No es ninguna novedad decir que el cine argentino corre peligro. Desde los despidos masivos en todos los espacios de gestión cultural al avance en la privatización de CineAR, el gobierno de Milei y la gestión de Carlos Pirovano a cargo del INCAA se ensañaron con el cine argentino, en especial con aquel financiado total o parcialmente por el Estado. Que el cine es propaganda kuka, zurda, woke, gastadero de guita, degeneración fiscal o salas vacías fueron juicios que circularon como justificaciones de las medidas de un gobierno revanchista y antiobrero.
El cine documental es, quizás, el que peor la está pasando, no solo por quedar relegado a funciones únicas en el cine Gaumont de Buenos Aires, sino también por las acusaciones de que “no le importa a nadie” que se enunciaron tanto desde el gobierno como desde la oposición. La idea de que “no puede ser que el INCAA financie tantos documentales” fue moneda corriente entre el campo cinematográfico que pretende defender el cine nacional. La adaptación al discurso exitista y mercantil del gobierno es un problema que acucia incluso a trabajadores de la cultura, como si el documental fuera un formato menor frente a la ficción. Los únicos documentales que importarían son los producidos con materiales valiosos y caros, como los true crime de las plataformas de streaming o los de formato televisivo, en lugar de aquellos de producción colectiva e independiente, experimentales o de una estética distinta.

Frente a una era en que las imágenes, las palabras y las cosas tienen el mismo valor nulo, se transmite un genocidio en directo y la hipervisualidad nos enceguece, hay películas que mantienen la pulsión de tocar lo real. Esto no significa que sus imágenes sean puras, o que no hayan sufrido manipulación humana. Al contrario: son imágenes que, pese a todo, todavía buscan una verdad, que se inmolan, que arden. Imágenes rotas, imperfectas, contradictorias, desechadas por la Historia. Tanto Amor descartable, de Azul Aizenberg, como Los cruces, de Julián Galay, ambas programadas en la 25° edición del DocBuenosAires, comparten algo en común, a pesar de las diferencias notorias que saltan a la vista: están hechas de barro.
¿Qué significa que una película esté hecha de barro? Que es un material noble, a la mano, que permite jugar y enchastrarse con él. Podemos encontrarlo en el patio de nuestra casa, pero al mismo tiempo tiene la cualidad casi primitiva de haber albergado la vida desde su surgimiento, al ser un elemento constitutivo de nuestro planeta. Eso es lo más valioso: jugar y mancharse con barro es envolverse en el mundo, sentar una posición política y una declaración de principios. Un cine hecho con barro sería el contraplano del cine hecho en tubos de ensayo, antiséptico, perfecto e higienizado, de probeta. Las de Aizenberg y Galay son películas que, en su deformidad, encuentran una forma rigurosa, siguiendo la lógica del collage.
Amor descartable parte del acervo de filmaciones en VHS que la directora heredó de su padre: el barro de la memoria. Principalmente compuesto de videos vacacionales, cumpleaños y juegos, Aizenberg se detiene en ese material digital, lo observa y lo desenmascara. Si Adiós a la memoria, de Nicolás Prividera, se siente como una culminación del documental de archivo, al superar los problemas de subjetivismo narcisista esperables, Amor descartable demuestra que todavía hay formas de contar la propia historia íntima, poniéndola en tensión con la historia colectiva. Un ejemplo de ello es la investigación que la directora hace de las películas familiares de los últimos zares rusos, con quienes posee lazos a través de un familiar que fungió como guardia imperial, y el uso de la recomposición dialéctica (como no puede ser de otra forma en el cine de vanguardia soviético) que hace Esfir Shub en La caída de la dinastía Romanov, de 1927. Como Natalia Garayalde en Esquirlas, Aizenberg desentraña el fantasma del menemato entendiendo la doble cara de las imágenes: una que muestran en su tiempo, otra que emerge al verlas a posteriori. Los viajes idílicos a Disney, los paseos por la casona noventista y los juguetes caros que filma el padre cobran otro sentido al ser contrapuestos, mediante un ejercicio de montaje dialéctico, a las imágenes de apariencia inocente y tierna que esconden, en el fuera de campo (como espantos, diría Silvia Schwarzböck), al personal doméstico de la familia, una muestra de los privilegios de clase de la directora. Pero Aizenberg no se regodea con ostentosidad, ni se lamenta culposamente, sino que lee esas imágenes críticamente, con sospecha, como una hermeneuta que escarba en la historia (personal y universal) para buscar respuestas en su presente y en el de su madre, con quien dialoga. Ese gesto afectuoso, casi como un regalo hacia la misma madre, tiene la finalidad de diseccionar las propias representaciones de una familia, así como las contradicciones y los dolores que surgen de las relaciones humanas, otro barro que nos enchastra. La canción de Virus que le da título a la película, enseñada por su padre a su esposa años antes de su separación, suena desafinada en su voz, una síntesis perfecta de lo imperfecto y roto que compone al film, un barro provechoso que, paradójicamente, permite salir airosa a la directora al cruzarlo y, cómo no, enchastrarse.


La relación de Los cruces con el barro es incluso más directa. Como un niño que juega en su patio buscando insectos, Galay filma a biólogos, neurólogos, físicos y demás científicos haciendo su trabajo y lo emparenta con el barro del inconsciente: los sueños, dado que el proyecto parte de notas imprecisas para una película que el director anotó luego de un sueño. De ahí surgen los aludidos cruces entre el inconsciente y el lenguaje (lenguaje humano, animal, cinematográfico), pero también entre formatos y soportes de la imagen, entre filmaciones de las autopistas de la ciudad hechas por personas e imágenes tomadas por los propios animales (como la escena en que una mona juega con una cámara). Como todo el cine del colectivo Antes Muerto, lo que moviliza Los cruces es una mezcla de fascinación y preocupación, como bien enuncia Galay en la película: una fascinación y una curiosidad por el mundo que los rodea, al que se aproximan sin fetichizar (como la basura digital de Las ruinas nuevas o las formas de percepción sensorial de Zeze en ¿Qué hago en este mundo tan visual?, ambas de Manuel Embalse) y una preocupación por ese mismo mundo, una pregunta por los males que lo acucian y una intención de intervenir sobre él, de ponerse en escena e inmolarse como gesto estético y político. Elevar el pensamiento al punto del enojo, como dice Farocki. Esa rabia se ve en la obra de los otros miembros de Antes Muerto: Tatiana Mazú González (la militancia obrera y feminista en Río Turbio, el relato de Mónica Alegre en torno a la desaparición forzada de su hijo, Luciano Arruga, en Todo documento de civilización), Delfina Carlota Vázquez (el activismo estudiantil y campesino en ¿Puede una montaña recordar?) y el propio Embalse (las preguntas en torno al trabajo que surgen en Las ruinas nuevas, el repudio a la represión clandestina en Jujuy en La primera imagen de Marte).
En la película de Galay aparece un discreto, si bien potente, reclamo por la ciencia nacional ante el desguace del gobierno y contra la contaminación mediante agrotóxicos, en relación al cual todo el arco político institucional se da la mano, enfermando y quitando el sueño a humanos y animales por partes iguales. Esta defensa de lo natural no separa entre humanidad y animalidad o naturaleza y cultura, sino que comprende que ambas son formas de lo terrestre que deben convivir en equilibrio. No se trata de un primitivismo misantrópico que busca volver a un supuesto estado natural sin intervención humana. Por el contrario: los científicos intervienen sobre el mundo; Galay, sobre las imágenes. Ambos se manchan las manos de barro, se envuelven en el polvo del mundo para construir conocimiento y arte (dos disciplinas que se cruzan), lo que se puede ver en las escenas que buscan escorpiones en los jardines de la Facultad de Ciencias Exactas.
Entonces, ¿por qué estas películas y sus imágenes tocan lo real? Y ¿acaso lo real no es, también, una construcción? No como en una relativización posmoderna de la Historia, sino de forma materialista: ¿qué verdad construimos? Como el barro, que adquiere perdurabilidad y resistencia en contacto con el fuego, estas imágenes son verdaderas porque las construimos en relación política con otras, porque arden. Pese a todos los documentos de barbarie (y, por tanto, de cultura), estas imágenes constituyen la excepción a la norma de la que habla Jean-Luc Godard en Je vous salue, Sarajevo: documentos contra la gestión de la muerte. El barro que podemos ver, si soplamos, bajo la ceniza. Imágenes ardientes pese a las fake news, a la IA, a los jubilados que son reprimidos, a las mentiras del gobierno, al desfinanciamiento de la cultura. Imágenes que, al mirarlas en un charco de barro, nos devuelven la mirada.
