transmite un mensaje, una idea, un sentimiento, un conocimiento apenas confirmatorio de nuestra posición en el mundo, de nuestro devenir detenido, estático, anquilosado. Y de lo que se trata es de transformar ese mensaje, esa idea, ese sentimiento, ese conocimiento propuesto por el cine, de transformarlo mediante la formación de uno mismo. Bernard Stiegler, a quien parafraseo (malamente) aquí, señala que los libros de filosofía son difíciles de leer justamente porque nos obligan a (trans)individuarnos, a (trans)formarnos: si fueran fáciles de leer únicamente nos dejarían en el mismo estado en el que ya estábamos, que es el estado de la desindividuación de la racionalidad osificada, decantada, muerta. “Si tengo un libro que entienda en mi lugar, un consejero espiritual que tenga una conciencia por mí, un médico que juzgue mi dieta por mí, y así sucesivamente, no necesito hacer ningún esfuerzo en absoluto”(29). El cine puede pegarles una patada a las convenciones y deslumbrar.

En definitiva, entre el dogmatismo de la imaginería digital hegemónica (reproducido en el dogmatismo mental de Milei) y el empirismo supuestamente obligatorio del cine fotoquímico es necesario desarrollar la vía crítica (razón más sensibilidad en mutua alimentación y limitación, antídoto contra la con-fusión antes descrita). Donde prima la estupidez también está el germen del pensamiento (y viceversa). El cine por venir tiene que ser consciente del profundo vínculo entre el capitalismo concentrado en grandes corporaciones, la imaginería digital (tanto en su costado venenoso como en los aprovechamientos virtuosos que puedan hacérsele), el ocultamiento de los cuerpos y las expresiones artísticas domesticadas en fórmulas establecidas de antemano por los estudios de mercado.

Notre musique (Godard, 2004)

Notas

1  Mariano Zelcer, Devenires de lo fotográfico: imágenes digitales en los dispositivos contemporáneos, Teseo, 2020.

2  Lev Manovich, El lenguaje de los nuevos medios de comunicación, Paidós, 2006.

3 Gene Youngblood, Cine expandido, EDUNTREF, 2012, p. 19.

4 Op. cit., p. 60.

5 Flavia Costa, Tecnoceno: algoritmos, biohackers y nuevas formas de vida, Taurus, 2021.

6 Mario Bunge, Economía y filosofía, Tecnos, 1985, p. 37.

7 Op. cit., p. 41.

8 Op. cit., p. 56.

9 Op. cit., pp. 62-63.

10 Op. cit., p. 64.

11 Op. cit., pp. 91-92.

12 Op. cit., p. 69.

13 Op. cit., p. 79.

14 Op. cit., p. 75.

15 Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, “Excursus II. Juliette, o ilustración y moral”, en Dialéctica de la Ilustración, Trotta, 1998, p. 158.

16 Sería injusto no nombrar a algunos cineastas argentinos que sí buscan la invención de imágenes nuevas en la intersección de historia, realidad e imaginación: Goyo Anchou, Pablo Martín Weber, Germán Magariños, Martín Farina, Albertina Carri, Manque La Banca y Lucía Seles están entre ellos.

17 Francisco Javier Ruiz Moscardó, “El cine, ¿puede hacernos peores? Stanley Cavell y el perfeccionismo moral”, en Ideas y Valores, vol. LXV, nº 162, pp. 51-70.

18 Eliseo Verón, “La palabra adversativa: observaciones sobre la enunciación política”, en Eliseo Verón, Leonor Arfuch, María Magdalena Chirico, Emilio de Ipola, Noemí Goldman, M. Inés González Bombal y Oscar Landi, El discurso político: lenguajes y acontecimientos, Hachette, 1987, pp. 11-26.

19 Lucien Sfez, Crítica de la comunicación, Amorrortu, 1995, pp. 110-111.

20 Op. cit., p. 23.

21 Op. cit., p. 111.

22 En consecuencia, la actitud de sospecha ante los desvíos de la razón, y de la razón científica incluida en ella, que manifestaron estos filósofos, sirve como compensación del cientificismo bungeano sin anularlo, sino intentando una alimentación y limitación mutuas.

23 Esta idea pertenece al cineasta y escritor Alexander Kluge, quien consideraba a las artes como el ala práctica del pensamiento. Véase 120 historias del cine, Caja Negra, 2010; y El contexto de un jardín: discursos sobre las artes, la esfera pública y la tarea de autor, Caja Negra, 2014.

24 Por ello la posibilidad de que las plataformas oligopólicas se transformen en el principal recurso de producción para nuestro cine (o para cualquier otro) es fatal.

25 Esta idea es una paráfrasis de Juan José Sánchez, “Introducción: sentido y alcance de Dialéctica de la Ilustración”, en Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, Trotta, 1998, pp. 9-46.

26 Ezequiel Saferstein, “Entre libros y redes: la ‘batalla cultural’ de las derechas radicalizadas”, en Pablo Semán (coord.), Está entre nosotros, Siglo XXI, 2023.

27 No me refiero aquí por cine abstracto a un cine no figurativo. Lo que sigue debe dejarlo en claro.

28 Bernard Stiegler, States of Shock, Polity, 2015.

29 Op. cit., parte I, cap. 5.43.

2 Comments

  • Bunge entendía que todo proceso artificial puede ser mejorado, pero sólo hasta cierto punto, porque “siempre hay límites naturales y sociales”. Tampoco comparto su pensamiento pero tenía un punto: los efectos colaterales impredecibles e indeseables son resultado de la innovación tecnológica. Éstos pueden repararse con la ayuda de más conocimiento, o bien de una reforma social. El mundo (o un mundo) le es dado al hombre, y su gloria no es soportarlo ni despreciarlo sino enriquecerlo construyendo otros universos. El problema es que esta gente (“gente”; que se la da de “gobierno”) no entiende lo último mencionado, y no nos concibe como ciudadanos porque, bajo su percepción (o visión) no hay individuos, apenas usuarios, consumidores. No se puede construir otros universos porque no es necesario (¿”demandado” por bajo las leyes del mercado, tal vez?). El momento es ahora. Los cineastxs deben salir a la calle; hablar, contar, narrar, registrar y encontrar una voz propia y única pero colectiva. Nuestro cine es inmenso. Les agradezco por este texto.

    • Gracias a vos por el comentario.

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